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EL MARABÚ DE DON ARTURO: EL SECRETO MEJOR GUARDADO DE LAS CONDES

 

Un refugio de pura magia clásica sobrevivía en calle Manuel Barrios 5034 de la comuna de Las Condes, a un costado de la Plaza La Concordia. Llegó a superar la media centuria de vida siendo un verdadero secreto iniciático de los amantes y exploradores de la ciudad; acaso un lugar sacado de otra época, de otro tiempo, de otro contexto, pero enclavado como bastión de tiempos distantes entre los elegantes barrios de avenida Latadía con Sebastián Elcano. Era la perla de la ostra barrial, quizá.

El Marabú fue de todo con su patrón sempiterno: picada, bar, fuente de soda y restaurante popular. Como muchos establecimiento de su estilo, su recargada decoración combinaba viejos artefactos para orgullo de anticuarios, cuadros al óleo de diferentes grados de talento y enmarcados, pósters de chicas sexis, fotografías antiguas de Santiago, recortes de diarios mencionando al mismo local y recuerdos polvorientos en general, entre los que destaca la camiseta roja -enmarcada y con cristal- de un conocido seleccionado nacional de fútbol, con su respectivo autógrafo. Gran parte de aquellas cosas para la contemplación de los clientes eran, sin embargo, instalaciones recientes: al dueño le dio por caracterizar así su local especialmente a partir de los días del Bicentenario, manteniendo hasta el final este aspecto, además de los detalles curiosos, como el baño unisex y el antiguo mesón de la caja, digno de un museo.

En más de 50 años de existencia de esta pequeña fortaleza popular, se transformó casi en otra marca para una ciudad como la capital chilena, esta donde con suerte algo dura diez años. Quienes lo conocían, simplemente lo veneraban, con todos sus detalles. Sobre una vieja campana de cocina colocada tras el mostrador igual de vintage, de hecho, había una inscripción conmemora este aniversario cincuenta de este boliche.

A pesar de las modificaciones de su aspecto interior, gran parte de lo que podía admirarse del Marabú era lo mismo que tenía al ser inaugurado en 1966: mobiliario, mostrador, refrigeradores viejos y, por supuesto, su inefable dueño Arturo Vilches Fernández, don Arturo o don Artur para la gallada, quien fuera el fundador junto a su hermano Damián.

Entrando en detalles, don Arturo era un patrón "a la antigua": divertidísimo, tremendo anfitrión y de notable agilidad mental para improvisar bromas a sus parroquianos más conocidos, con los que solía interactuar todo el tiempo. Era del tipo de anfitriones que se sentaban con sus clientes, a la antigua. Si no estaba en el comedor, atendía fielmente en persona y abrigando su calva con una boina tipo gatsby. Su público iba desde trabajadores hasta elegantes vecinos de aquellos barrios.

Cuando fue puesto en marcha el negocio, el vecindario de marras lucía un poco distinto a como se ve ahora, aunque quedan todavía varias casas de la generación original de residencias que le dieron forma a sus mismas cuadras y calles. Ha sido inevitable el avance de las inmobiliarias y, de hecho, hubo períodos en que el local se llenaba con los obreros de las mismas construcciones que comenzaron a hacerse alrededor, como maestros y jornales. Varias veces se hicieron ofertas para comprar el edificio con zócalo comercial y al propio bar entre ellos, sin lograr convencer a don Arturo ni a los demás propietarios, quien ya tenía apostado allí lo que iba a ser el resto de su vida, y lo sabía.

A pesar de la tendencia a ser un vecindario más bien de clase media alta, entonces, no le faltaban al Marabú residentes del sector asistiendo a diario a esta singular picada, además de los mencionados trabajadores y empleados. Otros clientes frecuentes eran los infaltables jugadores de dominó de esta clase de salones criollos, quienes organizaban partidas en el mismo. La clientela se había ido diversificando con los años, sin embargo, pues si antes iba más gente de edad, después aparecieron también personas jóvenes, estudiantes superiores y hasta algunas parejas que lo encontraban romántico, por alguna razón. Un lugar de paz y de buena convivencia, aunque en algunas pocas ocasiones de su historia ha sido tocada su clientela por el dedo del demonio pendenciero.

La oferta allí era económica, de colaciones para la hora de almuerzo y seguida con combinados, cerveza o schops y los clásicos bocados de fuente de soda en la tarde, tanto al interior como afuera bajo el toldo, hasta caída la noche y aún bien pasadas la medianoche, según el día. La carta incluía lomitos, churrascos, Barros Luco, papas fritas y un suculento sándwich con el nombre del local: consistía en un churrasco en marraqueta con cebolla frita. Con unos cuantos billetes en los bolsillos, entonces se podía hacer el día completo en el Marabú, cómoda y gratamente.

