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EL CHICHA Y CHANCHO: LA PORQUERIZA DE LOS CHANCHITOS MALOS

Reconstrucción de la fachada e ingreso al local de los chanchitos...

La abundante fauna totémica de la recreativa y noctámbula Aillavilú,  la ex calle de Zañartu en el barrio Mapocho de Santiago, tuvo un integrante porcino que acuñó sus propios doblones para heredar a la familia histórica del vecindario. Y como sucedió a todas las vidas caídas en infortunio y desgracia en el mismo sector de la capital, este chanchito también sucumbió consumido por el fuego del tiempo, cual suculenta parrillada que quedó olvidada en el calor de las brasas, por un divino asador distraído en sus cervezas.

Cuentan que a estos chanchitos les habría temido hasta el más malo de los lobos de cuentos, sin embargo.

El Chicha y Chancho fue un popular pero bravo tugurio con más aires de cantina ranchera, asentado en Aillavilú 1055 casi al centro del callejón. Ocupaba un viejo local de la ciudad, mismo que ya desde fines de los locos años veintes -cuando se construyó este edificio de los arquitectos Alberto Cruz Montt y Roberto Dávila (1928)- acogía en su zócalo oscuros clubes y restaurantes. Uno de ellos, llamado Café Santiago, fue parte de las locaciones de Mapocho utilizadas para el filme "Largo Viaje" de Patricio Kaulen, en 1967. Y, dicho sea de paso, este bello edificio esta seriamente amenazado por la falta de mantención y el daño colateral provocado por el hacinamiento de inmigrantes en sus apartamentos, llevando a la municipalidad a ordenar su desalojo y a sostener disputas con los locatarios de niveles inferiores.

Asistían al Chicha y Chancho trabajadores del sector, cargadores del Mercado de La Vega, rotos del Mercado Central y cuidadores de vehículos de las varias calles del entorno. Por las noches aparecían también algunas chiquillas felices con sus labios de fresa y mejillas casi color salsa de tomates, además de los infaltables enfiestados que llegaban volando desde La Piojera, El Touring, El Wonder Bar, La Clínica o cualquiera de los varios otros bares del sector, cuando estos cerraban más temprano sus puertas… Borrachines que se negaban a abandonar la irrenunciable juventud de la noche, en definitiva.

Lamentablemente, con tan extraña diversidad llegaban también algunos pillos e indeseables del sector... Estos tuvieron mucho que ver con la decadencia y desaparición de este sitio, según todo indica.

No era muy grande la desaparecida porqueriza de Aillavilú, aunque sus espacios estaban diestramente divididos por columnas y, como otros locales del mismo zólcalo, lucía revestimientos con enchapado de madera y paneles de tabiquería, en su caso con colores durazno y rosáceo. Es posible que las instalaciones y la distribución de las mesas quizá perjudicaran la comodidad dentro del local pero, pasados algunos tragos terremotos o cañazos de pipeño, esto se olvidaban rápidamente.

Bien pudo haber sido el Chicha y Chancho, quizás, lo más parecido que quedaba en el barrio a esas viejas ramadas y chinganas que lo enseñorearon en el pasado y a ambos lados del río, aunque en este caso rodeado de sólidas paredes y arcadas en lugar de ramas o quinchas. En efecto, tenía un aire rústico y olor a combo en el hocico que amedrentaba a primerizos y bisoños, pero que hacía viajar a la imaginación del visitante por la historia.

Aunque su cartel de presentación exterior ofrecía "Almuerzos - Sandwichs", su atracción era ejercida principalmente en las horas oscuras: esas en donde se bebía más que merendaba, justamente. De todos modos, el negocio se hizo de una clientela fiel por su oferta de comidas típicas chilenas, fundamentalmente de cerdo (perniles, arrollados, prietas longanizas, causeos, etc.), pero más por sus jarras y cañas, pues tenía características de chichería antigua, con regadas ventas de vino y pipeño que parecían competir con el caudal del cercano río. De ahí el nombre, entonces: el Chicha y Chancho, sus dos grandes ofertas, como lo anunciaba afuera el letrero de acrílico amarillo y tubos fluorescentes internos.

Aquella propuesta era todo lo que necesitaban sus comensales para acudir a disfrutar de la vida y ponerla en riesgo hasta las horas de la noche, en estos callejones.

En sus últimos años de prosperidad, se hicieron cotizados en el lugar sus terremotos, además de los tragos muy fuertes. Los primeros eran baratos y al inicio eran servidos en un vaso-jarrón como los usados para la cerveza, después cambiadas por vasos grandes tipo potrillo. De hecho, un barril de vino pipeño con un terremoto dibujado encima, con escaso talento artístico por parte del muralista, anticipaban en la fachada y antes de entrar al local lo que esperaría adentro al curioso: esa rebosante jarra, la misma que alguna vez terminó estallando también en la cabeza de algún camorrero, según las leyendas.

El local, ya con sus cortinas abajo y antes de la transformación de su espacio.

Noche en calle Aillavilú... Ya muy distinta, más calma y con otra clase de comercio establecido en donde ayer había chanchitos.

El terremoto sobre un barril, que estuvo por años dibujado afuera de local del "Chicha y chancho", invitando a los sedientos.

