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HORA DEL TÉ A LA CHILENA: LA COSTUMBRE DE TOMAR LA ONCE

Una once del siglo XIX, en tiempos de la Independencia: caballero tomando té en la serie de acuarelas "De Santiago a Mendoza", atribuidas a Alphonse Giast.

Al contrario de lo que muchos pudiesen creer, la costumbre de tomar la llamada once de la tarde no es exclusiva de Chile; ni siquiera lo es su extraño nombre. En efecto, también se practicaba -con matices- en Colombia y en Perú, en donde solía identificársela con un lonche, manteniendo ciertas características bastante parecidas a la que conocemos por acá. Empero, quizá ningún país pudo tener tan arraigada, extendida y transversal como Chile esta misma costumbre de la once, en donde ha llegado a adquirir también características de verdadera ceremonia y ritualidad social, en ciertos aspectos de la misma práctica a lo largo del tiempo.

La once parece coincidir en Chile con la hora del segundo mate de cada día, tema que ya fue abordado acá. Esto es verificado por cronistas del siglo XIX, observando que había un mate en la mañana, antes del almuerzo, y después uno en la tarde, entre la siesta que seguía a aquel almuerzo pero antes la hora nocturna de comida. Testimonios como los de María Graham confirman en tiempos de la Independencia, además, que la hora del mate entre las damas santiaguinas terminaba con pasteles y bocadillos, parecidos a los que se comerán después con el mismo té que, como inglesa, tanto extraña entonces la viajera a ciertas horas del día.

Por otro lado, no parece descabellado especular que la once tendría algo que ver con el origen del mote de los “ingleses de América” por compartir una hora del té… Apodo que después, hacia los tiempos de la Guerra Civil del 91, tomó alcances totalmente diferentes y que parecen más una caricatura, al establecer burdas e ingenuas similitudes culturales entre el pueblo chileno y el británico, que probablemente no vayan más allá compartir aquel tecito y que caerían heridas de muerte con solo un cotejo sobre el sentido de la puntualidad entre ambas sociedades.

De la misma manera que antes sucedía con el mate, la infusión del té se combinó en Chile con la tradicional merienda española, correspondiente a una comida liviana entre el desayuno y el almuerzo, o bien como el propio desayuno pero más tarde de lo acostumbrado en otras latitudes. La misma María Graham notó también algo particular al respecto, hacia 1822, asegurando que en el país "acostumbran tomar alto tarde el desayuno, que consiste a veces en caldo, o carne y vino, pero todos toman mate o chocolate junto a la cama". Agrega, sin embargo, que la dueña de casa le envió un té con pan y mantequilla solo porque sabía "cuán diferentes son las costumbres inglesa", no porque fuera algo habitual en Chile.

No habiendo confirmación de té en las mañanas por aquellos años, entonces, cuesta creer que el producto haya conquistado las preferencias populares y aristocrática solo a causa de una supuesta ventaja valórica frente al encarecido mate (a causa de los impuestos, principalmente), como asegura la extendida tradición oral. Más bien parece lo contrario: que el té seguía siendo un producto de lujo o, cuanto menos, más caro de lo que pudo ser la yerba mate, hasta que el acceso a esta comenzó a dificultarse en el mercado. Es lo que comenta, por ejemplo, Rodrigo Lara Serrano en “La Patria insospechada” y a propósito de la misma cita que hemos hecho de la escritora inglesa: "El té era en esos días una irrazonable excentricidad de gente rica, frente a la oferta del mate y el chocolate, mucho más baratos y abundantes".

Sin embargo, aquel momento doméstico de las mañanas se separó por completo del desayuno o el almuerzo y se trasladó de alguna forma hasta la tarde, acorde a los hábitos y horarios de esta sociedad. Si nos fiamos de los testimonios de otros británicos como Byron y Haigh sobre la hora en que los chilenos consumían mate en la mañana y la tarde, entonces el té y su propia merienda vinieron a reemplazar esa señalada segunda ocasión del día, surgiendo la tradicional once. Es entonces cuando aparecerá y se anclará el té de nuestra mesa diaria, de manera definitiva.

