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MANIFESTACIONES PRIMITIVAS DE ARTE TITIRITERO

Grabado "Títeres" de Giovanni Volpato, en el Museo de Gadagne de Lyon, pasado en un cuadro de Francesco Maggiotto del siglo XVIII.

Sergio Herskovits Álvarez, profesional del teatro de muñecos, ha publicado por autogestión un trabajo titulado “El anónimo oficio de los titiriteros en Chile”, en donde podemos encontrar información útil para iniciarse en la búsqueda de los primeros bosquejos de estas artes en Chile, aclarando varias confusiones y errores que existen alrededor de este tema, de paso.

Partamos por observar, también, que los indígenas ya poseían danzas totémicas de energía religiosa a la llegada de los españoles, con formas básicas de teatralidad que incluían el uso de máscaras, más las representaciones y los atavíos para las caracterizaciones correspondientes. De alguna manera, entonces, las bases de lo que hoy llamaríamos “corpóreos” y botargas, estaba presente en pueblos nativos, así como la posibilidad de un arte pre-titiritero presente en los casos de figuras y estatuillas que hubiesen tenido valor como juguetes o para instancias lúdicas.

Un ejemplo de las representaciones de cuerpo completo puede ser el tipo de máscaras grotescas denominado kollón, usadas en ceremonias de rogativas como el nguillatún por los llamados kollones, curiches y, más tarde, sargentos, los encargados de resguardar con el cumplimiento estricto de los ritos y etapas del ceremonial, también espantando del lugar a los niños imprudentes. Estas máscaras se hacían de madera y se les agregaba bigote y cabello con crines de caballos. Quienes las empleaban, podían vestirse también con disfraces pajizos que realzaban su aspecto intimidante, logrando así una caracterización más compleja que la mera interpretación de un personaje.

Por otro lado, en las tradiciones folclóricas chilenas no siempre estuvo clara la identificación del arte titiritero como tal, que aparece muchas veces fusionado o confundido en otras expresiones de espectáculo popular criollo o manifestaciones de fantasía. Enrique Cerda Gutiérrez señala en “El teatro de títeres en la educación”, el posible origen de estos laberintos:

Varey, en su libro Historia de los Títeres en España, aclara la posible confusión que hubo, en el siglo XVIII, acerca del doble papel que le correspondió desempañar a los titiriteros y los volatineros. El término volatín es sinónimo de títere y el siglo XIX se usaba la palabra títere para designar el acróbata. Esto, porque los titiriteros solían formar parte de compañías que ofrecían gran cantidad de diversiones, figurando con el nombre de volatineros, los cuales eran considerados como artistas múltiples.

Quizás ello explique la aparente falta de información sobre el títere colonial. Aunque ya en el siglo XVIII se tiene en España una información precisa de los títeres de guante -modalidad introducida a España desde Italia- fundamentalmente en el siglo XIX las funciones de títeres adquieren más importancia.

Entre otros ejemplos correspondientes al período colonial chileno, Herskovits Álvarez pone la mirada en el uso de figuras como los gigantes o mamarrachos de cartón y trapo, empleados en contextos religiosos como las celebraciones del Corpus Christi e inspirados en sus símiles españoles, esos que Benjamín Vicuña Mackenna reconocía haber visto en Toledo, de acuerdo a lo que comenta en la “Historia crítica y social de la ciudad de Santiago”.

Aurelio Díaz Meza, en tanto, en la parte dedicada a la Colonia de sus “Leyendas y episodios nacionales”, señala la presencia de una tarasca entre aquellas figuras enormes, serpiente monstruosa que iba delante de la “cruz alta” abriéndole paso a esta y pegando golpes con su cola. Probablemente, el monstruo se veía como el dragón chino de la fiesta de Longtaitou, cuando es paseado en las calles por sus operadores.

Iban en esas procesiones también los catimbaos, entidades oscuras y satíricas que parecen tener relación con las danzas y caracterizaciones de diablos en fiestas religiosas de órbita andina, y quizá con los compadritos o encuerados del Baile de los Negros de Lora, en Licantén. Se manifestaban gritando cosas graciosas y haciendo ridiculeces al paso. Atrás de ellos estaban los gigantes, correspondientes a figuras enormes o a sujetos montados en zancos con túnicas tapando sus piernas postizas, y los cabezones, que eran cofrades con grandes cabezas flotantes humanas o zoomorfas a modo de enormes cascos, también formando parte de la procesión.