El Chicha y Chancho estaba ambientado de manera más bien básica y rústica, con maderas y adornos propios de un rancho, pintadas de esos señalados colores blancos y rosas. Colgaban banderitas chilenas como si fuera una fonda permanente, además. Hacia el interior quedaban las mesas cojas y menos elegantes, aunque las más requeridas por los guapos. Era como una especie de miniquinta de recreo, más exactamente, dominada por un ambiente cargado al gusto picante y bravo.

A su vez, el bar estaba rodeado de cabarets y cafés de huifa que aún existen, no recomendables para pajarones o tímidos. Sus chanchitos ebrios, fieles concurrentes, paseaban o cantaban con la emoción del estado etílico durante aquellas jornadas de bebida y neones... O eso era así, al menos, antes de que alguien hiciera volar alguna de las sillas.

Los músicos de los boliches de la misma calle, en tanto, se largaban a dar interminables serenatas, muchas veces más ebrios que los propios parroquianos, sacando la cresta a golpes de dedos a alguna pobre guitarra desafinada. En no pocas ocasiones el ruido era escondido tras la cortina metálica, bajada para evitar los problemas con las restricciones de horarios o la incomodidad de los vecinos, según sugieren los testimonios.

Sobre lo recién comentado, se sabe que es algo común el que cantantes y grupos musicales anden errando por estos locales de Mapocho y tocando repertorios de rancheras, boleros o corridos. René Huesillo, antiguo símbolo del barrio, pasaba frecuentemente por el Chicha y Chancho, por ejemplo. Don René, de hecho, paseaba desde los años setenta por los restaurantes de Aillavilú, entregando sus canciones y guitarreos de boleros, valses y tristes tonadas a cambio de algunas monedas y aplausos. Se había convertido en uno de los más queridos artistas populares del sector pero, a veces, se sentía pagado con sólo una cañita; o varias… Más de las convenientes. Así, su voz se apagó el año 2003, justo en los días en que había sido entrevistado por un medio de televisión que lo presentó como uno de los personajes más importantes de Mapocho.

Hacia sus últimos años, el restaurante contó con una que otra agrupación que se presentaba más establemente para ofrecer su música, pero no sin polémicas. Había sido escandalosa noticia de que el treintón instrumentista de uno de los grupos del Chicha y Chancho, en 2002, se escapó con una niñita cantante de rancheras del mismo local y quien recién entraba en la adolescencia. Sin dejar pasar la ocasión para satirizar, el irreverente diario "La Cuarta" del miércoles 18 de diciembre de ese año, publicó el título "Policía movilizada ante el romanticón rapto de Rancherita de Renca por El Villano del Sur". El viernes 20 seguía mofándose del caso, al titular: "En comisaría de Loncoche debutó dúo de La Rancherita y El Villano del Sur"…

Posteriormente, contaban en el mismo barrio que el aludido músico se había vuelto a escapar con la chiquilla al año siguiente. Al parecer, había sido incapaz de renunciar a su apasionada y pecaminosa historia de amor.

Poco tiempo después, el mismo Chicha y Chancho comenzó a abrir cada vez más tarde y a cerrar cada vez más temprano, como suele ser el presagio de un inminente final en el comercio. Un día de aquellos, simplemente, su cortina de hierro no volvió a levantarse... La razón era evidente: había llegado ya la temida hora final al cerdito, ese que por años compartió su chiquero con ebrios pendencieros y prostitución.

Decían por el barrio -los cuidadores de vehículos y algunos vecinos de Aillavilú- que el cierre definitivo de local sobrevino por un trágico incidente: una sangrienta "cargada" o "despacho", en la jerga callejera. Habría sucedido, según ellos, que en una de las reyertas entre sus clientes voltearon a puñaladas a un tipo dentro del local y, para evitar más problemas con la ley (e intentando no frustrar la continuación de la fiesta, además), tiraron al muerto a la calle intentando fingir que allí lo habían tumbado. Sin embargo, la policía de todos modos habría adivinado lo sucedido.

Como sea que ocurrió en realidad, el local murió en medio de escándalos y controversias, víctima de los restrojos de atrevimiento que quedaban en el barrio. El siglo XXI ya no era para cerditos malvados. La competencia de las quintas La Piojera y el Touring era feroz en esa cuadra, además, de modo que no sobraba público.

Desde entonces, a veces aparecieron esperanzadores carteles o lienzos anunciando el pronto "regreso" del local en versión renovada, seguramente por quienes pretendieron reponerlo con algún proyecto. Pero nunca se concretó este retorno, quizá para mejor recuerdo del Chicha y Chancho; o al menos para no empeorarlo. Un pub trató de instalarse en su local, de hecho, pero tuvo muy corta duración allí. Justo hacia los días del terremoto de febrero de 2010, los últimos vestigios de la existencia del Chica y Chancho fueron desalojados con vesania desde el interior del local, apilados en desperdicios de maderas y metales para ser reciclados como basura de mediana utilidad.

Pueril y triste fin de la porqueriza de los chanchitos malos, aunque casi desde esos mismos años fue ocupado aquel espacio por una tienda de venta de prendas de cueros y artículos para "motoqueros" y después por un restaurante, negocios más acordes a los nuevos estilos de comercio creativo que buscan instalarse en Mapocho como anticipo de tiempos mejores que pueden aproximarse para calle Aillavilú. ♣

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