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EL VELORIO DEL ANGELITO: CUANDO EL DUELO ERA ALEGRÍA

Óleo “Velorio del angelito” de Arturo Gordon, Museo Nacional de Bellas Artes.

Muchos folclorólogos, antropólogos e investigadores costumbristas han compartido notas importantes sobre la tradición del velorio del angelito en Chile, como Rodolfo Lenz, Oreste Plath, Fidel Sepúlveda, Manuel Dannenmann, Miguel Jordá, Maximiliano Salinas y, más recientemente, la dupla de Danilo Petrovich y Daniel González. Con su esfuerzo, han ayudado a compensar la falta de información que persistía sobre esta antigua costumbre, tal vez mirada a menos por estar asociada a las capas marginales y más pobres de las sociedades, además de tener encima el desprecio de las instituciones.

El tema del velorio del angelito ha sido, sin embargo, de una enorme atracción para artistas, pintores y folcloristas, todavía en nuestra época. Margot Loyola trató también el tema y nunca olvidó haber asistido en Linares, siendo muy niña, a uno de estos eventos fúnebres, según se comenta en el trabajo de Sonia Montecino Aguirre titulado “Mitos de Chile: Enciclopedia de seres, apariciones y encantos”. La fallecida era una pequeña llamada Melania Zúñiga y, en la ocasión, Margot se encaramó en una banqueta para tocar el rostro de la niña ángel, bien pintado y con los ojos mantenidos abiertos con palitos de escoba (curagüillas).

Violeta Parra también puso gran atención en las tradiciones del angelito en los campos chilenos, dejando para la posteridad algún texto al respecto y el famoso “Rin del angelito”, uno de los más importantes y hermosos registros musicales suyos, de 1966, que dice inspirado en esta clase de velatorios:

Ya se va para los cielos
ese querido angelito
a rogar por sus abuelos
por sus padres y hermanitos.

Cuando se muere la carne
el alma busca su sitio
adentro de una amapola
o dentro de un pajarito.

Varios otros cantantes populares grabaron y versionaron canciones para el angelito. Uno de ellos fue Víctor Jara, con el “Despedimiento de un angelito”, que se publicó en 1967. Y al cine también llegó el interés cultural por la tradición, quedando una muy bien lograda recreación del funeral de un neonato en el viejo Santiago, en la película “Largo viaje” de Patricio Kaulen, estrenada ese mismo año. Para aquellas célebres escenas, ya casi míticas en la historia del séptimo arte en Chile, se utilizó una muy realista figura de yeso (o cera, en ciertas versiones) de un niño pequeño muerto, ataviado y decorado como uno auténtico. Resultó tan convincente que muchos creyeron se trataba de un fallecido y de un funeral reales, creándose una leyenda oscura sobre esta secuencia del filme.

Lenz aportó una de las descripciones más detalladas y precisas sobre el velorio del angelito, en su definición y sus características, en la obra “Sobre la poesía popular impresa de Santiago de Chile”. Es un retrato muy completo de la forma más general con la que era celebrado por entonces el rito:

Una de las ocasiones oficiales en que el poeta y cantor puede lucir sus dotes es el velorio del angelito, con que se solemniza la muerte de una criatura, una guagua o un niño de pocos años que todavía no sabe rezar solo. Muerta la criatura se le lava y se le viste con el mejor traje que tiene. Los padres y amigos hacen todos los esfuerzos imaginables para adornar el pequeño cadáver con encajes, blondas, flores artificiales y naturales. Si no hay otras joyas que ponerle, hacen estrellitas y otros adornos de papel dorado y plateado y le echan chaya y serpentinas encima. Así se coloca el angelito sentado en una silletita encima de una mesa, a la cual se da colocación contra una pared del rancho, si es posible frente a la urna, el sagrario de la casa donde alrededor de un crucifijo e imágenes de santos se guardan los chiches que los padrinos regalan en los bautismos. Al lado del cadáver se ponen en la noche velas encendidas y se convida a los amigos de la casa al velorio. Si entre ellos no hay un cantor, se busca uno a propósito, aunque sea contra pago. El músico con el guitarrón, o a falta de tal, con una guitarra, para la cual hay que trasponer las melodías correspondientes, se sienta al lado del “angelito” y pide la ceremonia. Así canta a veces alternando o acompañado de otros hombres durante toda la noche, versos a lo divino, de Dios, los santos, la muerte y la vanidad del mundo, y, en particular, los versos del angelito en los cuales la guagua se despide de sus padres y padrinos y de todos los parientes. Las mujeres normalmente no cantan, sino que rezan.

