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PASIÓN Y GLORIA DEL TEATRO CAUPOLICÁN

 

Fachada del Teatro Caupolicán en calle San Diego, con el Circo de las Águilas Humanas anunciado en las marquesinas, durante su temporada 1951-1952. Fuente imagen: colección fotográfica del teatro.

La cuadra de calle San Diego 852 en Santiago, entre las vías Coquimbo y Copiapó, ha estado dominada desde hace mucho por la fachada y las caras poligonales visibles del Teatro Caupolicán, el más importante de los anfiteatros de esta avenida y alguna vez principal de todo Chile. Más o menos desde los años treinta hasta los setenta, de hecho, fue el incomparable epicentro de la actividad de los espectáculos y de la bohemia entre las candilejas capitalinas, diríamos que el más cotizado a nivel nacional.

Aunque hoy se lo aprecia sólido y consolidado, pocos recuerdan ya o se detienen a pensar en las ocasiones en que el Caupolicán estuvo al borde de ser aplastado por el peso de los tiempos y arrasado, pasando por períodos en que realmente pareció que su destino era irreversible. Las cabezas de la amenazante hidra han sido alimentadas, en todos los casos, por el paso implacable de los años y también por la desidia humana. Sin embargo, el aparentemente implacable desastre extendiendo la sombra de sus alas negras sobre el edificio pudo ser revertido en cada oportunidad de aquellas, gracias a manos particulares que apostaron a su salvación. Poca gratitud se expresa por esas iniciativas en nuestra época, tristemente.

El teatro fue construido en 1935-1936 por encargo de la Caja de Empleados Públicos y Periodistas, quienes financiaron la obra. La arquitectura quedó en manos de Alberto Cruz Eyzaguirre, el mismo autor de los planos de la fábrica Machasa, quien trabajó también con su hermano Carlos en otros importantes proyectos de entonces. No sabemos si habrá influencias de este último en el diseño, pero el destacado arquitecto tuvo participación también en la construcción del Hotel Carrera y del Teatro Oriente, por lo que estaba familiarizado con esta clase de proyectos para grandes centros populares y recreativos que modernizaron el concepto de los clásicos teatros chilenos.

La obra pudo ser entregada al público el 21 de agosto de 1937, con un acto que contó con la presencia del presidente Arturo Alessandri Palma. El coliseo fue elogiado de inmediato por la prensa y los críticos, quienes lo definieron con ufanía como uno de los mejores de Sudamérica y sospechaban que destacaba ya de entre los del mundo entero, por los altos estándares que cumplía en aquellos años. Fue inaugurado como Teatro Circo Caupolicán, el único de su tipo techado y con tales dimensiones en todo el país, concebido con el estilo de anfiteatro con el escenario rodeado radialmente en por el público. Esta última característica era la que definía a los teatros identificados por entonces como circos, no sólo a los antiguos “volatines” de acróbatas y payasos bajo carpa.

Se entiende que el Caupolicán fue pensado para espectáculos de gran convocatoria, desde su origen: 5.000 metros cuadrados construidos, un aforo de siete a ocho mil espectadores, con dos niveles principales separados (platea alta y baja), cielo de cúpula, acceso principal y dos laterales, seis locales comerciales en sus bajos exteriores, cuatro oficinas de administración interior, kioscos en los pasillos, baños, camerinos, un pequeño par de patios externos y hasta estacionamientos subterráneos a los que se accedía por calle trasera entonces llamada Lingue, hoy Lincoyán Berríos.

El Caupolicán una verdadera ciudadela fortificada para los espectáculos, en otras palabras, con grandes y variadas funciones en los fines de semana y después proyecciones cinematográficas en el resto de los días, principalmente de películas de la edad de oro del cine argentino y mexicano. Se podía hacer una jornada recreativa y familiar completa dentro del recinto, entonces, sin necesidad de salir hasta la hora de marcharse.

Sin embargo, esa misma característica de coliseo con grandes dimensiones le valió al Caupolicán, después, el ser llamado peyorativamente como el Elefantito Blanco en la burla popular, pues parecía que nunca podía completar totalmente tan enormes capacidades. Lo de Elefantito viene del que, por similares razones y hacia la misma época, se había motejado al Estadio Nacional de Chile (hoy Estadio Nacional Julio Martínez Pradanos) como el Elefante Blanco de los ex Campos de Sport de Ñuñoa, incluso por el presidente Alessandri Palma según la leyenda, apodo que se popularizó tras ser entregado al público en diciembre de 1938 y que, casi simultáneamente, alcanzó también para compartirlo con el gran teatro de la calle San Diego y sus marquesinas.

