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Índice completo de artículos

EL SANTIAGO QUE NUNCA ABURRÍA I:
Los orígenes criollos del divertimento popular (c.1540-1840)

Son muchas las disciplinas que dan forma a las corrientes del espectáculo, la diversión y la vida social que aquí serán revisadas, convergiendo en la gran carta de entretenciones disponibles para diferentes épocas y con una oferta recreativa que va desde el tenor infantil o educativo hasta el más bohemio y candilejero. Las propuestas pueden provenir de campos como artes teatrales, circenses, deportes de atención masiva, folclore, festivales, aspectos de la religiosidad tradicional, humorismo, música docta, diversiones adultas, títeres, magia e ilusionismo y, prácticamente, desde todo el contenido cultural disponible en cada período que va desde 1540, con la llegada de los españoles al valle del Mapocho, hasta 1840, con la ya solidificada organización republicana que cierra el largo trecho de la concepción y gestación misma de la chilenidad.

Sin embargo, el escrutinio en retrospectiva de la misma línea por la que fluyeron tales manifestaciones, también permite rastrear sus bases germinales en las diferentes etapas de desarrollo de cada pueblo, con frecuencia remontadas a sus propios orígenes. Si bien las baterías que dan fuerza al espectáculo y la recreación parecen cobrar cuerpo en determinados tiempos de progreso y avance de grupos los humanos, vienen acompañándolos desde su propia gestación con expresiones tibias, primitivas o fundacionales pero, innegablemente, muy presentes y constitutivas de aspectos identitarios, inclusive. Las formas de recreación que prefiere y practica cada pueblo, entonces, también hacen una gran parte de su retrato más trascendente.

Lo anterior puede funcionar en muchos niveles o áreas: folclore genuino, idiosincrasia, educación, formalidades y etiquetas institucionalizadas, legendarios e imaginarios colectivos, sentido de pertenencia o de comunidad entre sus miembros ante sus propios ritos, pautas de valoración artística, simpatías por unos bailes, rechazo por otros, inclinaciones sobre lo que es y no es humor, sobre límites y excesos, criterios estéticos, buen y mal gusto, etc. Incluso en los más amplios abanicos de la diversidad de propuestas que se hallen disponibles, y hasta en la reunión de todas las individualidades si así se quisiera, pueden identificarse algunos patrones y tendencias que van definiendo la generalidad de cada grupo. Unos han ido modificándose con el tiempo y el ascenso de las consciencias; otros persisten o se perpetúan casi intactos y con plena vigencia, positiva o negativamente hablando.

Las sociedades del mundo clásico no solo supieron ordenar y formalizar sus respectivas instancias de antigua recreación, con los límites o las licencias correspondientes: hasta les asignaron deidades y alcances superiores a los de la existencia profana. Esos arquetipos se han prolongado como referentes culturales hasta nuestros días, a veces sin que los notemos o los reconozcamos. Llegaron a su máxima expresión, quizá, con las famosas fiestas del calendario romano, celebraciones ancestrales y atávicas, pero modelos de los festivales de tiempos actuales aunque con una faz diferente y un disfraz de desarrollo civilizatorio. Sátiros tipo Sileno y dioses como Baco o Dioniso, originarios de la mitología griega, cargaban sus copas con el mismo vino de las fiestas humanas en representación del “paso” entre estados de consciencia-existencia y a otros niveles ajenos al mundo pedestre, a la par de simbolizar la alegría y el éxtasis de la ebriedad, aunque no exactamente como se lo idealiza con pillería en nuestro tiempo. Curiosamente, Dioniso fue también el patrono pagano del teatro y cofrade de ciertos músicos, como aquellos que tocaban su aulós o flauta doble.

En el caso chileno, qué duda cabe de que las fiestas masivas siempre han sido abundantes en ese mismo alcohol de Baco, casi como un requisito ineludible: ayer, hoy y mañana, con las conocidas consecuencias que esto acarrea y seguirá arrastrando. El eje de cada encuentro puede corresponder a un banquete, una celebración, un homenaje, un evento de música o cualquiera otra posibilidad de manifestación festiva, pero la bebida ha sido siempre su requerimiento, acaso el combustible para motores de emancipaciones momentáneas del individuo y de la purga ante las represiones… Y es que el vino se erigió en la vida humana como el tradicional aliado a la hora de la alegría, no así a la hora de deberes y obediencias, como decía Cervantes a través del Quijote dirigiéndose a Sancho: “Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra”.

También en el caso de una sociedad joven como la chilena, que por su mocedad hace menos extenuante que en otras el rastreo por la cronología de sus recreaciones populares, se vuelve imposible evadir el origen de las artes escénicas entre sus más potentes formas de diversión, presentes ya en los tiempos de la gestación y de la formación del pueblo criollo. Son antecedentes importantes para las noches de oro que engalanaron después a Santiago y a otras ciudades, durante la vida republicana del país. Esto, aunque muchos de sus representantes y herederos, por algún extraño prejuicio del mundo artístico, hoy se incomoden con sentir que son parte de la desairada magia de la diversión y prefieran pregonar -en la ambigüedad conceptual- que su gremio es el de la cultura.

Empero, la simiente de lo que será la gran oferta recreativa chilena se hizo visible con expresiones surgidas, curiosamente, al alero de los esfuerzos de la Iglesia por hacer participar en la fe a los fieles. La paradoja es que, posteriormente, el propio clero haría lo imposible por detener muchas de aquellas formas que había adoptado la diversión, especialmente en lo relacionado a las presentaciones escénicas y de espectáculos.

