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CAÍDA Y REPUNTE DE LA DIVERSIÓN POPULAR ENTRE LA INDEPENDENCIA Y LA ORGANIZACIÓN

Caballeros conversando bajo un portal de la Plaza de Armas de Santiago, según acuarela de don Alphonse Giast, hacia 1820.

La diversión del período de la Patria Nueva mantuvo -en sus rasgos más populares- la pauta original de entretenimientos y distracciones típicamente de criollos heredada desde los tiempos coloniales tardíos, a pesar de las varias fricciones con la autoridad. Así describe Enrique Bunster el ambiente social de este tramo histórico que sopla entre los vientos de la Independencia de Chile, en su “Casa de antigüedades”:

Cosa curiosa: los azares y miserias de la guerra no parecen haber afectado el cuadro costumbrista de la aldea amanerada que era Santiago. A juzgar por los testimonios, nada había variado en la elegancia ingenua, en los prejuicios, el fanatismo religioso y la cursilería del vecindario. Los nobles seguían ostentando sus títulos y sus levitas de seda, y veíase tal cual petimetre luciendo en una oreja el arete de metal introducido por los argentinos. A un viajero le llamó la atención que en las calesas no se viera nunca a un caballero y una dama juntos; le explicaron que era mal visto, así fuesen marido y mujer, pues daba motivo a pensar que él podía aprovecharse para tomarle la mano… Dichas calesas, cochecillos de dos ruedas semejantes a birlochos, eran tirados por una mula sobre la cual montaba un calesero -generalmente un mapuche cobrizo o un zambo mal agestado- cuya librea de calzones rojos, casaca verde y sombrero de picos amarillo adornado con plumas le hacía parecerse a un papagayo. Nadie reparaba en este rasgo de gusto atroz, como tampoco en el hábito femenino de pintarse labios, cejas y mejillas hasta darle al rostro el aspecto de una máscara (Samuel Burr Johnston).

Así decoradas, las damas de la alta sociedad presentábanse en las calles céntricas o en los paseos de la Alameda y el Tajamar. Tal vez a causa de los anchos vestidos de crinolina y las estrechas aceras, lo usual era ver a las madres desfilando con sus hijas de una a una en fondo, en fila india; y si llevaban consigo a uno o más de los hijos varones, estos marchaban a la retaguardia cerrando el convoy, porque así lo exigía la etiqueta mundana.

Pero el lado menos atractivo se cargaba a la diversión más relacionada con el ciudadano pobre de entonces: posadas, quintas, chinganas y fondas clásicas de Santiago en el primer tercio del siglo XIX, invariablemente mal señaladas por constituir focos habituales de desórdenes y riñas desde larga data. Lo cierto es que la borrachera y la pendencia llegaron a ser características en los barrios en donde existieron, pero no exclusivamente suyas, como se pretendía. Este tema seguiría provocando complicaciones hasta mucho tiempo después de asegurada la Independencia en Maipú y los fuertes del territorio sur, de hecho.

Como las razones de aquel fenómeno habían comenzado en la centuria anterior, las reacciones al problema fueron muchas a lo largo del tiempo, pero advirtiéndose que la sociedad chilena comenzó a volverse particularmente violenta en el siglo XVIII, por alguna razón o acaso varias de ellas. Al alcohol y la delincuencia, pues, se habían ido sumando el fin de la buena convivencia entre españoles y criollos-mestizos, seguida del alejamiento del régimen disciplinario que tanto había imperado en la Capitanía General de Chile durante la época de la Guerra de Arauco, nueva situación que favoreció cierto grado de relajo social, se presume. Las medidas restrictivas con las que intentó recuperar orden el gobernador Ambrosio O’Higgins, hacia finales del siglo, escasamente lograron frenar lo que ya estaba desatado.

