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LA REPÚBLICA Y EL DÍA DE LOS DIFUNTOS: CUANDO LAS FIESTAS SE CELEBRABAN CON MUERTOS

Antiguo aspecto del Panteón o Cementerio General, hacia mediados del siglo XIX, antes de la construcción de su actual acceso monumental de cara a la avenida La Paz y la plaza.

La costumbre de celebrar con los fallecidos se volvió una extraña y -con frecuencia- repudiada tradición del bajo pueblo chileno, varias veces en riña con los sectores clericalesduros y los más conservadores de la sociedad. Carente de los elementos más carnavalescos que se ven, por ejemplo, en las coloridas fiestas del Día de los Muertos de México (matriz de muchas tradiciones al respecto, según parece), las de Chile adquirieron una extraña connotación casi espiritista, buscando excusas para celebrar “invitando” a los fallecidos a los festejos bajo el alero cristiano, pero como si estuviesen aún presentes en el mundo de los vivos y negando, de paso, el atávico temor a la inexistencia después de la extinción física.

Sin embargo, además de aliviar los dolores del duelo y la partida del ser querido, aquellos ritos de celebración y homenaje a los fieles difuntos coincidían siempre en ciertos elementos, como la presencia de los altares de muertos que se expandieron mucho en el mundo criollo desde la evangelización del Nuevo Mundo, encontrando otra fuerte raíz sincrética también entre pueblos mesoamericanos y luego los sudamericanos.

El caso más visible y de entre los más antiguos de aquellas costumbres en el folclore religioso-mortuorio quizá fue el llamado velorio del angelito, correspondiente a las exequias de niños pequeños fallecidos y que eran motivo de gran celebración con abundante baile, música, comida, vino y el curioso trago de infusiones llamado gloriao. Más que despedir al muerto se pretendía festejarlo y convencerse de su paso directo al Cielo sin escala, pues la creencia era que los fallecidos en la pureza de su infancia se convertían instantáneamente en ángeles, a diferencia de los adultos que debían expiar sus pecados en el Purgatorio antes de ascender y poder ser celebrados en el Día de Todos Los Santos (de ahí el nombre dado por la Iglesia), previo al Día de los Fieles Difuntos en el mismo santoral oficial.

Como consecuencia de lo anterior, no habría razones profundas para lamentar la partida de un niño en plenas exequias, ni para privarse de celebrar con fiestas a los adultos que ya habían partido, en las fechas oficiales del 1 y 2 de noviembre. Y tan fuerte llegaron a ser estas tradiciones que, por ejemplo, en el caso del mismo velorio del angelito se llegaba a retrasar varios días el entierro del niño mientras continuaba el festejo, algo considerado aberrante; o hasta “prestárselo” entre familias que también querían ofrecer, a sus expensas, más celebraciones para el pequeño cuerpo, siempre colocado en un altar y disfrazado de ángel.

Ordenando la relación de los vivos con los muertos y retomando una idea que ya se planteaba en los días de don José Miguel Carrera, el director supremo Bernardo O’Higgins ordenó construir el Cementerio General de Santiago en una antigua propiedad de descanso de los recoletos domínicos. Originalmente llamado Panteón y ocupando apenas una fracción de su actual gran superficie, fue inaugurado el 9 de diciembre de 1821 con un programa de fiesta que incluyó actos masivos y desfiles, más la presencia de autoridades civiles, militares y eclesiásticas, con cañonazos de salva. Comenzaba el final, así, de la época de los precarios campos de enterramientos de muertos y de las sepultaciones de los más connotados en las criptas de las iglesias.

El cargo de primer administrador del camposanto quedó confiado a Manuel Joaquín Valdivieso, y su capellán inaugural fue el presbítero Eugenio Valero. Los primeros sepultados en el lugar fueron a parar a la fosa común: dos mujeres y un hombre llamados María Durán, María de los Santos García y Juan Muñoz, cerca de la medianoche del día 10. La primera sepultura en nicho propio fue de la monja clarisa Ventura Fariña, al día siguiente. Los restos de varias otras monjas fueron trasladadas desde los conventos hasta las criptas, durante los meses que siguieron.

Pero la tendencia del pueblo chileno a convertir la memoria de los muertos en otra razón de fiesta y ofrenda no tardaría en aparecer, inconforme con una sola celebración inaugural. De esta manera, los ánimos tomaron posesión de un sector que ahora coincide con el de la Plaza de La Paz, en la conjunción de la avenida La Paz con la antigua calle del Panteón, actual Profesor Zañartu.