Lo anterior explica, en parte, por qué el té apareció en el famoso y controvertido Estanco del Tabaco confiado por el Estado a la firma Portales, Cea y Compañía, en 1824. El té figuró en aquel monopolio con otras mercancías de gran consumo, como tabaco, naipes y licores importados.

Entre las acuarelas de Alphonse Giast hechas hacia la misma época del testimonio de la inglesa Graham y en los albores del estanco, aparece en la serie “De Santiago a Mendoza” la escena de un caballero tomando té en un sencillo cuarto, mientras es atendido por una mujer que parece corresponder a su esposa, con una bandeja en las manos. Sobre la mesa de la escena también hay un mate, con bombilla. Esta lámina esbozando lo que hoy llamaríamos una once, pertenece actualmente a la Colección Iconográfica del Archivo Central Andrés Bello, de la Universidad de Chile. Precisamente en esa hora del té es donde parece hallarse el origen de la once criolla.

La gran influencia de ciudadanos británicos durante aquella centuria, misma que pudo consolidar la hora del té en la sociedad chilena, parte con su presencia en Valparaíso, al punto de que casi todas las casas comerciales extranjeras del puerto llegaron a ser inglesas en cierto período. Luego, llegó a las salitreras y ciudades del Norte Grande del país, en donde también se hizo sentir su influjo hasta en la arquitectura local, con la popularidad de los estilos georgiano y victoriano en el urbanismo. Se cree también que la esposa de Lord Thomas Cochrane, doña Catherine Celia Barnes, fue la introductora en Chile del té a la inglesa, que era bebido sin azúcar. Puede que la puntualidad de la hora de once sea, de paso, otra herencia de la vida militar de la colonia chilena, desde tiempos coloniales.

Por otro lado, el largo tramo que hay entre la hora del almuerzo y la cena en la noche era suplido por la sociedad inglesa con el five o’clock tea, high tea o el afternoon tea: un té (con galletas o algo ligero) a veces en contexto de reunión social e incluso de las clásicas tertulias, también ejecutadas en la sociedad chilena de entonces. Tiene algunas analogías con la hora del goûter francés, el té marroquí y ceremonias del té en China y Japón.

Aviso de la dulcería y expendio de empanadas de Juan Escobar Salas en calle Estado. Publicado en "La Lira Chilena", año 1903.

Publicidad en estilo art nouveau para las marcas de té Ratanpuro y Demonio, en "La Lira Chilena", año 1903.

El entonces famoso té Ratanpuro en publicidad de la revista "La Ilustración", año 1905.

Otro cuadro publicitario de la dulcería de don Juan Escobar Salas, con "especialidad en aloja de culén". La pastelería y confitería aún se ofrece para cubrir pedidos "para santos y fiestas". Fuente imagen: revista "La Lira Chilena", año 1905.

Una once al aire libre en el Club Hípico de Santiago, en la revista "Zig-Zag", año 1907.

Artístico aviso para la marca de té Dulcinea, en la revista "Corre Vuela", año 1908.

Publicidad para marcas de té en la revista "Sucesos", año 1909.

Tee Fix en bolsitas, aviso de "La Nación", diciembre de 1969. 
 

Antigua caja de té en bolsitas Fix (o más exactamente TeeFix), en el museo de la Salitrera Humberstone, en Tarapacá. Hoy, esta marca es comerciada por Té Ceylán.

El equivalente chileno de aquellas costumbres, sin embargo, se hacía un poco más tarde: además de ciertos hábitos españoles sobre estos horarios, la condición de un pueblo cronológicamente condicionado y determinado por la salida del sol sobre la alta cordillera que recorre toda su geografía, acostumbró a estos mismos habitantes a llevar horarios un poco más tardíos que otros pueblos del continente, desde el despertar hasta la hora de dormir. Así, si la hora del té inglés o de la tarde comienza a las 17 horas, en el uso chileno era normal que la once se pudiese realizar alrededor de las 18 o 19 horas, hasta las 20 incluso, ya comenzada la noche.