Cuesta creer que aquellas denuncias sobre la violencia de la sociedad santiaguina de aquel siglo hayan sido solo producto de la eterna animadversión de las autoridades y clases aristocráticas en contra de la vida chinganera, bodeguera y buscadora de alegrías en el bajo pueblo. Esto, por supuesto, mirando más allá de que tal estado social fuera aprovechado para cargarle la mano a tal clase de establecimientos, como fue con la hora de la queda y las penas de trabajos forzados en la construcción del Puente de Cal y Canto o los fuertes del cerro Santa Lucía. Algún origen comprensible debieron tener, además, medidas tales como la puesta en marcha del servicio de un carretón para recoger borrachos en la ciudad y las penas de destierro por dos años decretadas contra los gariteros y dueños de casas de juego durante la gobernación de Jáuregui, con su estricto Bando de Buen Gobierno de noviembre de 1770.

Críticas a un lado, las medidas decretadas en aquellos años realmente reflejaban preocupaciones fundadas y específicas, como la que comenta Benjamín Vicuña Mackenna -con su siempre inquisidor afán- al señalar que, con la misma clase de motivaciones, se había ordenado también que las pulperías, otros centros del encuentro popular de aquel momento, mantuvieran en sus puerta un farol encendido hasta la hora de la queda. La exigencia se hacía bajo amenaza de fuertes multas a los propietarios de los locales que no dejaran constancia inmediata de cualquier clase de pendencia, heridos o asesinatos que llegasen a ocurrir dentro de sus establecimientos.

Ya iniciado el siglo siguiente, sin embargo, las restricciones al ambiente festivo del pueblo persistían con otros rostros. Armando de Ramón, por ejemplo, indica en “Santiago de Chile” que, el 27 de noviembre de 1805, el Cabildo de Santiago formuló fuertes sanciones en contra de esas “coplas deshonestas, satíricas y malsonantes” que se coreaban en las ferias populares, chinganas y barrios de jolgorio más plebeyo, como eran las ferias al borde del río.

La violencia apasionada también fue una calamidad que explotaba entre patriotas y realistas en el peor ring posible de concebir: junto a las barras de las cantinas, obvio. En “Recuerdos de treinta años”, José Zapiola describe también las peleas que se armaban, ya en plena Reconquista, entre miembros de los batallones realistas Talaveras y Valdivia, de españoles y chilenos, respectivamente. Estos últimos se hicieron diestros atacando con piedras a los primeros, al no tener permiso para portar armas blancas en las calles.

Solo un par de años después, cuando los patriotas aseguraron la Independencia en los llanos y cerrillos de Maipú el 5 de abril de 1818, lo hicieron bajo los sinceros sentimientos libertarios pero reforzados por los efectos de otro popular producto de las celebraciones de entonces: el aguardiente, esa bebida mágica que, en los teatros de la guerra, aseguró firmas de tratados de paz, unió a quienes había sido adversarios, separó a quienes habían sido aliados e hizo un poco menos insoportables las costuras de heridas o las amputaciones de piernas y brazos perdidos. El caso es que el ejército unido había firmando, en la mañana de ese mismo día, una boleta de compra para el almacén de la comerciante Ana Josefa Irigoyen, por 46 arrobas y un cántaro (unos 550 litros) de aguardiente, documento que hoy se atesora en el Museo del Carmen de Maipú. Curiosamente, los vencedores de aquella gesta no pagaron la deuda contraída, ya que doña Ana Josefa enviaría una protesta por ella al director supremo Bernardo O’Higgins, durante el año siguiente. Se cree también que la ingesta habría sido antes del combate, aunque otros piensan que debió corresponder para la celebración, o bien a ambas etapas.

Poco después, las iras de las masas vertidas en las fiestas chinganeras se canalizaba en multitudinarias peleas a puñete, palo o cuchilla, ya sintiéndose zafadas del yugo hispano. Entre otros casos, serían protagonizadas por los negros traídos por el Ejército Libertador desde Mendoza, según constata el musicólogo Pablo Garrido, alentados por el alcohol y por las rencillas internas, como invariablemente sucedía en donde quiera que hubiesen cántaros o barriles.