A mayor abundamiento, el hemiciclo construido allí hacia 1870 y casi al pie del cerro Blanco, conocido también como Plaza del Panteón, de las Columnatas o las Caballerizas de O’Higgins (pues estaba rodeado de potreros y establos hacia sus primeros años), está ubicado justo enfrente del monumental ingreso al camposanto. Empero, hubo antes en ese lugar un terreno llano y de aspecto rural, cuando aún no se urbanizaban las cuadras ni se abría la calle La Paz por la vía llamada inicialmente avenida del Cementerio, al poniente del mencionado cerro.

Por su ubicación y su propia simbología, entonces, la plaza primitiva antecediendo a la necrópolis así como sus polvorientos senderos adyacentes, se convirtieron en el lugar exacto de las despedidas finales de los fallecidos de camino a su última morada dentro del complejo cementerial… Costumbre que se hallaría a sólo un paso de convertirla, también, en el lugar de sus grandes celebraciones post mortem, como efectivamente sucedió, siendo invitados vivos y finados a la misma.

Ubicación y entorno del Panteón o Cementerio General (indicado con el número 34) en 1841, en plano de Santiago del arquitecto francés Herbage. Se observa su cercanía con el cerro Blanco, la línea de la calle del Panteón y los potreros que existían justo enfrente del cementerio, en donde está ahora el hemiciclo de la plaza y la boca de avenida La Paz.

Ubicación y entorno aún rural del Panteón y el cerro Blanco en plano de Santiago de 1854, confeccionado por el profesor Estevan Castagnola. Fuente: Archivo Visual de Chile.

Vista de las tumbas del Cementerio General en lámina publicada por Recaredo Santos Tornero en el "Chile Ilustrado", año 1872. Fuente imagen: Archivo Visual de Chile.

Vista antigua de la Plaza de La Paz o De las Columnatas, hacia 1930, ocupando espacio en el antiguo llano en donde se realizaban las celebraciones del Día de los Difuntos.

"Adentro del cementerio la concurrencia se renovaba continuamente, sucediéndose con minutos de intervalo las procesiones de hermandades o cofradías...". Sector de antiguos nichos, en el Cementerio General de Recoleta.

Podrá sospecharse que la apoteosis tenía lugar en el señalado par de días de Todos los Santos y de los Difuntos al iniciar noviembre. Todo sucedía ante la antigua fachada con campanario del cementerio, la anterior al actual gran panteón de ingreso, y también a lo largo del camino de enfrente. Y cuando el gobierno comenzó a enviar música al mismo sitio en el segundo día de esa doble jornada, durante los años del ministerio de don Diego Portales, el enfrentamiento con la Iglesia se hizo inevitable, pues era el mismo momento en que, se suponía, debía tener lugar la oración profunda por las ánimas y no una fiesta como la que estaban autorizando y fomentando las autoridades.

Con el correr del tiempo aquellas celebraciones de los muertos en el calendario se fueron transformando en un verdadero “18 chico” de fiestas folclóricas, llegando a instalarse en el llano con potreros y su callejón principal cantidades de carpas, puestos comerciales y rancherías para albergar al público en los dos días o más dedicados a los difuntos, colmándose así de músicos populares y sones de cuecas. Los mismos chimberos que antes habían querido resistir la instalación de un cementerio en sus rurales dominios, ahora partían felices a estos encuentros que eran todo un “bis” de las Fiestas Patrias y una “previa” del período siguiente de Navidad y Año Nuevo, saciando con ello las impaciencias por más festejos en la agenda de efemérides.

En su libro sobre el mismo cementerio, Justo Abel Rosales trata algo sobre el tema de las curiosas celebraciones funerarias y la forma en que el gobierno facilitaba tales festejos. Transcribe también el Decreto N° 188 del 11 de diciembre de 1834, en donde se lee: “Declárase que el tesoro del Panteón debe cubrir los 28 pesos que en la función del día de ánima se invirtieron en música y tambores”, con firma del presidente Prieto y del ministro Toconal. Proporciona, también, una descripción de aquel pintoresco ambiente:

Con el aliciente de la música, el pueblo formaba afuera del cementerio hileras de ramadas y fondas en donde se bebía y se cantaba. Largas romerías de gente empezaban desde por la mañana, yendo las familias provistas de asientos, fiambres, licores, vihuelas, arpas y todo cuanto podía alegrar el ánimo en la mansión de los muertos. Unos viajaban a pie, otros a caballo y gran número en carretas. Era un viaje de placer al campo, como hoy se va al Parque o a Renca.

Todos se creían obligados en cada año a hacer una visita a los difuntos; pero apenas llegaban, como si se tratara de visita de etiqueta, terminaba aquella obligación. Entonces la organización por los muertos empezaba afuera del cementerio cantando una tonada, y concluía con una remolienda que se prolongaba a veces hasta el día siguiente.

De aquí resultaban desórdenes de todo género y hasta heridos y muertos.

