Torre de la Iglesia de la Merced de Santiago, hacia 1950. Publicado en el "Mirador: Leyendas y episodios chileno" de Aurelio Díaz Meza.
Yo no
sé por qué extraña
razón te encontré,
carillón de Santiago
que está en la Merced.
Podría haber sonado alguna vez a mito urbano, pero es cierto: uno de los más populares tangos del argentino Enrique Santos Discépolo está inspirado en el carillón de la Basílica de la Merced de Santiago, la misma iglesia roja de Mac Iver con Merced cuya melodía tuvo ocasión de conocer y escuchar el artista durante una visita a Chile, a inicios de los treinta. De hecho, a media cuadra hacia huérfanos, a un lado del museo conventual mercedario y su templo, un pequeño y maltratado homenaje municipal intenta recordar esta relación entre el carillón y el autor del tango, pero en una ciudad que se esfuerza por olvidar y destruir sus propias memorias, sin embargo.
Genio de corta vida, Discépolo nació con el siglo en el barrio Balvanera en Buenos Aires, en 1901, como hijo de un músico inmigrante napolitano. Padre y madre murieron cuando Enrique aún era joven, terminando de ser criado por su hermano mayor, de 13 años a la sazón. Antes de entrar en la veintena de la vida, fue incursionando en artes escénicas, teatro, dramaturgia, cinematografía, dirección de orquesta, composición y escritura musical, destacando especialmente en el cultivo del tango porteño en los años veinte. En este quehacer, aportó al cancionero platense obras maestras como “Yira-yira”, “Soy un arlequín” y “Maleva”.
La obra máxima de Discépolo, sin embargo, parece ser el inmortal “Cambalache” de 1934, verdadera declaración nihilista y dramático manifiesto de extremo pesimismo hecho letra y música, con una forma de crítica social que anticipó en el tango, por más de cuatro décadas, el tipo de contenidos que después asociaría el mundo más bien a movimientos contraculturales.
El que los más grandes cultores del tango en el país del Plata hayan grabado esas y otras obras suyas, facilitó la popularidad de Discépolo que, por entonces, se comprometía también con la actividad teatral como dramaturgo y esporádico actor, pues era un hombre de enorme y variada energía creadora.
El uso del lenguaje marginal lunfardo, además de las referencias a cuestiones relativas a la cáfila de los bajos fondos de Buenos Aires, fue frecuente en las letras del autor. Esto trajo para él algunos problemas, hacia los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando cundió una ola de moralina y fomento de las buenas costumbres que se reflejó en leyes y restricciones de la época, llegando a palpar al propio tango y otras manifestaciones de cultura y arte en Argentina. Por largo tiempo, por ejemplo, su tema “Uno” estuvo prohibido en las radios, además de afectar algunas de sus obras de teatro escritas y dirigidas ya por el final de su vida.
Apodado cariñosamente Discepolín por sus amigos y su público,
la frágil figura delgaducha, nariguda y de ojos somnolientos del a veces incomprendido genio musical
paseaba por Santiago de Chile durante el verano de 1931, en una de sus visitas
al país formando parte de una
compañía teatral. Terminada una de las funciones, el miembro del equipo y
también figura de alto valor del tango, Alfredo Le Pera, se quedó jugando
naipes con otros integrantes de la compañía en el hotel, ubicado enfrente
de la Iglesia de la Merced, cerca de la plazoleta del mismo nombre en donde se intalaría poco tiempo después el Monumento a la Caridad, homenaje a la labor benefactora de doña Antonia Salas Palazuelos de Errázuriz.
Sucedió entonces que, de pronto, todos los reunidos allí comenzaron a escuchar una hermosa melodía que venía desde afuera. Al salir a explorar la calle buscando su origen, descubrieron que provenía del campanario con carillones alemanes de la iglesia mercedaria, específicamente en una de las dos torres del conjunto. Este instrumento había sido instalado allí en 1928, siendo el primero de sus características que tuvo Santiago.