Continuará el sentido recreativo nacional por los salones en donde se alojaba el entretenimiento más doméstico, como tertulias o saraos, mientras que al ras del nivel plebeyo brotará desde las válvulas que encontraron escape en chinganas, quintas de recreo, chicherías o posadas de buena y mala muerte, en donde reinaban las leyes de las jarras y las guitarras.

Podemos decir que el espíritu de la diversión popular chilena, forjada principalmente entre los siglos XVII y XVIII del coloniaje y las primeras décadas republicanas del siglo XIX, abrirá su baraja de promesas para el regocijo casi con lo mismo que se sustenta en nuestros días, aunque hayan cambiado los aspectos, los conceptos y las nomenclaturas. Ahí estaban, entonces, las opciones de teatro, cafés, reunión social, funciones humorísticas, volatines, juegos, competencias deportivas, música, baile, fiesta, comida y, por supuesto, el infaltable alcohol…

Han adquirido otros rostros, otros nombres, otros protagonistas y otros espacios de acogida, pero las de hoy son las mismas de antaño, básicamente. Y las que no lo sean, es porque se extinguieron, superadas por otras más interesantes y modernas, acabando fagocitadas por la voracidad del desarrollo y reducidas a recuerdos pintorescos.

También es necesario advertir que, en aquella etapa en donde la entretención popular estaba enredada aún entre las madejas del criollismo y las tradiciones más folclóricas, cada sector social o, mejor dicho, cada sujeto tenía a la vista la posibilidad de escoger su propia carta, al alcance de bolsillos, accesos y gustos, muchas veces despreciando y mirando con desdén a las otras, como era esperable en una sociedad tan marcada por las clases y los ardores entre las antípodas, en el Chile de entonces y todavía mucho en el de ahora. A pesar de esto, todos tuvieron su propio lugar y su propio modo de incorporar la diversión a sus vidas… Y es que el derecho a divertimento no discrimina.

El hilo conductor de todas aquellas manifestaciones que llegaban a ser tan dispares, sin embargo, o quizá su médula gravitacional válida tanto para el que tuvo cuna en el palacio como el nacido en la ranchería, o para el citadino como para el campesino, o para el aristócrata pelucón como para el roto motero del mercado, era la búsqueda ineludible del esparcimiento y del cultivo al espíritu amante de la celebración diurna y nocturna, cada cual con su filosofía, formas y motivaciones. Siempre ha sido igual, de hecho.

De esa forma, mientras algunos encontraban aquel espíritu fecundo en las veladas al son de un clavicordio o un laúd amenizado con fino jerez español, otros la hallaron en las vihuelas y arpas de la fonda acompañándose de botijas de mistela y aguardiente... Algunos consiguieron el regocijo ante la orquesta filarmónica o las declamaciones de un vate de acento afrancesado en la tarima del teatro; a otros les bastó la banda de músicos de la zamacueca o un poeta ebrio recitando sus propios versos ante un público de mejillas igualmente coloradas, parado sobre una silla de mimbre en la cantina a modo de podio.

El caso es que, entre la sesión de música docta y las tonadas chinganeras, entre la copa de anís y el potrillo de mistela, entre la orquesta de sinfonía culta y la banda de cuecas del parque, se extendió toda aquella postal de colores sociales en la que se sostuvieron los antecedentes de las grandes diversiones santiaguinas, tanto en sus encantos, asombros y rasgos pintorescos, como también en sus precariedades, sus limitaciones y otros aspectos de falta de desarrollo que, en algunos casos, hasta podrían tomarse como material risible o de burla en nuestra cómoda época.

En la era de gestación de la bohemia, la recreación de masas y las candilejas chilenas está también -y como parte integral de la misma- el surgimiento de todos los necesarios elementos, instancias o espacios que serán fundamentales para cimentar las épocas doradas que vendrían después: los salones de teatro, el comercio dirigido a la reunión social, la industria musical, la organización de compañías artísticas, el inicio de los deportes-espectáculos, las troupes de temporadas y las carteleras, entre muchas otras piezas del gran rompecabezas.

Aunque el tema ha sido abordado desde diferentes aspectos y con dispar énfasis por una buena cantidad de literatura, por alguna razón hay cierto desinterés formal en recordar aquel período añejo de la gestación, apareciendo casi siempre como una mera colección de anécdotas biográficas o de hechos curiosos relacionados con el mundo del espectáculo y del entretenimiento nacional.

Quienes sí han tomado aquel desafío, sin embargo, han dejado potentes descripciones en donde podemos identificar las marcas y los saltos históricos fundamentales, especialmente en materias como los casos pioneros del teatro en Chile, la génesis de la dramaturgia nativa, las primeras salas coloniales y republicanas, el origen de los encuentros hípicos, la profesionalización de roles en el folclore, el surgimiento del circo chileno, la aparición de las manufacturas de productos recreativos, la apertura de escuelas asociadas a las actividades de espectáculos y de música, la entrada gradual de diferentes géneros artísticos, las tecnologías asociadas al mismo progreso de rubros, y un largo etcétera.

Aquí presentamos, entonces, un modesto esfuerzo por reunir y -en parte también- recuperar el recuerdo de algunos hitos en los 300 años centrales de aquella esforzada primera etapa en la diversión chilena, con sus propuestas, matices, desarrollo, avances, retrocesos y dificultades… Una etapa precediendo en las oscuridades de los tiempos a la escena histórica siguiente y más luminosa, que comenzará a cosechar dulces y suculentos frutos de todas aquellas experiencias iniciales de la entretención popular criolla.