Adentro del cementerio la concurrencia se renovaba continuamente, sucediéndose con minutos de intervalo las procesiones de hermandades o cofradías rezando el rosario o estaciones, mientras en otro lugar algún fraile o mocho recitaban responsos a real o real y medio, según la extensión del rezo o el número de asperjes. Los frailes se volvían a los conventos con enormes puñados de plata y cobre recogidos de esa manera.

Cada persona o familia que tenía su prójimo debajo de tierra daba por hecha la visita con mandar decir uno o más responsos, y con este motivo los mochos se veían asediados por devotos que, afligidos, querían ser luego despachados, para salir afuera a remojar la garganta.

Marco Antonio León, en “Sepultura sagrada, tumba profana”, reproduce un fragmento del manuscrito inédito “Síntesis histórica del Cementerio de Santiago” de Juan Blumel Ancán, aportando otra buena descripción de aquellas celebraciones:

Las tropas de la guarnición de Santiago, luciendo sus mejores galas y sus relucientes armas, desde temprano se apostaban frente a la entrada del Cementerio. Los hábitos de los frailes, tradicionales de lejanas épocas, con sus amplias capas flotando al aire y las sotanas de violáceos tonos de los prelados, daban al lugar y a la vista sinfonía de colores dentro del marco popular de los demás ciudadanos. Las autoridades del Gobierno llegaban presurosas a la fiesta. El pueblo pululaba por doquier con el secreto afán de no perder detalle del acontecimiento. Con el polvo de media jornada sobre sí, las carretas venidas desde las lejanas villas y villorrios buscaban expectable ubicación, acicateados sus bueyes por huasos descalzos.

El escándalo de los excesos y hasta ciertas orgías fue acabándose con medidas que tomaba la autoridad tras cada denuncia y con la batahola correspondiente. Sin embargo, la prostitución no se acabó en el barrio, encontrando excusas en la necesidad de “consuelo” de algunos deudos que iban a sepultar a sus seres queridos o bien a visitar a los que ya se habían marchado hacía tiempo. A veces, la actividad sexual estaba ligada discretamente a otros negocios del comercio del mismo sector, y persistió hasta el siglo siguiente, de hecho, en lo que es la misma actual plaza del hemiciclo y sus contornos como escenarios.

Las fiestas que tanto aborrecía cierta parte de la Iglesia permanecieron por largo tiempo más con un aire de jolgorio y costumbrismo, muy semejantes a los de septiembre en el Parque Cousiño y con la bebida y comida correspondientes, por no decir que eran prácticamente el mismo. Volvemos al manuscrito revisado por León:

Poco a poco el cuadro va avivando sus colores y el griterío de los chiquillos rompe por primera vez el silencio en el ámbito de aquellos lugares. Chamantos multicolores, floreadas percalas y ampulosas chupallas se movían de un lugar a otro entre el tráfago de carreras y caballos; los bueyes uncidos a los yugos descansaban junto a las carretas descolgadas de sus pértigos. Poco a poco la gente acondicionaba sus improvisados campamentos. Leves columnas de humo se elevaban desde los improvisados fogones.

"El velorio del angelito" de Arturo Gordon. El personaje masculino junto al altar está sirviendo gloriao, trago que podría estar asociado a los ritos y antiguas tradiciones del duelo, especialmente en esta clase de funerales de niños pequeños.

La vida y la muerte en una misma imagen, publicada por la revista "Sucesos" en el período de celebraciones del Día de los Difuntos de 1903.

La celebración porteña del Día de los Difuntos y Todos los Santos en 1907, en revista "Sucesos". La fecha mantuvo rasgos festivos en Valparaíso hasta el siglo XX, pero no exactamente tan ruidosos como los que se vieron en Santiago durante la centuria anterior.

Moustache mofándose del ambiente festivo que tomaba otra vez el 1 de noviembre, en una revista "Zig-Zag" de 1907. Aunque por entonces recuperaba algo del rasgo folclórico del pasado, no llegó a ser similar a lo que se había visto durante la centuria anterior.

Aspecto actual de las esculturas colocadas en la Plaza de La Paz, enfrente del Cementerio General.

"La Zamacueca" de Arturo Gordon, 1921. Las celebraciones del llamado "18 de las Ánimas" no eran muy diferentes a las de Fiestas Patrias.

El mismo texto confirma que los deudos llegaban en carretas, coches, a pie o a caballo desde temprano en la mañana, provistos de mercadería e instrumentos musicales. Los brindis se hacían con vino, chicha y aguardiente, y los vendedores ofrecían en canastas emparedados, empanadas y alfajores para los niños.

