Vista completa de un clásico corral de comedias español, con público y en plena función. Fuente imagen: sitio A Viagem dos Argonautas.
Muchas reseñas históricas sobre el teatro chileno señalan que uno de los primeros establecimientos de este tipo en Chile estuvo en la calle de Las Ramadas de Santiago, actual Esmeralda. Empero, lo hacen partiendo por recordar al que allí existió en plenos tiempos de la Independencia y pasando por alto a uno anterior que había aportado a la calle y su plaza, precisamente, ese valor protagónico en la escena teatral y de espectáculos a fines de la Colonia.
La pasada del Puente de Palo (así llamado por ser de madera) justo enfrente de Recoleta, desembocaba por su boca sur sobre una plazoleta parcialmente contorneada por casas coloniales, que servía de parada a los caballos y de descanso para los transeúntes, cual estación de reposo. Esta plaza había nacido del ensanchamiento del terreno junto a los malecones del tajamar, obras realizadas entre los siglos XVII y XVIII, en lo que ahora es la mencionada calle Esmeralda. Llamada con el tiempo Plaza de las Ramadas, aparecía utilizada también como espacio para desplegar tarimas y presentar obras que se corresponden con los orígenes del teatro independiente en Chile, además de practicarse allí algunos juegos populares como volantín y bolos. Hoy corresponde a la Plaza del Corregidor Zañartu.
Fuera de lo que se ha conocido de un teatro casi contemporáneo a aquel, en la conjunción de calle Mosqueto con Monjitas y tomado formalmente como el primer recinto de estas características en la historia chilena (por tratarse de uno cerrado y techado), es un hecho que el argentino Joaquín Oláez y Gacitúa, asociado al capitalista Judas Tadeo Morales, también creó otro teatro pionero del país en Las Ramadas en esos años. Empero, sus características todavía eran primitivas, arrastrando ciertos rasgos relacionados con el teatro del Siglo de Oro español.
El nuevo proyecto debió ser avalado e influido por doña María Luisa Esterripa, gran “presidenta” y madrina protectora del teatro colonial, mujer del recientemente asumido gobernador Luis Muñoz de Guzmán. El amor de la pareja por el arte teatral se impuso a la hora de dar el visto bueno a la propuesta de Oláez y Gacitúa, ya que el género todavía no formaba parte del clamor popular y seguía siendo de gustos más refinados, en general. En su trabajo sobre la historia de Santiago, agrega Benjamín Vicuña Mackenna que la casa teatral se organizó “bajo ciertas reglas juiciosamente acordadas por el cabildo desde marzo de 1799, y que hoy formarían un excelente reglamento de teatro”.
Además de la autorización, el empresario había conseguido el dinero necesario para construir un primer proscenio y casa de comedias gracias a sus grandes capacidades para seducir a otros con sus negocios. Este talento iba a causar grandes problemas a los que creían en sus promesas y a él mismo, poco después.
El modesto teatrito de Las Ramadas, entonces, pudo ser instalado en el espacio de la mencionada placilla, siendo inaugurado en 1802 en el terreno que ocupaba una propiedad perteneciente por entonces a don José Santos Fuenzalida. Este novedoso recinto fue descrito en “El teatro en Santiago del Nuevo Extremo” por Eugenio Pereira Salas, tomando como base de información algunos documentos inéditos de la época:
Sin originalidad arquitectónica, con el aire macizo de las casas de adobe reforzado, se elevaba, en planta rectangular de dos pisos, el edificio del teatro. Su carácter de coliseo podía inferirse tan sólo de un retablo sobre una peana labrada con siete figuras decorativas, que adornaban sus puertas, y un gran cartel adosado, con el anuncio del programa de la función que se iba a presentar. A la hora del espectáculo se colocaba “una gran mesa con cuatro cajones para recoger el dinero de la entrada”. El control se hacía por boletos especiales, de tres clases, sellados con un cuño de tinta.
Sin embargo, al comenzar a detallar el autor algunas características interiores del recinto se puede observar que, a pesar de ser un gran avance en los establecimientos de su tipo, pertenecía aún al señalado formato de los teatros viejos de corral, carente del cielo totalmente cerrado y de otros detalles imprescindibles para reconocerlo como sala moderna:
Un portalón postizo -con tres divisiones- servía de acceso al interior. Se penetraba por un pasadizo que albergaba “el cuarto de repartimiento de los refrescos con una mesa para arriesgar suertes”, y las escaleras para ascender al segundo piso. Seguía el clásico patio abierto -el corral, de las comedias españolas- rodeado por sendos corredores, cortados a tramos por pilastras de piedra, que servían de sostén. En los corredores estaban embutidos los “cuartos” o palcos. Al fondo, vecinos al escenario, los más importantes: el de la Presidenta, “con barandilla de festones, que lucía en lo alto una corona imperial grande” y “un sol”, símbolos de la monarquía; a la izquierda, el “cuarto” de la ciudad o del Cabildo, con el escudo de armas del Gobierno y de la Villa. Había, además, una primera serie de numerados 3, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 14. La mayor parte tenía entrada directa desde la calle. En el piso superior estaban los de menor categoría, 12 palcos blanqueados, separados unos de otros, por tabiques de coligüe.