El periodista y escritor Miguel Laborde, en un artículo del diario “El Mercurio” (“Las fiestas patrias no eran en septiembre”, 2002), hace un retrato certero de la oscura situación visible en el período de transición hacia la República, que ha dejado algunos códigos todavía usados en la subcultura del hampa y los recintos penitenciarios, por lo demás:

La ebriedad, que tanto aumentó en los días de la Independencia, aparecía con el paso de las horas y con ella las riñas a cuchillo, apoyadas por un público que hacía ronda alentando a los combatientes. La “gracia” era marcar al otro, ojalá en la cara, sin darle muerte. Todo Santiago salía a los lugares públicos a encontrarse, en la Alameda, en la Plaza de Armas, donde también se instalaban puestos, quioscos y fondas formales.

En contra de lo que muchos quisieran pensar, además, en aquellos tiempos forjando la institucionalidad republicana continuaron las manifestaciones más restrictivas y perjudiciales para la entretención pública, llegando a coronarse con Mariano Egaña y sus Edictos de Policía y de Buen Orden de 1823 que, según enfatizó Vicuña Mackenna, “enseñaban a los santiaguinos hasta el modo de persignarse”.


Petición de partidas de aguardiente nunca canceladas por los patriotas en los preparativos de la Batalla de Maipú, en 1818. Documento atesorado hoy en el Museo del Carmen de la misma comuna. Imagen publicada por la revista "Zig-Zag", año 1907.

Convite anunciando una lidia de gallos en Lima hacia mediados del siglo XIX, con un músico y un negro llevando a una de las aves enjauladas sobre su cabeza.  Imagen publicada en "Estadísticas de Lima" de Manuel Fuentes, 1858. Fuente: “La riña de gallos” de Fabres Guzmán y Uribe Echavarría.

Ramadas y juegos populares en la lámina “Escenas en una feria” de Peter Schmidtmeyer, coloreada por George Johann Scharf e impresa por Rowney & Forster (“Travels into Chile, over the Andes, in the years 1820 and 1821”, Londres, 1824).

Paseo del Tajamar a la altura de las fuentes, en obra pictórica publicada por revista "Zig-Zag" en 1915.

Calesa del siglo XVIII, como varias de las que circulaban a principios de la siguiente centuria por el Paseo del Tajamar transportando señoritas, principalmente. Fuente imagen: revista "Zig-Zag", año 1910.

Santiago visto desde el Cerro Santa Lucía. Acuarela de 1831, de Charles Wood Taylor. El sector del basural está atrás y por encima del cañón derecho y el guardia sentado.

Don Andrés Bello quiso combatir instancias recreativas populares como las chinganas promoviendo el teatro.

El resto de la vida social chilena y del esparcimiento público seguiría varios años más caminando por sus pedregosas sendas llenas de hipocresías, represiones y moralismos colmados de paradojas vitales, como las describía Bunster:

Difícil era, en cambio, la vida social y galante para los jóvenes. Una zagala no podía ir de paseo con un amigo sin llevar a la siga la carabina española, esto es, la persona de respeto encargada de impedir los excesos del galán, tales como reír demasiado, hablar al oído de la señorita u ofrecerle el brazo.

Curiosamente, era la misma época en que el barrio de La Chimba sería visitado por el sacerdote italiano Giovanni Mastai Ferretti, antes de asumir como el papa Pío IX, residiendo por varios meses en el Santiago de 1824 y alojando en una de las celdas del Convento Viejo de Santo Domingo en Recoleta, en donde quizá haya podido conciliar el sueño entre algún bullicio alegre alrededor del barrio rural, aunque era ostensiblemente menor que por el lado de La Cañadilla de la Independencia. La misión apostólica de la que formaba parte estuvo recibiendo obsequios y manjares de los fieles durante toda su estadía en la capital chilena, al punto de que el secretario Giuseppe Sallusti, declararía asombrado: “Nunca faltaba en nuestra mesa un sabroso chanchito gordo”. El mismo Bunster describe algo de aquella ilustre visita:

…Debe saberse que la Recoleta estaba entonces en pleno campo, rodeada de viñedos y trigales y de míseros ranchos dispersos.