Enrique Santos Discépolo (1901-1951), en retrato fotográfico y en medallón que lo recordaba junto a la Basílica de la Merced de Santiago.
Imagen del interior del templo de la Merced, hacia mediados del siglo XX.
Plazoleta de la Merced y su Monumento a la Caridad en 1997, cuando la plaza aún era área verde y con setos de ligustrinas. Imagen publicada en el diario "La Tercera".
Vista nocturna de la Basílica de Merced, hacia inicios del actual siglo.
Aviso en "La Nación" del sábado 24 de enero de 1931, con el estreno de "El Carillón de la Merced" en el Teatro Victoria.
Al día siguiente, Le Pera corrió a contar la lírica experiencia a Discépolo, quien quedó tentado con ir a escuchar al mismo carillón y aguardó pacientemente por su canto en aquella jornada. Según la creencia, ambos tenían ya, en aquel momento, la intención de componer un tango inspirado en esta maravilla.
Sucedió así que la melodía por fin sonó y el viajero argentino quedó fascinado con la poética seducción de su magia…
Liberando su inspiración y prodigiosa fecundidad artística, entonces, el resultado de aquella experiencia fue un verdadero homenaje a la hermosa música de La Merced que lo dejara sorprendido en las calles chilenas, además de ser el primer gran salto de su camarada y colega Le Pera en el mundo tanguero, en donde también se luciría con fuerte fulgor propio, como comentan autores e historiadores del estilo, entre ellos la argentina Lucía Gálvez en “Romances de tango”.
Así, en el estallido ingenioso que fuera capaz de encender aquella chispa, entre compases y esbozos de sílabas métricas buscando el ajuste, por la cabeza y los apuntes manuscritos de Discépolo sobre servilletas o libretillas, pasaban aquellos versos etéreos, todavía incompletos…
Con tu
voz inmutable
la voz de mi andar,
de viajero incurable
que quiere olvidar.
Milagro peregrino
que un llanto combinó.
tu canto, como yo,
se cansa de vivir,
y rueda sin saber
dónde morir...
El propio autor de aquella joyita atesoró siempre y con mucho cariño esta singular anécdota entre sus recuerdos, describiendo la experiencia de cuasi epifanía en un texto intitulado “Cómo escribí ‘Carillón de la Merced’”, que fuera publicado tiempo después con su selección de escritos inéditos. Lo transcribimos acá completo, por su bella y magistral exposición, además de corresponder a una redacción breve:
Fue allá por los años treinta. Atravesé la cordillera por esa fiebre de andar que de tiempo en tiempo me acosa. Viajé junto a una compañía teatral que integraban, entre otros, Tania, Carmen Lamas, Tito Lusiardo, y en la que iban, en calidad de autores, Alfredo Le Pera y Manuel Sofovich. Y allí, en Chile, viví una temporada fraternalmente maravillosa.
Me agrada viajar, a tal punto que suelo decir que tengo alma de valija. Pero siempre regreso: como el boomerang, como los novios... y como los cobradores. Buenos Aires nos pone en las venas una sed de irnos, de evadirnos, de poner distancia... Y una vez lejos, saciada la sed, Buenos Aires nos llama a latigazos de recuerdos, nos desvela, nos tumba... Nuestra ciudad es como aquel puñal clavado en el pecho de que habla el poeta: “Si me lo dejan, me mata... Si me lo quitan, me muero”. O como ciertas mujeres: con ellas no se puede vivir... y sin ellas tampoco. Buenos Aires, a la distancia, es eso: algo que llama tironeando, el clamor de veinte barrios queridos llamándonos, el lenguaje de cien esquinas embarullándonos el sueño...