En el recinto del patio descubierto estaban las “lunetas” numeradas, de 48 asientos y 36 banquillos. Más atrás, donde la visibilidad era imperfecta, 29 bancos fijos que formaban una localidad inferior.
Vecina a la puerta de entrada, se alzaban las graderías de ocho tramos de la “cazuela”.
El escenario ocupaba el fondo y tenía como adornos un transparente y una embocadura, con dos bastidores y un arco. Tres docenas de candilejas en la parte superior, y cinco candilejas para los atriles de la música, colocados en la parte basal, daban luz a la escena. La iluminación del teatro se obtenía por medio de siete grandes arañas de cristal y doce mecheros de resplandor.
Las presentaciones en Las Ramadas eran de comedias y sainetes, por un lado, y de volatines, por otro, espectáculos que fueron base del actual circo chileno y que incluían títeres, malabaristas y graciosos, equivalentes a los payasos de hoy. Se formaría en él una pequeña compañía propia, de hombres y mujeres; además, algunos artistas argentinos serían traídos después para sus funciones. El canon de arrendamiento del recinto era de 90 pesos diarios. La decoración era abundante dentro de él, de acuerdo a un inventario realizado por los maestros de pintura José Manuel Aguirre y Bartolomé Silva, también transcrito por Pereira Salas.
Ilustración de un corral de comedias. Fuente imagen: lclcarmen, blog de lengua y literatura.
La antigua Calle de las Ramadas, actual Esmeralda, con vista de la Posada del Corregidor y la plaza. El dibujo aparece en una publicación de revista "Pacífico Magazine" que reproduce una conferencia de Sady Zañartu de 1919.
La temporada de comedias se realizó regularmente entre 1802 y 1803, siendo la obra más importante una adaptación de la “Cenobia” de Pietro Metastasio, traducida por Juan Egaña, a quien le encantaba recitarla en sus reuniones sociales. En noviembre de 1803 tuvo lugar otra presentación allí, con su loa “Al amor vence el deber”; al año siguiente, con su trabajo “El cuadro mágico de Pitágoras”.
A mayor abundamiento, fue después de las últimas experiencias del teatro en el Basural de Santo Domingo, muy complicadas por las lluvias y otros obstáculos, que se había habilitado el nuevo corral de comedias de Las Ramadas para realizar en él, también, la celebración por el cumpleaños de Carlos IV, que sería organizada por Egaña. En los encuentros, el gobierno de Muñoz de Guzmán ofreció la mencionada loa original “El cuadro mágico de Pitágoras”, que fue dedicada al mismo presidente de la Capitanía General de Chile. Aparecían en ella como personajes el filósofo y matemático griego que daba el nombre y dos genios alegóricos. La obra tenía cierta inspiración y contenido masónico, según observan autores como Luis Pradenas en “El teatro en Chile”.
Cabe agregar que otro avance interesante del período en que funcionó el teatro de Las Ramadas, fue la consolidación femenina en roles escénicos protagónicos y admirados por el público. Para comprender en su justa dimensión este pequeño pero inmensamente significativo paso (uno de muchos más que vendrían, por cierto), basta recordar la situación en que se hallaba el sexo mujeril en plena Colonia tardía, sometido aún al esculco del juicio social. El ejemplo más extraño del peso de la mano dominante fue, quizá, la institución llamada Casa de las Recogidas, la principal de ellas levantada al pie del cerro Santa Lucía, por donde hoy está la Plaza Benjamín Vicuña Mackenna, para acoger a mujeres abandonadas, menesterosas y de “mal vivir” según aquellos estándares. Los representantes de la iglesia solían imputar a las actrices ese cargo de tener “mala vida”, coincidentemente. Y, en esta misma sintonía, hasta hubo medidas draconianas como las de Agustín de Jáuregui, estableciendo en su Bando 8º de Buen Gobierno que toda “compañera sospechosa” sorprendida con un hombre después de la queda, terminaría en la Casa de las Recogidas.
