Los histriónicos y exagerados brindis al estilo Flandes en los banquetes de Ribera, retratados por Pedro Subercaseaux en 1910 para la revista "Selecta". Las formas que adoptaba la escasa diversión disponible en esos años a veces adoptaba formas extravagantes y curiosas en la vida de pretensiones cortesanas de las autoridades.
Los intentos por hacer ostentaciones de elegancia y lujo en la pobrísima colonia española establecida en Chile, probablemente tienen como primer antecedente al gobernador Francisco de Villagra, a partir de 1547 al suceder al más realista y austero Pedro de Valdivia. Esta situación fue retratada en crónicas como la de Alonso de Góngora Marmolejo. Por la modesta y no pocas veces hambrienta capital, Villagra paseaba con un costoso traje de terciopelo negro, bordado con hilos de oro y pieles de martas, nostálgico de las elegantes callejuelas de su natal León, localidad en donde eran comunes tales prendas ostentosas.
Un siglo y medio después, el advenimiento de la era borbónica y el afrancesamiento de la aristocracia española importando sus modos hacia el Nuevo Mundo, señalarán un nuevo período en donde la vida cortesana y los escándalos palaciegos se apoderan de la vida social chilena. Llega la música y los instrumentos de influencia barroca y renacentista; se organizan grandes pero selectivos encuentros de actividad social en tertulias, saraos y bailes; y las clases altas del país abandonan la rigidez estructural y estética del período de los Habsburgo, dejando las prendas oscuras y recatadas para abrirse a las más coloridas, las con toques de fantasía y peinados sofisticados.
En el intermedio de ambas épocas, sin embargo, hubo un anticipo o preludio representado por el gobernador Alonso de Ribera y Zambrano (1560-1617), natural de Úbeda y militar con gran experiencia en la Guerra de Flandes, destacando como miembro de los tercios bajo la Casa de Austria. Tras su estupendo desempeño como soldado y el valor que casi le cuesta la vida al ser herido en Francia, habiendo sido probadas ya sus lealtades fue designado gobernador de Chile en 1599 por el rey Felipe III, en plena Guerra de Arauco que había costado la vida hacía poco al gobernador Martín Óñez de Loyola.
Ribera debía para asumir el cargo que estaba en manos de interino, don Alonso García de Ramón, quien había sido nombrado desde el Virreinato de Perú con la vana ilusión de que fuese confirmado por el rey, además de contar con gran apoyo popular. García de Ramón lo recibió en Concepción, en febrero de 1601, hasta donde llegó el nuevo gobernador y capitán general Ribera tras haber estado dos meses residiendo y conociendo de las comodidades de Lima, tan opuestas a las que lo esperaban en Chile. Arauco se ganaba por entonces el apodo del Flandes Indiano, nombre que tomará la crónica de Diego de Rosales.
La mentalidad otrora pacata y conservadora de las autoridades castellanas, sin embargo, mostraba ya sus conflictos. En plenas hostilidades con los indígenas y hallándose en el desafío de reorganizar el ejército, Ribera había iniciado una aventura amorosa con doña María Lisperguer y Flores, connotada criolla soltera de esos años quien era, además, nieta del conquistador de origen alemán Bartolomé Flores (originalmente, de apellido Blumen o Blumenthal) y tía de Catalina de los Ríos y Lisperguer, la famosa Quintrala. La conoció por su amistad y cercanía con Águeda de Flores, la madre de María. Sin embargo, cuando esta descubrió que Ribera estaba enamorado o pretendiendo también a otra dama llamada Beatriz de Córdoba, en el invierno de 1603, intentó asesinarlo con veneno vertido en una tinaja con agua de la que bebía, ayudada por su hermana Catalina Flores.