A inicios de los cuarenta, después de unos fructíferos años en el Teatro Balmaceda del barrio de los mercados veguinos, el exitoso empresario de espectáculos y fundador de la Compañía Cóndor, don Enrique Venturino Soto, había negociado el uso del teatro a la Caja de Empleados Públicos y Periodistas. A partir de ese momento, instaló en él su más importante centro de operaciones y actividades artísticas de nivel internacional. El iquiqueño conocía bien este coliseo, además, pues lo venía arrendando casi desde los inicios para las funciones de su antiguo circo y otros espectáculos que allí había montado. Posteriormente, al comprar por remate la totalidad de la propiedad a la misma Caja, a inicios de febrero de 1961, quedaba enteramente en sus manos y viviendo aún la edad dorada del mismo.

El empresario Enrique Venturino, célebre dueño del llamado Coliseo de San Diego, el Teatro Caupolicán, en su oficina.


 

Sergio Venturino, hijo de don Enrique, en su oficina del teatro desde donde se encargaba de la dirección artística de la Empresa Chilena Cóndor hacia 1970. Imagen publicada por la revista "En Viaje".

Concentración política de 1950 en el Caupolicán. Imagen perteneciente al banco fotográfico de la revista "Life". Fuente imagen: Flickr de Santiago Nostálgico.

Nota de espectáculos del diario "Las Noticias de Última Hora", anunciando en 1954 la presentación del grupo "Los Churumbeles de España" en el show del entonces llamado Teatro Chileno Cóndor "Caupolicán".

Publicidad para el Circo de las Águilas Humanas en el Caupolicán, en 1954.

De alguna manera, Venturino venía erigiéndose ya como el mayor revolucionario del rubro en el país, y la hoja del arado para tal vanguardia sería el propio teatro de San Diego en el que se acuarteló. Se cuenta que habría sido una decisión del propio empresario la de cambiarle el nombre a Teatro Caupolicán a secas, no obstante que su castillo continuó siendo llamado Circo Caupolicán o Teatro Circo Caupolicán por un tiempo más.
 

Según la guía del “Anuario DIC” de 1946, el coliseo seguía siendo por entonces “el más grande y confortable teatro-circo-estadio deportivo de Sud-América con capacidad para 10 mil espectadores sentados”. Impresiones y números exagerados, quizá, pero no para el encanto y la admiración populares que cundían por él en aquella década.

A la sazón, Venturino había llevado hasta allá una de sus más recientes y exitosas creaciones: el espectacular e histórico Circo de las Águilas Humanas, cuna de innumerables artistas populares y centro gravitacional de la cultura circense en el país de esos años. También inició las jornadas inolvidables de lucha libre de fantasía con el entonces célebre Catch o Cachacascán, a inicios de esa misma década. La apretada cartelera incluía los más variados show artísticos de estrellas y compañías que pasaban por el país y que recurrían a la sala circular del Caupolicán para ofrecer sus espectáculos al público chileno.

La cantidad de figuras que se presentaron en el teatro en todos sus años de resplandores llegaría a ser abismal, realmente asombrosa; mayor que en cualquier otro escenario nacional. Prácticamente, se resumían en su cartelera todas las visitas y locales ilustres de las artes escénicas, deporte, bataclán, ópera y música en Santiago.

Sólo para dar una magnitud de aquella pléyade de atracciones en el teatro, pueden recordarse los casos de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, el trompetista y cantante Louis Armstrong, la mítica bailarina Tongolele, el pianista chileno Claudio Arrau, los inicios de la Orquesta Huambaly, el rock clásico de Bill Halley and his Comets, Duke Ellington y su Bigband, la compañía del “Bim Bam Bum” de Buddy Day, la Orquesta Castro de Sevilla, el elenco de Cabaret Bijoux, el trío mexicano Los Panchos, la joven cantante chilena Monna Bell (después avecindada en México), el incomparable cantante y actor mexicano Jorge Negrete, el Music-Hall de Israel, el Circo de Moscú, los Coros de la Universidad Católica y de la Universidad de Chile, los hermanos Retes, los más famosos tonis del circo chileno, innumerables folcloristas y muchos otros nombres de visitantes trascendentes que estaban inmortalizados en el piso y rodeados de estrellas en inscripciones metálicas por el foyer del acceso sur del teatro, verdaderas diademas históricas que la actual administración decidió conservar tras una remodelación. Están ahora en los muros del hall y la boletería del mismo pasillo.