¿Qué recuerdos dejó de su breve residencia entre los chilenos?

Quedó una fina estela, que el tiempo no desvanece, de un desempeño sin trascendencia oficial. Pequeños hechos, y un reducido anecdotario. Por Vicuña Mackenna sabemos que se ganó en Santiago “una verdadera popularidad social y doméstica”; lo que se explica por su reconocido encanto personal y por la aureola de título nobiliario, vanidad mundana que a él le era indiferente. Se conservan los nombres de personas que le conocieron: entre ellas don Ignacio Vicuña y la señora Luisa Recabarren de Marín, cuyos hogares frecuentaba. Concedía su amistad sin hacer diferencia de rango o fortuna, como que fue padrino de un hijo del mulato José Romero, alias Peluca, mayordomo de la Nunciatura.

Se hace evidente que fue un admirador de la cocina del país si juzgamos la frase que aquí acuñó: “Beatis indianis qui maducat charquicanem”.

Confesó más tarde que en Chile había sido feliz, pero un santo puede serlo en un desierto o en una mazmorra… Recluido en su tabernáculo interior, acaso no llegó a darse cuenta de que la misión que acompañaba fue de principio a fin un completo fracaso. La disparidad de intereses chileno-vaticana jamás pudo ser superada y el historiador Barros Borgoño afirma que Monseñor Muzzi estaba imbuido en ideas de la Santa Alianza, dominada en la Corte Pontificia, en donde llamaban a nuestras repúblicas “la insurrección americana”.

La sensación justificada de liberación y de ruptura de las baterías represivas que sobrevenía en esos mismos años; seguía aflojando los controles generales y las tuercas estratégicas de la sociedad chilena. De esta forma, los santiaguinos no perdonaban ni a los fallecidos en su sed de fiesta, llenando de tendales y chinganas la plazuela enfrente del Cementerio General todos los primeros días de noviembre, con el correspondiente espectáculo de borrachera y jarana. La situación persistirá y empeorará con el tiempo, de hecho.

Estaba de moda también la quinta llamada El Parral, a la sazón. Algunas fuentes la ubican en la orilla sur del río Mapocho, vecina a la de El Nogal a la altura del actual Parque Forestal y del puente Purísima, tratándose de la que era reseñada por Zapiola. Sin embargo, otra más grande llamada El Parral de los Baños de Gómez, en extremo popular, estuvo en la calle de Duarte, hoy Lord Cochrane. Futuro cuartel del movimiento igualitario, allí hicieron su primera presentación propia Las Petorquinas, saltando a la fama total como grupo folclórico.

Todos aquellos centros de diversión, sin embargo, después comenzarían a decaer también con el auge la entretención concentrada ahora en coordenadas como las de la calle Marul: así llamaba el pueblo al sector de Maruri en los populosos barrios de El Arenal, junto a La Cañadilla, algo que se observa en la información de Carlos Lavín en su conocido libro sobre La Chimba.

A pesar de los innumerables problemas cuyas causas se imputaban al prontuario de las chinganas (siendo unos reales y otros más cercanos a meros pretextos para perseguirlas), está a la vista el testimonio del famoso “Diario” de la inglesa María Graham describiendo el valor que tenían estos establecimientos en la sociedad santiaguina y dejando una impresión muy diferente a la que se recuerda de ellas, particularmente en el llano de La Pampilla (actual Parque O’Higgins):

El pueblo, hombres, mujeres y niños, tiene verdadera pasión por las chinganas. El llano se cubre enteramente de paseantes a pie, a caballo, en calesas y carretas; y aunque la aristocracia prefiere la Alameda, no deja de concurrir también a las chinganas, donde todos parecen sentirse igualmente contentos en medio de una tranquila y ordenada alegría.