Según Benjamín Vicuña Mackenna en "Los Lisperguer y la Quintrala", estudiando una carta del obispo Francisco Salcedo al Consejo de Indias en España (fechada el 10 de abril de 1634), las hermanas fueron ayudadas por un indio perito en yerbas. Esto fue reafirmado también por Crescente Errázuriz en un artículo de su autoría para "El Estandarte Católico" (29 de mayo de 1875). Pero el caso es que el gobernador se salvó y ambas conspiradoras acabaron en prisión. A pesar de la fama de bruja e invocadora de demonios que tenía María y de que se decía que Catalina había asesinado a latigazos a una entenada, hija de su marido, las dos fueron protegidas por el poder eclesiástico: la primera recibió asilo después entre los agustinos, mientras que la segunda se escondió en conventos de los dominicos y los mercedarios.
Ya en aquel primer período de su gobierno en Chile, la personalidad altanera pero de ruda formación del militar de Ribera salió afuera con el exhibicionismo de los banquetes y cenas que constantemente realizaba, con presencia de juegos proscritos que serían denunciados después por el fiscal De la Fuente. El mismo Crescente Errázuriz menciona esto en su obra "Seis años de la historia de Chile":
Naturalmente, en las reuniones que se tenían en casa de Alonso de Ribera, después de haber brindado en los banquetes hasta por los ángeles, el juego seguía al vino y ponía el colmo a los entretenimientos que el antiguo militar de Flandes proporcionaba a sus gobernados en Chile. Por desgracia para la colonia, Ribera daba en esos casos el fatal ejemplo de autorizar con sus propios hechos los juegos que el rey tenía severamente prohibidos en todos los dominios de España, cuales eran "los dados, treinta por fuerza y otros". Y si a las veces jugaban "primera, cientos y otros de los permitidos", las cantidades expuestas en ellos eran muy superiores a lo que de ordinario se acostumbraba jugar en el reino y a lo que podían soportar las cortas fortunas de los vecinos de él y las escasas rentas de sus militares.
De todo esto no sólo resultaba grande escándalo en la sociedad, sino también no pocas desgracias, y más de una vez jóvenes oficiales, cuyas cualidades y brillante carrera prometían a Chile gloriosos días, veían arruinado su porvenir y cortada su carrera en el tapete verde de Alonso de Ribera. Entre los que, exponiendo en el juego más de lo que tenían, vieron a la suerte adversa concluir con su fortuna y dejarlos al descubierto, la sentencia del doctor Luis Merlo de la Fuente menciona al capitán Hernando de Andrada que, como dice lacónicamente, al castigar por ello a Ribera con cinco años de destierro de las Indias y multa de doscientos ducados, en "los dichos juegos quedó perdido".
Otra aportativa descripción del caso proviene de Daniel Riquelme, quien escribe un artículo de la revista "Selecta" de agosto de 1910 con el pseudónimo I. Conchalí, en donde leemos evocando también a Errázuriz:
Las cosas no eran para menos en medio de la austera pobreza y de la modorra conventual en que vegetaba aquella sociedad timorata, que aún no salía de su primer período de formación.
Comenzó, en efecto, Ribera por dar banquetes que nadie había visto hasta entonces, y en los que, con gran escándalo de todos, introdujo la moda de los "brindis de Flandes, con muy gran descompostura y fealdad, poniendo las botijas de vino en las mesas sobre los manteles y brindando con mil ceremonias por cuantos hombres y mujeres le vienen a la memoria y a la postre a los ángeles, porque así se usa en Flandes".
Tras de esto se dijo que había traído de Lima una moza "a la cual metió en su propia casa y la tuvo en ella con tanto desenfado como si fuese su mujer legítima", hasta que, con no menos escándalo, la casó con uno de sus protegidos, siguiendo en esto el ejemplo y usanza de Pedro de Valdivia.
Además de referirse a los festines con abundante bebida y juego, Errázuriz también describió parte de los indolentes comportamientos del gobernador citando algunos párrafos con testimonios. Aportan aquellos detalles que Rosales evitó dejar plasmados en su crónica.
La ciudad de Santiago en ilustración de la crónica colonial peruana "Nueva Corónica y Buen Gobierno" de Felipe Guamán Poma de Ayala, a inicios del siglo XVI. Se observa una visión idealizada de la ciudad, amurallada y dotada de grandes edificios, mientras tiene lugar la realización de un acto público de tipo militar y religioso en su plaza central.
