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LAS PELEAS DE GALLOS EN LA SOCIEDAD COLONIAL TARDÍA Y LA INDEPENDENCIA

Pelea dominical de gallos en ruedo de Madrid. Imagen de la revista ilustrada inglesa “The Illustrated London News”, agosto de 1873. El ruedo santiaguino de la Plaza del Tajamar debió ser mucho más rústico que el de la imagen.

En la circunstancia de vivir con opciones recreativas aún limitadas, las riñas de gallos también iban a convertirse en uno de los pasatiempos populares de la sociedad criolla santiaguina, además de poseer ciertas características de espectáculos que se repiten en el explosivo auge que tendrá la lidia de toros desde mediados del siglo XVIII. Sin embargo, su historia fue muy inconstante, con varios altos, bajos y algunas confusiones.

Cabe observar que, en esencia, las peleas de tales animales en los reñideros o canchas de gallos no impulsa en la intimidad del sujeto espectador ardores diferentes a los que sentía el público romano de las peleas de gladiadores y las naumaquias, o bien el que admirará después los combates de lucha libre, boxeo o artes marciales mixtas, por supuesto que manteniendo las debidas proporciones. La pasión por presenciar enfrentamientos y contiendas, pues, es algo que permanece en muchos deportes populares de nuestra época, incluidos los de equipos con insignias y en apariencia más pacíficos.

Las estilizadas razas de pollos especialmente usadas por los galleros para saciar aquella misma sed de presenciar luchas, eran criadas en las propias residencias y solares de quienes los llevaban hasta la “rueda” para hacerlos pelear con algún rival convenido o aparecido allí mismo, al calor del ambiente y de los desafíos. Como es bien sabido, los machos de la especie sueltan sus impulsos agresivos al ser careados entre sí para comenzar a irritarlos, y luego eran lanzados al ruedo o gallera con la enorme gritadera de público y de los apostadores alrededor.

El ganador de cada justa era el ave que mostraba mejores cualidades guerreras o que lograra doblegar de manera evidente al adversario, habiendo reglas para poder determinar esto. Como sucede en la hípica o las carreras de canes, además, el que vencía se llevaba no sólo los créditos materiales, sino el inmediato prestigio y el orgullo más soberbio, pero recayendo la mayor parte del mismo en el dueño criador. El desafío entre galleros era una apuesta de honores en juego, entonces, mientras que el gallo perdedor era sometido a curaciones y, a veces, almorzado si no sobrevivía. Los heridos pasaban por suturas y tiempos de recuperación, como todo un púgil o guerrero.

Prácticamente, no hubo rincón de la América hispana en donde no se practicaran esta tradición de las picas de gallos. Así habría llegado a Chile, procedente desde España o con alguna escala cultural en Perú, según se cree. En su tratado “Cockflghting all over the world”, Carlos A. Finsterbusch señala que el arribo del juego al país tuvo lugar en 1558, gracias a don García Hurtado de Mendoza y con ejemplares americanos que, para el autor, derivan de la raza del gallo persa (bankiva o bankivoide) que había sido introducida en España durante la Edad Media, aclimatándose en Andalucía. Miguel G. Reyes dice algo sobre el legendario alrededor de sus orígenes, en un artículo de revista "En Viaje" titulado "¿Hay en Santiago reñideros de gallos?", de febrero de 1945:

Como hasta la fecha no ha podido investigarse a ciencia cierta a qué causa obedecen las peleas de gallos, ni los motivos que las originaron, existe una leyenda que ha venido transmitiéndose de generación en generación, a la cual se atribuye el "verdadero origen" de este sangriento espectáculo. Dice la fábula que en épocas remotas, los conquistadores de la Nueva España, "hombres de horca y cuchillo y dueños de vidas y haciendas", concertaban duelos a muerte entre sus respectivos esclavos armándolos con filosos puñales, para que se batieran encarnizadamente hasta que alguno de los contendientes rodaba sin vida por la arena, cruzándose en cada pelea fuertes apuestas entre "aquellos señores", los que experimentaban un placer morboso contemplando cómo manaban sangre los cuerpos de aquellos desventurados hombres que se despedazaban valerosamente para satisfacer la voluntad de sus amos y señores.