Es indispensable remojar las gargantas de todos los asistentes con toda especie de refrescos, vino, cerveza, chacolí, chicha, ponches y demás productos de la industria casera de bebidas, generalmente alcohólicas, según lo permita la estación del año y el bolsillo de los padres. La fiesta se transforma en una remolienda. A media noche se sirve una comida (o cena) y la fiesta continúa hasta el amanecer. Entonces se sirve un ponche caliente (gloriao), se cantan las últimas canciones en que el angelito se despide definitivamente, dando las gracias por todos los beneficios y cariños que ha recibido en su corta vida.

Al fin se coloca al angelito en el ataúd (cajón) y los hombres lo llevan al cementerio (panteón), sea a pie o en coche. En el campo, cuando el cementerio está distante, toda la comitiva va a caballo; uno de los padrinos lleva el cajón.

A veces sucede, sin embargo, que la fiesta se repite con el mismo angelito en casa de un amigo, y aun, que padres demasiado pobres para celebrar el velorio, presten o arrienden el cadáver a un vecino para dar ocasión a la fiesta. El pueblo no considera tal muerte del angelito como una desgracia mayor, porque, según la creencia popular, puede ser muy útil tener un angelito en el cielo que pueda rezar por los pecados de sus parientes. No sólo entre la clase más baja e ignorante se puede oír que se diga como consuelo a una madre que perdió su hijo: “Ya tiene un angelito más”. La disposición de los ánimos durante el velorio, con ayuda del alcohol, está lejos de ser desesperada, de modo que los asistentes permiten bromas como las que expresa este versito:

Qué glorioso l'angelito
Qu'ehtá sentao en arto;
no se dehcuiden con él
que puede pegar un sarto.

En un estudio inédito de Anselmo Bravo, contemporáneo al de Lenz y titulado “El velorio del angelito” y presentado ante la Sociedad Folklórica de Chile (sesión 76, 3 de noviembre de 1920), se agregaban descripciones de otras prácticas rituales, como que el cuerpo del angelito era bañado con jabones perfumados y agua bendita, colocándole una larga túnica blanca llamada alba, de tela de lienzo o gasa. El rostro era retocado con almidón de trigo y colorete en las mejillas para darle un aspecto más sereno o hasta risueño, y unas alas de cartón en su espalda debían dar apariencia de un querubín. Era santiguado y rociado con agua bendita, para luego sentarlo en un altar blanco hecho con una pequeña silla, sobre mesas con sábanas.

"El Velatorio del Angelito" de Ernest Charton, en 1848. Fuente imagen: sitio web del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires.

"Velorio del Angelito", obra de Manuel Antonio Caro, 1873.

Velorio del angelito en una imagen publicada por la revista "En Viaje", a fines de 1945, basada en el mismo cuadro de Caro. Se puede distinguir el ambiente de celebración y elementos como el símbolo de la paloma sobre el niño fallecido.

Bebé muerto, siendo despedido en su altar de angelito, hacia el 1900. De la colección fotográfica del Museo Histórico Nacional. Fuente imagen: Memoria Chilena.

Por su parte, Plath comenta en trabajos como “Folklore religioso chileno” que, en San Felipe, el vestido del angelito es llamado “túnica” cuando se trata de una niña y “túnico” si es hombre. Agregaba que el padrino debía entregar a su cuenta el alba o vestido para su ahijado, e incluso puede pedir “prestado” el niño fallecido al padre, en caso de querer velarlo y correr con los gastos. Al cadáver se le colocaba a veces una corona de monedas si los padres tenían recursos suficientes para costear estos funerales; si esto no sucedía, sin embargo, los asistentes debían dejar colaboraciones en el regazo del niño muerto.

A pesar de la frágil tolerancia que, finalmente, se vio obligada a mantener la Iglesia en contra de sus sentimientos más íntimos hacia la práctica de tales velorios, llaman la atención algunos hechos curiosos permaneciendo en torno a la ritualidad hacia el cambio de siglo, como la mencionada costumbre de “prestar” el cuerpo para que fuera celebrado en otros sitios. Esto podía prolongar la espera por la sepultura para el infante mucho más allá de lo que aconsejarían el sentido sanitario y las propias cautelas en cuanto al trato de cadáveres. Relacionado con esto, el escritor Baldomero Lillo describió la costumbre de algunos padres de niños muertos que entregaban sus angelitos a dueños de cantinas, quintas o casas de fundos, convirtiéndose así en cuasi empresarios funerarios informales, al destinar una habitación especial del lugar como capilla ardiente y proveer a los asistentes de toda la comida, bebida y música necesarias, con un crédito especial para los principales deudos o un pago por velar en su local. El mismo autor hace una descripción en su relato “El angelito”, sobre un emprendedor de este tipo apodado el Chispa, de las sierras del Nahuelbuta.

El rito del velorio del angelito, entonces, con todas sus excentricidades y curiosidades, era una forma muy criolla de racionalizar la pérdida de un niño en la fe popular, de manera tal que algo tan doloroso y desconsolador como la muerte de un pequeño se convierta en motivo de alegría y festejo, al asegurarse la vida eterna con su prematura partida y asumir como guardianes de la Gloria de Dios. Llorarlo y no aceptar su partida, por lo tanto, sólo perjudicaría el paso fluido y limpio del niño a la eternidad, ganado por perecer a tan temprana e inocente edad.