El famoso plano de Santiago publicado en la “Histórica Relación del Reyno de Chile” de Alonso de Ovalle, en 1646. Se observa en el río Mapocho y la ubicación de los tajamares que corrían entre lo que es la actual Plaza Bello (a espaldas del cerro Santa Lucía) y el complejo de San Pablo al poniente.
Soldados españoles jugando dados. Fuente imagen: "Mirador: Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza, edición de Editorial Talcahuano.
Grabados de cartas antiguas, en naipes españoles de la época de la Casa de Austria. Fuente imagen: "Mirador: Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza, edición de Editorial Talcahuano.
Los malos comportamientos y licencias también pusieron de punta a Ribera con el estricto obispo Juan Pérez de Espinosa, uno de sus más decididos críticos. La rivalidad incluso llegó a afectar el desarrollo de algunos actos públicos, según acusaría después De la Fuente: durante una procesión salida de la Catedral de Santiago rumbo al monasterio de las monjas agustinas, rogando por la sumisión de los indígenas, el gobernador faltó a todos los recatos y composturas declarando allí ante el obispo, con su característica dureza de cuarteles: "Voto a Dios que es buena tierra Francia, que a estos tales les de con el pie". Fue uno de varios incidentes y polémicas en las que se vería involucrado.
Aunque Ribera fue un avance para el interés español de someter a los indígenas, debió pagar con el cargo la caída de Villarrica y el despoblamiento de las ciudades sureñas: el rey decidió trasladarlo a la gobernación de Tucumán, en 1604, no mucho después del incidente con las Lisperguer. Iba a ser reemplazado en Chile por Alonso Sotomayor, pero este se excusó de asumir la investidura, volviendo así a manos de García Ramón a los pocos meses.
Lamentablemente para las esperanzas españolas, el nuevo gobierno de Chile tuvo grandes retrocesos en aquel período de años y el rey acabó por la resistida estrategia de la Guerra Defensiva que proponía el insistente padre Luis de Valdivia, gran conocedor de la realidad de los pueblos nativos rebeldes. Ribera sería llamado de vuelta al cargo en 1612, en consecuencia, para suceder al frustrado gobernador Juan de la Jaraquemada, canario cuya primera impresión confesada sobre Chile había sido la tremenda pobreza aún imperante y la peligrosidad de la resistencia indígena.
Campante, sabiéndose necesario y quizá con el rostro marcado por una expresión soberbia de "te lo dije", Ribera reasumirá la gobernación ese año y por un lustro completo más. Tal vez sintiéndose más protegido que en su anterior período, volvería a dar rienda suelta a sus afanes de ostentación, excesos y despliegues de lujo o comodidades, las que parecían irrisorias en el estado financiero y moral de los criollos de entonces, más parecidas a las que podían verse -y justificarse- en el ambiente aristocrático de la rica ciudad virreinal de Lima.
Por otro lado, el golpe de timón de las políticas administrativas y bélicas había permitido reducir o
contener los peligros de los alzamientos y nuevos avances mapuches en el sur.
Como consecuencia del nuevo tránsito histórico, entonces, cundía el ánimo de
celebrar y las ocasiones para hacerlo. Además, la costumbre de los santiaguinos de emigrar al frente militar del sur en cada verano se iría durmiendo, abriéndole paso al deseo de auténtica recreación y aventura dentro de la propia ciudad.
La sociedad criolla bajo el nuevo mando de Ribera también comenzó a caer en una suerte de relajo moral o estado de gracia, coincidentemente. La predisposición a asombrarse con escándalos y la crítica a ciertas conductas poco ejemplares había ido menguando. No sólo sucedía entre quienes tenían la capacidad financiera de sostener la diversión en esas formas que llegaban a ser absurdas, aunque compensaran la precariedad de la oferta recreativa de entonces: lo propio pasaba con los estratos más populares, tradicionalmente en conflicto con la moralina y el paternalismo de las autoridades. De este modo, muchas formas de diversión que habían permanecido invisibles ahora comenzaban a salir de las sombras, con algo de complicidad o permisividad del propio gobernador en gran parte de los casos.