EL SANTIAGO QUE NUNCA ABURRÍA II:
La época victoriana de la entretención capitalina (c.1840-1910)

Mirando hacia el pasado y desde un Santiago muy diferente podemos con cierto encanto el período de diversiones, entretenciones y juegos que acompañaron la formación de la sociedad criolla y mestiza, desde sus orígenes hasta la consolidación de la República, pero también sus consecuencias en una siguiente etapa más madura y, por supuesto, independiente. Ahora corresponde abordar ese siguiente período: aquel que va desde el punto exacto de la consolidación de la República, hasta los preparativos del Primer Centenario, con todo un legado tan visible aún en aspectos urbanísticos, culturales, artísticos y también en los elementos relativos a la diversión popular, pues se preservan en ella muchos vestigios de esos 70 vertiginosos años que acá son repasados.

En consecuencia, lo que acá denominamos como la Época Victoriana de la entretención capitalina, alberga en su narración gran parte de los rasgos y contenidos determinantes, más los accesorios o los relacionados con la diversión y recreación del período indicado, en una etapa coincidente con la era victoriana europea y sus modas que, desde el influjo británico, se extendieron también al Nuevo Mundo… Influencias que irían adoptando muchas formas, máscaras y propuestas, además, alcanzando al comportamiento de la oferta recreacional en Santiago y dejando sus propias marcas culturales perennes.

Es preciso aclarar desde ya, sin embargo, que el fenómeno de la entretención victoriana santiaguina estuvo lejos de calzar solo con la influencia inglesa, o principalmente esta. Predominaron, de hecho, modos de afrancesamiento que ya se vislumbraban en la Independencia (política, arte, literatura, educación, arquitectura y hasta marcialidad), llegando a su cúspide en la capital chilena entre los años de la Intendencia de don Benjamín Vicuña Mackenna y el arribo del Centenario. El urbanismo, la carta recreativa, los paseos y los parques van adoptando también esa característica europeísta del siglo XIX, introduciendo ornamentación artística de fundiciones parisinas como Val d’Osné o Ducell et Fils, por ejemplo. Mientras tanto, el criollismo y el costumbrismo se ven parcialmente subordinados y superados por las nuevas tendencias, en donde las élites llegan a marcar el paso oficial con energía.

Nuestro período victoriano, fundamentalmente, fue del todo permeable a la influencia renovadora del espejismo francés en sus rasgos más notorios, como lo fue también en países vecinos. La referencia de progreso post Independencia, en esa sociedad que desplegaba a veces absurdos esfuerzos por apartarse de los elementos culturales hispánicos (en nuestro caso, llegando al delirio de declarar la guerra a España en 1865-1866, por conflictos más bien ajenos), puso la mira de sus aspiraciones en los referentes internacionales. Así, las capitales americanas habrían optado voluntaria y deliberadamente por hacerse semejantes a París o Londres en cuanto a arquitectura, artes, cocina, escultura, fontanería, ornamentación, etc. Se creía, pues, era la forma de sintonizar con el modelo general tan seguido, perseguido y casi venerado como rasgo de modernidad fácil o de evolución “dirigida”, quizá en desmedro de factores propios de identidad. Se habla incluso (a modo de cargo histórico) de las pretensiones de “ser europeo” por esta ingenua vía de imitación estética y formal, como una suerte de suscripción al progreso.

La impresión anterior se refuerza con explícitas y altisonantes declaraciones hechas, en su momento, por el intendente Vicuña Mackenna, uno de los grandes gestores de esa tendencia en el desarrollo urbanístico y social chileno, dado su interés por convertir a Santiago en una ciudad rehecha sobre los laureles del esplendor neoclásico y del romanticismo. Y las crónicas avalan -para bien o para mal- esta comparación entre la pobre República y sus deslumbrantes referentes europeos, especialmente observadoras y mordaces cuando provienen de la pluma de viajeros llegados desde esas mismas latitudes.

Sin embargo, en el período de modernización nacional también persisten, estoicamente, otros elementos provenientes de la época anterior con todo su acento criollista u originario. Era imposible desecharlos solo por la fiebre en boga y gloria del momento. Además, no es casual que muchas corrientes literarias, folclóricas o artísticas fraguadas hacia fines del período victoriano de Chile, por la misma razón, hayan adoptado enfoques de recuperación de la identidad popular o nacional; o bien que adhirieran a lo que será llamado después como el neocriollismo.

La era de más profunda y trascendente influencia británico-francesa (y, por extensión, de tipo europeísta en general) será, así, una época de transición: desde la forja hispano-colonial y republicana hasta el arribo vertiginoso del siglo XX, esa centuria de vanguardias y de tormentas internacionales que tendrán sus efectos concluyentes también en Chile. La tendencia afectó a los más diferentes ámbitos, incluidos los de recreación y celebración que acá nos dan materia. Para el individuo y para las masas, además, este lapso histórico fue como un pivote o puente que va desde el conservadurismo gazmoño y el vapor hispanizante del pasado, hasta el descrito modelo que intenta enfrentar el futuro con audacias y pautas culturales nuevas… Un modelo que asume el desafío de brindar una amplia baraja de opciones para el incontenible deseo humano de buscar la diversión; ora como motivación de vida, ora como consuelo ante las frecuentes desgracias.

Empero, hay rasgos comunes entre el nuevo período y el que lo precedía: están los alcances culturales de gran amplitud que logrará abarcar la diversión en instancias de folclore, música popular y artes “vulgares”, u otras más encumbradas involucrando tecnología, arquitectura, política y ciencias sociales. Los choques, desacuerdos y enfrentamientos también se presentan: prohibiciones, debates morales, libertinajes, persistencia de los sentidos de corrección e incorrección, vaivenes de la legislación en uno u otro sentido, etc. De hecho, estas fracturas y tensiones nunca han estado ajenas a la recreación del pueblo, a sus límites o a sus posibilidades.

