♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣

EL ALTO VUELO DEL CÓNDOR VENTURINO

El empresario de espectáculos Enrique Venturino en su oficina del Teatro Caupolicán. Imagen de los archivos de la Biblioteca Nacional.

Las noches inolvidables de la capital chilena tuvieron otro nombre escrito con mosaicos de diamantes y zafiros: Enrique Venturino Soto, personaje que estuvo en la médula misma de aquellas preciosas veladas. Como miembro de la camada de empresarios y artistas de espectáculos con mayor influencia en la configuración del Santiago bohemio y luminiscente de entonces, dejó otra de las huellas imborrables en la memoria más profunda del medio nacional. Fueron viñas en las que gobernó como un verdadero Rey Midas.

Junto a otros colegas como Huberto Tobar, Venturino realmente fue un maestro en la escuela de la entretención popular. Ambos hasta habrían sido socios ocasionales en conocidos centros como el Tap Room y el Zeppelin según algunas fuentes, además de auténticos forjadores de todo este ambiente de entretención asociado a las candilejas de la época, con sus propias idealizaciones y romantizaciones. Eran las noches de plata y oro del viejo Santiago.

El aporte de Venturino partiendo por el desarrollo del género revisteril, se remonta a los años treinta cuanto menos, poco antes de fundar el Teatro de Variedades Balmaceda de calle Artesanos, en el barrio del Mercado de la Vega Central. Y fue tras hazañas de esa sala que brillaría el empresario con destellos propios, prácticamente en todo lo que se propuso desde allí en adelante, graduándose como uno de los más importantes innovadores del espectáculo nacional. De hecho, toda la experiencia lograda en aquel teatro del barrio mapochino por don Enrique, fue la que después lo consagró en las presentaciones majestuosas del ilustre Teatro Caupolicán, con la más asombrosa variedad de propuestas para el público.

Venturino fue el fundador de la celebérrima Compañía de Revistas Bataclánicas Cóndor, que engalanó por varios años al Balmaceda y otros teatros antes de emigrar al coliseo de calle San Diego. Por esta razón, se ganó un apodo nada deslucido: el Cóndor Venturino, con el que muchos lo conocieron hasta su muerte. Era el mismo período en que trabajó con figuras como los hermanos Rogel y Eugenio Retes, Romilio Romo, Alejandro Flores, Pepe Rojas, Pepe Olivares y Olga Donoso.

La propia Compañía Cóndor fue, también, el trampolín de grandes artistas de la época y una gran influencia cultural para la sociedad de la época, tanto así que ayudó a propagar el viejo concepto del "Mes de la Patria" para referirse a septiembre en la comunicación de medios y la publicidad, a partir del año 1939, cuando comenzaba la temporada de Fiestas Patrias, circos y los espectáculos de la temporada de verano y primavera que ofrecían estas y otras agrupaciones artísticas.

Con nutridas razones se ha dicho, además, que este genio de la noche oriundo del modesto barrio de El Colorado en Iquique, fue capaz de sellar con el lacre rubí del éxito prácticamente todo cuanto se propuso ofrecerle al espectador: boxeo, teatro, cine, boîte, el extraordinario Circo de las Águilas Humanas de prestigio internacional, los maravillosos shows contratados para el Caupolicán y las famosas luchas libres de los combatientes del Cachacascán, entre muchísimas otras estrellas en su constelación de victorias.

Rakatán, el periodista Osvaldo Muñoz detrás del pesudónimo y quien lo conoció muy de cerca, aporta alguna información precisa sobre el entorno familiar de Venturino del que no se conocía mucho en su época, curiosamente:

Alto, macizo, campechano, francote, sabía decir las cosas por su nombre. Era un trabajador infatigable. Él mismo se encargaba de la publicidad de su teatro el “Caupolicán”. Tuvo dos hijos que siguieron sus aguas: Sergio, que trabajó en Venezuela, y Hugo, que se encargó de los circos que recorrieron todo el territorio y también a algunos países de América.

También apodado el Maceta por esa corpulencia distribuida en más de un metro 80 de altura, Venturino estaba casado con doña Elsa Varas, su amada compañera. Desde Iquique, el Cóndor había extendido sus alas empresariales hasta Santiago y otras regiones, con su mano creadora en el Teatro Septiembre de Concepción y el Imperio de Antofagasta.