Discusión complementaria al tema de marras es aquella sobre el origen del nombre de la once, más allá de su evidente similitud fonética con lunch, lunche y lonche. Las teorías son varias, y cada cierto tiempo asoma otra intentando resolver este misterio etimológico. Fuera de los mitos pintorescos, puede haber una influencia de los trabajadores del salitre en la popularidad del nombre de la once. Las pistas están en un informe de la Comisión Parlamentaria Encargada de Estudiar las Necesidades de las Provincias de Tarapacá y Antofagasta, presentado en la Cámara de Diputados en Santiago en 1913. Leemos allí que en ciudades como Antofagasta había un quiebre de actividades generales -públicas y privadas- justo a las 11 horas, pausa del almuerzo que duraba dos horas y en la que "una colmena humana desbordada en sus anchas calles". Y segundo: el informe señala que una de las comidas diarias de los obreros pampinos era un lunch o lunche, compuesto generalmente por un bistec con huevos, papas y cebolla, acompañada de un vaso de vino o de chicha de jora (bebida de granos malteados) que se consumía a las 14.30 horas. Las otras eran el churrasco del desayuno (similar al lunch, pero acompañado de café y pan) a las 6:15 horas, el chupe (carbonada o cazuela, seguida de porotos, con pan) a las 11 horas y la comida o cena (repetía la carta del almuerzo) a las 19 horas. "Esto es lo habitual y vale en la fonda o en la cantina particular de setenta y cinco a noventa pesos mensuales", señalaba también el informe.

Sin embargo, una de las propuestas más populares y pintorescas sobre la etimología de la once habla del número de letras (11) de la palabra aguardiente: maridos en tiempos coloniales que no querían ser descubiertos por sus mujeres, o damas de clubes sociales que le echaban del destilado a su té, habrían hablado de “la once” o “las onces” refiriéndose de manera velada a la hora de tomar un traguito. Es la idea defendida por autores como Benjamín Vicuña Mackenna y comentada después por Francisco A. Encina:

Una tradición, común al Perú y a Chile, recuerda el hábito de tomar entre el almuerzo y la comida una copita de mistela o de aguardiente, “y por las once letras de este último, llamaban esta distribución o parvedad las once”. Referimos la tradición sin responder de su verdad, pues no la hemos encontrado confirmada en los muchos miles de documentos que hemos tenido necesidad de leer.

Otras variantes de la misma teoría señalan a abuelitas pícaras o curas como los responsables del surgimiento de tal denominación y por las mismas razones: ocultando su gusto por el aguardiente del resto de los familiares o posibles testigos. Una creencia parecida, sin embargo, supone que fueron los trabajadores de las salitreras de los desiertos quienes consumían aguardiente, en especial en la hora de la merienda, llamándola como “la once” también por el señalado número de letras del nombre del destilado, para no ser sorprendidos o castigados por sus jefes.

Puede agregarse a la teoría expuesta una información interesante, reportada por viajeros y visitantes franceses como Claudio Gay y Gabriel Lafond de Lucy, quienes testimoniaron el uso del aguardiente en los mates que todavía se bebían entre campesinos y huasos a mediados del siglo XIX. Observaciones más recientes de Pablo Lacoste verifican que Lafond de Lucy habló, además, de una bebida favorita entre aquellos hombres de campo chileno y que parece ser un antecedente del popular pisco sour, a pesar de las controversias sobre su origen: un “ponche frío”, según lo describe, hecho con aguardiente, limón, azúcar y un poco de agua.

Empero, en Colombia existe una leyenda muy parecida a las recién vistas: también se debería al número de letras del aguardiente, pero dado por sacerdotes de un convento franciscano que existió en Bogotá, quienes salían a comprar el producto por diferentes tabernas, lagares y botijerías usando ese código para no despertar sospechas de su curioso hábito, tan limítrofe con la tolerancia divina.