Por otro lado, un fértil campo de gestación de elementos formativos de la diversión del siglo XX fermentarán al calor de esos años previos: muchos cinismos sociales quedarán al descubierto, mientras que otras tradiciones irán pasando al claroscuro de los tiempos, superadas. Los relajos morales, el modus vivendi de la bohemia moderna, la tolerancia de contenidos, la seducción de la noche para poetas, periodistas o escritores, también tendrán gravidez en este capítulo de la diversión nacional. Además, al soplo recio del período francés e inglés se han ido adicionando la influencia alemana, italiana y otras que van diversificando la carta de entretención con energías propias, en todos sus aspectos: desde números de espectáculos populares hasta los platillos de la oferta culinaria.

Eran tiempos de aperturas, pues, pero con cierta altanería embobando a los pueblos americanos ante la ilusión de ser la nueva y joven promesa planetaria, frente a un Viejo Mundo que ya agotaba su vitalidad, según la creencia imperante: la contraparte de una Europa extenuada, que sólo podía delegar en otros lo que había sido su grandeza cultural y su ejemplo.

El período también fue violento para toda la región continental: guerras, revoluciones, invasiones de potencias, controversias limítrofes, etc. Las cumbres del horizonte volcánico en Chile se señalaron en dos conflagraciones principales, muy cercanas entre sí pero radicalmente diferentes: la Guerra del Pacífico, que unió al país en una causa y en donde tampoco faltaron los aspectos de recreación popular apropiados al momento histórico; y la Guerra Civil, que dejó heridas abiertas a perpetuidad en la sociedad y definió mucho del ánimo del país al recibir el nuevo siglo. Este mismo pulso nacional se acelera como nunca al aproximarse el Centenario de la Primera Junta Nacional de Gobierno de 1810, con todos los formidables preparativos para el magno evento. Pero, como sucedería un siglo después en el Bicentenario, la expectación por la fiesta se vio perturbada por grandes tragedias y conmociones, reunidas en un breve trayecto de años.

El final de la época victoriana chilena tuvo mucho, también, de término de una ensoñación: acaso fue el requiescat in pace para tantas aspiraciones, como la ilusión de querer ser un país capaz de saltarse peldaños evolutivos en la escala del desarrollo de las naciones, una prisa frecuente en pueblos de este lado del mundo.

Siete décadas con tanto de aspiracionales, tendrán su reflejo evidente en la carta de entretención. Lo hicieron en sintonía con aquella sombra victoriana sobre el mundo, tocando nuevos campos de diversión criolla, emergentes manifestaciones folclóricas que hoy resultarían hasta incómodas o chocantes, los impresionantes números de magia e ilusionismo que saltaron a los escenarios chilenos, las características de la cada vez más importante vida social santiaguina, el surgimiento de los clubes de hípica, la propaganda política y bélica en los teatros, la definición estética del circo contemporáneo, la llegada del cinematógrafo, el apogeo de los poetas y versistas populares, los deportes ingleses de pelota y de puños adoptados en el país, los últimos rasgos de afrancesamiento con los que Santiago recibe sus fiestas de 1910, los primeros parques urbanos, etc.

Acá cumplimos, entonces, con intentar un nuevo pequeño aporte al recuerdo de muchas de aquellas proposiciones recreativas en la carta cultural de Santiago, en este caso del período 1840-1910, tan importante también como tiempo de transformación y de encauzamiento de las características que definieron la entretención popular del siglo XX y buena parte del actual. ♣


EL SANTIAGO QUE NUNCA ABURRÍA III:
Fiesta, diversión y candilejas en los años locos (c.1910-1940)

Después de las partes primera y segunda de estas crónicas sobre “El Santiago que nunca aburría”, corresponde entrar a uno de los períodos más divertidos pero vertiginosos de la entretención capitalina del siglo XX: sus Años Locos, en donde la oferta destacó por una vasta cartelera mucho más madura y adulta que la de tiempos previos, con espectáculos de candilejas, eventos deportivos, atracciones artísticas, escándalos y todo aquel ambiente que creció en cada una de tales disciplinas e instancias.

La permeabilidad casi total de la sociedad chilena a las propuestas internacionales en aquel sentido, más la apertura a los intercambios con otros mercados culturales y el progreso de las propias posibilidades de recreación o entretención en la primera mitad del siglo XX, también formaron parte del panorama visible del período. Muchos de los espacios de diversión, además, permanecían convertidos en núcleos creativos de atracción con diferentes protagonistas: literatos, poetas, folcloristas, políticos, académicos, etc. Grandes ideas, decisiones históricas, escuelas de pensamiento y movimientos artísticos surgirán desde barras y mesas de boliches, clubes y barrios bohemios.

Sin embargo, por entonces aún persistía el conflicto entre las tendencias connaturales del criollismo y la orientación que adoptó la cultura oficial chilena desde antes del Centenario, impulsada por políticas de las autoridades buscando “elitizar” algunos espacios o instancias públicas. Esto dejaba en relieve la gran diferencia entre ambas filosofías de diversión y de esparcimiento ciudadano, heredadas desde la época victoriana de la recreación nacional. Empero, el surgimiento de una nueva clase media quizá vendría a amortiguar esta extraña dicotomía entre las propuestas de recreativas disponibles, además de surgir varios puntos de encuentro importantes entre ambas, sean físicos o subjetivos.