Como puede deducirse, la actividad era increíble dentro del espacioso recinto timoneado por el capitán Venturino, dejando atrás su apodo de Elefantito Blanco. Convivieron allí lo popular y lo docto; la zarzuela y la música selecta; el mago y la cantante lírica. Se realizó también una concurrida temporada de ópera con obras como “Rigoleto” y “El barbero de Sevilla”, y el deporte de alto rendimiento también estará presente en 1946, cuando se juega allí la final sudamericana de básquetbol femenino, ganando las chilenas. Hasta una fallida exhibición de tauromaquia se intentó en su arena en 1954, pero los animales se aterraron con el público y las luces para frustración de los toreros, debiendo suspenderse la muestra. El vate Pablo Neruda, por su lado, realizará también una célebre conferencia en octubre de 1962, pues el discurso político siempre hizo ecos en aquella redondez.

Aviso publicitario en prensa impresa, octubre de 1943, con las proyecciones de cine en el Caupolicán.

Jornadas de Catch o Cachacascán, anunciadas en las marquesinas del Caupolicán en 1961. Imagen de los archivos fotográficos del Teatro Caupolicán.

La obra-espectáculo Cabaret Bijoux, anunciado en la gran marquesina del teatro durante los años ochenta. Fuente imagen: colección fotográfica del teatro.

Presentación en el escenario del Teatro Caupolicán del Gran Circo Acrobático de China. Fuente imagen: colección fotográfica del teatro.

Histórica temporada de las presentaciones de la compañía del Holiday on Ice en el Teatro Caupolicán. Fuente imagen: colección fotográfica del teatro.

Presentación del maestro pianista Claudio Arrau en el Caupolicán, en 1984. Fuente imagen: colección fotográfica del teatro.

En una entrevista de Humberto Loredo en la revista "En Viaje" de mayo de 1970, bajo el título "El Caupolicán: mágico mundo del espectáculo" leemos detalles interesantes sobre la relación indivisible del coliseo con la familia Venturino. El hijo del fundador, Sergio Venturino, era a la sazón el director artístico de la Empresa Chilena Cóndor y declaraba algo más sobre la publicidad que se procuraba a las funciones en la sala:

El mundo del espectáculo es muy especial, es de vuelta y vuelta. Nuestros calcetines no tienen revés. Sabemos donde nos aprieta el zapato y no nos agrada cojear. La publicidad es para nosotros demasiado importante. Tenemos nuestro estilo. Los espectáculos internacionales que presentamos, por ejemplo, nos cuestan mucho dinero y no podemos desperdiciar un solo espectador. Usted lo ve a diario: hasta en la población marginal más humilde surge de pronto una antena de televisión. Si hay disponibilidad para ello, también la habrá para nosotros. Y para los que viven con la ausencia de los diarios, le ponemos un altavoz en el oído. No nos ignoran. Y nos agradecen que los tengamos en la lista de concurrentes.

¿Le digo otra cosa? Nosotros siempre somos noticia. Cada espectáculo internacional es miel para los periodistas especializados... y esto se transforma en una colmena. Y como la miel que traemos es purificada y de primera, tiene la aceptación que tiene, ¿no es así? ¿ah? ¿ah?

Las redes de los Venturino, en tanto, ya llegaban al extranjero, por lo que no era raro observar agentes de artistas atracando sus navíos directamente en el lugar, con sus expectativas para presentaciones y negocios dentro de portafolios y maletines. Tampoco era inusual encontrar estrellas del teatro almorzando o tomándose un traguito en los varios restaurantes, bares y fuentes de soda del entorno, causando gran atención y sorpresa del público de calle San Diego.