En Inglaterra estoy cierta de que en una concurrencia tan grande de gente no dejaría de haber desórdenes y riñas; pero nada de esto ocurrió aquí, a pesar de que se jugó mucho y se bebió no poco.

¿Cómo pudo tener la escritora y viajera una interpretación tan diferente a lo que se da por hecho sobre las chinganas y otros centros recreativos populares de entonces?

No todas las opiniones están de acuerdo entre sí, respecto de aquella duda. Lo cierto es que el articulado de los Bandos del Buen Gobierno emitidos durante el mando de Ramón Freire y por impulso del ministro Egaña, partía de una impresión diametralmente opuesta, resultando en extremo drástico con la vida popular y con los dueños de chinganas o fondas que conseguían la difícil autorización para sus operaciones:

Las fondas, cafés y billares se cerrarán en invierno a las once de la noche, y en verano a las doce, sin que quede dentro de ellas personas de fuera, bajo la multa de veinticinco pesos.

Los dueños de fondas, cafés, billares y canchas de bolos no permitirán allí juegos de azar o envite, bajo la multa de cincuenta pesos, o prisión por dos meses; y además la de cerrárseles precisamente la casa quedando inhábiles para abrirla en tiempo alguno.

No podrán los dueños de las mismas casas permitir juego alguno, aunque sea de los no prohibidos a los hijos de familia, dependientes o criados, pena de veinticinco pesos por la primera vez, y los daños y perjuicios que reclamaren los patrones y de perdimiento de la casa por la reincidencia.

Las pulperías, bodegones y diezmos solo podrán abrirse después de ser de día hasta las nueve de la noche en invierno, y las diez en verano en los días de trabajo y media fiesta. Y en los domingos y fiestas enteras desde las diez de la mañana hasta las doce del medio día, despachando en unos y otros en las demás horas por la ventanilla o buzón de sus puertas, bajo la multa de cuatro pesos.

En ninguna pulpería, bodegón ni diezmo se permitirá detenerse, jugar ni consumir los licores que se compraren, bajo la misma multa.

La presencia de borracheras y violencia en el ambiente de la fiesta popular parece señalar, también, un mal período por el que pasaban las quintas y posadas otra vez, cuando ya no atraían al público como antaño, opacándose con esos supuestos problemas no observados por Graham. Pero dicha asociación con los delitos sangrientos era también parte de la leyenda negra que pesaba sobre ellas, fomentadas por sus adversarios y desde los mismos moralismos que acabaron proscribiendo expresiones populares como carnavales y sainetes, por ejemplo.

Para disgusto de sus enemigos y excomulgadores, además, la vida chinganera estaba próxima a experimentar un inesperado y positivo repunte…

Zapiola sugirió que la descrita etapa de decadencia de las chinganas antiguas se mantuvo hasta 1831, solo un año después de terminadas unas odiosas restricciones de las autoridades al gremio, pero coincidiendo fundamentalmente con la llegada a la ciudad del señalado grupo de artistas Las Petorquinas. Fue tal el éxito desatado desde sus primeras presentaciones en el sector de Monjitas y la calle Duarte, que desde ese momento las chinganas comenzaron a reaparecer por las quintas de la Alameda de las Delicias y otros barrios, adoptando nuevos bríos y acompañadas también de la ingesta de bebida, se entiende. Los escenarios de Santiago se peleaban por tener a estas artistas arriba.

Acuarela del río Mapocho hacia 1830, firmada por Sally. Se observan las torres de la Iglesia de Santo Domingo y el Puente de Cal y Canto, entre los cuales se ubicaba el basural. Fuente imagen: "Santiago de Chile. Catorce mil años", Museo de Arte Precolombino.