Por un lado, estaba la celebración pública de la sociedad santiaguina, a veces un tanto carnavalesca a pesar de no tener ya carnestolendas o chayas. Otras veces, fue más sobria y mesurada, diríamos, pero exteriorizada de preferencia con alguna clase de respaldo oficial del momento: fiestas patrióticas, aniversarios nacionales, las navidades, inauguraciones o grandes encuentros conmemorativos. Por otro lado, sin embargo, estuvieron también las manifestaciones más informales de la fiesta popular, con antecedentes en la formación misma del criollismo y que, por sus características, solían ser más bien celebraciones cerradas, con frecuencia mal vistas por las clases gobernantes o la alta sociedad, y no pocas veces proscritas. Muchas de ellas estuvieron siempre en los límites de lo que se consideraba decente, o aceptable, de hecho, incluso traspasando esa frontera y arrastrando execraciones que también se remontaban hasta tiempos coloniales.

La realidad de la diversión chilena, entonces, corría por caminos diferentes, paralelos o hasta parasíticos de todo lo que eran los programas oficiales y las fiestas públicas, aunque esto no impidiera las muchas posibilidades de hallar cambios comunes o simbióticos, nudos y combinaciones de las más inesperadas.

Ilustremos el punto anterior con un ejemplo: si bien estaba instalada aún la costumbre popular del San Lunes en aquellos años, es decir, el alargar las fiestas del domingo anterior entre la plebe faltando a los deberes laborales del lunes, desde poco antes del Centenario el día de descanso había sido consagrado en la legislación como algo obligatorio o bien reemplazable por otro de la semana. Esto parece haber afianzado las ganas de celebrar de los estratos bajos y el afán de convertir el día aquel en uno de desahogos y festejos, de modo que mucha actividad comercial recreativa siguió abriendo sus puertas ese mismo día de cada semana: el domingo, que era el de mejores ganancias, a diferencia de lo que sucede en nuestra época.

En otro aspecto, aunque aquellas medidas del descanso semanal fueron, ciertamente, otro gran avance para los derechos de los trabajadores chilenos, podrá imaginarse la represión de ánimos y las ansiedades que había en la sociedad media de entonces, con solo un día libre semanal seguro más las fechas de Navidad, Año Nuevo o Fiestas Patrias como feriados. Debido a esto, por más que se intentara enderezar el curso de un río social asegurando descansos, los meandros tendían a insistir en la búsqueda de un camino propio y cómodo de desahogo, lejano a las altas voluntades humanas. No bastando con el número de días rojos del calendario, entonces, la deserción laboral, la fuga de peones, los incumplimientos y los abusos de bebida tras las jornadas se convirtieron en problemas habituales de ciertos ambientes y gremios.

En aquel cuadro social, las efemérides y fiestas públicas solían ser la gran válvula de escape para los ánimos contenidos, y la expectación generada por las Fiestas del Centenario, particularmente, vinieron coronar los ardores, expectativas y deseos más fervorosos de esa gran manifestación de diversión masiva en el período, como pocas veces se vería antes y después en la realidad nacional. Mucho de lo que sucede desde entonces será, pues, clave y consecuencia de la misma.

Sin embargo, el devenir histórico también marcó con profundidad la situación general de esos años y sus posibilidades de esparcimiento: la crisis de la industria salitrera chilena, su sustento en aquellos días, recibe sus primeros golpes y luego cae definitivamente con la debacle post Primera Guerra Mundial, seguida del masivo cierre de las salitreras en el Norte Grande. Para peor, Chile no pudo quedar ajeno a la hecatombe económica plantearía iniciada con la Caída de la Bolsa de 1929 y la consiguiente Gran Depresión de los años treinta.

Un país ya abierto a la influencia internacional (política, economía, comercio, cultura, etc.) como era el caso chileno, se vio expuesto a la misma marejada amenazante de la ruina. Paralelamente, el período transicional de la República Parlamentaria a la Presidencial fue sacudido por las inestabilidades propias, sediciones, masacres de civiles y asonadas golpistas. Una generación que fue testigo de los primeros automóviles, aviones, grandes complejos industriales y tecnologías impensadas (fonógrafos, cine sonoro, victrolas, radiotelefonía, etc.), tendrá que convivir con la cesantía maciza, la necesidad de comedores caritativos y la altísima mortandad infantil, entre otras desgracias. Las cooperativas ayudan a salvar del descalabro a algunos rubros en el país, mientras mutualistas y organizaciones benéficas sirven como salvavidas a los menesterosos en esos días.

Como también sucedía con las principales potencias internacionales, formas adoptadas por la irresponsabilidad social, la sensación liberada de ataduras o represiones y el triunfo del doble estándar de vida o de moralidad, avanzan en aquellos inciertos años de entreguerras. Parece cundir la impresión -consciente o no- de que se debe celebrar y festejar a tiempo, sin perder oportunidades y antes que todo acabe. Llega la desnudez a los teatros, el desenfreno del charleston, los bailables de madrugada, el cine de criterio formado, los primeros cabarets, la resurrección del burlesque, los humoristas “picantes” y el bataclán saliendo en tropa a escena. Se normaliza también la nueva remolienda en las casitas de huifa: hasta “de tolerancia”, las llaman. No se visualiza más futuro que el ahora, y todo se justifica en esta evasión festiva… Todos caben en esta marejada, y así proliferan nuevas cantinas de barrios obreros, la disipación sexual y las fiestas de amanecida.