Otra teoría propone que la once se refería originalmente a la merienda entre el desayuno temprano en la mañana y el almuerzo de las 13 o 14 horas, lo que ha sido llamado también brunch o desayuno tardío, que se hacía hacia las 11 horas. Las elevenses (onces), como contraparte a las del five o’clock de la tarde, en otras palabras. Eugenio Pereira Salas agrega que el término eleventh para referirse a la misma merienda, pudo haber sido traída a Chile por Lord Cochrane e introducido en la marinería. Por alguna razón, sin embargo, quizá relacionada con una escasa práctica del brunch en la sociedad chilena de entonces, el bocadillo del eleven o’clock quedó asociado y desplazado a la hora de la tarde, en lugar del five o’clock tea.

Fuera de los rasgos de folclore involucrados en el tema y, como contraparte, de las influencias aristocráticas en su origen, la literatura tiene antecedentes interesantes sobre la tradición de la once. En sus “Apuntes para un diccionario de peruanismos” publicados en “El Correo” de Perú, por ejemplo, el peruano Pedro Paz Soldán y Unanué, usando el pseudónimo Juan de Arona, escribe unos años antes de la Guerra del 79, al definir la palabra inglesa lunch:

Palabra inglesa que ha desterrado por completo y sin motivo la española de once. ¿Qué más dice tomar lunch que hacer las once? Nada, absolutamente nada. Pero cuando los pueblos y las lenguas llegan a su apogeo todo en ellos es bueno y hay que aceptarlo, y cuando están decaídos, ninguno de sus tesoros se aprecia.

En aquel mismo período, el erudito colombiano Rufino José Cuervo, al definir el concepto de “tomar la once”, escribe con algo de punzada retórica en sus “Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano”:

Harto común es oír a los muchachos pedir las onces o mis onces, resabio que todavía algunos conservan de crecidos: como quiera que este refrigerio o refacción derive su nombre de la hora a que solía tomarse cuando los bogotanos hablábamos según nuestras costumbres propias más que al tenor de las prestadas a que nos vamos habituando, es obvio que habrá de decirse las once, mis once. (…)

No es difícil que se tenga por rústico y palurdo a quien use entre las llamadas personas de tono la castiza locución que da motivo a esta observación porque en esas regiones suele tomarse a la inglesa un lunch. Como a estas cosas se expone uno tratando con necios.

Un almacén de venta de té, Weir y Ca., en la revista "Zig-Zag", año 1910.

El sorprendente chimpancé amaestrado Cónsul en publicidad de té Dulcinea, en revista "Sucesos" de diciembre de 1910, cuando se hallaba de visita en Chile.

Caballeros reunidos en la hora del té, en revista "Zig-Zag", año 1910.

"El cumpleaños del abuelo", en portada de la revista "El Peneca", octubre de 1911. Básicamente hablando, una fiesta de cumpleaños es una once más abundante y con elementos lúdicos adicionados.

Damas tomando la once en publicidad de un tónico, en la revista "Zig-Zag", año 1912.

Salón de té Ratanpuro abierto en la Confitería Palet, luego del cierre de bares y expendios de alcoholes en calle Estado. Imagen de la revista "Zig-Zag", año 1912.

Damas tomando el té en publicidad de la marca Ratanpuro, en la revista "Sucesos", año 1912.

Comedores del pensionado de la Asociación de Estudiantes Católicos, en calle Rosas llegando Morandé, durante la hora de once. Revista "Sucesos", 1917.