En un ocasión, después de celebrarse varias de esas ignominiosas contiendas en que la sangre inocente de los esclavos había teñido de rojo el suelo, aparecieron repentinamente en la arena dos fallos con una navaja atada en la pata izquierda, trabando una enconada lucha que duró hasta que ambos murieron a causa de las graves lesiones que se infirieron mutuamente. Ante aquella escena, los espectadores permanecieron absortos, atribuyendo la fantástica aparición a un mandato divino que les prohibía continuar sacrificando villanamente las vidas de seres humanos.

Las primeras peleas chilenas de gallos pueden haber tenido lugar en Concepción y Chillán, no tardando en llegar a la capital. Sin embargo, para Eugenio Pereira Salas en su libro sobre juegos coloniales, hay dudas sobre ese origen de la raza de pelea y las propias riñas:

Otras autoridades, en cambio, niegan que fuera este juego introducido directamente desde España, y deducen que ha sido Filipinas, avanzada del Oriente hacia América, el camino de penetración. Por intermedio del galeón Acapulco, los gallos de pelea habrían atravesado el Pacífico, arraigándose en México como costumbre criolla difundida por los conquistadores en el continente.

Entre las aves domésticas que trajo desde el Perú doña Inés de Suárez, la aguerrida compañera de don Pedro de Valdivia, vinieron aquellos “polluelo y polluela” que menta el conquistador en sus cartas a Carlos V, como salvadas de las hogueras del incendio de Santiago en septiembre de 1541, y, sin duda, de esa progenie derivan los primeros gallos conocidos en Chile.

También asegura el autor que, hacia 1773, unas 400 personas de Santiago concurrían a las “ruedas” de gallos que se celebraban entonces, basándose en un documento colonial para dar con esta cifra. Puede concluirse desde esa moderada buena cantidad de público, que las peleas galleras no estaban aún entre las actividades más populares de la capital.

Todo cambiaría en la misma década, cuando el gobernador Agustín de Jáuregui y Aldecoa convirtió las riñas de gallos en una entrada para la afligida Real Hacienda, ofreciendo en venta el beneficio de abrir un reñidero y cobrándose de ella el operador un real por cada peso de las apuestas, además de uno por entrada. La cancha de peleas fue construida junto al tajamar del río Mapocho, en el sector en donde estará la Plaza de los Tajamares, hoy Plaza Andrés Bello, hacia el cruce de las actuales calles José Miguel de la Barra con Monjitas.

Un hito importante en esta historia fue la adjudicación del reñidero al asentista Eugenio Muñoz Delgado, en 1780. Fue subastada por un plazo de seis años en 500 pesos. Diez años justos después, la renta de los gallos pasó al arbitrio municipal y las subastas de uso de la misma se hacían conforme a los artículos complementarios de la Ordenanza de la Intendencia. Un plano de este coliseo hecho ese año de 1790 para el Cabildo de Santiago, resguardado hoy en el Archivo Nacional, es reproducido como lámina por Pereira Salas, agregando sobre la actividad en esos momentos:

El 30 de julio del citado año comenzó la nueva modalidad introducida. En la puja se disputaron el contrato don Pedro Gómez de la Lastra, don Juan Machao y don Manuel Morán. A la altura de la postura veinte y dos que alcanzó la suma de $500, se presentó al Cabildo don Pedro Gómez de la Lastra “con el pensamiento de disponer para semejante diversión una casa, con la extensión y comodidad correspondientes, de modo que toda clase de personas pudieran entrar a ella y tener asiento, descanso y separación que demande su calidad”.

“En todas las ciudades en donde se acostumbra esta honesta diversión -apunta en su solicitud-, sus principios han sido sobre este pie como se verifica en la capital de la Nueva España, México, que en el día de la subasta se asciende a los 60 mil pesos anuales y en Lima en que su valor es de 21 mil pesos”.

Gómez de la Lastra se comprometía a construir el nuevo coliseo, con una capacidad para tres mil personas, obligándose a una cubierta y reparo para los aficionados y sus cabalgaduras; al término de este contrato de diez años cedería el sitio y todo lo edificado a beneficio de la ciudad sin presión ni gravamen alguno.