Sin embargo, Rosales recuerda de una ocasión en que se habría comprobado que la carne de las empanadas a la venta del público en un local vecino no era de vacuno, sino de una variedad culinaria facilitada por la propia necrópolis, a partir de tumbas profanadas… No obstante, el autor llamaba a la calma: “Los buscadores de golosinas en las vecindades del cementerio pueden confiar ahora en que mascarán, sino carne de vaca o de buey, a lo menos inocentes trozos de manso burro o el pernil de algún gato alzado…”. El supuesto caso fue incorporado después por Daniel Barros Grez a “Las aventuras de Cuatro Remos”, novelando en el tomo primero una situación en la que el perro protagonista, siendo guardián del cementerio antes de ir a hacer su famosa vida en Valparaíso, delata a la banda de violadores de tumbas que estaban detrás de esas empanadas dignas de necrófagos.

Pero, a diferencia de lo que sostiene Rosales sobre el fomento del Estado a esta celebraciones, las medidas contra los excesos se habrían ido radicalizando con el tiempo y así llegó el momento en que llegaron las pesadas regulaciones sobre el número de chinganas o ramadas que podían ser instaladas en el lugar, del mismo modo que algunas restricciones al comercio en los locales de los alrededores.

Perdiendo su encanto profano a causa de aquellas medidas y otras arremetidas constantes de las autoridades de la Iglesia criticando tal costumbre, la fiesta de los muertos se fue apagando hasta desaparecer, como se desprende de lo que escribe el sacerdote domínico Carlos Emilio León en “Visitas al cementerio y modo de orar sobre la tumba de los muertos”, publicado en 1865. Señala allí que los encuentros del 1 de noviembre habían llegado a ser llamados jocosamente como el “18 de las Ánimas” pero que, en aquel momento, tal “costumbre anticristiana ha desaparecido completamente”.

Con aquel accionar se acabaron también las razones para denunciar desórdenes, escenas de inmoralidad y heridos que iban a parar a los hospitales como candidatos a nuevas celebraciones por duelo. Pocos después, se construyó allí la plaza semicircular, rodeada en sus dos alas al sur por los arcos y columnatas.

Hubo otros años en que se repitieron las ferias de fondas en el cementerio, más o menos hasta los días de la presidencia de Balmaceda, pero la práctica había cambiado mucho desde sus primeros tiempos y formas originales. La noticia de la carne de cadáveres en el pino de las empanadas, posiblemente alejó también a gran parte del público desde tan inmunda posibilidad de ser embaucado. La sociedad santiaguina tampoco era la misma de entonces, de seguro.

Ya en el siglo XX, locales en el entorno del Cementerio General como la viejísima y célebre cantina El Quita Penas (nacida en Profesor Zañartu, ahora en Recoleta) y La Posada de don Sata (en Recoleta frente al cerro Blanco, ya desaparecida), entre otras, terminaron imponiéndose a celebraciones como fue la del “18 de las Ánimas” del pasado, con opciones más civilizadas para despedir y festejar a los muertos. De todos modos, el período del 1 y 2 de noviembre siguió dando oportunidad durante buena parte del nuevo siglo para escuchar aún los guitarreos, cantos y brindis entre tumbas y mausoleos atestados de visitantes.

A pesar de los cambios traídos por el progreso, en el puerto de Valparaíso la fecha del santoral continuó siendo celebrada por un buen trecho del mismo siglo con algunas características festivas y folclóricas parecidas a las que se vieron en Santiago en el pasado, aunque también sometidas a los recatos y exigencias de prudencia. Algo parece haber sucedido a inicios del siglo XX en la capital, además, pues hubo algunos reproches a la actitud festiva que tomaba otra vez la fecha, situación de la que el caricaturista Moustache (Julio Bozo) hacía sorna en la revista "Zig-Zag" ven el año 1907.

En otro aspecto, curiosas tradiciones chilenas como las romerías a los cementerios en las fiestas patronales del Norte Grande, visitas de comparsas navideñas a las galerías de niños en el camposanto de Iquique y las celebraciones del Año Nuevo por familias que saludan las tumbas de parientes fallecidos en los cementerios de Talca, Los Álamos, Osorno, Melipilla, Ovalle, La Serena o Coquimbo, entre muchos otros, confirman que el impulso nacional por seguir haciendo participar a los fallecidos de las alegrías mundanas continúa tan activo y vigente como el propio culto a las animitas de calles o carreteras y “tumbas milagrosas” de las necrópolis.

Cabe recordar, además, que en Santiago está la misteriosa Capilla de Ánimas de calle Teatinos casi con San Pablo, extraño templo que alguna vez fue subsede de la Parroquia del Sagrario y capilla castrense. Este sitio ha sido el tradicional cuartel de la antigua Cofradía de las Ánimas del Purgatorio del Sagrado Corazón de Jesús y de la Virgen del Carmen, integrada por dos tipos de miembros que mantienen la descrita convicción del íntimo colectivo: los vivos y los fallecidos, ni más ni menos.

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