Como hoy, también se instala todo un imaginario chismoso sobre los libertinajes, licencias y pecados en ciertos ambientes cerrados, como los de alta sociedad o los de actores y artistas. Es el “lado B” de Santiago, que ya tiene una existencia innegable, propia, logrando puntos de asimilación con las líneas de raíz criolla, además. Vecindarios completos han sido convertidos en atracciones interminables de aquellos nocherniegos: esa auténtica vida bohemia que hubo alguna vez y de la que hoy solo queda una imitación casi en impostura, reducida a una mera oferta de entretención nocturna que ni siquiera se acerca a lo descrito en memorias de próceres como Oreste Plath, Osvaldo Muñoz, Raúl Morales Álvarez, Tito Mundt o Renato González.

Son los Años Locos que han llegado a Chile, entonces, con su primera etapa bajo los influjos del romanticismo en el art nouveau, marcada por la ilusión de prosperidad asegurada en la industria de los nitratos; y la segunda en tiempos del art decó, determinada por el inicio de la crisis y los miedos de un país que perdía todas sus grandes proyecciones… Quizá los 30 años más mareadores y agudos de la historia chilena, si consideramos sus escandalosas pugnas de poder y conflictos sociales, además. Tres formidables décadas descarriadas que parten con el Centenario y se prolongan hasta los inicios de la Segunda Guerra Mundial.

Fue aquella, pues, la treintena de las noches de oro santiaguinas, que dejará definida una pauta de entretención popular dominante por todo el resto del mismo siglo XX, y cuya vorágine e inmensidad requieren de un trabajo propio como el que acá pretendemos cumplir, intentando doblar la mano a actuales tiempos adversos que no facilitan mucho el tratar de dar rescate a esta clase de crónicas tan olvidadas, minimizadas o menospreciadas por la memoria oficial sobre la ciudad capital.


EL SANTIAGO QUE NUNCA ABURRÍA VI:
Treinta años dorados de bohemia, luces y marquesinas (c.1940-1970)

Es 1940, plena Segunda Guerra Mundial, y Santiago de Chile ha comenzado a vivir la segunda parte de las noches de oro que ofrece su carta de diversiones y entretenciones históricas... Noches de oro que comienzan a volverse de plata, además. Fue, acaso, la mejor de todas las épocas para los buscadores de esta clase de atracciones.

Cada etapa del divertimento capitalino tuvo sus rasgos, características, amplitudes y limitaciones propias. Sin embargo, la graduación de su intensidad es evidente: mientras la selección de casos del primer tramo acá tratado abarca tres siglos, entre 1540 y 1840, la segunda pasa por siete décadas entre 1840 y 1910, mientras que a la tercera solo bastan tres para completar el mismo volumen, entre 1910 y 1940. Esto no dependía solo de los registros históricos o la documentación disponible relativa al tema: efectivamente, hay una progresión enorme en la carta de entretenciones disponible para Santiago y en todo Chile a través de aquel tiempo, pero muchas veces condicionada por los momentos históricos concretos y las posibilidades ténicas que se vivían en la sociedad cronológicamente correspondiente.

Correspondió toda aquella historia y sus etapas, pues, a un caso de acumulativo y creciente de efectos mariposas y efectos dominó, en donde cada tramo ha ido superando en cantidad y en diversidad al anterior, pero conservando mucho del mismo y de las etapas previas, en el hilo histórico de la evolución de las diversiones populares.

Llegando a la energía que tuvo la actividad recreativa nacional entre el Centenario Nacional y los inicios de la Segunda Guerra Mundial, el período de tiempo previo a este que identificamos como primeras noches de oro, vendrá entonces una curiosa etapa de verdadero manierismo, con otros treinta años de desarrollo y perfeccionamiento del medio recreativo marcado muy especialmente por una gran madurez de la oferta, su profesionalización, sus muchas influencias internacionales (con intercambios más expeditos y veloces que antes, además) y, especialmente, con el auge de las expresiones escénicas dominantes.

Es el arribo del cinematógrafo, según todo indica, el hecho histórico que había marcado un punto de inflexión entre ambas etapas, comenzando así las nuevas noches de oro seguida de las de plata, y desde allí las de decadencia cobriza… El colapso del cine mudo ante el cine sonoro es un estupendo ejemplo de todo aquello; lo mismo cuando decae este ante la popularización de los televisores, y luego del cine color, dejando propuestas anteriores solo como expresiones de cine arte o de experimentación fílmica.

Cabe observar algunos hechos interesantes del nuevo período, además, revelando cómo perduraban alagunas precariedades en la industria del entretenimiento. Aunque Chile se había vuelto un exportador de artistas desde mediados del siglo, por ejemplo, en la segunda mitad de los sesenta muchos comenzaron a emigrar por ante las pocas posibilidades que ya se veían en el medio nacional.

Desde muchos puntos de vista, sin embargo, incluyendo la introducción tecnológica y la masificación de los medios de comunicación, las noches doradas y plateadas de 1940 a 1970 fueron la etapa más próspera e intensa de la actividad artística, musical, teatral y fílmica. Es el período de las industrias de la recreación, grandes estudios de cine, productoras y compañías de eventos, circos “modernos”, neofolclore y convivencias del espectáculo bataclánico con expresiones más doctas de arte, ya sin los coros de puritanos escandalizados ni las campañas moralistas pesando sobre el género revisteril o el teatro de variedades.

Paseamos así por un tiempo en el que los nombres más ilustres que brillan en los medios de comunicación han comenzado a venir al país, desatando pasiones, admiraciones y, de vez en cuando, también controversias. Uno de los primeros ejemplos de este tipo había sido el galán Clark Gable, en 1936, ocasión de su famosa fotografía con poncho y siendo acompañado por Coke Délano y Guillermo Yánquez. Es la época en que grandes estrellas de Hollywood han comenzado a visitar este Chile perdido en los mapas, pues, dejando corazones rotos y modelos a imitar, como haría también la bailarina Tongolele ante sus admiradores, años después.