El encuentro también daba una instancia de consuelo, a la que acuden todos los buenos amigos y vecinos de la familia tocada por la tragedia, volviéndola más llevadera e invirtiendo los sentimientos del dolor de la situación con rondas de poetas y cantores haciendo “ruedas” enfrente del niño. Los asistentes de la velada son atendidos con un sentido casi bacanal de festejo, mientras tanto.

Como síntesis, y tras haber recorrido gran parte del territorio tomando registros y testimonios sobre estos funerales, el antropólogo Daniel González, entrevistado para un artículo de la Fundación Identidad y Futuro (“Velorio del Angelito: historia y rescate sonoro”, 2013), concluía en que sus etapas habituales eran: 1° Vestir al niño como ángel; 2° Preparar el altar en la casa con la mesa y las flores; 3° Llegada de cantores al comenzar la noche, con la “salutación” (saludo) al angelito; 4° Canto y baile al angelito, de noche; 5° Cena y bebida para todos los que llegaron a despedir y homenajear al niño; 6° Continuación del canto esperando el alba; 7° La hora del alba con el “despedimento” (despedida), último canto de la noche, en donde el cantor habla por el angelito y da el adiós a todos; y 8° Salida del cortejo desde la casa hasta el cementerio.

Por alguna razón, sin embargo, en muchos casos sólo los hombres completaban el ritual a la hora del cortejo al camposanto, ya que las mujeres se quedaban con los deudos tomando mate o infusiones de cedrón que, tal como sucede con el trago gloriao y otras bebidas, tenían fama de “quitar la pena”.

Los rasgos descritos han sido más o menos comunes en el territorio chileno, con sutiles variaciones locales: desde las salitreras del Norte Grande hasta tierras australes. Según publicaciones del investigador Ángel Cerutti, además, fue desde el sur de Chile que pasó a Neuquén, Argentina, durante movimientos migratorios e intercambios ocurridos desde 1844 hasta 1930. En algún momento llegó a Punta Arenas, de hecho, existiendo testimonios gráficos de ello, por lo que la dispersión de estas tradiciones habría sido prácticamente total en territorio chileno. Y entre los matices de la práctica en cada zona geográfica, hallamos información interesante como la ofrecida por Marco Antonio León León en “La cultura de la muerte en Chiloé”: indica que en el archipiélago chilote el niño solía ser velado tendido en una mesa, no sentado en un altar como preferentemente sucedía en el resto del país. Los concurrentes podían llevar comida y bebida, también.

Hubo otras adaptaciones locales y temporales de los ritos, por supuesto. Plath escribe que, entre los mineros del carbón de Lota, los angelitos eran sentados en una silla de coligüe decorada con cintas blancas, montada a su vez sobre una mesa con velas y flores, con guirnaldas de papel colgando del techo para señalar al alma del niño el camino hacia el Cielo. La celebración duraba dos o más noches, por lo general, y cuatro niños tenían el encargo de cargar al angelito hasta su cajón de madera pintado también de blanco, llevándolo al cementerio mientras los asistentes iban atrás en procesión. A veces marchaba otro niño al frente, cargando una cruz y sobre ella una corona de papel.

Debe insistirse en el concepto de fondo de la tradición: velar de tal forma a los niños pequeños fallecidos o angelitos cumple con la creencia popular de que los infantes iban directamente al Cielo al morir, ya que son ánimas no condicionadas al paso por el Purgatorio y menos al castigo del Infierno. De ahí surge la necesidad de festejar con tan ruidosas fiestas este tránsito glorioso y seguro al más allá, con comidas de medianoche, inciensos y la instalación del trono improvisado con mesas y manteles blancos, la “mesa de los santos” para la despedida del pequeño.

Las interpretaciones de respaldo bíblico apoyan tales creencias, como cuando Jesús hace su famoso llamado: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de los cielos es de quienes son como ellos” (Mateo 19:14). Más aún, mucha de la ornamentación divinizando al angelito evoca a la misma magnificencia con la que se representa a Jesucristo en sus advocaciones infantiles, como el Santo Niño de Praga, el Santo Niño de Roma, acompañando a la Virgen del Carmen o incluso la sencillez del niño al centro del pesebre navideño de Belén.

Velorio de un Angelito en España. Fuente imagen: Blog Isotopia Historia.

La misma práctica en México, hacia 1910. Fuente imagen: blog El Ojo con Dientes.

Antiguas imágenes fotográficas de Velorios de Angelitos en Chile. Fuente imagen: sitio web de Identidad y Futuro.

Velorio del Angelito, fotografía antigua. Fuente imagen: "El Diario", de Antofagasta.