El inagotable Manuel Concha dejó escrito algo relativo también a aquellas manifestaciones festivas en la Región de Coquimbo:

En la procesión de Corpus Christi, se exhibían cantimbados, hombres vestidos de caprichosos trajes, simbolizando al diablo; empellejados, hombres también cubiertos de pieles, que con lazos y aves muertas jugaban malas pasadas a los niños, y aun, los más atrevidos, a personas de respetabilidad social; si bien en estas circunstancias solían llevar, en gratificación, sendos bastonazos; había también tarascas, grandes figuras de cartón movidas por un nombre que iba dentro; gigantes, etc.

La Plaza donde tenía lugar la procesión se veía circundada de arcos adornados a competencia. Así vemos que en 11 de abril de 1752, se manda por bando “que los gremios concurran a la plaza con sus festivas invenciones, que ayuden a celebrar estas fiestas y procesiones y se encarga al gremio de plateros y caldereros la música y se le nombrarán capitales al alférez Claudio Núñez y José de Tapia”.

“Al gremio de los sastres se le encomienda la danza de los parlampanes o catimbaos, como es costumbre, y se nombra por cabo y cabeza de ella a Pedro Rojas y otro que se nombrará”.

“Al gremio de los zapateros se encomienda los arcos blancos y de arrayán con que poblarán la plaza y regarán de arrayanes y barrerán ante todas cosas”.

"Prov. Cautín. Araucanos con máscaras" de Claude Joseph. Tarjeta postal con representación de kollones. De las colecciones del Museo Histórico Nacional.

Máscaras de kollones mapuches del siglo XX, de madera con crines de caballos, en las colecciones del Museo Andino de la Fundación Claro Vial.

"Punch's Puppet Shew", grabado satírico publicado en Londres por la casa Laurie & Whittle en 1795. Muestra un típico corral básico de títeres o titirimundi.

Figuras del teatro de sombras chinescas manuales, suerte de forma primitiva de hacer el arte de los títeres sin un muñeco, paradójicamente. Imagen publicada en el diario "La Nación", 1918.

A la exposición de Concha, el investigador Eugenio Pereira Salas agrega algo más en “Los orígenes del arte musical en Chile”, basándose en trabajos anteriores de Mariano Soriano Fuentes y Eduardo López Chivarri:

La Tarasca era el símbolo apocalíptico de la meretriz de Babilonia, cabalgando sobre Leviatán, encarnación del mundo, el infierno y la muerte, sobre los cuales triunfaba Jesús Sacramentado. Los cabezudos o enanos eran seis danzantes que representaban parejas de las razas de Sem, Cam y Jafet. El baile era muy sencillo. Primeramente se colocaban las parejas en dos filas, unas frente a otras y mezclándose alternativamente hasta finalizar con una rueda o vuelta en fila circular. La forma musical era muy primitiva, pues los danzantes servían ellos mismos de orquesta, puramente vocal o monódica.

Un testigo de las fiestas ofrecidas al venerable Francisco Solano en Santiago en 1663, el sacerdote Diego de Córdova y Salinas, había descrito en sus crónicas una comparsa con representaciones de fantasía que precisan ser citadas también, por ser lindantes con el campo teatral de los más antiguos títeres en Chile:

Jueves ocho de septiembre, salió del Colegio Seminario del Ángel Custodio una bien ordenada e ingeniosa máscara, compuesta de variedad, madre de toda hermosura. Diola principio un maestro de campo, galanamente vestido sobre un cuatralbo, que hacía humano sentimiento al son de acordadas cajas, que iban delante.

Siguióse una danza de seis gigantes, acompañados de seis enanos, que regía un monstruo de siete cabezas.

Díaz Mesa también indica la presencia de figuras de representaciones de fantasía y de gigantismos con la particularidad de ser, además, figuras móviles. Se presentaban en la procesión de una cofradía al atardecer del Miércoles Santo. Y Herskovits Álvarez, desde su tribuna, observa este acontecimiento sucedido en la Semana Santa de 1642 como otro antecedente de los títeres en Chile.

Entrando en descripciones, una caravana iba desde la Iglesia de San Agustín en la actual calle Estado, con la imagen de Cristo Doloroso, mientras que otro grupo compuesto por negros salía desde la Iglesia de la Compañía, en el actual cruce de calle Compañía con Bandera, con la imagen de Santa Verónica en andas. En la tradición cristiana, Verónica o Serafia fue la mujer que limpió compasivamente el rostro de Jesús en su camino al Calvario, surgiendo así la sexta de las estaciones del Vía Crucis y otra de las reliquias del catálogo vera icon, por quedar la supuesta cara del Salvador estampada en aquella tela conocida como el Paño de la Verónica.

