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LA ANTOÑANA EN EL CORAZÓN DE LA NOCHE

Publicidad para La Antoñana en la prensa, hacia inicios de los setenta.

Por el lugar en donde estuvo La Antoñana se pueden ver ahora las galerías del Centro Comercial Santiago-Bandera, en calle Bandera cerca de San Pablo. Estos pasajes pasaron por un largo período de decadencia y desde no mucho después de ser construidas, siendo francos, pero parece que nuevos aires han intentado limpiar sus escalinatas, rincones y barandales interiores.

La Antoñana fue otro de los más cotizados y concurridos centros bohemios de su época, de los más famosos en el desaparecido “barrio chino” de  la noche clásica en Mapocho. El entonces reputado rincón de alegrías tenía su dirección en Bandera 826, muy cercano a otros magnéticos lugares con la misma notoriedad noctámbula, como su vecino el American Bar y, más al norte de la cuadra por el mismo lado de la calle, el casi fabuloso Zeppelin. De hecho, todos estos clubes compartían mucha de su clientela habitual en el barrio y las figurillas que visitaban sus atracciones en las noches perdidas, las de aquel Santiago extinto: comensales, músicos y divas felinas intercambiaban sus paseos entrando por las puertas de uno y otro, según dónde les apuntara el compás en cada ocasión.

En lo formal, el largo espacio ocupado por el establecimiento de La Antoñana era un dancing y restaurante así bautizado por uno de sus dueños fundadores, el español Félix Gómez, en homenaje a su villa natal Antoñana en la Provincia de Álava. El nombre se mantuvo cuando el mismo local pasó a manos de un nuevo propietario, el palestino nacionalizado chileno Selim Carraha, como señala Plath en “El Santiago que se fue”.

Fue otro de los boliches más antiguos del vecindario en sus días bohemios y también figura entre los que alcanzaron mayor duración, por cierto. En su buena época ya le calculaban varios años de existencia, hacia aquellos días en que literatos como Andrés Sabella, Teófilo Cid y Rodó Vidal todavía lo visitaban con regularidad dejando una importante huella en el mismo sector de la cuadra, así como el propio club las dejó en sus respectivas vidas. Se trató, por lo tanto, de uno de los negocios que fundaron la calidad del “barrio chino” de Bandera, del que prácticamente nada queda en nuestros días.

Entre otras cosas, se ha dicho que su menú ofrecía a los fieles clientes una tosca delicadeza apodada “sándwich de los pobres” y que consistía en un pan untado en salsa de ají picante, como los que un cliente improvisaría en una mesa durante la hambrienta espera de una parrillada, un mariscal o un pernil de un restaurante criollo. Así aparece consignado, por ejemplo, en la “Guía de patrimonio y cultura de la Chimba” de Editorial Ciudad Viva. Esta leyenda nace, sin embargo, del recuerdo efectivamente dejado allí por Sabella y su amigo el poeta y pintor Manolo Segalá, quienes solían llegar juntos a La Antoñana en sus días de carencias económicas, sólo para comer de estas rebanadas de pan con picante por razones necesidad más que por gusto, no porque originalmente figurara en la carta.

En aquellos mismos días, ambos artistas eran atendidos gratuitamente por un mozo del establecimiento apodado el Perón, dada su semejanza con el militar argentino Juan Domingo Perón, según recuerdos alguna vez traídos de vuelta por el propio Sabella.

Plath continúa haciendo su descripción de este inolvidable lugar y su ambiente que parece haber conocido tan bien, al agregar que, de cuando en cuando, aparecía en él un escritor de Valparaíso que firmaba Max Mirof o Enrique Miranda, de gran actuación en el radioteatro de esos años. “Algunas noches se escuchaban boleros, cuya autoría pertenecía al poeta Andrés Sabella”, agrega. De hecho, Sabella estrenó en La Antoñana algunos de sus temas para música, aspecto de su vida que es poco conocido al perderse entre su contundente currículo como un escritor fundacional de la Generación del 38 y aun de otros roles.

Trío Añoranzas en La Antoñana, en junio de 1953. Fuente imagen: Grupo FB "Documentos y Joyas del Folclore Chileno".

Jorge Salazar Torterolo con dos clientes amigos en la Hostería La Antoñana de calle Bandera 826, pleno "barrio chino" de la bohemia de Mapocho, a inicios de 1964.