En Chile aprendí algunas cosas, aunque a mi edad es difícil aprender cosas nuevas. Ya las sabemos todas. Y las que ignoramos, no las aprenderemos nunca, porque somos de los que repiten el grado... Conocí en Santiago mucha gente interesante. Mucha... hasta un personaje ¡que inventaba palabras! A las cosas feas les ponía nombres lindos. Recuerdo que había inventado una palabra para declararle el amor a una mujer. En lugar de todas esas pavadas difíciles y engorrosas que decimos los hombres en semejantes circunstancias, él lo arreglaba todo con una palabrita casi milagrosa: Tangalimilingo... Raro, ¿verdad? Pero lindo al mismo tiempo. ¿No es un oficio hermoso eso de inventar palabras?
Museo de la Merced y el homenaje a Discépolo, a la derecha, tal como se veían hacia el año 2015.
El homenaje a Discépolo, en calle Mac Iver, tal como se veía en mejores tiempos y a pesar de que ya era objeto de ataques de pintura neorrupestre.
El monumento, después de una limpieza, hacia 2015..
Lamentablemente, así de sucio y deslucido quedó el mismo homenaje en sus últimos años.
Deplorable aspecto actual del monumento, aunque muy a tono con la decadente ciudad de Santiago de nuestros días.
Entrando de lleno en su texto a la historia que lo inspiró, entonces, continúa Discépolo sumido en tan romántica descripción de lo que fue su aventura creativa en la capital chilena, como si todavía siguiera seducido por el dulce tañer proveniente de la torre del templo:
Y una de esas madrugadas de Santiago nació la idea de componer un tango. Nos alojábamos en un Hotel situado frente a la Iglesia de la Merced. Una iglesia antiquísima, maravillosa. El carillón sonaba dos veces: a las seis de la mañana y a las seis de la tarde. Yo, por supuesto, escuchaba siempre el de la madrugada, cuando regresaba de la recorrida noctámbula... A Le Pera se le ocurrió que de alguna manera debíamos retribuir las infinitas atenciones que nos habían dispensado. Y yo pensé que la mejor forma de hacerlo era con una canción, una canción que tuviera algo del país trasandino... El carillón me dio el motivo. Tenía una extraña imponencia escucharlo así, en las madrugadas, bajo ese cielo chileno de estrellas con caras recién lavadas y con aquellas montañas en el fondo. Trabajé con fervor, con amor y compuse la canción. Pero la letra no salía. Nos costó mucho elaborarla. Siempre pasa así en la urgencia de una letra, siempre hay una sílaba que no encaja, un acento rebelde que cae donde no debe... Al fin, una madrugada, desvelados los dos, mezclando al inmutable son de las campanas esa fiebre de viajeros incurables que llevábamos, “Carillón de la Merced” se hizo música y canción.
Tania la estrenó en el teatro Victoria de Santiago de Chile. Me parece revivir aquella jornada inolvidable. Recibí de los hermanos chilenos una gratitud que no merezco...
Lo cantaban en la calle, hombres, mujeres y chicos... Fue emocionante. Escuchar la canción propia en labios del pueblo es lo único que nos reconforta, que nos reconcilia con nosotros mismos, a quienes, como yo, escribimos precisamente para el pueblo. Es lo único que realmente compensa, por encima del éxito material, cuando una canción nuestra rueda por las calles y se hace forma en boca de alguien...
Gran elección para aquel estreno, pues el Teatro Victoria era el elegante y concurrido salón del célebre y aristocrático hotel del mismo nombre en Huérfanos con San Antonio. Fue escenario de muchas importantes figuras nacionales e internacionales, encuentros artísticos y también otros de carácter político, ya sea por cuestiones nacionales o del contexto mundial. Orquestas de jazz o tango, y compañías como la de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, dieron desde los inicios al público algunas de sus noches más inolvidables en aquella sala. El Ballet Nacional, la Orquesta Sinfónica de Chile y el Coro de la Universidad, dirigidos por Víctor Tevah también harían presentaciones en él.
