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LOS PEQUENES: EL BOCADILLO DE LA EXTINTA FAUNA NOCTÁMBULA

Venta callejera de pequenes y dulces en carrito ambulante, hacia los años sesenta. Imagen de las colecciones del Museo Histórico Nacional.

La abundante fauna humana de las noches perdidas de Santiago, esas mismas que dejaron su impronta en el apogeo de la clásica bohemia y diversión de amanecida del siglo XX, contó con un singular aliado alimentario en el comercio popular y callejero: el pequén, variedad de empanadilla que llegó a ser un auténtico símbolo de las trasnochadas de entonces y un sacador de apuros durante el día.

En nuestro tiempo la creencia popular tiene asociadas a las necesidades de “reponerse” de una fiesta y “componer cañas malas” a productos como los mariscales y alimentos marinos, en general. La apertura mañanera de marisquerías como las del Mercado Central ha abonado a esta tradición, precisamente en ese momento cuando los noctámbulos concluyen una alegre correría iniciada en el día anterior, generalmente en algún barrio de diversiones. Sin embargo, por largo tiempo fueron preferidos en aquella función algunos platillos como los picantes, los caldos de pata o cabeza y, muy especialmente, los económicos pequenes, verdaderos panes de lembas con factura criolla, destinados a enfrentar los bajones de hambre y las fatigas de trasnochadores antes, durante y después de su entrada a los clubes, "filóricas", boîtes, quintas de recreo, cabarets, lupanares y todas las forma de conquista de la diversión por las que acá paseamos.

Había algo parecido a un verdadero culto alrededor del pequén en aquellos años, virtud que escasamente se podrían observar hoy en las muy funcionales ofertas de pizzas, choripanes, brochetas con carne de dudoso origen (algunas con chip de identificación canina, reza el mito), cambuchos de aceitosas papas fritas y los exotismos culinarios importados con los movimientos inmigratorios de las últimas décadas, que aparecen también en carritos o puestos callejeros. Aunque los productos nombrados suelen anclar cerca de las concentraciones de recreación nocturna,  no parecen lograr la comunión ambiental que sí tuvo aquella antigua empanadilla picante, por alguna razón. Y es que el pequén era parte de la fiesta; señal inequívoca de que se estaba en un barrio con recreación de amanecida y no solo parte de las consecuencias que trajera a aquellas calles tal calidad comercial.

Es más: se sabe que los pequenes llegaron a competir en el gusto con los hot-dogs o completos en algún período, cuando estos conquistaron popularidad al comenzar el segundo tercio del siglo pasado, como hemos visto antes en este sitio. Era previsible, sin embargo, que la humilde empanadita picante acabara pendiendo tan desigual carrera por las preferencias.

De todos modos, los pequenes permanecieron viviendo en las ruinas de su antiguo reino y durante un buen tiempo más, manteniendo aquella fama popular que habían cimentado sus clásicas ventas en el Mercado Central, la entrada de calle Nataniel Cox, los alrededores del “barrio chino”, el paseo de la Alameda y la Plaza de la Recoleta, entre muchísimos otros vecindarios de diversión bajo claros de luna. Muchos lo ofrecían con aguadiente o vino tino, además, y cosas similares se vieron en otras ciudades con fama nictófila.

En su época de gloria el bocadillo fue muy venerado por sus seguidores en la hora de salida de los teatros, en las visitas al nigh club o la cantina y hasta en las calles de barrios rojos como Los Callejones del sector Diez de Julio. Siempre estuvo asociado a la diversión de la noche, por consiguiente, aunque también fuera vendido en horas de luz por comerciantes de sopaipillas, empanadas más tradicionales, tortillas, huevos duros y otros productos más diurnos, ya que era un eficaz alimento ante toda forma de ataque del apetito. Y aunque su consumo fuera consagrado entre estratos principalmente populares, el eclecticismo social de la noche chilena familiarizó a muchos intelectuales, celebridades y señoritos de buena cuna con su irresistible sabrosura.

Siendo el origen del pequén un poco incierto, hay algunas teorías que intentan explicarlo. Es claro que forma parte de la gran familia de empanadas que se han consumido tradicionalmente en Chile, en este caso lo hace con un relleno de pino carente de carne; sin embargo, esta es también l arazón por la que muchos lo identificaban solo como una "empanada de cebolla". Esto último es impreciso: en realidad, es preparado con cebolla, comino, ají de color y ají picante. Tal pino resultante es muy jugoso y llega a ser ardiente en la boca, ya sea con la masa del pequén frita u horneada. El huevo duro, la pasa y la aceituna también podían formar parte del relleno.