A su vez, coreógrafos, artistas y bailarinas entraban o salían durante todo el día por entre vidrieras y mamparas del Caupolicán, y en las “pausas” (por llamarlas de alguna forma) había público para las comentadas proyecciones de películas o los ensayos de las orquestas, si no eran simples reuniones de camaradería en su arena central o bien en algunas de sus varias salas, con un grato café propio una de ellas.

Mientras tanto, siguieron brillando las figuras bajo sus focos y agregándose nombres a la nómina completa de grandes estrellas en el lugar: el comediante argentino Pepe El Zorro Iglesias, sus compatriotas del Gran Circo Tihany, el domador internacional de fieras Franz Marek, el coreógrafo Antonio Ruiz Soler con su Ballet Español, el cantante y actor mexicano Miguel Aceves Mejía, la Compañía de Revistas Ritmo Loco, el Ballet Lago de Yugoslavia, el director estadounidense Woody Herman y su orquesta, el Conjunto Beriuska de la Unión Soviética, la Compañía Linterna Mágica de Praga, los tangos uruguayos de la valorada Orquesta de Francisco Canaro, el trío de boleristas mexicanos Los Tres Diamantes, el actor nacional Jorge Sallorenzo, las voces del Trío Moreno, la cantante méxico-estadounidense Angélica María (receptora del Premio Caupolicán por sus superventas de entradas allí, en 1973), la soprano de origen mapuche Rayen Quitral, el Gran Circo de Alemania...

Jorge Orellana Mora, en "Una mirada hacia atrás", recuerda lo ocurrido en un espectáculo del Caupolicán que cerraba con la famosa orquesta Lecuona Cuban Boys, en donde aceleraba y rompía corazones la bailarina caribeña llamada Estela, otra de las divas olvidadas de los shows en las noches del Santiago de aquellos años:

Luego de un baile frenético, poco a poco, el sonido de la orquesta disminuía y, al mismo tiempo, se iban apagando las luces y sólo se oía el sonido de las maracas -recubiertas con pintura luminosa- que Estela llevaba colgando de las caderas. Era lo único visible en el obscuro escenario. La negra movía sus caderas al compás cadencioso de los músicos. Luego, la orquesta subía su sonoridad a medida que se iban encendiendo las luces hasta que la fuerza del ritmo de la música empujaba a Estela a la eclosión final del baile. Era un número arrebatador. Al caer la cortina, lógicamente, el público quería más, pero solo Estela salía un par de veces para agradecer los aplausos, porque sus compañeros ya estaban acarreando sus bártulos para subir al microbús y llegar a tiempo al programa de radio.

Enrique Venturino, había contratado como telonera a una joven artista chilena, Diana Reyes, que debía continuar el espectáculo, pero el público quería más Estela.

Por fin, Diana, casi comiéndose el micrófono, gritó:

- ¿Me van a dejar cantar, o no?

Y de la galería, de inmediato, se oyó la respuesta:

- ¡Si movís el culo como la negra, sí!

Del mismo modo que sucedía con los astros, el teatro tuvo una atracción formidable para los grupos políticos de todo el espectro. Allí se realizaron, por ejemplo, actos de los socialistas con Oscar Schnake y Marmaduke Grove al micrófono; otros de apoyo al bando republicano en la recientemente estallada Guerra Civil de España y luego para el Frente Popular de Pedro Aguirre Cerda. Presidentes como Arturo Alessandri, Jorge Alessandri, Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende pasaron por esta arena, antes, durante o después de haber conseguido el sillón del Palacio de la Moneda. Parte importante de la historia republicana chilena se ha escrito desde el anfiteatro, por lo tanto.

Presentación ya más cercana a nuestra época, con una elegante limusina estacionada en la entrada. Se observa una marquesina ya retirada. Fuente imagen: worldtravelserver.com.

Otra vista a la fachada y la retierada marquesina del teatro. Fuente imagen: worldtravelserver.com.

Fachada del Teatro Caupolicán en la actualidad, vista desde el lado sur por calle San Diego.

Vista de la fachada en San Diego por el lado norte, en el famoso actual barrio de los negocios de bicicletas.

Vista general de la entrada principal del teatro, en nuestros días.

Elegante hall de la entrada principal al recinto, con lámpara colgante. Los negocios que estaban antes enfrente eran parte del ambiente que el teatro le imprimía al barrio, como restaurantes y boites.

Ingresos al pasillo circular, en el acceso principal, con el pulcro aspecto actual del recinto.