Simultáneamente, es el tiempo en que las compañías y firmas productoras de espectáculos se permitirán contratar por temporadas completas a algunos artistas de renombre internacional, poniendo las candilejas chilenas a la par de las más desarrolladas y connotadas del mundo, aunque fuese por solo unos meses cada vez. Además, es tiempo de deportes espectáculos, público eufórico, hinchadas, emociones colectivas en galerías y plateas, sea con fútbol, básquetbol, lucha de libre, atletismo o las ya consolidadas carreras hípicas.

También ha ido suavizándose la divisoria social heredada de tiempos en que las clases se veían como aristócratas y plebeyos, al menos en lo que era el público de la baraja recreativa: teatros, cines, eventos públicos, celebraciones patrias, etc. Prueba de ello es, por ejemplo, el monstruoso crecimiento de las páginas de espectáculos en los periódicos, llegando a hacerse pocas y apareciendo cada vez más y mejores revistas de cine, deportes, humor y lectura entretenida que sobrepasaba lo meramente noticioso o informativo.

Sin embargo, a pesar de las cadenas de continuidad entre unos tiempos y otros, es claro también que la época más antigua de la bohemia, recreación popular y candilejas chilenas que hemos visto en las partes anteriores y -en cierta forma- correspondientes la larga y difícil gestación de lo que serán estos 30 años entre 1940 y 1970, encuentra el punto culminante o la caída de telón de muchos de sus aspectos y propuestas, víctimas inevitables del desarrollo y los cambios de criterio del público. Era el inicio de lo que acá llamamos sus noches de plata, resultantes del tiempo dorado de la entretención y las candilejas, pero ya acercándose a lo que sería su decadencia definitiva en los años setenta y ochenta.

Toda la vida nocturna y recreativa que se había abierto paso desde poco antes de mediados del siglo XX, sin embargo, necesitó de aquella extensa infancia anterior. La medianía de la pasada centuria era, en cierta forma, la jugosa y suculenta cosecha dejada por los próceres de la primera edad de oro. El período de 1950 en adelante, diríamos, parece ser su mejor momento, creando también las primeras grandes fortunas y personajes enteramente ligados a la actividad de la entretención, fortaleciendo como nunca antes los gremios de los trabajadores del regocijo popular.

La bohemia y diversión de los 30 años de marras es, de ese modo, hija legítima de sus épocas anteriores, y madre devota de las posteriores, incluidas las expresiones que vivimos hoy o, mejor dicho, de lo poco que ya queda de ella... Y es que el final de toda esta época venía aproximándose silenciosa y sigilosamente por los calendarios de la historia nacional, para desgracia de muchas generaciones. ♣


EL SANTIAGO QUE NUNCA ABURRÍA V:
Destellos finales del espectáculo y la bohemia popular (c.1970-2020)

¿Es el Santiago de Chile actual una ciudad realmente entretenida? Es una pregunta que se han hecho algunos cronistas y críticos actuales, generando más debate que conclusiones concretas al respecto. Generaciones mayores creen tener la respuesta, aunque siempre en desmedro de las nuevas o de lo que estas crean son sus correspondientes alegrías. Es difícil también evaluar la objetividad y honestidad de apreciaciones condicionadas por rangos etarios y experiencias estrechas.

El desastre comercial heredado del período de lesiones sociales y restricciones entre 2019 y 2022 ha incorporado nuevos tópicos para la discusión al respecto, como el cierre de históricos negocios tipo bares y restaurantes: el Pancho Causeo de Estación Central, el hotel Holiday Inn Crowne Plaza con su elegante restobar en la Alameda, el Quinto Patio del barrio de La Vega, el Café Roma de calle San Diego, el restaurante Squadrito de barrio Lastarria, el Bar Loreto de Recoleta, entre muchos otros que dejamos sin mencionar. Todo ha sucedido en muy breve tiempo, casi como un trauma urbano.

Con el perdón de las ciudades de regiones, es claro que la capital chilena ha concentrado la mayor cantidad de actividad cultural en el país, sea por desarrollo, densidad poblacional, amplitud del mercado o solo por simple y condenable centralismo administrativo. En efecto, se hace difícil superar en Chile la cantidad de eventos, espacios recreativos e instancias disponibles a la diversión que están en la oferta santiaguina, incluso sin perder de vista la intensa bohemia que ha existido siempre en Valparaíso y otras ciudades con encantos propios e inimitables.

Pero, por otro lado, es evidente que muchos aspectos del mercado de la entretención están en retroceso, probablemente de manera irreversible. En parte, porque se trata de una propuesta también con limitaciones; y por otro, porque algunos de los aspectos más propios que sostenían la recreación popular de Santiago venían desapareciendo desde hace décadas, no solo con las convulsiones más recientes. En el caso de la clásica bohemia capitalina, por ejemplo, mucho de lo que hoy se intenta presentar por tal no es más que una mera propuesta comercial de diversión nocturna, generalmente asociada a barrios o cuadrantes y que se reduce por lo general de jueves a sábado. Aun evitando juicios románticos e idealizaciones, parece carecer, pues, de los elementos que fueron característicos del mismo medio en el pasado, cuando era seducción de aventureros, poetas, literatos, folcloristas urbanos, comerciantes populares y personajes provenientes de las más diversas disciplinas.