Funeral de dos niños fallecidos, hacia el 1900. De la colección fotográfica del Museo Histórico Nacional. Fuente imagen: Memoria Chilena.

Cabe añadir que el folclore cristiano popular creía que los niños fallecidos se convertían en ángeles como los querubines o los putti italianos, y de ahí que se los denomine como tales. Siguiendo la tradición hispana, en Chile se los consideraba angelitos si morían a los tres años o antes, aunque la edad varió más tarde. En el chigualo ecuatoriano o velorio del niño muerto alegre, en cambio, correspondiente al mismo rito aunque con ciertos elementos más propios de la cultura local, se los estima ángeles si vivían hasta los siete años. Parecido es en países como Perú y Venezuela, en donde se prefiere llamar al rito y a su música de despedida como mampulorios. La creencia de los siete años también acabó siendo usada en Chile.

La descrita raíz es de la tradición es española, sin duda, país en donde también se llamó angelitos a los niños muertos. Ciertas teorías aseguran que llegó a la Península desde el mundo árabe y por vía andaluza, idea sugerida por Luis Montoto en “Costumbres populares andaluzas”. Y Enrique Casas Gaspar, en “Costumbres españolas de nacimiento, noviazgo, casamiento y muerte”, asegura que al morir un angelito en Valencia, Alicante y Murcia “se expone su cadáver amortajado con gasa tejida con hebras de plata, sandalias y guirnaldas de flores blancas”, intentando darle con cosméticos el mayor aspecto posible de aún estar vivo, con su propio altar de flores y cirios. Comida, bebida, música y baile completan la despedida, de la misma manera que sucedía en el Nuevo Mundo.

Empero, en Chile, y alguna vez también en ese Santiago de tiempos perdidos, la fiesta se realizaba dentro de la casa y no sólo en el exterior como en España. Se exageraba la relación angelical con las alas y con el cuerpo del niño prácticamente disfrazado. Algo parecido sucedía en Argentina, además, pues la tradición se arraigó con cierta intensidad en el pasado y bajo la misma convicción de que la muerte temprana de un niño aseguraba el ascenso de su alma como ángel.

Se conocen ritualidades parecidas en Paraguay, Colombia, México y otros países, pero si bien el velorio del angelito encontró diferentes grados de arraigo en la América Hispana, se afianzó con intensidad en Chile, Argentina y parte de Uruguay, tal vez aferrada a las formas en que se daba allí el culto a la muerte como algo íntimo y familiar, ausente del exceso de solemnidad compungida pero también de elementos más carnavalescos, no obstantes los desenfrenos. El culto popular chileno a las famosas animitas de calles y caminos parece estar relacionado a esa inclinación: asumir la muerte negando el final de una presencia y postergando en lo posible el proceso de resignarse a la inexistencia de quien fue un ser querido.

Los antecedentes del velorio del angelito en Chile pueden remontarse al siglo XVIII, cuanto menos, pero los principales registros son del XIX. El aventurero Adalbert von Chamisso, por ejemplo, lo testimonió en “Mi visita a Chile en 1816”:

Vamos a describir una costumbre basada en extrañas consideraciones religiosas y que nos impresionó desagradablemente. Si después de bautizado muere un niño, la noche antes del entierro adornan el cadáver como la imagen de un santo, y lo colocan en una pieza iluminada sobre una especie de altar, con velas encendidas y coronas de flores. La gente se reúne y pasa alegremente la noche cantando y bailando. Dos veces fuimos testigos de estas fiestas en Talcahuano.

El rito aparece retratado como algo más pintoresco en el cuadro “El velatorio del angelito”, del francés Charton de Treville, en 1848. Se ve también en el cuadro “El Angelito”, de Manuel Antonio Caro Olavarría, obra de 1873 que muestra el funeral infantil en un contexto más rural, aparentemente. Sin embargo, la introducción de la fotografía había llevado a los angelitos hasta las que hoy juzgaríamos como tétricas sesiones de retrato post-mortem, como informaba en carta a su familia el fotógrafo Obder W. Heffer mientras trabajaba en la Casa Garreaud de Valparaíso, también sorprendido por la extraña costumbre.

