Detalle de imagen publicada en "La Lira Popular. Poesía popular impresa del siglo XIX", Colección Alamiro de Ávila, selección y prólogo de Micaela Navarrete.
Curiosamente, varios de los poetas populares de los días de la Guerra del Pacífico no solo tenían residencias cerca del río Mapocho: contaban también con espacios apropiados a la recreación en esos mismos barrios, en algunos casos hasta para declamar sus obras ante un atento público heredado desde las viejas chinganas. Y uno de los mesones más recodados de aquellos se hallaba en una vieja casona con adobe, tejuelas y tinajas llamada El Arenal de Peta Basaure, ubicado por la esquina de Maruri con Lastra, vecindario muy cotizado por líricos y versistas que el pueblo denominaba barrio Marul.
Se encontraba la fonda al medio de un amplio sector de la ex Cañadilla o avenida Independencia, en la actual comuna homónima. El terreno había pertenecido a la quinta del corregidor Luis Manuel de Zañartu: la denominada Chacra el Carmen, que ocupaba más o menos las primeras cuadras hasta la proximidad de Las Hornillas al poniente, actual Vivaceta. Cuando la quinta y el solar de Zañartu estaban ya en ruinas, fue vendida gran parte de la propiedad y subdividida hacia 1840, por el empresario Matías Cousiño, a pesar de las restricciones que se había puesto a la posesión de la misma. Este terreno comenzó a ser tomado por algunos pobres habitantes de la ciudad, creciendo los caseríos y recibiendo el nombre de El Arenal por los bancos de arena y piedrilla que había en ese sector de la vega del Mapocho, “el cascajo y sedimentos arenosos que dejaban las avenidas por este lado” en palabras precisas de Justo Abel Rosales. Esto permitía, también, que algunos de los llegados trabajaran extrayendo áridos en el lugar.
La población El Arenal tuvo múltiples rasgos útiles a la crónica, pasando de lo pintorescamente folclórico a las cargas más sociales y políticas, antes de desaparecer superada por el avance y modernización de la ciudad dejando solo algunos vestigios y topónimos. Su época más importante había comenzado cuando la sociedad de los hermanos Matías y Pastor Ovalle iniciaron el proyecto de construcción de un nuevo barrio, hacia 1847, con arriendo de lotes para que cada ocupante levantara su precaria vivienda, en un negocio que tuvo alcances controversiales. Lograron tomar en alquiler las propiedades que Zañartu había dejado a las carmelitas de San Rafael, llegando a establecer su plan allí el 26 de septiembre 1853, por acuerdo ante el notario público.
Nunca faltarían poetas profanos en todos aquellos lares, dada su tradición popular y bohemia. En un artículo de la revista “En Viaje” (“La Cañadilla y el barrio del Arenal”, 1963) Sady Zañartu describe este ambiente de los extramuros de la ciudad y de cómo tuvo lugar su transformación en áreas más urbanizadas:
Las calles de la que fuera más tarde la población Ovalle, el año 1861, se formaron casi en parte con la chacra de Zañartu que se extendía hasta el callejón de las Hornillas, como fondo aparecía con un frente hacia el camino real de la Cañadilla con más de seiscientas varas, desde el pedregal del río, y su plantación de viña era costosa desde los tiempos que fuera “chacra del Pino”. Algunos árboles famosos quedaron para la urbanización posterior, que diera lugar a beateríos, por sus naranjales, o árboles típicos y frutales. Había un pino, en la actual calle Pinto, bajo cuyas frondas se celebraban comidas y fiestas domingueras.
El río Mapocho, en tanto, atraía a los vividores como otras aguas lo hacen con los pescadores. Llegaban músicos, trovadores, veteranos de guerra y declamadores de tono satírico, pues estas instancias equivalían a las tertulias o encuentros culturales de clases sociales más altas, pero a niveles profanos. Así nos podríamos explicar la existencia de otra antigua cueca de la tradición urbana que inicia su letra pintando los compases:
Y el Arenal de La Chimba
con su jaula de canario
muestra la vida celeste
del sistema planetario.
Como era esperable, además, las muchas fondas, quintas de recreo y chinganas encontraron sitio en esos callejones, inspirando otras varias letras de canciones que pasaron a formar parte del enorme cancionero del folclore urbano chileno:
Las fondas del Arenal
mostraron la Independencia
como una gloria del arte
y lumbrera de la ciencia.
También estaba en dicha categoría esta otra loa popular, no menos expresiva en sus líneas, que eran acompañadas a vihuela y pandero en cada velada de antaño:
Viva Santiago de Chile
la bandera nacional
y en el barrio de la Chimba
las fondas del Arenal.