Ambas procesiones, con sus respectivas figuras a la cabeza, debían encontrarse en la Plaza de Armas. Y para cumplir con el rol descrito en la tradición, la efigie de Verónica tenía un sistema articulado haciendo parecer que levantaba sus brazos y colocaba el paño sobre el rostro sudoroso y ensangrentado de Cristo, acción en la que los movimientos se lograban manipulando poleas y roldanas desde el interior de la figura. Esto era tarea del “animador”, un ayudante del párroco jesuita Baltasar. Sin embargo, aconteció esa vez que el operador de la gran muñeca sintió súbitos malestares físicos cuando ya comenzaba la procesión, debiendo hacerse cargo el propio cura de los movimientos de la gran figura, metiéndose así en la misma cuando salió en andas.

Tras el tenso rato que ocupó la mudanza hasta encontrarse con la del Cristo en la plaza, el fraile fue incapaz de manejar bien los brazos de Santa Verónica y estos no se movieron a tiempo. Sólo pudieron levantar el paño que secaría la cara sangrante al final, a destiempo, pero cayendo inesperadamente ambas piezas como si se cortaran sus cuerdas… Algo había salido muy mal, y terminaría peor.

Casi al mismo instante, el cuerpo desvanecido del cura Baltasar había rodado por la tarima, ante el asombro de todos. El sacerdote agonizó desde ese momento, falleciendo al tercer día. Tal vez, el esfuerzo físico y la tensión de tener que operar esa gran muñeca, habían sido demasiados para su gastado corazón.

Francisco A. Encina y, en nuestra época, el mismo titiritero Herskovits Álvarez, también destacan el inicio de las llamadas Procesiones del Pelícano en Quillota, a partir de 1776, representando el paso de Cristo al Santo Sepulcro con esta gran ave y otras figuras que iban en una enorme mudanza. El pelícano, que tenía más aspecto de cisne siendo llevado por los cucuruchos o penitentes en andas sobre una tarima y con velas en el lomo, se hería a sí mismo en el pecho con su pico reviviendo una antigua representación mística, alquímica y hasta esotérica, para sacarse del cuerpo y arrojar simbólicamente la sangre salvadora mientras batía sus alas articuladas y alimentaba a sus polluelos con los fluidos de su propio corazón.

Aquella tradición del pelícano sangrante es muy internacional, derivando quizá de una mala interpretación cristiana medieval sobre la forma en que las hembras de la especie alimentan a sus polluelos, como si se hiriera a sí misma en el pecho para que beban su sangre. Esta leyenda y el símbolo de la procesión de Quillota se mantuvieron mucho más allá de la Colonia, tocando los primeros años del siglo XX de hecho. Sin embargo, la antigua y valiosa figura del pelícano móvil que era sacada cada año en andas acabó destruida bajo los escombros del templo de los agustinos quillotanos, a causa de los daños que había dejado en el edificio el fatídico terremoto de 1906 y que terminaron desplomándolo. Aún hay un relieve memorial en la plaza de la ciudad recordando una escena de aquellas procesiones del pelícano.

Los gigantes, en tanto, reaparecen en las fiestas celebrando la coronación de Carlos IV, una de las más grandes realizadas en Chile, el 27 de julio de 1789. El apoteósico festejo fue descrito en el “Expediente sobre las fiestas reales y demostraciones públicas, por la exaltación del Señor Carlos Cuarto”, algo estudiado y comentado también por el mencionado investigador titiritero. Entre los fuegos artificiales y la iluminación de las fachadas, hubo tres noches de mojigangas y carros alegóricos, finalizando con tres días de paso de cabezas y otras tres de comedias. Las figuras de gigantes usadas entonces fueron cuatro muñecos de ocho varas de alto, los que deben haber resultado muy impresionantes al público de aquellos años.

Por su parte, Roberto Hernández dice en “Los primeros teatros de Valparaíso” que, durante el cabildo celebrado en el puerto en abril de 1791, la plazoleta de San Francisco fue lugar de expresiones artísticas y comedias que incluyeron gigantes de cartón, representando el Pecado, la Muerte, la Herejía, el Islam y otros adversarios de la Iglesia de Cristo. Estos muñecos también eran gobernados desde el interior por operadores ocultos, parecidos a los posteriores hombres-avisos haciendo publicidad en las calles, según observa el autor.

Imagen de sello de madera, reproduciendo trajes de mojigangas de gigantes y cabezas o "papa-huevos". Obra del peruano Manuel Atanasio Fuentes publicada en 1866. Fuente: exposición "Los aletazos del Murciélago", diario "El Comercio" de Lima (2016).