Muchas veces se ha querido ver en el toque de queda y los hostigamientos a la actividad recreativa del período entre los setenta y ochenta, a la razón fundamental de la caída total de las diversiones que conoció la clásica sociedad chilena. Esto es cierto, pero no absoluto: las noches de oro de mediados del siglo XX, devenidas después en las noches de plata de Santiago, parecen comenzar a decaer ya hacia fines de los sesenta, principalmente por cambios de comportamiento del público y desarrollo del mismo mercado de la entretención. El golpe de gracia vino a recibirlo con las restricciones después de 1973, cerrando aquel capítulo.

Si se mira con detención lo sucedido entre 1970 y nuestros días, lo que ha ocurrido durante este período de vertiginosos cambios tecnológicos y sociales, en muchos aspectos definiendo el ambiente de la recreación madura en el siglo XX y dejando atrás otros. Fue un período con su propia magia y encanto, con sus últimas noches plateadas a pesar de todo, pero hijo de la decadencia que sobrevenía velozmente justo al final de los tiempos que anteriormente abarcaremos acá, cambiando radicalmente su intensidad y holguras. Coincide que fue también el ocaso de los lupanares y cantinas fúnebres, terminando de hacer colapsar a los varios barrios rojos que llegó a tener la capital en alguna época, por lo que afectó transversalmente a la sociedad.

Aún cuando hubo evidentes reemplazos o relevos a la múltiple oferta de recreación, el ritmo de expansión de la oferta se acortó de forma casi sorpresiva; se aletargó y hasta se estiró casi artificialmente, en su esfuerzo por mantener vivo algo del período brillante y redituable de 1940 a 1970. Una pequeña recuperación comercial para el rubro sobrevendría hacia 1978, pero caería herida de muerte con los efectos de la Recesión Mundial de 1982-1983.

Cambiaron los soportes, además, casi al mismo tiempo en que se acababan compañías históricas de espectáculos como Bim Bam Bum, Picaresque o Cóndor. Ejemplo de esto fue el que muchos próceres de las candilejas y compañías humorísticas emigraran a partir del final de esa época hasta la televisión, cuando este medio había penetrado ya masivamente en los hogares: Mino Valdés, Daniel Vilches, Eduardo Thompson, Guillermo Bruce, Ernesto Ruiz, Helvecia Viera, Eduado Aránguiz, Paty Cofré, Chicho Azúa, Jorge Franco y muchos, muchos otros quienes extendieron su vigencia de esta forma.

Aunque muy atrás habían quedado ya los años de oro de la entretención, sobrevivían en la época también elementos del show para adultos, ciertas audacias escénicas, erotismos bajo luz cenital y con cada vez menos pacaterías vigilantes. Van en retroceso, en cambio, los tiempos de los salones bailables y las boites; ni hablar de las antiguas "filóricas". Y, tal como había sucedido antes, de alguna forma se logran algunos casos con una curiosa buena relación entre los elementos de raíces más criollas del ambiente y los que provenían de modelos extranjeros, fuera en peñas recreativas o en programas de televisión con números de espectáculos.

Lejos de perturbar la digestión de todos los ávidos de recreación y fiesta, aquellas combinaciones antes habían enriquecido y hecho más atractivas las propuestas respectivas, cuando un mismo escenario podía aparecer un programa artistas internacionales de zapateo tap con tradicionales folcloristas de vihuela y arpa; así como recitadores con payasos, y hasta payasos-recitadores. Había sido una adaptación eficiente y muy bien lograda por parte de las producciones de espectáculos, en otra de las características que le serán propias al período. Sin embargo, todo esto quedó en una pausa al sobrevenir el final de las noches de plata de Santiago, después del abrupto golpe a las entretenciones más adultas iniciado y en donde también se conoció la actividad clandestina e ilegal de la diversión.

Solo con el levantamiento del abominado toque de queda y las restricciones nocturnas, comenzó a resurgir el ambiente con nuevas propuestas y lo que sería incluso la aparición de barrios recreativos completos. Se estaba lejos del cliché del ave Fénix renaciendo desde sus propias cenizas. sin embargo: fue un recomenzar difícil, facilitado por el retorno de la democracia y la distensión ambiental después de 1990, pero también perjudicado por el decaimiento social y el surgimiento de nuevas formas de marginalidad o delincuencia.

Desde entonces, con aquel resurgimiento, se verifica también una clara interacción nueva o encanto con la magia de la noche; una auténtica y legítima propuesta, aunque bastante diferente a la bohemia de antaño, por mucho que conserve o reviva algo de aquella. Retornan también las fiestas de madrugada, los bailables de amanecida y los boliches de amanecida. Y a nivel popular proliferan los nuevos vecindarios nocherniegos trayendo de vuelta los distritos de fuentes de soda, discotecas, pubs o bares.

Fue un renacer frágil y con mucho de vulnerabilidad para el ambiente, sin embargo: muchas propuestas nuevas o antiguas no pudieron sostenerse después de algunas marejadas, incluido el cambio de comportamientos a los que obligó el odiado sistema de locomoción colectiva del Transantiago, la creciente inseguridad social y, muy especialmente, el nuevo golpe recibido ya no por impedimentos nocturnos o proscripciones dictatoriales, sino por agitaciones sociales y prolongadas medidas sanitarias que hoy se sienten casi draconianas en el recuerdo.

¿Santiago es hoy, entonces, una ciudad entretenida o, cuanto menos, más divertida que en el pasado, cuando podía hacer ostentación de sus noches de oro y plata? Solo quien haya vivido cinco siglos podría tener la respuesta correcta... Por lo pronto, veremos si con este repaso de la diversión capitalina entre 1970 y la actualidad podemos cumplir con el desafío de dejar registros valiosos para aquel Santiago que nunca aburría, cerrando toda su luminosa y radiante historia recreativa.

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