Aunque la más famosa quinta de recreo del barrio no estaba exactamente en territorio del emergente barrio Mapocho de entonces, era una de sus seducciones más importantes, por tratarse de una gran generadora de actividad en el mismo: nuestra Fonda del Arenal, precisamente. Su nombre continuó siendo un homenaje a la época y se volvió un recuerdo para la ex población homónima por largo tiempo, como topónimo y memorial.
Cuadras aproximadas de la entonces flamante Población El Arenal u Ovalle (en rojo), en el "Plano croquis de la ciudad de Santiago de Chile" publicado en 1863 por "El Mercurio". Se observa su ubicación antes de la canalización del río Mapocho y al poniente de la bajada del Puente de Cal y Canto, entre las actuales avenidas Independencia y Vivaceta. La calle de Verónica (así llamada por la presencia del convento de las monjas verónicas en ella) corresponde a la actual Pinto, mientras que la señalada como calle de Arenales es la actual Prieto.
Detalle de una pintura de T. H. Harvey de 1863 con la "Vista General de Santiago", en las colecciones del Museo Histórico Nacional. Se observan las urbanizaciones al norte del río Mapocho y del Puente de Cal y Canto, en la Cañadilla de la Independencia, en su costado poniente. Eran los primitivos rastros de la población El Arenal.
Residencias del sector de La Cañadilla de la Independencia hacia 1863, en detalle de una captura fotográfica del español Rafael Castro y Ordóñez, publicada en "Imágenes de la Comisión Científica del Pacífico Sur", de la Editorial Universitaria.
"La Zamacueca" de Manuel Antonio Caro, hacia 1872. Una folclórica escena en una típica fonda popular de la época.
En su libro sobre La Chimba, Carlos Lavín provee a los investigadores del tema una descripción más completa sobre la mítica dueña de la fonda, además de lo que el visitante podría encontrar dentro de las famosas casas de entretención de aquel círculo:
Era la Peta Basaure, además de una gran belleza, una hembra brava y garrida, invencible en la resbalosa y la zamacueca y que hizo escuela en los tablados santiaguinos. Actriz regente y propietaria de la chingana asoció a sus espectáculos ingenios de otro orden. Los “puetas” Manuel Clavero, atildado cantor de las glorias militares de 1879 y Nicasio García rey del “contrapunte” y la improvisación convocaban en el corral de Maruri la flor y nata de la “afición”. Las décimas glosadas de García, especialmente aquella que comienza: “de la cordillera vengo”, las estrofas dedicadas a los mineros, las riñas de gallos y la extraña composición “El rodante” han sido la substancia y parte congruente de un centenar de versainas chilenas. El excéntrico “Pecho de Palo” de apellido Robles y José Hernández competían con aquellos; mientras la dueña, la célebre “cantora” La Trinidad, la mentada Gregoria de los Cachirulos y la tímida Mica sostenían la trilogía de “niña, galán y ponche”, los tres simples que formaban en esa época el “saturnal compuesto”.
Hasta el local emblema de la diversión popular chimbera llegaban también músicos como Manuel Antonio Orrego, “puetas” como el patriótico dramaturgo y periodista satírico Juan Rafael Allende (El Pequén), además de aspirantes a políticos y los mismos arengadores que habían inyectado de energía patria a los asistentes no bien comenzaron los días de la gran lucha con los países vecinos del norte.
Acostumbrados a la parranda, la gula bien irrigada y los bullicios desatados, entonces, todos los rotos que iban a la casa de murallones y tejas de doña Peta, desde los ya muy viejos veteranos de la Guerra del 36 hasta los trabajadores de los barrios riberanos, continuaron entonando allí canciones, abrazados entre sí o a las cañas de vino, ponche con malicia, horchata y chicha. Cuando no, jugaban naipes o rayuela, desafiándose con duelos de versos o de corvos por igual; a veces los primeros desatando a los segundos. La propia Peta solía andar armada con una cuchilla en su liga, con la que, según decía Margot Loyola, “pegaba tajos con la misma facilidad que besos”.
No todo era tan lírico ni romántico en El Arenal o en su entorno, en consecuencia, algo esperable dentro de ese ecosistema de fiesta y celebración continuada. Y agrega Lavín sobre tanta remolienda junta en el barrio:
Al propio tiempo la farándula dominaba ahí el ambiente: malsines y malandrines concitados con follones y pichiruches y asesorados por alcahuetas, celestinas y magdalenas encontraron un cómodo y despejado burladero en esos figones, cubiles y madrigueras, para ejercer sus tráficos destinados a embaucar a los distraídos y atolondrados o timar los curiosos y forasteros. Incitando al pasatiempo y al buen pasar se concertaban -bien prevenidos de antemano por valentones y guapetones- en las mesas de timbas y garitos, en los mesones de la freidurías y vinerías, alrededor de las “canchas” de rayuela, de palitroques, de bolas o bien aproximándose a los “jugadores de tres cartas” y otros vagantes de feria para atraer a los timoratos y despejar a los incautos.