En tanto, el lexicólogo chileno Zorobabel Rodríguez, en su “Diccionario de chilenismos” de 1875, define el lunch asociándolo a la once y citando las revisadas definiciones de Paz Soldán y Cuervo. A su vez, el historiador, diplomático y ensayista guatemalteco Antonio Batres Jáuregui definirá lo siguiente en su trabajo “Vicios del lenguaje y provincialismos de Guatemala”, de 1892:

“Tomar las once”, era la frase muy castellana que significaba la refacción, o alimento moderado, que se tomaba entre el almuerzo y la comida; y que se llama así porque a esa hora se acostumbraba generalmente. Hoy todos usamos la palabra inglesa lunch, que algunos pronuncian lonche. ¿Será porque esa refacción ya no se toma a las once, que tal frase se desterró completamente? No lo sabemos; pero a la verdad que hoy, tomar las once sería cosa de desayunarse o de tomar el almuerzo, porque sabido es que la gente de buen tono duerme hasta muy tarde, y toma lunch a eso de las dos. Con las costumbres de nuestros abuelos, eran buenas ciertas palabras que hoy ya no tienen sentido. Así y todo, los filólogos Cuervo, Rodríguez y Paz Soldán aún abogan por el hacer o tomar las once.

En sus memorias de la Guerra del Pacífico tituladas "Seis años de vacaciones", en tanto, Arturo Benavides Santos recuerda la alegría que le provocó recibir una buena once mientras se encontraba en el campamento militar de Lurín: “Mi asistente me presentó, a modo de onces, que en el campamento no se acostumbraba, huevos fritos en un plato de caramañola”. En los días que siguieron, a los huevos se sumaron sabrosas presas de gallina.

La presencia del término once como algo de uso popular en Chile, saltará a la vista especialmente en la segunda mitad del siglo XIX, aunque muchos salones de té, cafés y pastelerías prefirieron llamarlo por largo tiempo, en su publicidad y su cartelera, como el clásico y siútico five o’clock tea. Fue el caso del Café Olympia de Santiago, por ejemplo. Incluso se realizaban encuentros llamados tés a secas, para referirse a reuniones realizadas desde las cinco horas en adelante, especialmente en clubes sociales y tertulias de principios del siglo XX, tanto de varones como de damas. Los dancig-teas, tea dance o thé dansant, en cambio, fueron importaciones europeas entre la alta sociedad, con instancias de reunión, baile y espectáculo acompañando a la hora del té.

Muchos otros establecimientos de Santiago ofrecieron opciones interesantes para la hora de la once de sus clientes. Entre los varios tipos de locales, además de los clásicos cafés y los salones de té destacaron las llamadas teterías en lugares como el Hotel Inglés del Portal Fernández Concha, el Hotel Central de Merced con San Antonio, el Café de la Bolsa al extremo del Portal Mac-Clure con calle Merced, el restaurante Tour Eiffel de la esquina de Monjitas enfrente de la plaza, entre otros. Después los tendrán también las grandes tiendas comerciales como Gath y Chaves, la Casa Prá y la famosa panadería San Camilo de Quinta Normal. Hasta se intentó ofrecerlos como alternativa a las cantinas y tabernas de la capital de la misma manera que sucedió con los bares de leche, cuando comenzaron las restricciones para algunos establecimientos con alcohol.

Tanto fue así que los más novedosos salones de té acabaron desplazando los antiguos cafés republicanos de la capital, logrando arrebatarle la hora de once en las tardes. También surgieron con ellos las fuentes de soda, más familiares en años alrededor del Centenario y diferentes al concepto de cervecería o schopería que comenzará a aparecer tibiamente después en el comercio de los años veinte, alcanzando su apogeo a partir de los cuarenta, aproximadamente.

De la misma manera, surgen populares salones de té independientes también al aproximarse el Centenario, cargando encima pretensiones aristocráticas en muchos casos. Pastelerías y confiterías como el salón B. Camino en la esquina de Compañía con Ahumada (en donde estuvo antes la casa fotográfica Díaz & Spencer), después en Estado con Agustinas y Compañía 1014, se volvían lugares favoritos de las parejas para tomar té y probar las delicias de esa hora. Otro caso fue un salón de té en calle Huérfanos 1160, que “El Mercurio” del 3 de diciembre de 1908 publicitaba como “El único preferido por la alta sociedad”, ideal para “matrimonios, tertulias, bailes, banquetes, kermesses”. La ilustración del aviso mostraba a un grupo de aristócratas en torno a una entretenida conversación. Ya hacia 1910-1920 estaban el Astoria de Ahumada 130, la Costarriqueña de Huérfanos 1058, el Café Palet de Estado 376, el Parisiense de 21 de Mayo 501, el Río de Janeiro en Puente 548, el Sao Paulo de Ahumada 135 y el famoso Café Santos en los bajos de Ahumada 271.