El asentista debía pagar una suma de 200 pesos al año para garantizar el cumplimiento de lo pactado, manteniendo la tasa de medio real de entrada por cada individuo y por cada peso de apuesta.

Convite anunciando una lidia de gallos en Lima hacia mediados del siglo XIX, con un músico y un negro llevando a una de las aves enjauladas sobre su cabeza.  Imagen publicada en "Estadísticas de Lima" de Manuel Fuentes, 1858. Fuente: “La riña de gallos” de Fabres Guzmán y Uribe Echavarría.

Lámina con la secuencia de una pelea de gallos. Fuente: “La riña de gallos” de Fabres Guzmán y Uribe Echavarría.

El procurador Francisco Javier de Larraín estuvo de acuerdo con los términos propuestos por Gómez de la Lastra, temiendo solamente que el coliseo a construir no llegase a cumplir las expectativas. Por esta razón, recurrió al alarife Argüelles y a un equipo de maestros carpinteros y albañiles para que revisaran el proyecto, que iba a iniciarse en el sector de la puerta falsa del Convento de San Francisco. El informe resultante hacía algunas observaciones y comparaciones del lugar estimado con las posibilidades, además de ofrecer soluciones y mejoramientos al mismo, con lo que otorgaba su apoyo. Sin embargo, por causa de las muchas objeciones que fueron presentadas ante el Cabildo de Santiago por los adversarios del plan de Gómez de la Lastra, el nuevo gran reñidero de Santiago no pudo ser construido allí, quedando en los bosquejos del papel.

De acuerdo a Roberto Hernández en “Los primeros teatros de Valparaíso”, el primer coliseo porteño de peleas de gallos fue levantado por esos mismos días, en 1791, correspondiendo a un edificio pajizo del comerciante Loreto Inojosa. Este reñidero funcionó en sus manos por unos dos años junto al Castillo San Antonio, contando con gradilla de asientos, claraboya para la luz y el tambor para los combatientes. El cabildo tomó el control de esta cancha en 1793, aprobándose también un extenso reglamento municipal para la actividad.

Volviendo a Santiago, en 1795 el oidor Juan Rodríguez Ballesteros presentó su memoria a favor del teatro y en contra de algunas formas públicas de recreación que consideraba degradantes, como las corridas de toros. Sobre la cancha de gallos, sin embargo, señalaba esta autoridad:

La casa y la cancha de gallos es otra de las diversiones de esta ciudad que bien ordenada como se halla y con el concurso de la mayor parte de personas decentes, no ofrece el menor reparo que impida su continuación, aunque esta diversión sólo se frecuenta en los días festivos y no con tanto ahínco como en otros reinos de América.

A todo esto, en 1794 don Antonio Dimas había solicitado un nuevo remate de la cancha de gallos. El cabildo procedió a la subasta pública el 7 de julio de 1796. Las actividades galleras continuaron en el cambio de siglo y así, en 1807, las subastas de uso del local recayeron en don José Gregorio Calderón; y para 1808, en Rudecindo Castro.

Hacia ese último año, sin embargo, se suprimieron por decreto las peleas de gallos ya cerca de los albores de la que iba a ser la primera etapa de la lucha por la Independencia. Es probable, sin embargo, que los encuentros hayan continuado celebrándose lejos de la mirada de la autoridad o hayan vuelto a ser autorizados, ya que se habían ido volviendo otro de los espectáculos favoritos del pueblo, además de atraer a la fiesta, la ingesta de bebidas y las consabidas apuestas.

Cada velada de peleas de aves era una tremenda y catártica ocasión de festejo entre todos los concurrentes, a la sazón. Enrique Bunster las describe en “Casa de antigüedades”:

Un público heterogéneo, pero uniformemente apostado y vocinglero, concurría a las picas de gallos en el reñidero del Tajamar, anunciadas por vistosos carteles colocados en sitios estratégicos. Prohibidas un tiempo, las riñas habían sido restablecidas por García Carrasco, que era un gallero fanático; y esta pasión del último gobernador español fue compartida y heredada por Manuel Rodríguez y los Carreras, tan entusiastas de las picas como de las competencias de volantines. El redondel del Tajamar estaba dotado de palcos y galerías, de espacio para carruajes y cabalgaduras y de una araña de velones de sebo que iluminaba el recinto en las reuniones de noche. Se pagaba medio real por la entrada y un real por cada peso apostado, y reñían gallos de raza traídos del Perú y adiestrados por expertos y considerados preparadores.