“18 de septiembre en el Campo de Marte”, de Charton de Treville, 1843. Se observa al centro del grupo de "fondas" de La Pampilla (en realidad, chinganas tipo carpa o de toldera) la que ostenta el lienzo con el aviso "Aquí está Silva".

Plaza de Armas de Santiago, sector de calles Ahumada con Compañía, en 1850. Pintura sobre papel, de las colecciones del Museo Histórico Nacional.

Juego de los bolos entre los criollos, en imagen basada en ilustración publicada por Claudio Gay. Fuente imagen: sitio Fotografía Patrimonial (Museo Histórico Nacional).

La famosa imagen de una chingana rústica del siglo XIX, con algunas características de ramada en su materialidad, publicada por Claudio Gay.

La entrada de La Cañadilla o avenida Independencia, en el siglo XIX. A la derecha, el templo del Monasterio del Carmen de San Rafael (congregación dueña de los terrenos de El Arenal), hoy Monumento Histórico Nacional.

Detalle de imagen publicada en "La Lira Popular. Poesía popular impresa del siglo XIX", Colección Alamiro de Ávila, selección y prólogo de Micaela Navarrete.

Algunas de las populares fondas con aquel nuevo formato, situadas cronológicamente en el período y en las décadas que siguen, son mencionadas por Oreste Plath en un artículo de la revista “En Viaje” (“Fondas”, 1965):

Entre las fondas de 1800 está la fonda Chilena, en la calle de la Catedral; fonda del Tropezón, a la subida del Puente Grande; fonda Águila, en la calle del Estado, a media cuadra de la plaza; fonda Hernández, en la calle de las Monjitas. Estas fondas, sin una excepción, tenían gran número de “covachuelas”, con la capacidad apenas necesaria para dos personas. En estos establecimientos los precios eran: carne con huevo, medio real; un buen trozo de huachalomo asado, medio real e igual valor un par de huevos fritos.

A la sazón, además, no solo los centros de fiestas y celebraciones otorgaban el don de la historicidad a la popular calle de Las Ramadas, actual Esmeralda, famosa por la presencia de esos mismos centros recreativos desde hacía casi dos siglos. A diferencia de sus años coloniales como barrio bohemio y folclórico, sin embargo, ahora tenía algunos vecinos con abolengos.

Una residencia connotada en aquella calle fue, por ejemplo, la del edil Antonio Vidal, cerca de la plaza. Era un morador ilustre, además, el secretario del gobernador Casimiro Marcó de Pont, el doctor en leyes don Juan Francisco Meneses, quien vivió en el número 29 de la misma, llegando a ser ministro en 1830 y después deán de la Catedral de Santiago. En el número 8, en tanto, vivió sus últimos años el oficial del Primer Imperio don Benjamín Viel, primer europeo que llegó a general de brigada en Chile durante las guerras de la Independencia. Todos estos son datos de Sady Zañartu.

En otro aspecto, la fuerte pero breve reacción antiliberal de los tiempos de Diego Portales había puesto accidentalmente a aquellas chinganas compitiendo con el teatro, en especial cuando ciertos grupos de corte conservador o clerical aprovecharon el clima para cercarlo, mientras que otros intentaban aplastar las diversiones populares con el fomento de artes escénicas más cultas. De ese modo, las antes perseguidas chinganas y el permitido teatro, fueron invirtiendo roles hasta quedar en entredicho el segundo y bastante toleradas las primeras.