El té y las galletitas, los pais (pie), kuchenes (tartas alemanas) y pastelillos, entonces, pasaban a ser secundarios en el rito de la asistencia al buen local: la motivación era también el encuentro, la charla o la reunión entre pares, amigos, amores, y no el hambre o solo la necesidad de cumplir con la hora de once dándose algunos gustos. Como en la figura alegórica de la pieza de ajedrez que se pierde pero puede ser reemplazada con un salero para poder ejecutar una partida, entonces, el significado prevalecía sobre el objeto, dominando así lo simbólico y lo subjetivo.

De cierta manera, además, aquellos establecimientos constituyeron la continuación de las tradicionales tertulias y reuniones de las tardes, que se realizaban desde tiempos coloniales y que pasaron de la parte más aristocrática de la sociedad hasta la más popular, a través de las posibilidades ofrecidas en el comercio.

Pero, por sobre todo, la once se convirtió en un momento de reunión y encuentro familiar diario, en las propias casas de los chilenos. Si el desayuno y los almuerzos estaban condicionados muchas veces por la presencia o ausencia de los miembros del hogar y sus horarios, la once se procuraba siempre en el momento de mayor disponibilidad de todos, o de la mayoría. Fuera de casa, en tanto, era un momento de recreación, pero también familiar, sentimental o amistoso, conservando así ese rasgo íntimo tan propio de la mesa compartida entre cofrades y parejas.

Detallando las tradiciones, la once de familias modestas del país solía ser de té con pan amasado (al papa Juan Pablo II se le obsequió una en el acto público de población La Bandera, en 1987, por esta razón), desplazado después por el pan industrial, cuando se hizo más accesible. Se instaló también la preferencia popular por la marraqueta o pan batido/francés y las hallullas, especialmente para sándwiches sencillos de mantequilla, queso o cecinas. Las clases media y alta fueron agregando algunos elementos que ampliaron la mesa más allá del té, con productos como chocolate, frutas, jugos naturales, postres y la leche caliente.

Sobre el caso particular de las marraquetas o pan batido, Claudio Gay escribe de la presencia del “pan francés” en Santiago, en 1863; y asegura Vicuña Mackenna que nació en una panadería cerca de la entrada chimbera del Puente de Cal y Canto, propiedad del español Ambrosio Gómez, quien lo fabricaba desde 1810. La marraqueta es mencionada como tal en “La Estrella de Chile” de los talleres de “El Independiente”, en 1876. Hacia 1884, además, lo hace también Román Vial en la “Revista de Artes y Letras”. Cierta leyenda urbana dice que el nombre provenía de panaderos franceses venidos desde la localidad de Marquette-lez-Lille, o bien de un supuesto apellido Marquette, instalando panaderías en Valparaíso y luego en Santiago. Como sea, su presencia ha liderado desde entonces las mesas, por encima de las hallullas, colizas, panes Macarena (bocados de princesa), dobladitas y otros productos populares en la panificación chilena.

Las onces de campo, en cambio, todavía son abundantes en productos locales como cárneos, huevos fritos, leche, paltas, quesos artesanales, manjar blanco y mermelada, con incomparables artesanías culinarias como los panes amasados, las churrascas o las tortillas de rescoldo (pan subcinericio). El agasajo se hace muy visible hacia el sur del país, y la temporada de lluvias agrega al mantel los canastillos con picarones y sopaipillas, costumbre que será mantenida también en las ciudades. A veces se acompaña con calzones rotos u hojuelas en almíbar.