Contra lo que pudiese creerse, entonces, las autoridades de la Patria Vieja prefirieron no tocar la práctica de las riñas de gallos, además de haber sido del gusto de varias personalidades políticas de entonces. En las actas del Cabildo de Santiago del 22 de enero, 28 de junio y 30 de julio de 1813, por ejemplo, aparecen confirmadas nuevas peticiones del subastador de la casa de gallos. Carlos Fabres Guzmán y Juan Uribe Echevarría, en “La riña de gallos”,  se refieren a lo que sucedió por entonces con la “rueda” de peleas:

El primitivo “Coliseo de Gallos”, situado en la llamada “Plaza del Reñidero”, hoy día, Plaza Bello, se mantuvo hasta principios del siglo pasado en su estructura antigua. El deterioro natural del tiempo hizo que posteriormente fuera restaurado por Francisco Solano Dinator, dueño del “Café Comercio” y pasara a llamarse la “Cancha del Tajamar”. Esta cancha tuvo su apogeo en la mitad del siglo pasado. Estaba situada en el costado oriente de una plaza entre los antiguos tajamares y el cerro Santa Lucía, frente a la pintoresca residencia de los Marqueses de Montepío.

Hasta hace pocos años se conservaba la casa de dos pisos que lucía la insignia del Gallo. Se la conocía como la “casa de las rejas” y había quedado como a un metro bajo el nivel de la calle.

El aspecto de la curiosa Cancha del Tajamar también es descrito por Pereira Salas, con su característica prolijidad de detalles:

El edificio de adobe y tejas miraba hacia el Poniente y la fachada tenía por todo adorno un alero saledizo con canes volados de madera de patagua. Un corredor sostenido por robustos pilares de roble, con basamento de piedra, dividía el cañón de siete departamentos a partir del amplio zaguán. En uno de ellos estaban las treinta y ocho caponeras, formadas de tablas de alerce y barrotes de roble con sus respectivas puertas y alabardas.

Continúa el mismo autor con la descripción de los dos pisos del edificio principal, al que refiere como de base octogonal y con forma piramidal. Los detalles se fundan en el testimonio del agrimensor Francisco Tagle Echeverría:

El primero estaba construido de murallas de adobe en cimientos de piedra y ladrillo enlucido y blanqueado. En este cuerpo de edificio había cuatro portadas con sus umbralas de roble. Tenía un diámetro de veinte y una varas y de circunferencia setenta y tres, sostenido el conjunto por ocho pilares de ciprés. Aquí se ubicaba el círculo del reñidero de figura dodexagonal, cubierto por ambos lados con tablas de alerce pintadas la óleo.

El segundo piso, en cambio, tenía la misma circunferencia y estaba rematado por una claraboya sostenida por 16 pies derechos, desde donde colgaba la roldana que sostenía la araña de los velones de sebo, para iluminar el interior.

A pesar de tentaciones prohibitivas como las del gobierno de Ramón Freire para con esta y otras actividades recreativas, hubo otro claro interés en promover las peleas de gallos dentro de la sociedad chilena en aquellos años. Por esto mismo, la antigua cancha deportiva del llamado Basural de Santo Domingo (en donde está ahora el Mercado Central) también acabó convertida en reñidero en 1829, por un acuerdo municipal con particulares. Otros “clubes” de menor pelo estuvieron en la calle Compañía, cerca de la plaza, y en Las Matadas, hoy Santa Rosa. Irónicamente, sin embargo, en aquel período las autoridades del Chile independiente se acoplaron a la idea de fomentar las peleas de gallos por considerarlas sanas y positivas, mientras que los juegos de pelota les parecieron perjudiciales, convencidos de que debían ser suprimidos en el mismo sitio en el basural, como efectivamente había ocurrido.