En una nota de sus famosos “Apuntes para la historia de la cocina chilena”, dice Eugenio Pereira Salas que los pequenes fueron cocidos originalmente al rescoldo, como sería el pan subcinericio, mientras que otras tradiciones aseveran que la cocción del mismo pino de cebolla del relleno se hacía en hueso de cordero o aderezado con aliños de procedencia araucana, en ciertos casos. Había también cierta preferencia por los que fueran horneados, aunque se sabe con seguridad que se consumieron fritos muchas veces y que no fueron populares solamente en Santiago. El mismo Pereira Salas informó de su notoria y cotizada presencia en el Valparaíso de fines del siglo XIX: “En las esquinas los pequeneros ofrecían las caldúas o el pequén, picante y encebollado”. También habrían volado pequenes por los mercados populares al norte y al sur del país, en alguna época.

Entre las pocas fuentes disponibles y las opiniones expertas, se ha supuesto que el pequén se remontaría a tiempos coloniales como una suerte de económica y rápida empanada criolla o "de pobre" que reaparecerá, después, entre peones de los campos, trabajadores rurales y mineros de carboníferas y calicheras. Se supone también que habría sido preparada principalmente entre criollos y mestizos coloniales, quienes robaban las cebollas a sus patrones españoles o acaso negociaban formas de adquirirlas en grandes cantidades, resultando mucho más baratas que otros alimentos. Esto explicaría, en teoría, la falta de carne en las mismas, pues era un producto de más difícil acceso para las clases más modestas.

Otras versiones sobre su origen proponen en el folclore oral que el pequén nació como receta más sencilla de empanadas en tiempos posteriores, entre las familias de mineros de las carboníferas de Lota y Coronel. En tal caso, sería una adaptación de la principal de empanadas  de pino, pero también respondiendo a la falta de acceso a la carne de res. La idea puede ser muy verosímil, pero suena muy parecida a otras teorías que se escuchaban también en algunas zonas de Tarapacá y que se relacionaban con la cocina típica entre trabajadores salitreros, colocando entre ellos el posible origen de la empanadilla picante.

Por otro lado, el factor campesino tampoco parece menor en la identidad del pequén. Se debe recordar, por ejemplo, que el nombre pequén se da en Chile a una pequeña ave rapaz (Athene cunicularia) parecida a la lechuza, habitante desde Tarapacá hasta Valdivia más o menos. La empanadita lleva tal denominación quizá desde la  presencia que pájaro y bocadillo tenían en el campo chileno, permitiendo así las comparaciones: los pequenes suelen ser más pequeños que las empanadas corrientes y, como predominan los de forma triangular y trapezoidal, también podría aludir con su nombre a la cabeza del ave e interpretando con algo de imaginación sus formas. "Pequén" o "apequendo" se tomaba también por sinónimo de tímido, empequeñecido o amedrentado. Existe un baile tradicional llamado el Pequén, además, al que la folclorista Margot Loyola consideraba de origen campesino pero con variaciones entre la Zona Central y Chiloé. Las parejas del Pequén bailan fingiendo una actitud tímida o “apequenada” mientras imitan también movimientos graciosos alusivos al ave homónima. Este estilo ha sido cultivado por folcloristas como Ismael Navarrete y Gabriela Pizarro con el Grupo Millaray.

Existen muchas pistas confirmando la enorme presencia de los pequenes en viejos barrios santiaguinos como Mapocho, Estación Central o La Chimba. Ya en el siglo XIX, de hecho, el escritor y poeta satírico popular Juan Rafael Allende había adoptado el pseudónimo El Pequén, aunque no sabemos si como homenaje al bocadillo, pues quizá hacía analogía entre la mordacidad de su pluma (que lo metiera en problemas con el poder, varias veces) y el ardiente picor de paladar que caracteriza a la empanadilla.

Antiguo vendedor de pequenes en las calles de Santiago, en postal fotográfica de la Casa León, publicada en el sitio FB "Postales y Fotos Antiguas de Provincias de Chile". Tomada del Flickr "Santiago Nostálgico".

Una típica vendedora de pequenes, diurna en este caso, en la revista "Sucesos", año 1912.

La antigua Casa Cicerón de Recoleta, en donde estaba la pequenera descrita por Carlos Lavín. Imagen del Archivo Fotográfico Sala Medina, Biblioteca Nacional.