Es un tanto confuso el resto de la historia de la venerada Petita y sus devotos cómplices. Se ha dicho que aborrecía a las mujeres de clase alta y que hasta había sido excomulgada en alguna ocasión, a causa de sus excesos. Una de las versiones más difundidas sobre ella y su fonda es la que recoge Víctor Rojas Farías en “Escenas de la vida bohemia”, respecto de que habría terminado sus días como cantinera del Ejército de Chile en la Guerra del Pacífico, asistiendo valerosamente a los soldados entre los que estuvo su propio compañero fallecido en Tacna, el minero Silvestre Pérez. A la sazón, tenía unos 40 años ya la célebre y polémica regenta.
Aquella versión de la historia, tratada también por Antonio Acevedo Hernández en “La cueca”, asegura que Peta conoció en su local a Pérez, cuando este llegó una noche buscando a los poetas que frecuentaban la fonda. Quedando prendido de ella, le habría dedicado a la patrona los siguientes versos en aquel encuentro:
Contigo quisiera estar
adentro de mi aposento,
todas las llaves perdidas,
todos los cerrajeros muertos.
Pero la leyenda agrega que tan explícita declaratoria de amor y, quizá, alguna noticia rondando el ambiente sobre la posibilidad de que ya estuvieran en contactos íntimos, molestó de sobremanera al poeta García, quien seguramente llevaba tiempo tratando de cortejar a la seductora, no sabemos si con buenos o malos resultados. El caso es que el celoso vate inflamó sus pasiones y comenzó así un duelo de versos, mientras les servían vino a ambos por cuenta de la casa. Con el tierno Cupido ya empujado afuera del boliche por el vengativo demonio Arioch, el alcohol y los ardores viscerales entre los poetas abrieron paso a un duelo real de armas blancas, cuando Pérez retó sin miedo a su contrincante. Supuestamente embriagado por la bebida y los celos en la misma medida, García cometió el error de aceptar… Pereció víctima de la conocida destreza de los mineros con la cuchilla.
Volviendo la razón hasta su cabeza y viendo las manos de Pérez ensangrentadas, entonces, Peta habría propuesto a su enamorado que ambos se enrolaran en el Ejército y partieran al frente nortino para escapar de la justicia. Allá los habría alcanzado la muerte, según la descrita creencia.
En un plano más histórico y biográfico, poco se ha podido rescatar de la vida de García y de sus constantes visitas cantando o verseando en la fonda de El Arenal. Se conservan algunos poemas suyos, sin embargo, pero publicados después del supuesto incidente, en al menos cinco libros y algunos folletos posteriores con su obra, además de los comentarios que hicieron sobre su trabajo otros colegas como Bernardino Guajardo y Patricio Miranda. Una de las contribuciones literarias más importantes de García fue dejar registro del alguna vez famoso duelo de paya y verso en décimas entre el Mulato Tahuada, apodado entre los suyos como El Invencible, y don Javier de la Rosa, uno de los episodios más curiosos y notables de la historia de la poesía popular y del folclore chileno. Había tenido lugar en 1830 en San Vicente de Tagua Tagua, de acuerdo a lo que informará tiempo después Acevedo Hernández en “Contrapunto entre el mulato Tahuada y don Javier de la Rosa”, obra que rescata el recuento hecho por García, precisamente.
La entrada de la Cañadilla o avenida Independencia, vista hacia 1880-1890. A la derecha, el templo del Monasterio del Carmen de San Rafael (congregación dueña de los terrenos de El Arenal), hoy Monumento Histórico Nacional. A la izquierda, línea de residencias bajas y manzanas en los últimos años de existencia de la Población Ovalle.
Portada de la "Paya entre Don Javier de la Rosa y el Mulato Taguada" de Santos Rubio, Manuel Dannemann, Manuel Ulloa e Isaías Angulo, en "Antología del Folklore Musical Chileno", de RCA Chile, año 1969. Imagen tomada del sitio Discoteca Nacional Chile.
Vetustos muros vecinos a la desaparecida primera sede del Hogar de Cristo, que el Padre Hurtado fundó muy cerca del también desaparecido convento de La Verónica, en calle López, que fueron parte de la Población El Arenal u Ovalle. Imagen publicada por Luis Alberto Ganderats en 1994, en su trabajo biográfico sobre el Padre Hurtado.