Plano de don Pedro Gómez de la Lastra al Cabildo de Santiago en 1790, con el proyecto de un coliseo de riñas de gallos. Fuente imagen: Memoria Chilena.

Vista exterior del reñidero de gallos que existía en la actual Plaza Bello junto a los tajamares, en lo que ahora es calle José Miguel de la Barra hacia Monjitas. Imagen publicada por Fabres Guzmán y Uribe Echavarría en “La riña de gallos”.

Poema a las peleas de gallos, en revista "Sucesos" de 1903. Por largo tiempo más después de la Colonia y a pesar de los cambios de mentalidad, las riñas galleras han seguido siendo admiradas por muchos seguidores.

En otro aspecto (aunque relacionado también con el anterior), Fredes y Uribe-Echevarría explican las razones por las que el reñidero no corrió la misma suerte que las lidias de toros y sus canchas. Debe observarse como advertencia, sin embargo, que estos autores eran defensores incondicionales de la práctica gallera:

El reñidero gozaba de gran influencia dominguera y se le puede recordar como una manifestación democrática en aquella época de adolescencia cultural y política. En realidad, allí competían, en abierta y franca pugna, tanto el ministro como más humilde obrero. Esta característica se conserva hasta hoy día y constituye una sorpresa para quienes asisten por primera vez a ellas.

En sus buenos tiempos, acudían al redondel todos los notables de Santiago, llevando bajo el brazo a su campeón. Hicieron época las riñas entre los castellanos de don Diego Portales, y los pintos giros y ají secos de don José Gaspar Marín, acaudalado vecino de la Calle de las Monjitas. Fue el redondel de la Plaza Bello, sitio de selección, a diferencia de las otras canchas existentes en la calle de La Compañía y la de Las Matadas.

Los antiguos planos señalan y marcan la “Cancha de Gallos”, con la misma jerarquía de los edificios públicos, Casa de Moneda, etc. En el plano de Santiago levantado por el arquitecto francés Juan Herbage en 1841, figura con el N° 60, la Plaza del Reñidero vecina los Baños Públicos.

En 1830, las competencias avícolas rivalizaban como atracciones con las que propiciaba el “Café de la Baranda”, de la calle de las Monjitas esquina San Antonio. Dicho café movilizaba las mejores cantantes y bailarinas de su época.

También las contiendas de gallos quitaban al “Gran Café” de la Plaza de Armas, que tenía la exclusividad de los juegos de billar, lotería y toda suerte de barajas. Esto dio motivo a serias reclamaciones de parte de los dueños del café ante las autoridades correspondientes, en contra de los galleros, aunque sin mayores resultados, pues se hacía valer el informe del Oidor Ballesteros.

Años más tarde, don Segundo Gana adquirió la propiedad donde funcionaba la cancha de la Plaza Bello, y trasladó a su fundo “El Rosario” en Apoquindo, los pilares del ángulo, los labrados capiteles que sostenían el hemiciclo, los pétreos basamentos y las columnas. Se usaron en la construcción de las casas del fundo, el que pasó después a propiedad de doña Blanca Gana, y hoy día el Instituto Cultural de Las Condes.

Contrariamente a lo que asegura un extendido mito histórico, entonces, las peleas de gallos no recibieron de las autoridades de la Independencia ni de inicios de la República el mismo trato que afectó a las corridas de toros, por lo que sólo fueron suspendidas o, más bien, restringidas por algunos períodos y circunstancias, pero no exactamente abolidas ni perseguidas en la realidad.

El antiguo sector del reñidero de los gallos fue ocupado después por el Teatro de la Aurora. Las remodelaciones y modificaciones que han hecho prácticamente desaparecer la Plaza Bello, hoy dejan poco apoyo disponible a las posibilidades de imaginar cómo eran aquellos recintos y sus distribuciones. 