Las mismas prácticas fueron mencionadas con visible desprecio en el I Sínodo Diocesano de Ancud, convocado por el obispo Justo Donoso Vivanco y realizado en marzo de 1851. Muy mal visto en el ambiente clerical, las actas expresaban la radical opinión de la Iglesia al respecto:

Acostúmbrase, generalmente entre la gente vulgar, celebrar el fallecimiento de los párvulos, para lo cual adornan vistosamente el pequeño cadáver, y reuniéndose muchas personas, se celebra la felicidad eterna del angelito, como le llaman, con el canto, el baile, la abundante comida, y el uso de licores fuertes, cuyas consecuencias son la embriaguez, las riñas, y otros desórdenes y escándalos, durando esa función, a menudo por dos o tres días, y sucede no pocas veces que se pide prestado el angelito, para continuar la celebración en otra casa, por otros tantos días. El actual Prelado en su carta pastoral del 15 de diciembre de 1845, ha prohibido semejante práctica, como abusiva, inmoral y escandalosa, mandando con grave precepto, que los cuerpos de los párvulos sean conducidos, para su entierro, al panteón respectivo, a las veinte y cuatro horas cumplidas del fallecimiento, sin que por más tiempo sean detenidos en la casa mortuoria; y que mientras en ella permanezcan, no se permita, por los padres o dueños de casa, ni canto ni baile ni mucho menos bebidas de licores fuertes.

Cuya prescripción confirma y renueva este Sínodo, ordenando a los párrocos, cuiden de su exacto y puntual cumplimiento, impetrando con ese fin, si fuese necesario, el auxilio de la justicia secular.

No sólo la Iglesia interpretaba tales velorios de forma poco complaciente, reafirmando esas conclusiones en el II Sínodo de Ancud de 1894, obcecada con tratar de erradicarlos: también lo hizo la prensa, que publicó varias críticas entre la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. Sus reclamos iban dirigidos con aspereza en contra de estas tradiciones funerarias consideradas barbáricas, herejes y reducidas sólo a excusas para convertir un drama familiar en otra ocasión de ebriedad y excesos del bajo pueblo.

Velorio de un angelito en Marchigüe, Colchagua, probablemente hacia 1940. Fuente imagen: Wikipedia (Archivo Fotográfico Marchiguano).

Un auténtico Velorio del Angelito, con la familia Cisternas Valencia de Loncura, Región de Valparaíso, en 1943. Fuente imagen: Sitio web del Museo Campesino en Movimiento (MUCAM).

Funeral de un niño en Cerro Playa Ancha, Valparaíso, en 1949. Fotografía histórica donada por Juana Saldaño Millapel al proyecto Memorias del Siglo XX.

Escena de "Largo Viaje", filme de Patricio Kaulen de 1967, con la imagen del altar que se montó simulando un Velorio del Angelito.

En contraste, Daniel Barros Grez, en un artículo publicado en “La Semana” (“Escenas de aquel tiempo: Velorio de un angelito”, 1859), fue menos inquisitivo y no sólo reportó la plena vigencia del rito en ese momento: además, observó que se colgaba por entonces sobre cada niño fallecido una paloma blanca, simbolizando el vuelo del alma. Según su descripción, citada por Salinas, los asistentes se cortaban mechones de cabello para dejarlo en las manos del niño, pretendiendo que llevase parte de ellos al Cielo, mientras recitaban honores para él:

Qué glorioso el angelito
de divina majestá
pues sois la quinta persona
de la sexta triniá

También citado por Salinas, un artículo titulado “El inquilino en Chile” de Atropos, de 1861 (reproducido por revista “Mapocho” de 1966), declaraba muy molesto sobre la práctica en el ambiente campesino: “Esto da idea de lo grosero que es el sentimiento religioso de la gente de nuestros campos”. Después, una nota del diario “El Copiapino” del 2 de febrero de 1870, aportó otra de las antiguas referencias sobre su realización, también mirada a través del prisma reprochador:

Ayer por la noche en los suburbios de la ciudad se hacían sentir los trinos de una guitarra acompañados del correspondiente canto y cierta algazara que revela ebriedad en los individuos de la comitiva. Nos acercamos y con la más crecida repugnancia y horror vimos que el origen de todo eso era la muerte de un párvulo el cual se encontraba, quizá ya en descomposición, sobre una mesa rodeada de heces...

A la policía corresponde hacer cesar tales demostraciones, debe impedir que se expongan a la vista del público esos cuerpos inanimados, y sobre todo castigar a los necios que se aprovechan de la muerte de un ser humano para emborracharse y cometer tantos desacatos propios de individuos sin razón.

De la misma manera, “La Revista” de La Serena, del 21 de agosto de 1872, se preguntaba: “¿Hasta cuándo se tolerará la ridícula e incalificable costumbre de entregarse a crapulosos excesos, a pretexto de celebrar la muerte de un párvulo? Escenas tan repugnantes debían hacerse desaparecer para siempre...”. A juicios similares llegó Zorobabel Rodríguez en su “Diccionario de chilenismos” de 1875, refiriéndose al rito como algo profano y bárbaro. Hasta hubo intentos policiales por detener la costumbre en aquellos años, sin mucho éxito en lo inmediato.