Mario Ferrero, por su parte, decía en “Escritores a trasluz” que, en aquel círculo de amigos, procuraban que todas sus grandes reuniones y encuentros con compañeros e intelectuales tuvieran lugar en el mismo boliche, en donde Sabella era considerado uno de los mejores y más queridos concurrentes o clientes honorarios, siempre liderando al grupo. Recordando sus tiempos como militante del Partido Socialista, escribe Ferrero al respecto:

Un día, la dirección del Partido tuvo la genial iniciativa de enviarnos a trabajar al frente de la paz. Y como Andrés tenía fama de bohemio, trasnochador, hablador poco discreto y amigo de todos en el mundo, me encomendaron a mí la misión de cuidarlo, de preservarlo de sus tentaciones humanas y de evitar, en lo posible, el ornato literario en sus intervenciones políticas.

El resultado de tan absurda misión es obvio: al poco tiempo, en lugar de uno, había dos bohemios en las luchas intelectuales. Todas las reuniones, manifiestos, planes y controles, los realizábamos en “La Antoñana”, un restaurante bailable de la calle Bandera, del que Sabella era una especie de presidente honorario. Allí hicimos casi completa nuestra campaña de la paz y obtuvimos no menos de mil firmas para el famoso llamado de Estocolmo. Los adherentes eran muy extraños: músicos de mala fama, comerciantes ambulantes, niñas mustias, profesores amargos y destartalados y muy de vez en cuando un personaje, auténtico personaje que solía caer atrapado en la llama de la noche.

Allí también se estrenaron los grandes éxitos musicales de Andrés Sabella, porque nadie sabe que Andrés, además de escritor, dibujante, pintor, actor, periodista, profesor y conferenciante, escribía canciones, especialmente boleros románticos que el Guatón Zamora estrenaba, en las noches de gala, frente a su orquesta de “La Antoñana”.

Se sabe que Sabella incluso fundó la llamada Logia del Tango en esas correrías musicales, con el violinista Eugenio Maturana, quien en 1949 tocaba en La Antoñana y en el American Bar, bases bohemias separadas por sólo unos metros.

Cuando Sabella y sus amigos llegaban hasta La Antoñana, además, reconocían afuera a un muchacho apodado el Mono Flores: un ex compañero del escritor y poeta en la Escuela de Derecho pero que ahora, consumido por el demonio del alcohol, se ganaba la vida cuidando vehículos cerca del cabaret Zeppelin y lustraba zapatos en los ratos libres. El Mono corría hasta ellos estirando sus manos sucias y ennegrecidas antes de que entraran al local, a la espera de alguna de las propinas que estos visitantes solían darle, como se informa en el trabajo “Andrés Sabella Gálvez” de Matías Rafide.

En la década siguiente, históricos artistas pasaban encendiendo aquel escenario, situado hacia el fondo del local. Además de la orquesta típica, tocaban frecuentemente en el salón y en varios otros del “barrio chino” los músicos del Trío Añoranzas, compuesto por los maestros Humberto Campos, Jorge Novoa y el mencionado Segundo Guatón Zamora, el maestro detrás de la inolvidable cueca “Adiós Santiago querido”. Otra estrella de La Antoñana fue Egidio Altamirano, acordeonista folclórico que haría leyenda, después, en el bar Las Tejas de calle San Diego. También habría tocado en la orquesta el músico Ernesto Neira, ligado desde su adolescencia a este antiguo dancing y al centro de eventos de La Terraza del Parque Forestal, según las anotaciones del periodista de espectáculos Osvaldo Rakatán Muñoz en su imprescindible “¡Buenas noches, Santiago…!”.

Sabella y Cid todavía se reunían en La Antoñana en los sesenta, ocupando sus mesas en donde se encontraban también con Alberto Salcedo y Juan Ibáñez. Empero, Cid falleció en 1964, triste evento a partir del cual el grupo de amigos y cofrades comenzó a desaparecer, al igual que iba a suceder con la mejor época del bar-restaurante.

La llegada de grandes conjuntos residenciales justo enfrente de este grupo de ruidosos clubes, además, había comenzado a perturbar también los bailables de trasnoche y los decibeles de las orquestas en vivo.