Del lado de los defensores del teatro, había un peso-pesado intelectual como Andrés Bello, el mismo cuya mirada crítica y severa de la sociedad enrojeciera a Diego Barros Arana con un consejo literario inaudito: “Escriba joven, sin miedo, que en Chile nadie lee”… Ese mismo hosco señor Bello, editorializaba el 7 de enero de 1832 en “El Araucano”, citado por Miguel Luis Amunátegui:

En medio de las ventajas que nos ha proporcionado el establecimiento del orden, se observa con desagrado una afición a ciertas diversiones que pugnan con el estado de nuestra civilización. Se ha restablecido con tal entusiasmo el gusto por las chinganas, o más propiamente, burdeles autorizados que parece que se intentase reducir la capital de Chile a una grande aldea. No se crea que pretendemos criticar el justo desahogo a que naturalmente se entrega el hombre para aliviar las fatigas del trabajo; nos dirigimos contra ese frenesí que se va difundiendo a gran prisa por los placeres nada decentes. Cada pueblo sabe la clase de espectáculos que se ofrecen al público en esas reuniones nocturnas en donde las sombras y la confusión de todo género de personas, estimulando la licencia, van poco a poco aflojando los vínculos de la moral, hasta que el hábito de presenciarlos, abre la puerta a la insensibilidad, y sucesivamente a la corrupción. Allí los movimientos voluptuosos, las canciones lascivas y los dicharachos insolentes hieren con vehemencia los sentidos de la tierna joven a quien los escrúpulos de sus padres o las amonestaciones del confesor han prohibido el teatro. La mezquindad y un aparente espíritu de conciencia han hecho despreciar las representaciones dramáticas, que, por defectuosas que sean, producen placeres más nobles que esas concurrencias fomentadoras de incentivos destructores de todo sentimiento de pudor. El genio de la delicadeza se embota, y el espíritu de civilidad se disipa. Todas las costumbres se estragan; y la juventud más apreciable, con semejantes lecciones, no percibe ya que sus modales tocan los límites de la grosería y del desenfreno.

Sin embargo, a diferencia de lo que plantearon Amunátegui y otros autores siguiendo al dedo las expresiones de Bello, no parece que las chinganas compitieran realmente con el teatro en un mismo mercado cultural y como opciones incompatibles. Sucedía, más bien, que los forjadores de la República habían estado obsesionados con echar al circo romano de la rivalidad el teatro en contra la diversión popular más baja, intentando imponerlo como opción principal y dominante ante la que repugnaba a muchos de ellos. El desprecio y repelús por los desahogos del pueblo realmente encontraba una muy buena justificación en la necesidad de fomentar las artes escénicas más refinadas y edificantes.

Pero las chinganas y sus semejantes ya se habían institucionalizado en la sociedad, a la sazón, así que la idea de bloquearlas zarpó a navegar irremediablemente condenada al naufragio. De hecho, estos centros recreativos fueron ampliando sus presentaciones folclóricas, adicionando funciones cada vez más cercanas al teatro y dando cobijo a las expresiones que las clases ilustradas estimaban pueriles, como los vilipendiados sainetes, o sumando también las funciones de títeres y volatines. Por esta última razón, además, si las funciones de los titiriteros de antaño aparecían tímidamente insinuadas en tiempos previos a la Independencia, después se encontrarán claros y explícitos ejemplos de ellas, ya en esa época.

La Cañada de Santiago o de San Francisco, en tanto, ya llevaba unos años convertida en el esplendoroso y concurrido paseo de la Alameda de las Delicias, hasta donde iban a comenzar a llegar los puesteros con sus “fondas” temporales para las grandes celebraciones, similares a las que se hacían en el Campo de Marte de lo que hoy es el Parque O’Higgins, en sus grandes carpas de Fiestas Patrias. Otros cafés y boliches de aire chinganero se fueron estableciendo en los contornos del paseo. Fueran retretas, desfiles o tertulias al aire libre, además, el espacio de la Alameda servía a toda clase de encuentros y reuniones sociales diurnas.

Como parte esencial en el ambiente de espectáculos, entonces, las chinganas, fondas y quintas llegaron a ser el sinónimo mismo de la diversión popular en Santiago, imposibles de erradicar a través de los burdos conjuros leguleyos y superando sus propios períodos de decadencia o acosos.

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