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DOS PRIMERAS GRANDES COMEDIANTES DE LA REPÚBLICA Y EL QUEHACER TEATRAL EN SU ÉPOCA

Una actriz de teatro del siglo XIX, basada en una representación litográfica coloreada de la época.

Las mujeres estuvieron profesionalmente presentes en el teatro de las casas de comedias santiaguinas desde los tiempos coloniales tardíos. Es posible, sin embargo, que también lo hicieran con rasgos propios y bien ganados de popularidad casi desde la formalización misma del oficio actoral en el país, a partir del siglo XVIII.

A pesar de los escándalos que generó algunas veces la aparición de algunas actrices en esas arenas, corrales teatrales y escenarios en general, como sucedió a la compañía del empresario teatral Aranaz en los días de la gobernación de don Ambrosio O’Higgins, poco a poco fueron quedando atrás las restricciones para las ellas. Entre estas últimas, la caduca costumbre coincidente en parte con el teatro isabelino, respecto de que los papeles femeninos fueran interpretados preferentemente por hombres jóvenes (algo que se ha visto también en otras expresiones teatrales del mundo, como el kabuki japonés), o bien que hombres y mujeres no pudieran subir juntos a un mismo escenario.

Al respecto, se sabe que cuando doña Josefa Morales, más conocida popularmente como la Pepa, comenzó a actuar hacia 1803 con Nicolás Brito en el teatro de Las Ramadas y al alero protector de doña María Luisa Esterripa, quien era esposa del gobernador Muñoz de Guzmán, la popularidad y admiración del público por aquella eran tales que, si la actriz no se presentaba en algunas de las funciones, lo seguro era que la concurrencia a la sala descendería. En su beneficio se realizó una presentación el 8 de julio de ese mismo año y, tiempo después, Josefa recibió también grandes regalos del posterior gobernador Marcó del Pont, lo que alimentó el chisme de que su atractivo lo “tenía medio chalado”, según apunta Mario Cánepa Guzmán.

Sin embargo, existe un asombroso doble antecedente sobre el surgimiento de figuras cómicas de mujeres en los tiempos de la Independencia y del ordenamiento republicano, aunque sea escasa la información que ronda en los libros sobre aquella breve pero interesante historia. Al menos, se han conservado sus nombres y algunos detalles de sus hojas de vida, aunque con ciertos nudos.

Como es esperable, además, la épica sobre la primeras grandes comediantes populares del Santiago de aquellos días, se vincula a la actividad del teatro de Domingo Arteaga, nacido en calle de Las Ramadas para trasladarse después hasta Catedral y, finalmente, construir su definitiva casa en la Plaza de la Compañía a solo una cuadra y algo de la Plaza de Armas, en donde permaneció hasta los inicios de la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, más o menos.

Los testimonios confirman que el público era respetuoso en la sala de Arteaga, en general, pero no libre de temperamentos desatados cuando la situación se daba. Esto lo señala en sus memorias Vicente Pérez Rosales en sus "Recuerdos del pasado", recordando sus visitas allí y sacando de la oscuridad el caso de una comediante de interés a este capítulo, en una ocasión en que enfrentó al respetable desde el escenario. Esto ocurrió hacia los días del gobierno de Bernardo O’Higgins, y quizá hasta con él presente en el palco que tenían reservado en el teatro los directores supremos:

Fue una vez pifiada aquella afamada cómica Lucía, que era la mejor que teníamos, y ella en cambio y con la mayor desenvoltura, increpó al público lanzándole con desdeñoso ademán la palabra más puerca que puede salir de la boca de una irritada verdulera. Fue llevada a la cárcel, es cierto; pero también lo es que al siguiente domingo, mediante un cogollo o peccavi que ella confabuló para el público, este la comenzó a  aplaudir de nuevo.

De acuerdo a la información adicional aportada por Miguel Luis Amunátegui en su su estudio sobre la historia del teatro nacional titulado "Las primeras representaciones dramáticas en Chile", la actriz se llamaba Lucía Rodríguez y, efectivamente, gozaba por entonces de una gran popularidad y aprecio:

Era una joven chilena notable por sus atractivos físicos y por sus dotes artísticas.

El público la mimaba como a niña regalona; y estaba dispuesto a perdonarle cualquier desliz.

Su hermosura, su donaire y su talento intercedían por ella.

Actriz del primer elenco de la compañía del teatro, Lucía destacó siempre por el descrito garbo y el innegable atractivo físico, algo que facilitaba su buena relación con la platea, es de suponer. Por sus probados talentos artísticos, además, fue haciéndose conocida hasta aparecer como figura independiente en algunas funciones, en donde solía ser la protagonista.

A la sazón, sin embargo, la compañía de actores del Teatro Arteaga había crecido enormemente, de acuerdo a la nómina taxativa que entrega Amunátegui. Parte del elenco provenía del mismo equipo de artistas que había trabajado en teatros creados en los últimos años del régimen realista, como el de calle Merced y de la compañía del empresario Oláez y Gacitúa a inicios del siglo, con el primero que tuvo la recreativa calle de Las Ramadas, hoy Esmeralda.