Aprovechando el paréntesis, cabe recordar que si bien el servicio de las recogidas parecía estar orientado a combatir la degradación femenina, el adulterio y la prostitución (de la que ya existían fuertes denuncias del cabildo y otras formuladas en el Sínodo de Santiago en 1688), encajaba cómodamente con el decálogo de restricciones vigentes entonces y que, en el ambiente de las artes escénicas en particular, habían dificultado la participación de actrices en las tablas. Cuando se cedió en este punto, de todos modos no se autorizaba que hombres y mujeres actuaran juntos. Y si bien aquel sitio de las recogidas -con algo de albergue y otro de cárcel- había sido creado para unas 30 residentes, en 1789 llego a 53 almas, superada en sus capacidades y contándose de las escapadas de muchas de ellas con sus amantes o visitantes, para divertirse entre las roqueras y matorrales del vecino cerro o para participar de pequeñas fiestas libertinas.
En contraste, al iniciar el siglo XIX, en las artes escénicas había ya mujeres con pleno protagonismo, superando los anatemas que pesaban sobre su presencia en el oficio. Sin duda, esas primeras casas de comedias como la de Las Ramadas, debieron haber puesto su parte en este gran cambio de mentalidad.
Sin embargo, sucedió que discordias surgidas por razones de dinero entre Oláez y Gacitúa con su administrador, José Morgado, quien fue separado de la empresa, habían obligado a detener momentáneamente la cartelera el 14 de febrero de 1804 y realizar un nuevo contrato ante el escribano Ignacio Torres, personaje también cercano a la actividad del teatro. De esta forma, pudieron retomarse por algunos meses las actividades con comedias y loas de Egaña, con otras obras de las temporadas que siguieron ese mismo año.
Para peor, el carácter impredecible de Oláez y Gacitúa lo estrellaría con nuevos desencuentros, llevándolo ahora a desahuciar el recientemente firmado contrato que debía salvar su teatro. En su angustia, debió pedir socorro financiero al empleado superior de la Casa de Moneda, don Francisco Javier Rengifo, obteniendo lo necesario para hacer restauraciones urgentes al recinto y volver a ponerlo en marcha a la brevedad.
Como era de esperarse a esas alturas, sin embargo, el nuevo acuerdo de sociedad para el teatro de Las Ramadas no tardó en fracasar, razón por la que el dueño, tras algunos meses a la deriva, recurriría ahora al industrial de fideos Manuel Zarzosa (o Sarzosa) buscando rescatar el teatro otra vez. El inversionista, ya convencido por la mucha labia del empresario platense, respaldó la renovación del recinto entre el 22 de febrero y el 12 de junio de 1805, modernizándolo, restaurándolo y reforzándolo… Algo de lo que, después, también se lamentaría con gran arrepentimiento.
Las intervenciones en el corral dejaron complacidos, momentáneamente, al presidente Muñoz de Guzmán y a doña María Luisa, por supuesto. Mas, de nuevo despertarían algunos de los recelos sacerdotales en el período y que, hasta aquel entonces, habían permanecido un tanto aletargados.
El optimismo se acabaría en noviembre siguiente: no dispuesto a asumir más deudas arrojadas encima por los dislates de su socio, Zarzosa exigió disolver la sociedad ante la justicia, provocando el peligro inminente de embargo y remate del teatro.
Poco después, en marzo de 1806, estaba en Santiago el director Joseph de Herrera Ramírez, artísticamente conocido como José Specialli, con una compañía de cómicos y músicos que habían actuado ya en el Coliseo Provisional de Buenos Aires. El maestro y primer actor, quien figura entre los empresarios precursores del gremio en Chile junto a los directores José Rubio y Antonio Aranaz, ofreció utilidades por 1.500 pesos a los dos endeudados y enemistados socios, quienes aceptaron casi de inmediato dada la situación en que se encontraba su casa artística.
La calle y plaza de Las Ramadas en la maqueta de la ciudad de Santiago a inicios del período republicano, en el Museo Histórico Nacional. La plaza corresponde a la explanada entre los edificios coloniales que está enfrente de la bajada del Puente de Palo.
Reconstrucción del coliseo teatral de calle Las Ramadas de 1802, hecha por Alberto Texidó en 2011 basándose en las descripciones de Eugenio Pereira Salas.
La Posada del Corregidor en calle Esmeralda, hacia 1930-1940. Imagen en exposición dentro de la propia casona colonial.