En sus inicios, sin embargo, se había dedicado a vender telas de manera andariega por pueblitos y oficinas de la pampa. Hizo este negocio con un socio, siendo joven aún. En tales andanzas había conocido un circo itinerante de la región decidiendo comprar las instalaciones a su dueño, aunque no las pudo poner en marcha sino hasta un tiempo después, ya en los años veinte, llevándolo después hasta la capital. De esta manera, establecido ya en Santiago y propietando el Circo Buffalo Bill, comenzó a dedicarse esencialmente al negocio del espectáculo y a expandirse. Así, en la década siguiente, empezaría a tomar forma el que iba a ser su imperio personal.

Los años treinta y cuarenta quizá fueron los mejores de su actividad, pues si bien amasó mayor fortuna en décadas posteriores, mucha de ella fue consecuencia del esplendoroso momento logrado con su gestión creativa y experiencia en el Balmaceda, la Compañía Cóndor y otros inventos que llevaron su rúbrica. En esta época, además, Venturino fue capaz de reponer y dar el definitivo gran impulso al género de la revista musical en las carteleras chilenas, por entonces rústica y algo primitiva, afectada por una gran falta de desarrollo. El primer apogeo que viviera este género en su etapa inicial y más experimental había sido en sitios como el American Cinema, el Teatro Santiago o el Teatro O’Higgins, pero faltaba un soplido profesional como el que empresarios de la camada de don Enrique fueron capaces de dar, al incorporar artistas internacionales de gran relevancia y hacer que las compañías fueran verdaderas escuelas de talentos.

Muchas serían las sorpresas que comenzó a ofrecer la cartelera de Venturino en sus espectáculos, con aquella filosofía audaz e innovadora. Las presentaciones del empresario en esta modalidad contaron incluso con la presencia de las cotizadas hermanas Arozamena: Lupe, Luisa y Amparito, tres despampanantes, destacadas y virtuosas divas mexicanas con una compañía familiar propia, que en nuestro país llenaron aforos hasta sus pasillos en las salas donde aparecieron.

Teatro Balmaceda fundado por Venturino en calle Artesanos a espaldas del Mercado Tirso de Molina, hoy en estado muy deteriorado. Imagen del archivo fotográfico del Museo Histórico Nacional.

Presentación del Circo de las Águilas Humanas en el Teatro Caupolicán, a principios de los cincuenta (temporada 1951-1952). Fuente imagen: colección fotográfica del teatro.

Don Enrique Venturino en imagen publicada por la revista "En Viaje" en 1970. 

Publicidad del Circo Buffalo Bill  aparecida a mediados de septiembre de 1951, diario "La Nación".

Don Enrique Venturino ya en sus últimos años a cargo del Teatro Caupolicán, en fotografía publicada por el diario "La Tercera" en 1988.

A través de la Empresa Chilena Cóndor, también puso en administración todas sus compañías de espectáculos con el Circo de las Águilas Humanas a la cabeza, extraordinario espectáculo que inicia su epopeya en la década del cuarenta y que llenaba carteleras de espectáculos y las páginas de diarios desde sus primeros años de existencia. Más tarde, dejó la dirección artística de esta empresa en manos de su hijo Sergio.

El empresario fundador hizo historia con estas presentaciones circenses quizá como nunca antes se habían visto antes en Chile, según conclusiones que ya se han publicado en exhaustivos trabajos de investigación desarrollados por Pilar Ducci y Francisco Bermejo sobre el circo chileno.

A mayor abundamiento, el sagaz empresario contrató en aquellas históricas jornadas a figuras de la talla del domador checo Franz Marek Esvhela, traído desde el Circo Sarrasani de Alemania, quien había venido con esa compañía de gira a Chile y tras sobrevivir al horroroso bombardeo de Dresde, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. Además de elefantes y grandes felinos, Marek trabajaba con las bestias más inverosímiles, como hipopótamos y cocodrilos. Otro valioso descubrimiento del mundo circense que se debe también al buen ojo del Cóndor, fue el más grande de los payasos que se han interpretados en el espectáculo de Chile: el tony Caluga, encarnado por Abraham Lillo Pacheco, quien llegó a ser un importante dirigente y maestro del gremio circense nacional, además.