Ya desde los tiempos en que el teatro de Arteaga había operado en la misma Plaza de las Ramadas, hoy Plaza del Corregidor Zañartu, su numerosa compañía después emigrada a calle Compañía contaba con la propia Lucía a la cabeza de las actrices, seguida de otras figuras como Josefa Bustamante y Ángela Calderón, todas chilenas, a diferencia de varios de los actores que eran españoles. La ya mencionada Ángela parece ser la otra gran figura de los dramas y las risas en las artes escénicas de esos años, por lo que podría estar a la misma altura de Lucía en cuanto a favoritismos del público y recepción popular, o muy cerca de ella como mínimo.

De acuerdo a la descripción que hizo José Zapiola en sus "Recuerdos de treinta años", Ángela era también una mujer hermosa y se convirtiría en otra preferida de la gente, tanto por su belleza como por su prodigiosa voz en el canto, aunque su interpretación de una desagradable tonadilla representando el papel de una vendedora ciega de almanaques terminó provocando su primera y quizá única ruptura con los espectadores, de la misma manera que Pérez Rosales y Amunátegui aseguraron que sucedió en realidad a Lucía.

Reconstrucción del coliseo teatral de Oláez y Gacitúa en la calle Las Ramadas, de 1801-1802, hecha por Alberto Texidó en 2011 basándose en las descripciones de Eugenio Pereira Salas. Fue el antecesor del Teatro Arteaga en el mismo barrio de la Plaza de Las Ramadas, en la actual calle Esmeralda.

Detalle del plano de Santiago de John Miers, 1826. La ubicación del Teatro Arteaga en la Plaza de la Compañía se señala con la letra H. La G es el vecino Palacio del Real Tribunal (ambos en donde ahora están los Tribunales de Justicia). La F es la Real Aduana (hoy Museo de Arte Precolombino), la E la sede de Estado Mayor y la Plaza de Armas es la A. Las letras D, B y C son los edificios del gobierno; O es la Intendencia. El número 1 es la Catedral y el 2 la Iglesia de la Compañía de Jesús, destruida por el incendio de 1863 (en donde está ahora el jardín del Congreso Nacional de Santiago).

Imagen de la Iglesia de la Compañía desde su costado, vista desde calle Compañía hacia el oriente. El muro blanco corresponde al antiguo convento, en donde se construiría después el actual edificio del ex Congreso. La plaza de la Compañía estaba justo enfrente, y allí se encontraba el Teatro Arteaga.

Retrato de Bernardo O'Higgins, por el pintor Gil de Castro en 1820. Museo Histórico Nacional.

El hecho desatando los procaces ímpetus del orgullo herido de Ángela, en contra de los ya no tan respetables espectadores, es tan parecido al anterior en el relato que hace Zapiola, que surge naturalmente en la lectura la pregunta de si se estará refiriendo a la misma situación descrita por ambos autores mencionados, confundiendo a la verdadera protagonista:

La tonadilla era fea y desde el principio se notaron muestras de desagrado en un palco de gran tono.

Este descontento cundió hasta hacerse general en el público.

La Calderón, acostumbrada solo a escuchar aplausos, no fue dueña de sí misma, y dando algunos pasos en dirección al público, le dirigió las palabras siguientes, que conservamos letra por letra en la memoria: “Pueblo indecente de m…, que por tres reales que paga, con licencia de la gente”.

Con esta última palabra, cayó el telón, sin que el público se diera por aludido; sin embargo, la Calderón, en la función siguiente, dio una satisfacción, redactada por el doctor Vera, y todo quedó olvidado.

Quedará en el fértil y ambiguo campo de las suposiciones, entonces, concluir si el incidente de la ira desatada de una actriz en el escenario del teatro de Arteaga correspondió a Lucía Rodríguez o bien a Ángela Calderón, aunque los detalles tienden a hacer confiar más en la memoria de Zapiola en caso de no corresponder a dos casos diferentes, a pesar de sus enormes similitudes que hacen poco probable esta última posibilidad.

Los galanes de la compañía, en cambio, fueron liderados en escena por Francisco Cáceres, un ex prisionero capturado en el bando realista de las batallas del sur de Chile que siguieron al triunfo de Maipú. Como varios hispanos que también trabajaban entonces en el teatro, había aceptado conmutar su pena actuando para el primer elenco que tuvo Arteaga en Las Ramadas. Llegaría a ser, después, el actor principal de la misma.

Entre los galanes que actuaban en la misma compañía con Lucía y Ángela estaban N. García y Francisco Navarro, también españoles, como lo eran los barbas Juan del Peso y Ángel Pino, este último identificable por haber hecho siempre papeles de traidor mientras trabajó en el elenco del Arteaga. Los graciosos del grupo, finalmente, eran el español Isidro Mozas y el chileno N. Hevia, mientras que el barba y primer gracioso era Pedro Pérez, también de nacionalidad chilena. Con Ángela y Lucía realizaron varias presentaciones fuera de Santiago, además, recordándose algunas en Valparaíso.