Postal de tarasca gigante con su domador en 1909, en el Carnaval de San Sebastián, en Guipúzcoa, País Vasco. Fuente imagen: sitio Todo Colección.

El pelícano colonial de la Procesión de Quillota, con sus alas plegadas. Imagen publicada en el sitio de la Municipalidad de Quillota.

Un corral de títeres y sus muñecos en anuncio de exposición navideña de juguetes de la Casa Falconi, de Santiago, en revista "Zig-Zag" a fines de 1913.

Si bien son ajenas a la ciudad de Santiago, cabe señalar que otras expresiones de títeres provenientes del quehacer de la fe aunque situadas ya al final del coloniaje, pueden ser las figuras religiosas con movimiento que incorporaron los franciscanos monarquistas de Chillán durante la Reconquista, como una Virgen con un mecanismo que le permitía tomar y entregar con su brazo el bastón de mando del oficial realista de la plaza. Su existencia se verifica en la nota "Extracto de un oficio del supremo gobierno del 12 de enero al gobernador intendente. Relativo a la conducta de los franciscanos de Chillán", publicado en la gaceta patriota "El Monitor Araucano" N° 12 de 1814. Decía al respecto aquel extracto, reprochando la actitud de los franciscanos chillanejos:

A prisioneros nuestros, que han tomado gravemente heridos, no se les ha querido absolver, hasta tanto que no han abjurado públicamente el amor a su patria, y protestando seguir y defender la tiranía; y por consecuencia de todo esto, se ha dispuesto la ridí­cula tramoya de hacer aparecer en las noches obscuras unas luces en el campo donde estuvo nuestro ejército si­tiando a aquella ciudad, y escondiéndose disfrazados con figuras horrorosas, algunos de los mismos religiosos, empiezan a prorrumpir con un tono lastimero en las siguien­tes expresiones: "Maldita sea la patria, maldita sea la hora en que yo seguí las banderas de la patria; malditas las ocasiones en que  yo peleé contra el ejército del Rey, que por esto me veo sepultado en los infiernos, mientras Dios fuere Dios". En otras ocasiones, que por lo regular es cuando trata el general enemigo de hacer salir expediciones de guerrilla, entra este a un templo seguido de to­da la tropa que debe marchar, y llegándose al altar de la Virgen Santísima, se postra y dice en alta voz: "Señora Nuestra, si la causa que defiendo es justa, dirige tú la acción, y en prueba de ello recibe este bastón que te ofrezco". Inmediatamente la imagen extiende un brazo y toma el bastón, estando para ello preparada de antemano una persona que puesta detrás de la misma imagen go­bierne ciertos resortes con que se le da movimiento.

Existe también un comentario hecho por Juan Egaña en "El chileno consolado en los presidios o filosofía de la religión" con sus memorias de destierro en el Archipiélago de Juan Fernández, cuando llegó la noticia de la fresca restauración del poder monárquico:

Hemos oído a un grave religioso de la capital de Santiago, declarar en el púlpito la condenación eterna de todos los que habían muerto en Chile sosteniendo los derechos de la patria. Viven con nosotros los que en la iglesia de Santo Domingo de Chillán, veían hacer mover las estatuas de la Virgen del Rosario, para persuadir al pueblo con esta tramoya, que María Santísima aceptaba el bastón y cargo de generala de la armas españolas contra los chilenos patriotas, y somos testigos del irreverente y supersticioso escándalo con que en la misma provincia de Chillán, los misioneros de propaganda, y el general D. Francisco Sánchez, aparentaban en la medianoche espectros que con cadenas y horrísonos gemidos, clamasen que eran las almas de los insurgente que estaban excomulgadas y condenadas, oprimiendo con tan fanática impiedad el corazón de los padres, hijos y esposas, que se ven preciados a negar hasta la sensibilidad y los sufragios a estas caras prendas.

Cabe recordar que fue cosa conocida la lealtad a España de los sacerdotes penquistas. De hecho, también en las mismas Guerras de Independencia uno de ellos, de apellido Díaz y particularmente adicto a proclamar arengas pro-realistas, fue secuestrado por agitador y enviado a Santiago por un grupo de patriotas. Como de él quedaron sólo algunas pertenencias abandonadas y ninguna noticia más en Concepción, los habitantes de la ciudad creyeron que habían sido duendes quienes hicieron desaparecer al sacerdote. Organizaron inútiles búsquedas y cacerías para atraparlos, de hecho, en otro reflejo del estado permeable en que se encontraba la mentalidad colectiva en esos años frente al pensamiento mágico, algo que los mismos clérigos explotaban con sus muñecos sacros articulados, en cierta forma. Este singular incidente pasó a la historia como la Batalla de los Duendes, y presta su nombre a una calle de Concepción en el actual barrio Los Lirios.