Aspecto de la boletería y pasillo del acceso sur. Los círculos metálicos con estrellas en el muro, son los mismos que antes estuvieron empotrados en el antiguo piso de este lugar recordando a los grandes artistas que pasaron por el teatro.

Debido a lo recién descrito, el teatro se había convertido rápidamente en lugar de proclamaciones de candidatos: los célebres “caupolicanazos” que aún se copian en nuestra época; o bien de demostraciones políticas históricas como la que realizó Frei Montalva al llamar a votar “No” en el Plebiscito de 1980, en el único acto de opositores que se realizara entonces y uno de los eventos más tensos que hayan involucrado al Caupolicán en toda su historia. “El teatro no tiene partido político... Paguen y griten lo que quieran”, decía en su momento y con funcional ironía Venturino padre, según recuerda Alfredo Lamadrid en “Nada es como era”.

Y como si las presencias humanas no fueran suficientes para la semblanza del Caupolicán, vinieron a quedarse en él, también, las entidades del otro mundo, con innumerables historias que hasta hoy se escuchan sobre fantasmas en el teatro. Uno de ellos era un terrorífico payaso oscuro que, según el veterano conserje Jorge Figueroa, el empleado de más largo servicio que haya tenido el recinto, cruzaba fugazmente en los pasillos en penumbra llevando la típica vestimenta de tony de circo: peluca, zapatos grandes, pantalón bombacho, etc. El mismo trabajador especulaba que podía tratarse del alma en pena de alguno de los antiguos miembros del elenco circense, pues los payasos más pobres se quedaban a dormir en el teatro en los años sesenta.

Toda la edad de doblones del boxeo se vivió también en el Caupolicán, especialmente en sus inolvidables días viernes: Arturo Godoy, Godfrey Stevens, Raúl Carabantes, Humberto Jeta Loayza, Carlos Rendich, Alberto Ventarrón Reyes, Mario Salinas, Simón Guerra, Antonio Fernández, Martín Vargas, Jaime Motorcito Miranda, Benedicto Villablanca... Animan, comentan o sólo asisten por gusto los baluartes de la locución deportiva de esos años: el noctámbulo Renato Mister Huifa González, la voz tan particular de Sergio Silva, la sapiencia reflexiva de Julio Martínez.

Cabe comentar que aquella actividad boxeril contaba con el respaldo financiero del empresario cubano-español Ricardo Liaño, el mismo quien, tras despilfarrar su fortuna, acabó sus días pobre y arruinado en la pieza sucia de un edificio del barrio Mapocho, próximo al Mercado Central. Allí lo alcanzó la muerte, precisamente.

Las anécdotas y curiosidades de aquel período y de la potente actividad boxística en el teatro darían para un capítulo completo. Sólo como ejemplo, Roberto Merino recuerda en su memorial de Santiago que, en abril de 1981, un moreno peleador de Puerto Rico mandó a la lona a la promesa de Melipilla, Pajarito López, dejándolo tendido y K.O. en el ring, para decepción de los locales. El vencedor comenzó a celebrar su victoria de forma soberbia, actitud que molestó al hermano del vencido, un fornido sujeto que subió saltando las cuerdas y de un solo puñetazo dejó viendo canarios y sin su protector bucal al victorioso ganador de la contienda. El agresor acabó detenido por su escasamente decorosa venganza.

Con relación a lo mismo vale recordar, además, que desde los sesenta y hasta la primera mitad de los ochenta destacó una voz avasallante entre el público en aquellas jornadas inolvidables de boxeo: era Luis Domingo Contreras, el famoso personaje conocido como el Burro, cuyo vozarrón improvisando chistes daban una atracción adicional al espectáculo, a tal punto que los organizadores de las peleas cobraban más caras las butacas del público situadas alrededor de esa imparable máquina de bromas.