Venturino, a esas alturas, ya había vendido el Balmaceda sin que este pudiese encontrar un empresario tan laureado como su fundador, entrando así en la larga y dolorosa decadencia. Sin parar de generar dinero, sin embargo, el Cóndor explotó el Caupolicán en todas las posibilidades que ofrecía el coliseo incluyendo las de boxeo con muestras sin parangón en la historia deportiva nacional, junto a las buenas temporadas de luchas libres, conciertos musicales y compañías de espectáculos extranjeras de diferentes disciplinas y artes que llegaron al país. De hecho, internacionalmente su empresa llegó a ser reconocida como la mejor del rubro en toda Sudamérica, atrayendo a muchos artistas consagrados hasta Chile, todos interesados en sumar el teatro a su currículo.

Es verdad que Venturino tenía cierta fama de huraño en su carácter y de un a veces hosco trato al prójimo, como lo confirman quienes fueron sus conocidos. Sin embargo, solía ser también un tipo sumamente bonachón y generoso cuando se le requiriera. En 1960, por ejemplo, cuando un grupo de niños residentes en el sector del Caupolicán se colaban “a la mala” en los espectáculos pugilísticos, sin pagar, en lugar de prohibirles la entrada luego de descubrirlos, les propuso que se la ganaran repartiendo volantes por el barrio para promocionar los eventos, y así lo hicieron. Uno de esos niños traviesos era don Jorge Figueroa, a quien Venturino apodó el Beatle por su corte de cabello tipo Cuatro de Liverpool, quien a la larga trabajaría en el mismo teatro en funciones de portería y conserjería convirtiéndose en el empleado de más larga trayectoria en el mismo.

Es claro que el Cóndor podía estar seguro de su talento para elegir shows que resultaran exitosos para él y para el nombre del teatro. Casi no hubo riesgo tomado en su vida sin que rindiera buenos frutos, siendo uno de sus más aplaudidos aciertos el haber traído a Chile a la compañía internacional Holiday on Ice, por primera vez a mediados de la década del cincuenta, uno de los espectáculos más extraordinarios que haya podido ver la sociedad chilena de aquellos años, el que acaparó gran atención del público y la prensa por varias semanas. Y la llegada del cantante español Raphael, en otro de sus tremendos aciertos, repletó el Caupolicán y hasta dejó gente en las calles, en 1968. Los aciertos de esta clase se repitieron varias veces… Innumerables veces, más bien.

Sin embargo, el casi permanente regocijo de Venturino con su eficaz retina para el espectáculo, a veces debió lidiar con el genio insufrible y la egolatría desbordada de otros artistas, a los que no titubeó en enfrentar y amenazar personalmente cuando se pasaban de revoluciones exigiendo privilegios o perturbando la realización shows comprometidos. Era allí en donde solía hacer erupción su tan temido temperamento, ese que muchos recuerdan como su principal característica y al que sólo sabía bajar la temperatura su fiel asistente y administrador del Caupolicán, don Mario Pastenes.

En esos momentos, una de sus residencias más importantes de Venturino estando ya establecido en Santiago, había sido la casa de la dirección de Josué Smith Solar 452, en Providencia. Allí  pasó parte de sus años de madurez planeando negocios, en los barrios del sector oriente de Santiago. Propietó también un palacete en calle Fresia 638, a metros de avenida Salvador, ya entrado en la vejez. Es una casa del Centenario con fama de estar “embrujada”, en la que habían vivido antes las familias Arrieta Fernández y luego los Larraín Echeverría. También tuvo una granja con zoológico particular en una parcela de avenida Santa Rosa, camino a Puente Alto, hacia fines de los sesenta y parte de los setenta.

Tras 40 vertiginosos años dando brillo al Teatro Caupolicán, si bien este había sobrevenido medianamente íntegro a la época oscura para las posibilidades de la recreación nacional, no pudo resistir la crisis económica ni la caída de la actividad de los espectáculos que acaeció a inicios de los ochenta. El histórico sitio acabó en quiebra, siendo incautado por el Banco Sudamericano en 1984, cerrando con ello el largo capítulo que había comenzado a escribir allí el Cóndor Venturino, tras haberlo adquirido.

Don Enrique ya estaba en los cuarteles de retiro, a la sazón. Después de toda su vida escrita bajo focos luminosos, entre camerinos, pasillos y palcos de teatros, falleció a la edad de 84 muy bien aprovechados calendarios. Curiosamente, murió muy cerca del deceso de su amigo de antaño y ex socio de la noche, el Negro Tobar, en una casualidad que, durante esos años, se llevó también a varios de los demás pioneros y protagonistas de la cosecha engalanada que tuvieran las aventuras nocturnas desaparecidas de la capital chilena. ♣

Comentarios

♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