El viejo aspecto de la Plaza de los Moteros, actual Plaza Matías Ovalle de Independencia, en imagen que acompaña el trabajo de Fernando Márquez de la Plata titulado "Arqueología del antiguo Reino de Chile". Fue famosa por sus ventas de pequenes, cerca del inicio de avenida Vivaceta.

Los sabrosos y jugosos pequenes que se vendían en el local de Pequenes Nilo del Mercado Central.

Don Christian Rauld y el ya desaparecido local de Pequenes Nilo en el mercado, en fotografía de LUN (20/08/10)

Así las cosas, todo indica que los bocadillos se relacionaron desde muy temprano a la venta popular y para el público de modus vivendi bohemio, principalmente; tal vez desde su mutuo origen. Alcanzan su mayor relevancia quizá en los 50 años ubicados aproximadamente entre el Centenario Nacional y la década del sesenta, precisamente cuando comienza a caer la vieja diversión nocturna de Santiago. Se puede verificar, además, que a la sazón eran ofrecidos a la venta por los mismos comerciantes de huevos duros, pan amasado, tortillas y otras empanadas que se ponían a hacer guardia a los visitantes de barrios de trasnoche y a los clientes de clubes históricos como el Zeppelin, La Posada del Corregidor o la famosa cuadra del "Broadway Santiaguino" en calle Huérfanos.

Como los pequenes abundaban desde fines del siglo anterior en el sector del Mercado Central, se concentraban allí en el barrio los negocios, puesteros y carritos quizá más solicitados para venta de este producto típico. Los había también en Independencia, Recoleta, el callejón de Aillavilú, San Pablo y la festiva calle Bandera. En la ex Plaza de los Moteros, hoy Plaza Ovalle de la comuna de Independencia, se vendían los más populares pequenes picantes del lado chimbero, casi en la entrada de la avenida Las Hornillas, actual Vivaceta. Los recordó alguna vez Luis Alberto Baeza, entre otros autores que tuvieron la suerte de conocerlos en aquel escondite verde. Y en la salida del Puente Los Carros sobre el río Mapocho, en tanto, los pequenes competían con la venta de pescado frito, sopaipillas y empanadas de queso.

Seducidos por los sabores de aquellas fascinantes noches, muchos artistas e intelectuales no resistieron las ganas de elogiar de diferentes maneras al pequén. Fueron los casos de Andrés Sabella, Manuel Rojas, Pablo Neruda, Benjamín Subercaseaux, Pablo de Rokha, Violeta Parra y Enrique Lafourcade, por ejemplo. Visitantes extranjeros como el español Ramón Gómez de la Serna y el peruano Luis Alberto Sánchez conocieron y paladearon también al pequén, dejando sus respectivos testimonios. Y puede darse por hecho que entraron en las bocas de otras celebridades asiduas a esos mismos locales: Carlos Canut de Bon, Alberto Rojas Jiménez, Daniel de la Vega, Tito Mundt, Renato Mister Huifa González, Osvaldo Rakatán Muñoz, Raúl Morales Álvarez o los hermanos Retes.

La descrita aura mágica de complicidad con la noche siempre permaneció entre los pequenes, de una forma u otra. Así la describía Benjamín Subercaseaux en su “Chile o una loca geografía”, refiriéndose a un vendedor de Bandera llegando a Mapocho:

En la esquina se establece algún muchacho que vende tortillas o pequenes. Sobre los paños blancos que envuelven su mercancía (como si fuera un enfermo en una mesa de operación) descansa un farolito con la vela encendida. Apenas se ve la pequeña llama entre los potentes focos eléctricos y los avisos luminosos, pero el farolito sigue encendido por costumbre. Recuerdo, tal vez, de la vieja bohemia santiaguina, de sus calles obscuras y el débil alumbrado del gas.

Carlos Lavín también rememora en “La Chimba”, en los cuarenta, cómo se vendían pequenes en la esquina de avenida Recoleta con calle Andrés Bello, hoy Antonia López de Bello, enfrente de la Plaza de la Recoleta Franciscana y justo en donde está todavía la Casa Cicerón de 1806, con su columna de piedra dando forma a la esquina:

Como detalle más sensacional que pueda presenciarse en Santiago, persiste, en absolutamente toda su integridad, el cuadro colonial de la empanadera -siempre renovado- que por siglos y todas las noches, ha escogido el frente y la acera del típico caserón para instalar su banquillo portátil y el cajón plano en el que expende sus pequenes, tortillas y empanadas. Teniendo por telón de fondo el pilar de esquina obsérvase allí, desde la hora del crepúsculo hasta el amanecer, una anciana que luce como tocado un obscuro mantón semejando el histórico manto negro de sus antepasadas. La reconstitución colonial es absoluta y el cuadro realiza una situación de “suspenso” dedicada a los amantes de la tradición.