En los días en que había transmisiones de partidos de fútbol importantes, el sitio se colmaba de alegres comensales atentos a la pantalla plana del muro. A veces hasta aparecía una parrilla y comenzaban a hacer asados afuera, junto a la entrada. Don Arturo decía con frecuencia que algunos chicos de la Ciudad Deportiva de Iván Zamorano pasaban también a celebrar al bar, al igual que los miembros del Club Punto Rojo del vecindario, y para quienes el Marabú se había vuelto tan importante como sede que sus copas de torneos y reconocimientos en el balompié estaban luciéndose ante el público allí mismo, en la repisa ubicada tras una vieja báscula comercial.

Ocasionalmente, sonaba en el Marabú alguna guitarra con coros de los propios presentes. Pasada cierta hora, la patente de alcoholes se quedaba dormida y comenzaban a circular botellas de fuerte, muchas traídas por los propios clientes. Poco a poco, el rasgo artístico y folclórico comenzó a acentuarse en el local y así, ya en sus últimas décadas, era un interesante lugar para el encuentro alrededor de las cuecas urbanas que llevaban a la sala algunos grupos, entre ellos el de Las Mononas, quienes de hecho tocaban una cueca dedicada al local. El grupo integrado por las jóvenes y talentosas artistas Natalia Cristina Soto, Bárbara Carrasco, Magdalena Espinoza y Daniela Martínez, entonaba en los primeros versos de la pieza musical:

Mi'jita vamonos,
Vamonos pa'l Marabú!
Mi'jita y a pasar
A pasar noches con canto.

De esa manera, el Marabú se había convertido por comunión connatural en un eje de reuniones para tres tipos de público: los jugadores de mesa, los futbolistas y los cuequeros, creándose un ambiente de fiesta que hizo de sus últimas décadas las mejores que tuvo el local.

Fue muy querida por todos allí también una tierna perrita llamada Shakira, la recepcionista de cuatro patas del Marabú y que pasó varios años paseando entre las mesas de los clientes o moviendo la cola, para recoger las migas o los trocitos de comida que le arrojaba la gente compadecida de su mirada, cuando no estaba detrás de la barra con el propio dueño.

La cantina llamó la atención de varios periodistas y escritores, además, entre ellos Catalina May y Francisco Mouat, quienes publicaron algunos artículos sobre él. Mouat, de hecho, había sido cliente frecuente del mismo boliche, viviendo relativamente cerca de él y siendo recordado por don Arturo. El dueño también aseguraba que su querido establecimiento había sido usado como locación de grabaciones para programas dramáticos de televisión y teleseries, más algunas sesiones fotográficas que se hicieron en su pintoresco salón.

Don Arturo pretendía extender la existencia del bar más allá de la propia, perpetuando tanto como fuera posible la permanencia de este popular escondrijo bohemio y futbolero en Las Condes. Por eso, continuó rechazando propuestas de venta e intereses de empresas inmobiliarias en tirar por allá la picota, para nuevos proyectos residenciales de perturbadora verticalidad... Esa misma que tantos leales del Marabú intentaban mantener con disimulo y falsa naturalidad en sus cuerpos, saliendo de tan histórico boliche.

Al parecer, el patrón tenía una motivación especial para que el Marabú alcanzara los 60 años de existencia, y había fijado la inscripción conmemorativa detrás de la barra en "1966 MARABÚ y +". Este aviso iba a ser actualizando desde hacía varios años ya con el año en curso respectivo, para celebrar cada aniversario, cosa que ya venía haciendo desde ante y que se podía confirmar en algunas fotografías publicadas en la prensa… Pero sólo llegó hasta el 2018 con don Arturo en la caña de mando.

Toda aquella hermosa historia se acabó con la muerte del querido viejo Artur, en enero de aquel año, víctima de una agresiva enfermedad que esperaba solo la hora de arrebatarlo de este mundo. La noticia fue devastadora, y los fieles clientes, cuequeros y cantantes populares que lo frecuentaban, decidieron organizar una despedida del local al mismo tiempo que velaban allí los restos de su dueño, bajo el toldo al exterior del Marabú, temiendo también que la historia del establecimiento pudiese llegar a su fin.

Hubo un esfuerzo de la familia por continuar con el negocio con sus cortinas arriba y la misma intensidad que lo caracterizaba, pero no tardó en quedar claro que don Arturo era un alma irreemplazable. Su ausencia era demasiado notoria como para fingir no sentirla.

El grupo Las Mononas publicó como homenaje al distinguido patrón y su boliche, por entonces, un clip con registros en vivo de su canción “Vámonos p’al Marabú”, precedido por versos del payador y cantor popular Alfonso Rubio, sentado en una mesa y con una cerveza en la mano, que decían:

Brindaré por Las Mononas
lindas cantoras chilenas
que para olvidar las penas
hacen vibrar las bordonas.

Cuando sus voces entonan
son llenas de juventud
por eso digo salud
hoy día sin ni un apuro
por ellas y don Arturo
y este hermoso Marabú
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