Como era esperable, la autoridad castellana participaba a su manera de aquel afloramiento hedónico: además de sus conflictos con el mencionado padre Valdivia y de sus bulladas aventuras amorosas, cada vez que Ribera se sentaba a comer en la sala del Palacio de Gobierno había ante él y sus frecuentes invitados una fastuosa cena digna de gran celebración, algo que se fue introduciendo con fuerza entre los hispanos, nuevamente esquivando las precariedades materiales imperantes.
En aquellos curiosos nuevos encuentros con el infaltable brindis de Flandes y en donde la comida se convertía también en otra forma de ostentación y lucimiento, se repetía la escasamente elegante sesión ya descrita. Otra reseña corresponde a Francisco A. Encina, en su conocida y discutida "Historia de Chile", redundando un poco con relación a los fragmentos que ya hemos ofrecido acá pero ampliando la información sobre el singular protocolo del brindis:
La mesa del gobernador era un banquete permanente, en el cual se bebía y se brindaba a la flamenca. Introdujo -dice una carta anexa al legajo intitulado “Informes y documentos de la Junta de Guerra al Rey”- “los brindis de Flandes, con muy gran descompostura y fealdad, poniendo las botijas de vino y las mesas, sobre los manteles, y brindando con mil ceremonias por cuantos hombres y mujeres se vienen a la memoria, y a la postre a los ángeles, porque así se usa en Flandes”. Después de los manjares y el vino venía el juego, en el cual los militares y civiles solían, a veces, perder sumas gruesas. Se jugaban lo mismo los juegos lícitos, como la primera y otros, que los prohibidos por el rey: “los dados, treinta por la fuerza y otros”.
La galantería al estilo de Lima, pero sin su refinamiento exquisito, tomó cuerpo. Alonso de Ribera no pervirtió a la sociedad chilena, como le imputan los eclesiásticos. Las liviandades que le suponen haber despertado, existían desde antes de su llegada, soterradas, clandestinas, como notas sueltas de una sociedad en general pobre, sencilla y austera. Lo que hizo fue sacarla a la superficie, darle patente de inmunidad y ponerla de moda.
Este nuevo encanto de las clases gobernantes pudo haber atraído o bien coincidir con algunos aspectos positivos para las artes escénicas, en otro aspecto de la misma historia. En sus conocidos apuntes sobre el teatro en Chile, Alfonso M. Escudero señalaba que, si bien en el país no había por entonces representaciones con la magnitud de los espectáculos coloniales ofrecidos en Lima o en la Ciudad de México, sí existieron algunas tentativas interesantes en 1616, como la celebración en Santiago de unas honras para la Inmaculada Concepción, entre otras manifestaciones por el mismo estilo, ordenadas a las colonias por la corona.
Correspondió aquella obra a una representación teatral propiamente dicha, la más antigua de la que se tiene registro en la historia chilena, según todo indica. Fue celebrada con un diálogo sobre el misterio de la eucaristía, más algunos de los autos sacramentales que serían populares por entonces, figurando también como antecedentes del teatro en Chile.
Pero el gobernador Ribera no parecía un ejemplo de observancia de la fe, sin duda: la Iglesia le reprochaba el no acercarse a comulgar en la Cuaresma ni la Pascua. Tampoco lo era de las exposiciones de orientación artística, precisamente, a pesar de la importancia del período en el surgimiento del teatro criollo. Su fama era más bien por la adicción a aquellas diversiones y recreaciones palaciegas que trajo a Chile, más otras que, por pudor, sus críticos no se atrevieron a exponer en público... Eran "cosas que no se pueden decir por no ofender oídos", escribiría años después Damián de Jeria desde Charcas, el 28 de febrero de 1630.
Placeres y licencias cortesanas, superando de alguna manera y con creativos recursos las limitaciones de la pobre colonia que a Ribera le tocara conducir hasta 1617. ♣
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