En el nuevo elenco, la primera dama en escena era Josefa Ocampo, y el barba (nombre dado entonces al rol del actor de personajes mayores y respetables) era Antonio José Pérez, posiblemente español. Nicolás Brito y María Josefa Morales, dos populares actores que venían desde el equipo original del teatro en Las Ramadas, se integrarían también al grupo artístico.
Sin embargo, el peso de la realidad se impuso otra vez y las deudas de Oláez y Gacitúa con sus ex socios Morales y Rengifo llevaron a decretar la orden definitiva de embargo del teatro y de todos sus bienes, los que habían sido traspasados ladinamente a su hijo. Una gira realizada por el empresario abarcando ciudades como Concepción, Talca y Curicó no pudo hacer más que amortiguar levemente su caída libre hacia la miseria y la desdicha, tras acumular tantos desaciertos.
La subasta fue anunciada a pregón el 21 de mayo siguiente, pero sin éxito. Se repitió en varias otras ocasiones del año, sin que pudiesen encontrarse interesados en adquirir el recinto, nombrándose así a don Fernando Cañol como interventor por parte del gobierno. Se dispuso, entonces, que el teatro de Las Ramadas siguiera operando para no perjudicar a los artistas ni al público que ya se había hecho este refugio de las artes doctas. Doña María Josefa, por su lado, nombró como juez privativo de la casa de comedias a don Pedro Díaz de Valdés, en una ilusa esperanza de salvar la actividad teatral.
El arruinado Oláez y Gacitúa, en tanto, intentó huir de regreso a Argentina pero fue retenido por las autoridades mientras duró el caso judicial. Se dedicó a hacer algunas otras giras por regiones durante el año y medio que siguió, especialmente por la zona centro-sur del país. Su menesterosa situación financiera no prosperaba y así volvió a Santiago hallándose en la pobreza, mientras era representado en los tribunales por el abogado Lorenzo Urra. La muerte de Zarzosa, acaecida en junio de 1808, le permitió obtener una devolución de dinero, pudiendo regresar así a la actuación y al volatín.
El último intento por revitalizar la actividad teatral de esos años, según Pereira Salas, tuvo lugar en 1809 por parte de don Antonio Álvarez de Jonte, quien propuso un impuesto sobre las funciones a la vez que fomentarlas, para reunir los fondos necesarios en apoyo de la defensa de España ante la invasión napoleónica. Su intervención, sin embargo, no recuperó al teatro de Las Ramadas ni lo salvó de caer en un paro, quedando abatido y en el ocaso justo un poco antes de iniciarse la agitación revolucionaria de la Patria Vieja... Triste final para un gran intento.
Sin embargo, a pesar del esfuerzo de las autoridades de la Reconquista por seguir dando desarrollo al género, abriendo un nuevo teatro (que habría alcanzado a ser administrado también por Oláez y Gacitúa, según algunas fuentes), el daño dejado por los conflictos de las compañías artísticas y la caída estrepitosa del corral de Las Ramadas fue hondo, retrocediendo muchos pasos avanzados… Lesiones profundas que hizo notar Zapiola cuando tenía sólo 17 años, en palabras suyas recobradas por Pereira Salas desde un artículo de la edición N° 1 de la gaceta santiaguina “Estrella de Chile” (“Apuntes históricos sobre el teatro en Chile”, 1868):
Antes de 1818, estaban reducidos que tres o cuatro individuos, más por necesidad que por vocación arrendaron algún solar o casa vieja para las funciones teatrales a cielo raso, los días festivos del verano. Llegando la Cuaresma se suspendían esas funciones y se reemplazaban con una diminuta compañía de volatineros, en que el joven actor Pedro Pérez, después de haber calzado el coturno trágico en los roles de Pirro, Bruto, Oxman y Otelo, tomaba el traje de Culantrillo para desempeñar el papel de payaso de Gacitúa que era el volatinero jefe de la compañía.
Fue en aquella plaza del mismo barrio, cuando aún no se disipaban bien los humos de las batallas por la Independencia, que tendría su cuna el primer teatro escénico netamente nacional. Y si bien el establecimiento antiguo de Las Ramadas no alcanzó a ver los tiempos republicanos, la incertidumbre estuvo presente en la actividad hasta el decisivo año 1818 señalado por Zapiola, cuando el nuevo teatro vino a reemplazar las funciones del coliseo colonial, o más bien a retomarlas, esta vez de la mano de patriotas celebrando su reciente triunfo en los campos de Maipú.
Los géneros teatrales y circenses, entonces, siguieron presentes en la plaza de la histórica y pintoresca calle de Las Ramadas, aunque ahora con otros protagonistas, con otras motivaciones y -sobre todo- con otras banderas. ♣
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