En la localidad de Salamanca, en tanto, también hay un Cristo articulado que es descendido desde la cruz y paseado por las calles en las celebraciones de la Semana Santa, manipulado por los famosos penitentes o cucuruchos. Estos últimos iban con su propia indumentaria y disfraces de capirote, asumiendo también rasgos de teatralidad y de representación "corpórea" en el período parecida a las más terroríficas descritas por Egaña, presentes en varias ciudades del país en aquellos años y siempre pidiendo dinero con una alcancía.

Por otro lado, los títeres de orientación más festiva guardaron relación importante con la mojiganga, al punto de que se les llegó a llamar de esa forma en Chile. La mojiganga o farsa carnavalesca de disfraces y representaciones, sin embargo, más allá de su carácter callejero y festivo, acabó asociándose también a obras de “teatro breve” con diálogos en prosa, que antaño se relacionaba artísticamente la comedia mágica e incluso con las llamadas fantasmagorías, de efectos logrados con rústicos proyectores de luces como la linterna mágica y combinaciones de los mismos en salas oscuras. Frecuentemente, los grabados antiguos de público viendo exhibiciones de linternas mágicas y aparatos parecidos, son señaladas de manera errónea como muestras titiriteras, por el parecido que tenían ambas escenas.

La presencia de los títeres como manifestaciones de diversión popular y hasta de discurso propagandístico, en algunos casos, se extendió por encima de la Colonia quedando acogida en instancias de recreación plebeya, como las chinganas y las comedias volatineras de tiempos republicanos. Empero, existe poca demostración fáctica de aquella presencia, aunque sí las pistas. Se sabe, por ejemplo, que el argentino Oláez y Gacitúa, quien actuó y administró uno de los primeros teatros coloniales abiertos de Santiago, aparecerá después en el Virreinato de Buenos Aires realizando presentaciones con títeres. También es conocido que España ya estaba familiarizada con el títere de guante y que en Lima, en 1630, hubo funciones de muñecos en el Convento de San Francisco.

Nuevamente, un esclarecimiento de lo que debió suceder al respecto, explicando el pobre registro de los títeres en Chile, provendrá desde la lucidez de Cerda Gutiérrez:

Si queremos aclarar los orígenes del teatro de títeres en Chile, debemos buscarlos en las plazas públicas, ferias y centros de diversión popular, como las chinganas y fondas. Esto se explica por haber sido la aislada expresión de ciertos artistas, nacionales y extranjeros, que recorrían el país con sus retablillos.

Si bien el teatro nunca fue un espectáculo popular, existían otras formas de diversión que tenían gran aceptación, en la que participaban acróbatas, volatineros y titiriteros, cuya actuación no era bien vista por las autoridades. Oreste Plath, investigador del folklore chileno, se refiere a ellos como parte del teatro de la mendicidad.

Aunque Eugenio Pereira Salas asegura que las primeras funciones de títeres sólo comenzaron a organizarse a partir de 1813, existen algunos antecedentes para suponer que se dieron en el siglo XVII y XVIII, a pesar de que las actas de los cabildos de Santiago, Valparaíso y Concepción no registran información sobre ello, ni tampoco mencionan sobre algún permiso concedido a un titiritero extranjero que haya llegado a Chile.

Se puede concluir así que, si bien no hay alusiones explícitas en la crónica para demostrar el uso de títeres y marionetas en la época, sí están los indicios. Uno de ellos fue el nombre que recibió un pasquín político, posiblemente de don Manuel de Salas: “Titilimundi”, que con otro de título “La Linterna Mágica” abrirían un frente de lucha editorial valiéndose de la sátira y del humor sarcástico, en los primeros años de la marcha independentista. Para no dejar dudas, el nombre de la publicación se refería a los espectáculos de titilimundi o titilimundo, como se conocía a las casetas, cortinas de títeres y funciones de este tipo en las ferias de entretenciones, desde donde proviene la expresión más corriente titirimundi.

Unos años después, un teatro al lado de la Plaza de Armas fue criticado en la prensa por parecer más a “un corral de títeres” que un auténtico espacio dramático, dejando a la vista que el arte de los muñecos animados, fueran de guante, dedos u otro modo de manipulación, ya eran conocidos en el Chile de entonces.

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