El asombro de la prensa no cesó, a pesar del arraigo que ya tenía entonces esta tradición en las familias humildes. Se describía de la siguiente manera un velorio de este tipo en Melipilla, en “El Progreso” del 16 de marzo de 1874:

Se aderezó el cadáver con cintas, encajes, abalorios y otras chucherías y se le colocó en lo más alto de un altar lleno de trapos arrugados y estrellas que, según el sentir de esa pobre gente, simbolizaban las nubes y los astros que rodean el alma del niño que tan dichosamente ha pasado a la mansión celestial.

Muy seguramente, las características del velorio del angelito y sus aspectos rituales, mismos que los reporteros consideraban grotescos, fueron desarrollados desde la cultura campesina y el folclore rural. Sin embrago, con las migraciones internas hacia las ciudades pasaron a los estratos populares del ambiente urbano. Las razones para preservar tales velorios tampoco faltaban, dada la gran mortandad de niños en esos años: el Dr. Augusto Orrego Luco, por ejemplo, un incuestionable luchador contra las epidemias de la época, reconocía en “La cuestión social” (1884) que el 60% de los niños chilenos morían antes de los siete años, especialmente entre los estratos bajos… Era ilusorio desterrar la tradición con tan altos porcentajes.

Cosas parecidas ocurrían aún en territorio argentino, en tanto. En su libro “La Pampa” de 1890, el escritor y periodista francés Alfredo Ebelot, describe algo también sobre la despedida de un angelito cerca de la localidad de Azul, al interior de la Provincia de Buenos Aires, en una fiesta a la que fue invitado por el dueño de un almacén antiguo de tipo parador, en la casa en donde se celebraba el homenaje y a la que el cronista había pasado con unos viajeros a caballo:

En el fondo, al centro de un nimbo de candiles, aparecía el cadáver del niño ataviado con sus mejores ropas, sentado en una sillita sobre unos cajones de ginebra arreglados encima de la mesa a manera de pedestal, fijos los ojos, caídos los brazos, colgando las piernas, horroroso y enternecedor.

Era esta la segunda noche que estaba en exhibición. Una ligera sombra verdosa como un toque de esfumino, asomaba en la comisura de los labios y se me hacía, no sé si fue una ilusión de mi imaginación, que las jaspeaduras de las carnes reblandecidas no dejaban de contribuir al husmo que impregnaba los olores flotantes en el aire.

Al lado del cadáver, estaba sentado un gaucho, blanco el pelo y color de quebracho la cara, con la guitarra atravesada sobre las piernas. Al verme entrar, había interrumpido su música como los demás, su baile. Se discernían las parejas en medio del humo; el brazo de los mozos envolvía estrechamente el corpiño de las muchachas, y les hablaban de cerca, demasiado de cerca, algo encendidos por la bebida; ellas reían a mandíbula batiente, echaban sonoros piropos, teniendo también los bronceados pómulos coloreados por una pizca de intemperancia. Algunos viejos en los rincones fumaban y discutían sobre caballos.

La madre estaba al otro lado de la mesa, simétricamente con el guitarrero. Tenía la mirada fija y cruzadas las manos. Unos le decían:

-El angelito está en el cielo. -Sí, en el cielo -y seguía mirando fijamente.

Los viajeros internacionales no dejaban de sorprenderse con aquellas escenas en Chile. Fue el caso de Teodoro Child, quien en 1890 vio una celebración de varias semanas despidiendo a media docena de angelitos muertos en una epidemia de sarampión. Gustave Verniory, por su lado, quedó impresionado por la cantidad de chicha que había en un velorio de estos y cómo fue bebida en forma abusiva por los concurrentes, sacándola en vasos desde un enorme tonel. La madre del niño fallecido era una de las que más bebía en la velada, además.

Velorio de un angelito, imagen publicada en la "Enciclopedia del folclore de Chile" de Manuel Dannemann, edición de Eduardo Castro Le Fort de 1998. Fuente imagen: Memoria Chilena.

El montaje que se hizo en el Cementerio General de Recoleta, Santiago de Chile.

Acercamiento al angelito del Cementerio General.

La paulatina modificación de los ritos del angelito lo redujo a un velorio con muchas flores y telas blancas para la representación seráfica del niño, dejando atrás las alas, los decorados recargados y otras exuberancias. En algunas zonas de Valparaíso y Aconcagua, además, se hizo costumbre sentarlos en sus coches, ya iniciado el siglo XX, en lugar de la sillita del altar. Los cambios naturales de la sociedad -más que las proscripciones, los reproches o las condenas- parecen haber ido alejando la práctica en los campos después del Centenario, o al menos eso celebraba el lexicógrafo y por entonces vicario general del Arzobispado de Santiago, Manuel Antonio Román, en su “Diccionario de chilenismos” (1916-1918).

Empero, las muertes de niños seguían siendo el triste costo de epidemias y pestes históricas desde la segunda mitad del siglo XIX, cuando la mortalidad infantil llegaba a 300 de cada 1.000 nacidos. El cólera alcanzó su cima entre 1886 y 1887; la viruela en 1872 y en sus nuevas embestidas de 1890 y 1895. Tuberculosis, tifus y sarampión, entre otros, pusieron su parte hasta los años veinte, desafiando al desarrollo de las ciencias médicas y obligando al avance de las políticas sanitarias.