Confitería y salón de té de B. Camino en Ahumada esquina Compañía, en antigua postal fotográfica, hacia inicios del siglo XX. Esta clase de establecimientos fueron populares en las horas del té del viejo Santiago.

Publicidad para té Dulcinea en revista "Sucesos", año 1913.

"Tango con té inglés", en revista "Sucesos", diciembre de 1913. Otra de las formas más copetudas equivalentes a la hora de once popular y alguna vez imitada también en la aristocracia criolla, aunque con matices.

Publicidad para galletas Mac-Kay en la revista "Zig-Zag", año 1914. Estas variedades de bocadillos fueron uno de los principales acompañamientos del té en otras épocas.

Las pastelerías, cafés y salones de té fueron agentes importantes en la once popular, a pesar del perfil elitista con el que solían presentarse. Dos avisos de establecimientos de este tipo en 1915: la Gran Pastelería y Confitería París y el Café Central.

Imagen de un elegante y aristocrático salón de té y tertulias en la revista "Sucesos", enero de 1916.

Un Dancing Tea en el Hotel del Palacio Urmeneta, en revista "Sucesos" de agosto de 1818.

Roscas y bollitos fritos para la once, espolvoreados con azúcar flor. Imagen publicada por Memoria Chilena.

Como buena instancia de encuentro social, además, las onces también se fueron fusionando con las celebraciones de aniversarios, especialmente cuando la publicidad y la influencia internacional comenzaron a empujar afuera de las costumbres la prioridad de celebrar los onomásticos o el día del santo de cada persona (una preferencia que se conserva en algunos países como Grecia, por sobre el aniversario del festejado), desplazándola así por sus cumpleaños. Recuérdese que, por mucho tiempo, había sido una tradición colocar a cada nacido el nombre del santo del día en que llegaba al mundo y mismo que era celebrado después. Esta era la razón por la que perduraron tanto en el uso algunos nombres que, más tarde, sonarían extraños o sumamente anticuados, asociados al calendario santoral.

Al afianzarse así aquella costumbre de celebrar el cumpleaños entre los chilenos, especialmente el de niños y jóvenes, los elementos propios de estos festejos como la torta o pastel y las bandejas cocteleras de abundante agasajo o coloridas “cositas para picar”, fueron adoptando una presentación de gran once festiva, acompañada con  chocolate caliente, galletas, jugos y algunos bocadillos salados en pan. La hora de celebración del cumpleaños al estilo más tradicional y clásico suele ser la misma de la once, además.

Algo parecido al caso de los cumpleaños ya desvinculados del santoral comenzó a suceder también con las llamadas convivencias, correspondientes a encuentros de relajo o recreo dentro de un ambiente formal, especialmente en el mundo escolar, en donde se compartían algunos bocadillos y refrescos en un modo fusionado con las características y horarios aproximados de la once chilena.

En tiempos de carestías, en tanto, la once vino a ser un reemplazo de la comida en muchas familias pobres. A inicios del siglo XX, de hecho, hubo varios conflictos entre las autoridades y el gremio de los panaderos, como un paro del año 1903 que obligó a la intervención de los talleres panificadores, dada la importancia que tenía el producto en la alimentación de los pobres. Puede que estos mismos tiempos de urgencias económicas y de fallas en el abastecimiento hayan terminado afianzando la tradición de la once en la familia chilena, considerando que, en 1915, estaban implementadas también las llamadas panaderías municipales, muy concurridas por el público para asegurar el producto en nuevos tiempos de escasez y de sobreprecios.