...Y siguieron parándose en el escenario los seres destellantes, en tanto, en secuencias interminables aún legibles en el señalado hall del teatro: el multifacético artista francés Maurice Chevalier, su símil Juliette Gréco y la italiana Caterina Valente; el premiado actor nacional Alejandro Flores; su colega y coterráneo Rafael Frontaura, la exótica bailarina mulata franco-norteamericana Josephine Baker, otra mulata cantante la argentina Rita Montero, el bolerista nacional Lucho Gatica, el dúo musical y humorístico Los Caporales, el compositor José Goles, el gran Nicanor Molinare, el equipo de básquetbol acrobático The Harlem Globetrotters, la compañía Holiday on Ice, Las Mulatas de Fuego de Cuba, el Circo de Delfines de Miami, el grupo folclórico nacional Los Cuatro Huasos, el humorista chileno Manolo González, sus paisanos locutores Renato Deformes, Adolfo Yankelevich y Raúl Matas; el cantante francés Charles Trenet, el pianista británico residente en Chile don Roberto Inglez y su orquesta; el equipo del Carnaval en el Agua, la Compañía de Coros y Danzas de España, la orquesta del maestro Pérez Prado, la Compañía Arco Iris sobre el Hielo de Alemania…

La debacle del mundo del espectáculo y nocturno en esas mismas décadas de los setenta y ochenta, sin embargo, llevó al antiguo teatro al ocaso. Ni siquiera el corazón de las candilejas nacionales podía resistir el golpe que había recibido el ambiente con los cambios del interés del público y luego por las restricciones a los encuentros nocturnos. Coincidiendo con el período en que fallece Venturino, en 1984 se declara al teatro en quiebra, pasando así a manos del Banco Sud Americano.

En tan desalentadora situación, agravada también por la crisis mundial, el teatro cerraría sus puertas ante la congoja de quienes habían construido parte de la propia historia de luces y tablas en dicho lugar. Hubo trabajadores de larguísimo desempeño en el Caupolicán, algunos que incluso vivían en el edificio, quienes de un día para otro se vieron en la calle mirando al teatro arruinarse. El sábado 4 de mayo de 1991, cuando ya se había anunciado el remate del edificio, se organizó un recital rock a beneficio de los diez empleados que quedaban y que resultaron cesantes tras todo este ocaso.

Sectores abiertos dentro del recinto. Un intenso ajetreo se produce en estos rincones y pasillos durante las jornadas de presentaciones y espectáculos en el teatro.

Actual sector del café, al interior del teatro. La sala fue recuperada recientemente y tiene en exhibición una colección fotográfica relativa a la historia del teatro.

Gran concierto musical en el Teatro Caupolicán, ya en nuestra época. Fuente imagen: Sitio web del Teatro Caupolicán.

Pasillos del nivel intermedio dentro del teatro. Se advierte su clásica disposición tipo coliseo, rodeando a la sala central.

Acceso al nivel inferior o cancha de los conciertos más masivos. Es parte del arena de presentación en eventos grandes como circos o danzas.

La imponente cúpula, en lo alto del techo circular del edificio.

Actual distribución de las butacas de la galería, en el segundo nivel del teatro.

Vista general de la sala central del teatro, observada desde el segundo nivel.

Ante tanta adversidad, atrás parecía quedar la época en que el Caupolicán había tenido la categoría y las dignidades para recibir a la actriz Elena Moreno, al humorista Jorge Romero Firulete, la Compañía Hogar Dulce Hogar, el cantante Antonio Prieto, el elenco de la Sinfonía en el Hielo de Alemania, la revista Nouevelle Eve de París, la Orquesta Sinfónica de Chile, la Orquesta Sinfónica de Moscú, el Circo Francés, el Circo Fantasía en el Hielo, la Orquesta Filarmónica de Filadelfia, el Circo Acrobático de China, la Orquesta Churumbeles de España, los tangos de Miguel Caló y su orquesta, el elenco nacional de la obra “La Pérgola de las Flores”, el Conjunto Acrobático de Dinamarca, la "Fiesta Linda" de Luis Bahamonde, o los cantantes españoles Julio Iglesias, Raphael, Lola Flores y Joan Manuel Serrat... 

Ese mismo año del colapso, en el remate se adjudicó el teatro al Club Social y Deportivo Colo-Colo, invirtiendo 250 millones de pesos en remodelaciones y reparaciones de su decaído estado. Fue casi providencial que pasara a estas manos, alejando el temor de su destrucción que llegó a parecer inminente para algunos. Desde ese momento, se le cambió el nombre al de Teatro Monumental, mismo del estadio del club en Macul.