Sólo la drástica y feliz caída de las tasas de mortandad infantil en Chile, luego de que a fines de los años treinta había llegado a ser de las más altas del mundo, tuvo sus efectos sobre la triste tradición: comenzó a volverse algo ocasional y los velorios del angelito se hacían cada vez menos. Desaparecía, extinguiéndose en ciudades y grandes poblados ya en los setenta, según la impresión de muchos.

Los cánticos para las despedidas de angelitos son otro tema de gran volumen. La investigadora de la Universidad de Chile, Marcela Orellana, publicó un interesante artículo al respecto en la revista “Mapocho” (“El canto por angelito en la poesía popular chilena”, 2002). Dice allí que, en general, estos cantos parten saludando al niño fallecido y a todos los presentes, mientras que los de despedida, propiamente tales, se reservan para el momento en que el cuerpo del niño es colocado en su pequeño ataúd para partir al cementerio.

Entrando en detalles, en las noches del velorio se cantan versos a lo divino relacionados de preferencia con el nacimiento y muerte de Cristo, hasta horas del amanecer, diríamos que al estilo de las esperas del rompimiento del alba en las fiestas religiosas. Ninguna de estas canciones se empeñará en pedir perdón o la purga de pecados para el fallecido, porque se supone que no lo necesita. Más bien, se le canta para orientarlo y “ayudarlo” en su viaje al más allá.

Volvemos a Lenz como fuente importante al respecto, quien reproduce los siguientes versos de ángeles vocalizados por cantones de guitarrón y décimas:

Adiós, padres venerados
a quienes debo mi ser;
Ya voy a resplandecer
con los bienaventurados.

El autor transcribe también los versos del ciego José Hipólito Cordero, poeta popular de la segunda mitad del siglo XIX, aunque los define como “de una monotonía desesperante”. Titulados “Adiós a los ángeles”, decían:

Fuente de la viva fe
Amparo del cristianismo
Pila de nuestro bautismo
Donde yo me acristiané.

Plath agregaba que nunca deben cantarse esas coplas e himnos a niños vivos, porque se aseguraba que morirían: sólo eran para los fallecidos. Observa también que muchos apuntaban a padres y padrinos como deudos cercanos e importantes:

Que glorioso el angelito
que se va por buen camino
rogando por sus padres
y también por sus padrinos.

Bien haiga mi padre,
por él soy ufano;
bien haiga el padrino
que me hizo cristiano.

Orellana, por su lado, distingue y ordena tres tipos temáticos de cantos, correspondientes también a las tres etapas del ritual: saludo, despedida y partida al cementerio. En las primeras dos categorías el eje de los versos es el niño muerto, su nacimiento, bautizo y fallecimiento, pero siempre dirigiéndose a los deudos más cercanos en ellos. La “salutación” reproducida por la autora, parte así:

Saludo la hermosa mesa
De diferentes colores
Saludo al arco de flores
De los pies a la cabeza.

También se observa que los cantos ni siquiera olvidan los objetos que quedaron asociados a la corta vida del angelito, impregnados de su recuerdo:

La cuna donde pasó
el ángel su santa infancia
También saludo al cajón
donde lo van a llevar
adiós humilde aposento
de donde hago mi partida.

Y en cuanto al proceso del “despedimiento”, Orellana transcribe otros versos populares que comienzan con las siguientes líneas:

Adiós altar diamantino
ya me voy a retirar
me salgan a encaminar
adiós mairina y pairino

Asómese que' hora son
a ver si viene la aurora
que va llegando la hora
que lo dentren al cajón,
que lo lleven al panteón
donde tiene su destino.

Dijimos que Violeta Parra también trató el tema. Lo hizo en la revista “Pomaire” de diciembre de 1958, en un texto titulado “Velorios de angelitos” comentado y revisado por Orellana para su propio artículo. La folclorista aseguraba que el inicio y el final del velorio estaban determinados por los cantores populares, primero con los saludos de bienvenida y, finalmente, tomando la palabra del muerto para despedirse y consolar a los padres. Violeta agregaba que la cueca bailada en la ocasión no era la “común”, sino una “triste, sin pañuelos y sin zapateos” con lentitud de melopea, acorde al momento.

Por su parte, en “Raspas de la paila”, el argentino Rafael Cano describe una tradición del angelito según pudo verla 25 años antes en Catamarca: el niño, vestido de blanco y con alas de cartón, había sido depositado en una pequeña caja de tablas de cardón y sobre un catre de tientos, con cuatro velas y rodeado de flores que dejaban los llegados al velorio. Acompañaban al cuerpo con un vaso de agua en las manos y una jarra de agua cerca, pues se creía que podía “darle sed”. También había bebida, músicos y bailarines, intentando dar a la ceremonia los comentados rasgos de celebración, mientras una cantora entonaba estas líneas, imitando una voz como de niño, cual si fuese la del fallecido:

Madrecita de mi vida,
tronco e' chañar.
Ya se va tu hijo querido,
de tus entrañas nacido.