Lucía era a la sazón “la primera dama” de la compañía, como enfatiza Eugenio Pereira Salas en "Historia del teatro en Chile". Participaba intensamente de la actividad dramática de entonces, llevando la delantera a todas las actrices de su época. Citado por Amunátegui, sin embargo, se puede verificar que fray Camilo Henríquez escribió en el séptimo número del “Mercurio de Chile” una crítica a la actriz y a sus colegas Cáceres y Navarro, a propósito de la presentación que habían hecho en julio de 1822 con “La jornada de Maratón”, “Numa Pompilio” y el “Oscar”, en el contexto de festejos de la instalación de una Convención Constitucional:

Es de desear que estos tres actores varíen más el tono e inflexiones de voz, según la variedad de posiciones y de afectos: la monotonía es insufrible. Con esta observación, anunciamos a la señora Lucía y a Cáceres que harán en el auditorio el efecto que prometen sus talentos y sus gracias.

En agosto siguiente, en el día del aniversario y onomástico del general O’Higgins, se efectuó otro gran acto en el teatro de Arteaga, ocasión en la que Lucía procedió a interpretar la loa “Al Director Supremo” que fray Camilo había compuesto para la Convención y que ya había sido declamada por otro artista en aquella temporada:

Por último que uniendo las olivas
el eterno laurel de sus guirnaldas,
el asombro se hiciese de su siglo
la libertad civil dando a su Patria.

Genio de Arauco, O’Higgins en es héroe
O’Higgins viva, triunfe de la Parca.
Los ecos de los andes lo repitan
y resuene en la trompa de la fama.

Ese mismo año, ya en diciembre, llegó cargando gran experiencia desde Buenos Aires el actor oriundo de la República Oriental don Luis Ambrosio Morante, quien al poco tiempo destronaría a Cáceres en las preferencias del público santiaguino en el teatro, surgiendo algunos resquemores entre ambos que persistieron por prácticamente toda su vida profesional, incluso haciendo tomar posiciones al respecto a sus seguidores. Zapiola menciona la representación de Lucía en aquel período, específicamente para la comedia seria “El abate de L’Epée”, con Morante como primer actor: “Hacía el interesante papel del joven mudo la señora Lucía Rodríguez, la actriz chilena más hermosa y de más mérito que hemos tenido. La ilusión, pues, era completa”.

La imponente y reverenciada figura de Morante siempre revistió ciertos grados de controversia, sin embargo, no solo por su tensión profesional y personal con Cáceres. También se graduó como polemista, muy especialmente cuando soltó sus sentimientos contrarios a la Iglesia Católica, burlándose de algunas de sus autoridades en ciertas ocasiones. Sin embargo, al morir unos años más tarde en Santiago, en 1836, el actor ya había hecho previsoramente -y a tiempo- las paces con la fe, quizá para fortuna de su ánima pero no para las ánimas en pena de la pasada Ilustración.

A todo esto, cuando el igualmente temperamental Cáceres había regresado a Chile desde un largo periplo por Buenos Aires, llegó acompañado por Trinidad Guevara, Hilarión María Moreno (quien se quedaría después en Chile, ejerciendo como profesor) y la esposa de este, doña Dominga Montes de Oca. Los antagonismos del primero se volcarían ahora contra Francisco Rivas, quien lo había desplazado en aprecio popular y seguidores durante su ausencia.

Agrega Zapiola a aquella cazuela de intrigas artísticas que, entre 1824 y 1826, destacaron en los sainetes, tonadillas españolas y bailes ocasionales del teatro las figuras de Rosa Lagunas, venida a Santiago desde su tierra natal en Lima, y don José Pose, otro de los varios españoles que pisaron las tablas de la capital chilena. En sus estudios sobre el teatro chileno, Alfonso M. Escudero agrega el nombre de Pilar Sopena al exitoso elenco, mientras que Cánepa Guzmán se refiere a las presentaciones hechas por integrantes de la compañía en Valparaíso, hacia 1827, posiblemente mientras era reconstruido el teatro del señor Arteaga en el mismo lugar de calle Compañía.

Algo más de lo expuesto hasta aquí quizá se podría agregar a toda esta semblanza, sin caer en redundancias o minucias excesivas sobre el mundillo en que se desempeñaron aquellas figuras femeninas de las tablas nacionales como Lucía Rodríguez y Ángela Calderón, las dos actrices más populares y cotizadas de aquel primer par de décadas después de la Independencia de Chile.

Aunque sea tan limitado lo que se sabe sobre sus vidas y de sus “gracias” en los escenario de entonces, sin duda se inscriben como dos de las figuras femeninas pioneras del teatro popular en los días republicanos, y también como impulsoras de una etapa ubicada en los antecedentes de lo que, tiempo después, serían noches de plata para la historia de las candilejas de Santiago. ♣

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