Oreste Plath comentaba, por su lado, que hacia el año 1930 los poetas y escritores bohemios como Augusto Santelices Valenzuela, Julio Barrenechea Pino, Hernán Cañas Flores, Orlando Torricelli Díaz, René Frías Ojeda, Astolfo Tapia Moore y Oscar Waiss Band visitaban con frecuencia el barrio del Mercado Central, después de sus correrías y aventuras vividas mientras algunos de ellos estudiaban leyes. Por lo mismo, “más de una vez, cuando ya venía el alba, comían pequenes en la puerta del Mercado”. Años después, Violeta Parra cantaba nostálgica a esos mismos bocadillos del barrio, pero desde París:

Quiero bailar cueca,
quiero tomar chicha,
quiero ir al Mercado
y comprarme un pequén.

La insufrible genialidad creativa del poeta De Rokha, en tanto, también vertió elogios a esos mismos pequenes. En su celebérrima “Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile” dejó escrito este manifiesto, dirigido tal vez a los críticos culinarios del futuro:

El farol del pequenero llora, por Carrión adentro, en Santiago,

por Olivos, por Recoleta, por Moteros y Maruri, derivando hacia las Hornillas, el guiso del río Mapocho inmortal y encadenado, como los rotos heroicos,

afirmación del trasnochador, les suele hacerles agua la boca a los
borrachos de acero,

picante y fragante a cebolla, chileno como la inmensa noche del hombre tranquilo del Mercado, hombre del hombre,

y el pregón bornea la niebla mugrienta como una gran sábana negra.

Empero, el imperio de aquellas sabrosuras encebolladas que alimentaron las noches de la clásica bohemia popular de Santiago y calmaron sus tiritones durante cada día laboral siguiente, ya comenzaba a extinguirse con sus generaciones de comerciantes, consumidores y la propia propuesta de entretención para el trasnoche en aquellas décadas...

Ovacionado por los críticos, preferido por todos los nocherniegos, amado por los folcloristas y elogiado por los poetas, llega a asombrar hoy que el pequén haya terminado siendo tan ignorado y desconocido por la mayoría de los santiaguinos... Hasta desdeñado ya por las actuales diversiones de la noche, podemos asegurar. Esto es casi tan confuso como el acto de tratar de dar precisiones a su origen. No obstante, puede decirse el decaer el antiguo comercio pequenero coincidió con los cambios o preferencias en los gustos alimenticios de la población y con los mejores accesos económicos de la misma.

Así, de acuerdo a los testigos, al comenzar los setenta solo unos pocos vendedores tradicionales de pequenes resistían al tiempo, y el producto regresaba otra vez al ámbito más doméstico o a las recetas de las cocinas de abuelas, prácticamente.

A pesar de la adversidad, en el mismo Mercado Central sobrevivió un bastión  hasta pasado el Bicentenario Nacional: Pequenes Nilo, del local 109, último recuerdo de los bocadillos de la noche allí en el barrio. Con fábrica en la comuna de Independencia y dirigida por la familia Podestá Zúñiga en una caserón de Coronel Agustín López de Alcázar esquina Aníbal Pinto, sus pequenes debieron ser de la misma clase de joyería alimentaria que encantara a De Rokha y Violeta. Los miembros del club de Guachacas de Chile capitaneado por el folclorista Dióscoro Rojas, incluyeron esta fábrica en la llamada “Ruta Guachaca” de Independencia, mientras que el local del mercado, administrado por don Chistian Rauld, fue sede fundacional de un curioso grupo denominado Agrupación Pro Defensa del Pequén, conformado por el entonces senador Nelson Ávila, el ex canciller Enrique Silva Cimma y otras personalidades, en 2008.

Sin embargo, el pequén era ya un producto que pertenecían a otra época de Santiago: Pequenes Nilo cerró sus puertas en el mercado hacia el año 2016, pero dedicándose desde entonces a las ventas a pedido. De este modo, si bien su clásico local del Mercado Central hoy es ocupado por un expendio de cocina extranjera y el recuerdo de esos buenos años fue a parar en algún rincón polvoriento de la semblanza capitalina, aún queda la posibilidad de traer de regreso a los pequenes hasta las mesas y paladares de nuestra época, mientras exista todavía este último e histórico taller en Independencia. ♣

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