Reyes agrega algunos detalles sobre el exigente trabajo de entrenamiento de las aves de pelea, en su señalado artículo. Dice, por ejemplo, que los gallos deben ser paseados diariamente cuanto menos por media hora, evitando que se asoleen demasiado. Se los mantenía en casilleros separados y sin ruidos que los sobresaltaran antes que pelearan. Debían dormir bien, además, pues se sabía que un gallo trasnochado peleaba mal. Para incrementar la musculatura de sus patas, los criadores solían mezclar bosta de vaca con arroz o trigo y dejarla en un lugar llamado "rascadero", en donde el ave usará con energía sus pies buscando escarbar aquella cernida y espesa materia para picar las semillas. También se los mecía en columpios para que desarrollaran más eficazmente el equilibrio y siguieran entrenando las piernas. Tras este ejercicio eran alimentados con un menú que incluía yema de huevo cocido y vino jerez.

Las peleas contaban con un juez o gritón que daba inicio a cada justa, momento en que los soltadores dejaban salir de sus manos a su estrella guerrera, luego de haberlos llevado en bolsas oscuras y evitando cualquier estrés para el ave. Ya metidas en el ruedo y con las plumas erizadas, habían comenzado las raudas apuestas a cargo de sujetos denominados los corredores, por los desplazamiento veloces a que se veían obligados dentro del público y que recordaban a los corredores de la bolsa. Volvemos a la descripción de Reyes, sobre las peleas clásicas con navajas en las patas:

En cuanto los animales se sienten libres, arremeten valientemente el uno contra el otro, tirándose picotazos y patadas hasta que alguno de ellos o los dos ruedan por el suelo heridos de muerte, víctimas de abundantes hemorragias que en poco tiempo los agotan causándoles la muerte. Se sobreentiende que cuando uno de los contendientes muere primero que su adversario o huye, pierde. Hay peleas que duran bastante tiempo, en virtud de que los gallos, no obstante encontrarse agotados por el cansancio y gravemente heridos, cada vez que los enfrentan en las pruebas se atacan y, hasta que alguno de ellos rehuye la pelea, el juez dicta su fallo, concediendo la victoria al más valiente. EN muchas ocasiones se da el caso que ambos adversarios se encuentran agonizantes o muertos, y como al enfrentarlos ninguno pica, el juez declara "tablas" la pelea, no ganando ni perdiendo los apostadores.

Por largo tiempo, además, habían continuado utilizando navajas atadas a las patas de los gallos, cuyo tamaño de una pulgada, pulgada y media, tres cuartos, media pulgada, un cuarto y la menor de tres líneas, era acordado junto con el peso de cada ave por los organizadores. Estas espuelas filosas eran colocadas ya en el reñidero por un asistente llamado el amarrador, valiéndose de una pieza de tela y cáñamo llamada "botana".

Dicha tradición puede haber sido el origen de un curioso juego de rotos y gente de campo en el siglo XIX, especialmente de los campamentos mineros y luego en los militares de la Guerra del Pacífico: la pulgada de sangre, que consistía en una pelea de armas blancas en donde solamente una pulgada de la punta del puñal o corvo salía por una envoltura en la hoja o por la propia forma de tomar el cuchillo, de modo que en la pelea el que perdía terminaba dolorosamente herido y sangrando, pero sin peligro de muerte. Parece tener alguna relación con la esgrima de las peleas a sables "hechizos" que aún se practica en recintos penitenciarios, además. A su vez, Arturo Benavides Santos dice en sus "Seis años de vacaciones" que los chilenos instalados en Puno ya casi al final de la ocupación de Perú, se entretenían criando gallos y usándolos para peleas con apuestas.

Desde hoy se hace difícil comprender o justificar aquellas prácticas sangrientas con los gallos de pelea, por supuesto. Sin embargo, contextualizando estas materias queda claro que un ave de corral no era vista más que como un mero productor de comida en aquellos años y hasta tiempos recientes, diríamos. Prueba de ello es lo que hallamos en revista "Sucesos" de junio de 1904, por ejemplo enseñando como "juego de destreza" la forma de hundir un cuchillo traspasando la cabeza de un gallo o gallina y colgarlo desde la hoja sin que se muriera, dada la ubicación posterior de su cerebro dentro del cráneo, ignorando por completo el dolor provocado: "El animal, a la verdad, agitará las alas y moverá las patas, pero será para indicar solamente que esa posición le es desagradable".