A mayor abundamiento, se pretende que fueron casi tres días y medio de intercambio mutuo y guitarreando sin pausa, con ofensas y ataques incluidos, en los que Tahuada representaba a las clases trabajadoras y humildes del campo y De la Rosa a los terratenientes de las élites en la República. El triunfo de este último en la justa, según el mismo relato, desató una depresión instantánea del modesto cantor al verse obligado a entregar su sombrero al vencedor, para que su rival lo cortara y destruyera ante el público, como castigo. Era lo que exigía la tradición de los payadores cuando uno perdía por agotamiento, por incapacidad de seguir improvisando material ingenioso o, como fue en este caso, al equivocarse y no responder al emplazamiento del otro con la respuesta correcta a la pregunta que se le había hecho en la misma paya. Se dice que Tahuada murió de pena esa misma noche, al ver irreparablemente perdido su prestigio de imbatible, o que acabó colgándose con las cuerdas de su propio guitarrón, de acuerdo al mito.
Volviendo a la semblanza de El Arenal, aunque predomina la idea de que la legendaria Peta murió en Chorrillos durante los señalados servicios como cantinera, parece que mucha de la fama de la fonda chimbera fue posterior a aquella época, junto a la de otras chinganas vecinas. Si acaso murió fuera del país en aquel período, deben haber sido sus propios parroquianos o familiares los que se encargaron de mantener el local en los años que siguieron, entonces, pues la posada se hizo popular también entre veteranos del 79, período en el que ese barrio adquirió un nuevo y redoblado interés popular, convirtiendo el nombre de calle Maruri en “una palabra mágica que sugería todas las satisfacciones del humano regalo”, según insiste Lavín.
En tanto, había sucedido algunos años antes ciertos abusos cometidos por la Sociedad Ovalle con los habitantes de la modesta población arenera, que llegaron a incluir el bloqueo de planes de pavimentación y exigencias a sus residentes en las preferencias electorales, dieron varias de las razones que tuvo el intendente Benjamín Vicuña Mackenna para mirar con recelo aquellos campamentos de la ribera mapochina, además de ser concentraciones humanas insalubres que revestían peligros en tiempos de lucha contra el cólera, el tifus y la tuberculosis. La cruzada de erradicación de campamentos y conventillos que inició la autoridad perduró por largo tiempo más, afectando el destino de aquellos barrios.
Sin embargo, fue solo después de la canalización del río Mapocho, entre 1888 y 1891, que el otrora bastión casi inexpugnable de los Ovalle en La Chimba comenzó a decaer y a sentir el peso de la autoridad sobre el negocio de las pobres residencias, dando paso a una nueva época de la que quedaron, sin embargo, algunas huellas materiales y nominales, mas no la miseria penosa que lo caracterizó antes.
Con la disolución de la sociedad en ese período y quizá tras la muerte en 1899 del que había sido su socio principal mientras esta duró, don Matías Ovalle, la presencia de la firma en manos de su hermano comenzaba a retroceder y a dejar su actividad lucrativa en esos terrenos. Con la construcción de nuevos edificios y urbanizaciones al comenzar el siglo XX, quedaron solo restos de lo que fue la población, con muy poco a la vista de su clásico pasado chinganero, trovador y popular.
La pasada existencia de un consolidado circuito de músicos folcloristas criollos y sus respectivos “puetas” formando parte necesaria del ambiente de recreación social, había dejado algunas huellas recogidas por autores como Antonio Alba, guitarrista español residente en Chile, en “Cantares del pueblo chileno” de 1898. En esta obra transcribe algunos temas populares del país arreglándolos para canto y guitarra, “para que penetre en los salones del mundo elegante el aroma de los campos”, según lo que anota.
Calculamos que la quinta de El Arenal y el estilo de vida que se había generado en torno a ella en aquellas manzanas, comenzó a desaparecer en los años que siguieron a la Guerra Civil. Fue una extinción lenta pero masiva y a ambos lados del río, además, pues nuevas generaciones de boliches se aproximaban en la historia de la ciudad, quizá para complacer la misma clase de ánimos pero con propuestas recreativas muy diferentes, que ya no pertenecen al período de tiempo que aquí revisamos.
Para el erudito Lavín, en tanto, los últimos establecimientos chinganeros de aquel antiguo barrio de La Chimba “torcieron rumbos muy diferentes para llegar, a la postre, a recobrar fama en el público santiaguino; pero esta vez, como emporio de confecciones de segunda mano”. ♣
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