También a principios del siglo XX, una de las marcas comerciales más consumidas de té era de la UK Tea Co., distribuidores de la mencionada Compañía Británica de las Indias Orientales. Lo vendía en tarros y cajas metálicas que conservaban el aroma y que hoy son joyas de coleccionistas. Y en ese mismo ámbito más cotidiano, si bien marcas de novedoso té en bolsitas como TeeFix y Lipton fueron conocidas en territorio salitrero, uno de los primeros locales que popularizó esta modalidad en Santiago fue el salón de té Picnic, pasado el medio siglo, en el actual pasaje Bombero Ossa llegando a Ahumada. Parece un salto técnico poco impresionante, pero fue notoria la introducción de la bolsita en el mercado y en la propia once chilena.

Aunque el consumo de té hoy mantiene a Chile entre los países que más lo beben en el mundo y con una gran cantidad de variedades disponibles (al igual que sucede con el pan), la once en donde era infaltable se ha ido reduciendo a un mero trámite alimentario, cuando existe, alejada del concepto que tanto gustaba antes al pueblo chileno, desde el criollo más pobre con sus panes amasados “pelados” hasta las familias más acomodadas untando mermeladas finas en pan francés, muchas de estas últimas esforzándose aún por llamarla hora del té, en otro ejemplo de la de incorregible altanería nacional.

Por otro lado, la proximidad de la señalada hora de once con la noche y la búsqueda de comportamientos alimenticios más sanos por parte de las familias chilenas, también llevaría a muchos hogares a combinar en una sola sesión el momento de tomar té y el de la cena: las llamadas “once-comida”, armadas con meriendas un poco más abundantes que la once sola para saciar los apetitos de la que será la última ingesta del día, generalmente en sándwiches, pasteles u otras preparaciones, ya cercanas a las 20 horas; un poco antes o un poco después

A los factores anteriores debemos sumar el retroceso paulatino de algunas tradiciones locales en la hora del té, como una costumbre muy propia de los habitantes de Iquique, otra ciudad con un pasado de influencias británicas: tomar las onces en las tibias arenas de la playa hacia el atardecer, sobre un mantel o frazada sirviendo de tapete. Practicada especialmente en lugares como Playa Cavancha, esta costumbre se mantiene entre familias y amigos, aunque enfrenta también los crecientes problemas de seguridad que comenzaron a afectar sectores de la hermosa ciudad.

De esa manera, podría ser que el rito de la vieja y tradicional once, la ceremonia hogareña del té a la chilena, pase a convertirse con el tiempo en la última alimentación del día, pero con un aspecto y sentido muy diferente al que tenía la original pues, en la práctica, se la convierte en la hora de la cena. Además, es un hecho irredargüible el que la época en que los encuentros del té de la tarde eran motivación suficiente para crear hábitos de reunión familiar (ni siquiera los cumpleaños se están celebrando ya en las casas) o de encuentros habituales en el comercio recreativo, va quedando definitivamente atrás.

A pesar de lo expuesto, los cafés en sus diferentes modalidades actuales siguen cumpliendo con gran parte de aquella función que antes podría corresponder más bien a salones de té o establecimientos para la once de la tarde, aunque sea en parte, pues convocan hasta sus barras a generaciones de jubilados, caballeros, funcionarios públicos, parejas y empleados al salir de sus respectivos trabajos o rutinas, en el caso de los más centrales o de barrios comerciales. Muchos gremios usan los cafés como puntos de encuentro entre colegas o clientes, además.

En contraste, el surgimiento de los extintos cafés chinos del pasado y, en nuestro tiempo, el de los mucho menos escandalosos (pero igualmente criticados) cafés con piernas, parecen ser solo hipérboles en la importancia que las mujeres jóvenes han tenido siempre en la atención de cafés populares, con clientela masculina mayoritaria. Pertenecen a otros reinos de la recreación popular, por lo tanto: posteriores y ajenos a los de la usanza de la inocente y tradicional once.

Comentarios

  1. Más allá de las dudas por su génesis y la instauración de los famosos salones de moda para disfrutar el té, lo concreto es que la once en Chile pasó a ser la instancia que a diario reúne a la familia, tras un arduo día laboral, como así también, los fines de semana.
    Actualmente la consumimos reforzada hasta con pizza o completo y con ello dejó de existir la cena.

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