Las compañías teatrales y festivaleras ocupaban regularmente aquel escenario en una seguidilla sin descanso de titulares en cartelera, y fue así como también llegaron hasta él los espectáculos de actores y músicos argentinos más jóvenes en gira por Chile, con el propio Discépolo entre los principales, influyendo mucho en las candilejas chilenas. "El Carillón de la Merced" fue estrenado allí mismo con voz de La Tania (Ana Luciano Divis, española) el sábado 24 de enero de 1931, durante una función en la que actuaba la Compañía de Revistas de Mario Bernard y proyecciones de películas. Fue presentada al público prácticamente recién parida, como podrá adivinarse, con el aplauso y encanto general del público santiaguino.
En los años posteriores, la hermosa canción fue grabada por ilustrísimos como el maestro Alfredo de Ángelis y su orquesta, por la sociedad creativa de la Orquesta Típica y Ernesto Fama, y por la dupla Rodolfo Biagi y Jorge Ortiz, entre otros. La tradición dice que alcanzó a ser conocido incluso por Gardel. Así, con diferentes voces de oro de la escena tanguera argentina, se escuchará la inconfundible letra:
Penetraste el secreto
de mi corazón,
Porque oyendo tu son
la nombré sin querer.
Tras dejar un extenso legado que también involucrara a Chile con episodios como el recién descrito -y con la suerte general para las candilejas nacionales, al ser vecinos del país del tango-, Discépolo falleció cerca de la Navidad de 1951, en la calle Callao 751 de su mismo barrio natal. Con 50 años cumplidos, se tronchó así la vida de uno de los más grandes hombres del tango, quien dejara en radios y discos piezas perpetuas como “Cafetín de Buenos Aires”, “Qué vachaché” y “Confesión”. Su amigo y compañero de aventuras Osvaldo Miranda sostuvo su mano en los minutos finales de su agonía, postrado y enfermo en una cama.
Las razones concretas del deceso de Discépolo nunca quedaron muy claras, explicándose con leyendas tales como que murió de tristeza o de soledad... Quizá -solo quizá- haya oído en su cabeza, allí en el umbral y como las campanas que anuncian la llegada de su alma al Cielo de las Artes, aquella melodía mercedaria para la que regaló tan perfectos versos, que concluían su homenaje diciendo:
Y es
así como hoy sabes
quién era y quién fue,
¡La que busco llorando
y... que no encontraré!
Mi
vieja, confidencia
te dejo, carillón.
Se queda en un tañir,
y al volver a partir
Me llevo tu emoción
como un adiós.
En marzo de 1994, la Municipalidad de Santiago de Chile, con participación de la Corporación Cultural y Recreativa Enrique Santos Discépolo, instaló por el lado de calle Mac Iver un monumento de mármol adyacente al Museo del Convento de la Merced y al lado del acceso a los pasajes comerciales de la Galería Merced, construidos en lo que era antes el patio del monasterio. El monolito luce un medallón de bronce con el perfil de Discépolo, obra del artista escultórico Enrique Villalobos, y tres placas conmemorativas de las que sobrevieron dos, luego una y hoy ninguna.
En una de aquellas placas, la principal ubicada más arriba, se leía que es un “Homenaje de la ciudad de Santiago al poeta y compositor Enrique Santos Discépolo, autor del tango ‘El Carillón de la Merced’”. Curiosa y absurdamente, sin embargo, aunque muy al estilo del egocéntrico alcalde de esos días, el nombre de este último aparece más destacado que el de Discépolo en la inscripción (!).
Aunque el estado actual del monumento es por completo deplorable, vandalizado hasta el hastío por grafiteros rupestres, neuróticos de los tags y los infaltables ladrones de placas conmemorativas, al menos deja testimonio palmario de la musa inspiradora del “Carillón de la Merced” en la vieja iglesia basilical, con su torre silbadora de cautivantes armonías del pasado. ♣
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