Sin embargo, la aparente salvación del teatro comenzó a desvanecerse penosamente con el cambio de siglo y milenio, cuando la crisis financiera en la que había caído el club deportivo parecía insostenible, debiendo ser tomada su caña de mando por la sindicatura de quiebras. Los ojos de los acreedores se pusieron casi instantáneamente sobre el teatro y, como consecuencia de esto, en 2003 se le realizó un avalúo fiscal de 856 millones 696 mil pesos, llamándose rápidamente a remate. Lo mismo sucedió con la hermosa sede de calle Cienfuegos 41, edificio de 1926 construido por su primer propietario, Ismael Edwards Matte, que lisonjeaba por sí sólo el orgullo del club desde que la adquiriera en los cincuenta.

El Teatro Monumental, sin embargo, prácticamente le sería arrebatado a la picota recién afilada: fue vendido por 185 millones de pesos a la Comercial Veneto, de los hermanos Jorge Ignacio y José Antonio Aravena. La gestión se hacía por solicitud de su padre, el célebre empresario nocturno y de espectáculos José Aravena Rojas, más conocido como el Padrino, propietario de boliches bohemios históricos como el Casino Las Vegas, la boîte La Sirena, el night club Tabaris y cabarets como el Passapoga y el Mon Bijou, entre muchos otros sitios.

A mayor abundamiento, el Padrino Aravena había sido amigo personal de Venturino, por lo que estaba decidido a comprar el teatro que por tantos años había pertenecido al fallecido empresario y que ahora parecía amenazado, otra vez. Aravena conocía bien el barrio, además, habiendo estado relacionado con la propiedad de varios establecimientos de estas mismas cuadras y otras cercanas de San Diego, como La Milonga, El Mundo (justo enfrente del teatro), La Pérgola, El Sol y El Lucifer. De este modo, una de sus primeras medidas fue devolverle el nombre de Teatro Caupolicán, despertando al instante muchas gratitudes, por un lado, pero por otro también una gritadera colérica, precisamente proveniente de algunos de los que no habían sido capaces de mantener el teatro y casi lo habían condenado a ser convertido en escombros, antes de aparecer este empresario al rescate.

De ese modo, la silueta isotípica del gallardo jefe araucano Caupolicán, basada en la obra escultórica homónima de Nicanor Plaza, quedaría vigilando otra vez el paso de la historia de calle San Diego desde su marquesina.

Pocos años después, en enero de 2008, Aravena falleció a los 84 años. A pesar de toda la leyenda negra que algunos periodistas y adversarios tejieron en torno a su persona haciendo hipérbole del cariz de sus negocios o arrojándole neblinas negras a los mismos, fue despedido por su numerosa familia, sus amigos, sus ex empleados y todos sus leales, con grandes muestras de agradecimiento y de afecto hacia su persona.

El Teatro Caupolicán sigue en la sociedad de la familia y administrado por su hijo José Antonio. Se ha mejorado notoriamente el edificio; se han reparado sus estructuras, parte de sus revestimientos y baldosas de pasillos; se han incorporado también redes de muchas cámaras de seguridad y se han habilitado espacios nuevos muy gratos y acogedores, como la sala de té y café interior, con colecciones de imágenes históricas del teatro. Se cambió su marquesina por una mucho más moderna, además, todas actualizaciones necesarias pero que no han hecho perder al teatro su identidad original, esa que arrastra su historia desde los tiempos en que era el Circo Caupolicán.

En septiembre de 2017, retornó al teatro el Circo de las Águilas Humanas, tras cerca de 40 años de ausencia allí. Por los mismos días, se realizó el Festival del Terremoto del famoso bar Las Tejas, también ubicado en San Diego, en el espacio que perteneció al desaparecido Teatro Roma. Algunos comerciales de televisión se han grabado en su platea y galerías, además, y la aparición de importantes nuevos espacios de espectáculos para Santiago no ha reducido su importancia y valor para la oferta artística capitalina.

Puede decirse con tranquilidad, entonces, que el recuerdo de tantos hombres que hicieron su parte en la larga historia de luces y reflejos del entretenimiento escénico nacional sigue a buen resguardo allí. Y, materialmente hablando, quizá estemos en uno de los mejores momentos del teatro después de su época de apogeo, continuando su semblanza de candilejas en una nueva etapa de vida para la actividad cultural de la que es ya un clásico soporte. ♣

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