Madrecita de mi vida,
basta de tanto llorar.
Si me mojas las alitas,
no voy a poder volar

En un lado más lúdico, si así podemos llamarlo, en las escenas dramáticas del comentado filme “Largo viaje” (mismas que, por momentos, parecen confirmar las acusaciones de excesos e incivilidad en que eran convertidos los duelos), se ven unas cantoras populares en la humilde morada en donde se realiza el velorio, en algún escondrijo santiaguino, pero entonando la siguiente pieza musical tosca y rústica tomada de las mismas tradiciones del angelito, repitiendo varias veces las estrofas en monótona secuencia (hasta que caía al suelo algún borracho presente, de acuerdo a lo que decían ciertas creencias) antes de comenzar otra vez la cuenta:

Pobrecita la guagüita,
Que del catre se cayó.
Pobrecita la guagüita,
Que del catre se cayó.

Que se cayó, ¡ay, sí!,
¡Ayayay, llevamos once!

Así, a pesar de todo el influjo internacional que se derramaba como avalancha sobre la sociedad y las costumbres del Chile de entonces, perduraban todavía algunas tradiciones profundas del criollismo y del mestizaje en los estratos populares, como fue el velorio del angelito. Resistieron no sólo a las inclinaciones o las tendencias adversas que dominaban aquel período, sino al desprecio y el reproche que siempre acompañaron a la misma práctica, proveniente de las instituciones, autoridades, prensa y buena parte de la población más culta.

Pero, como la ingesta de alcohol ha sido siempre el talón de Aquiles de la sociedad chilena, las escenas poco decorosas que a veces se generaban fue condenando también a la misma tradición e iniciando su retiro... "El velorio del 'angelito' terminó con una reyerta y el ataúd se convirtió en proyectil", titulaba el diario "La Nación" del martes 14 de enero de 1930, informando sobre el macabro incidente ocurrido durante la madrugada anterior en un cité-conventillo de Alameda de las Delicias 4232, desatado por el padre de la criatura de un año y medio que era despedida, tras llegar borracho a su propia casa y molestarse por la presencia de tanta gente.

Hasta no hace muchos años aún era posible encontrar valiosos testimonios de abuelos que alcanzaron a ver la práctica del angelito cuando seguía vigente en la capital chilena, así como lo estaban también las altas tasas de mortandad infantil. Sin embargo, por razones como las vistas, la sobriedad del duelo se fue imponiendo inevitablemente y, así, los que antes fueron sus festivos velorios, se redujeron solo a la decoración angelical del niño fallecido o de su cajón, en el momento de recibir la despedida de sus conmovidos seres queridos, sin fiestas ni dilaciones para poder concretar su entierro con premura.

Aunque quedan muy escasos ejemplos e instancias para conocer la práctica de la tradición del angelito en zonas rurales del país, o bien sus rasgos heredados a formas fúnebres actuales, el dúo de antropólogos Danilo Petrovich y Daniel González realizó, en nuestra época, un largo y apreciable periplo obteniendo importantes registros de este folclore en las localidades como Los Vilos, Petorca, Cabildo, La Ligua, Puchuncaví, Cartagena y Pirque. Entrevistaron e hicieron grabaciones a 22 cultores con cantos para aquellos funerales de niños, material de incalculable valor para el estudio del tema.

Finalmente, cabe observar que algunos cantos con los revisados contenidos y funciones, se realizarían todavía en estos tiempos por maestros cultores como Ermindo Oyaneder (de La Canela, Longotoma) o Casimiro Menay (de Quebrada del Pobre, La Ligua), aunque más bien en los cada vez menos funerales y responsos corrientes de niños, ya no ajustados a las curiosas características que antes eran propias del extinto velorio del angelito.

Comentarios

  1. Un comentario interesante que me hizo un cultor: "al velorio de angelito lo mató la penicilina". Las tasas de muerte de niños bajó drásticamente partir del uso de las vacunas en Chile, que las usó muy temprano. Actualmente se hace raramente este tipo de velorio y por reglas de higiene legales, el angelito tiene que estar en su ataúd sellado.
    En la Aurora de Chile se anunció el 14 de mayo de 1812 la exitosa vacunación contra la viruela de 230 personas, más adelante se amplía la acción 1887, viruela; 1940, cólera; 1950, polio y tuberculosis. Gracias a esta política de medicina social, la mortandad infantil se redujo desde 342 muertes por millar en 1900 a 136 en 1950 (en 2012 fue de 7,36).

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