Sin embargo, cabe añadir que, sin bien en nuestra época las picas galleras han perdido el camino de la popularidad de antaño y se marginan a ambientes rurales o de clubes un tanto herméticos, siguen convocando público. Cuentan con intereses gremiales y son consideradas por sus cultores como un espectáculo tradicional, a la altura del rodeo o los juegos patrios y costumbristas, además de ostentar importantes criadores y todo un folclore asociado al mismo.

Las restricciones vigentes sólo impiden los maltratos adicionales a la lucha entre aves, como la descrita antigua costumbre de aumentar la letalidad de sus espolones con cuchillas, a veces también con trozos afilados de huesos o púas atadas a las patas. Sin embargo, hasta pasado el último cambio de siglo y todavía en ciertos círculos, los dueños de cada gallo podían cambiarle las espuelas de pelea antes de los primeros cinco minutos y sin posibilidad de hacerlo otra vez.

En general las principales reglas del juego son, actualmente:

  • Los dueños de los gallos deben acordar de antemano el pozo que será repartido o entregado al ganador.

  • Las apuestas de los espectadores deben hacerse a viva voz y de manera personalizada pues, a diferencia de la hípica, no suele haber un recolector ni una caja de apuestas.

  • Hay un pozo extra que pertenece a la gallera y se llama "acumulado", correspondiente a un premio que se lo lleva el gallo que mate a su rival en menos de 15 segundos, hazaña llamada "meter tiempo".

  • El "acumulado" va siendo guardado y crece cada domingo si no hay gallo que "meta tiempo", hasta que aparezca un ganador. Esta tradición se ha ido perdiendo con el retiro progresivo de las espuelas de mayor letalidad entre los gallos.

  • Las peleas de gallos no pueden durar más de 15 minutos cada una, su tiempo límite.

  • Pueden sobrevivir ambos gallos contrincantes en una pelea, pero siempre debe haber un ganador de los dos, formalmente declarado tal.

  • El perdedor es aquel que muere, abandona o escapa, "rinde" la cabeza bajándola al suelo o bien se resiste a alzar las patas para pelear.

  • Un juez de la gallera es quien vela por el cumplimiento de los estándares del juego en el ruedo y tendrá la última palabra para decidir al ganador.

  • Si la pelea no es dinámica, el mismo juez puede ordenar una detención para realizar un "careo" entre las aves, lo que las provoca pelear. Para esto, los dueños "dan ánimo" a sus gallos gritando, empujando o arrojando desde al aire al pollo contra su adversario.

El debate ético por el trato de los animales usados en las peleas se ha prolongado, entonces, así como persisten los vacíos legislativos. Interpretaciones más bien recientes de las leyes han intentado comenzar a perseguirlas, aunque no parece haber una prohibición explícita, categórica y directa de la actividad a juicio de muchos críticos.

Finalmente, se puede observar que la popularidad que alcanzó la pelea de gallos en la sociedad chilena dejó algunas expresiones de uso coloquial que parecen estar asociadas. Huelgan los posibles ejemplos: un “gallo” o “galla” es sinónimo de persona, de preferencia si es alguien desconocido (sujeto, tipo), aunque también se usa en el trato coloquial y amistoso entre cofrades, amigos; “creerse gallito” es darse ínfulas de valiente o aguerrido, por lo general sin serlo; “agallado” es el valiente de verdad que, como gallo de pelea, confronta sin titubear y no vacila en derramar voluntades; y la “gallada” es una multitud, muchedumbre o masa humana. En tanto, “en la cancha se ven los gallos” se presenta como una invitación desafiante a quien presume capacidades, especialmente si se trata de talentos físicos, para ponerlos a prueba o en demostración ante un retador.

Desde esos mismos orígenes, además, podrían provenir otras expresiones como “picarse”, para señalar el molestarse con algo o alguien; “echar un gallito” por jugar a las vencidas o pulseo; y “sacar la cresta”, que se usa como sinónimo de haber dado una buena zurra a alguien, mientras que “sacarse la cresta” señala una caída o quedar maltrecho en un accidente, y con el tiempo pasó a significar, también, el realizar un gran esfuerzo personal o un gran sacrificio de energías y horas. ♣

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