Hacia aquella época el administrador de La Antoñana era otro curioso personaje del ambiente: Jorge Salazar Torterolo, gentleman y bohemio pertinaz aunque bueno para las "mochas", hermano del pintor Rubén Salazar y primo-hermano de los también artistas plásticos Luis y Fernando Torterolo. Sin embargo, entre muchas otras historias dicen que Salazar no era un gran bebedor, aunque solía estar siempre sentado en actitud solemne dentro del local y con su caña o vaso de algo salido desde la barra, sirviendo también de anfitrión y esperando en esta seria actitud a sus amigos y clientes más conocidos.

Actual galería comercial que se levantó en el lugar que había pertenecido al establecimiento en donde se hallaba La Antoñana.

Vista de calle Bandera hacia el sur. Toda la línea de locales de un piso ha desaparecido, en tiempos recientes. Fuente imagen: Google Street View. Al final de la misma línea, al fondo, se observa el edificio de galerías comerciales levantado en donde estaba La Antoñana.

A esas alturas, el local se había vuelto un lugar de atracción hechicera para los periodistas en las noches de plata y luego las de oro de Santiago, incluidos los de la crónica deportiva, como era el caso de Renato González, el famoso Mister Huifa, dejando algo de sus sabrosos recuerdos del barrio en sus memorias. Y el periodista Florindo Maulén, alias Don Floro, alguna vez visitante frecuente de este sitio, aseguraba años después que sus colegas de “El Diario Ilustrado” se reunían siempre allí en la mesa cinco, en donde eran considerados casi de la casa y presentados con redobles de tambores del baterista que tocaba en vivo (ver diario “El Mercurio”, miércoles 29 de octubre de 2003).

No todas las figuras pertenecían al glamur literario ni a la inocencia de los trabajadores callejeros, sin embargo: rufianes legendarios como el Cabro Eulalio solían aparecer también en La Antoñana en alguna época, haciendo buenas migas con artistas, intelectuales y escritores que llegaban a las mismas mesas del restaurante. Plath lo conoció allí, recordándolo como “guapo, elegante y de buena figura, que tenía deudas con la justicia”.

También hay memorias dispersas sobre la presencia de algunas de las varias copetineras y prostitutas que andaban por el sector rompiendo amores y presupuestos, como una apodada grotescamente la Masca Rieles. Eran las chiquillas habituales en el club y del “barrio chino” completo. Contaban que Eulalio tuvo aventuras con varias de ellas, al igual que con conocidas bailarinas y artistas de los teatros nocturnos de esos años, que solían rondar aquellos salones y otros del mismo sector.

Ya al comenzar los años setenta, La Antoñana se presentaba simplemente como hostería, ofreciendo números de folclore, el dúo Los Camperos con María de los Ángeles en la voz y a la regia orquesta del maestro Bigote Flores, con el cantante Gregorio Castillo al micrófono. Famosas fueron también las presentaciones de la artista Lucy Rey en el local, quien cantaba desde la adolescencia en programas radiales y hacia los años sesenta era conocida por sus boleros en estos establecimientos y en la compañía de revistas del Picaresque.

Iniciadas las restricciones a la vida nocturna, sin embargo, empezaría a aproximarse también la debacle del local. Era la última y deteriorada etapa de existencia que le quedaba a La Antoñana, que parece haber incluido modificaciones en su local dado que, para 1967, la dirección de Bandera 826 aparece como la del Bar y Restaurant Alemán en la "Guía automovilística de Chile".

Hasta la primera mitad de los años ochenta, además, todavía funcionaba por allí un sitio llamado La Nueva Antoñana, que deducimos ligado al antiguo. Fue en él donde Rakatán entrevistó al violinista Neira para los testimonios que transcribió en su libro sobre las noches santiaguinas, cuando el músico ya tenía 65 años a cuestas. Sin embargo, poco le quedaba al establecimiento, cerrando sus puertas en esos mismos años, superado por vértigo del tiempo.

El ex local de la edad dorada de calle Bandera parece haber servido después a una tienda de ropa usada y, más tarde, a un centro de llamados o algo parecido, antes de ser demolido con un espacio vecino, es de suponer que por alguna influencia derivada del terremoto de 1985 en la decisión final, según los testimonios de antiguos comerciantes del barrio.

Ocupando su lugar en la cuadra, entonces, se levantó el soso edificio de las galerías del Centro Comercial Santiago-Bandera (Bandera 818), con pasillos y luces zumbantes que en otra época se identificaron, muy especialmente, con pequeños cafés topless y cafés con piernas. ♣

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