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LA TRAGEDIA EN VIDA DE JUAN CASACUBERTA

Juan Casacuberta, en uno de los pocos retratos que existen del actor. Fuente imagen: Revista “Legado” del Archivo General de la República Argentina.

Autores como Zapiola y Escudero aportan varios nombres de artistas dramáticos correspondientes al período chileno de consolidación de la República. Destacan, entre muchos otros, a una ya madura Teresa Samaniego, a Rita Luna y a la apreciada actriz peruana Toribia Miranda. Esta última, limeña de nacimiento, llegó a Chile en el mismo período que lo hará también el español Juan Valero, quien solía interpretar papeles de tirano y villano en algunas compañías de Santiago.

Todos aquellos personajes (actores en lo profesional, y actores también en el desarrollo del teatro chileno) formaron una gran amistad y algo más, en ciertos casos, pues Valero recibió los cuidados de doña Toribia cuando su salud se vio afectada gravemente por la viruela. Son los años en que aparecerán en la escena capitalina grandes exponentes de estas artes como Fedriani, Jiménez y, muy especialmente, Juan Casacuberta, cuya importancia en los escenarios chilenos hoy parece ignorada y menospreciada por completo.

Gentleman rotundo, usando el nombre Juan Aurelio Casacuberta, el actor de origen platense también representó en su vida real uno de los casos más dramáticos conocidos sobre las penurias que agobiaron a los primeros aventureros del espectáculo teatral, dejando la sensación de que sus probados talentos nunca llegaron a ser pagados a la altura, por un inexplicable sino de desgracia o bien por algún karma incomprensible pesando sobre su existencia que fue, en muchos momentos, una auténtica tragedia griega.

Juan José de los Santos Casacuberta nació en Buenos Aires hacia 1798 o 1799, según las fuentes. Por más de un siglo y medio, la capital argentina iba a ser un sitio apropiado para servir de cuna profesional a todo futuro artista de su talla, hallándose así entre los pioneros del teatro post Independencia. Sin embargo, al seno de una familia pobre que debió emigrar a la Banda Oriental sin poder darle una educación formal, todo parecía ir cuesta arriba, desde temprano. Lejos aún de las tablas, además, debió trabajar a tierna edad para ayudar con los gastos del hogar y aprender las artes de la sastrería. Para peor, su padre había muerto en la defensa de Montevideo, durante la agresión británica de 1807.

Hay información importante sobre su vida en aquel entonces, en la biografía publicada por Elsa Martínez: fue a través de su trabajo como sastre que llegó al ambiente teatral, al confeccionar vestimentas y disfraces para compañías de artistas después del huracán de la Independencia en las Provincias del Río de la Plata. Decidido ya a involucrarse en las tablas, debutó en una obra en Montevideo, en 1817. Poco después, viajó a Buenos Aires presentándose en el Teatro Coliseo con sainetes y tragedias. Destacaba ya por una forma sobria y convincente de actuación, sin exageraciones histriónicas como las que se veían en el teatro popular.

Realizando una gran apuesta de futuro y habiéndose hecho ya un nombre en las carteleras, Casacuberta dejó la sastrería que le daba sustento, probablemente en 1829, para dedicarse por entero a la actuación. Destacando en las compañías y recibiendo elogiosas críticas y aplausos en el camino, además de sus pasadas constantes por los escenarios de Buenos Aires y Montevideo, también hizo giras en países como Brasil y España.

Sin embargo, las bondades que aún podía ofrecer a un artista la luminosa ciudad capital argentina, con sus dos únicas grandes salas, el Teatro Coliseo y el Teatro de la Victoria, no eran proporcionales a las que entregaba por entonces la política, en especial cuando se hizo militante del Partido Unitario. Esto sucedía en los tiempos de la dictadura de Juan Manuel de Rosas y del grave enfrentamiento entre federales y unitarios de 1831. Tal capítulo de la historia argentina iba ser determinante para el resto de la vida del circunspecto y elegante actor.

Cuando volvió a Buenos Aires tras una larga gira internacional, su mala estrella comenzó a acosarlo otra vez, en 1832, momentos en los que debía compartir escenario con su contemporánea y colega, la controvertida actriz uruguaya Trinidad Guevara, quien también hizo parte de sus experiencias artísticas en Chile. Esta dama ya había tenido algunas polémicas anteriores y, al parecer, miraba con altanero desdén a Casacuberta, considerándolo sólo un bailarín sin profesión actoral o algo así, a pesar de la buena temporada de la que venía llegado. Sabiéndose favorita de la compañía y del público, se cree que comenzó a hostigar la presencia del actor hasta conseguir su salida, negándose a trabajar con él. Esto obligó a Casacuberta a apartarse por un tiempo de sus pasiones profesionales y retornar a la sastrería, buscando sobrevivir en la capital platense.

Más allá de las rencillas, sin embargo, y siendo Casacuberta un auténtico caballero en todas sus dimensiones, con el tiempo hizo las paces con Trinidad: reaparecen trabajando en una compañía de 1835, presentándose en los dos grandes teatros porteños. Ambos actores tenían también la complicidad mutua de no simpatizar con el mando de Rosas quien, a la sazón, era reverenciado por muchos otros artistas, sea por sincera admiración o sólo por instinto de supervivencia.

En el período, además de su rol de actor principal, destacó como director, dramaturgo y adaptador de obras, contando siempre con público durante los cerca de cinco años en que presentaba obras en la cartelera. La única gran interrupción fue forzada por el duelo: la muerte de su madre, en 1838, justo cuando realizaba una gira por las provincias. Acongojado con la fresca desgracia, se estableció en Córdoba de manera provisoria, en donde conoció a integrantes del movimiento intelectual de la Generación de 1837, pregones de la consolidación de la democracia y la soberanía popular por sobre esquemas gubernamentales autoritarios heredados del período virreinal, precisamente el vicio que estaba sumido el país platense en esos días.

La simpatía de Casacuberta por la causa fue total, al punto de mantenerse en contacto con los residuos unitaristas en Buenos Aires mientras seguía realizando presentaciones. Empero, se involucró en la fracasada intentona revolucionaria de 1839 del coronel Ramón Maza, complot que acabó con el fusilamiento de este último y con los jóvenes intelectuales que lo apoyaron salvándose jabonados de ser sometidos a destinos parecidos, durante las persecuciones.

A pesar de haber sido perdonado por el destino, Casacuberta comprendió que había hipotecado su carrera artística con esa aventura y que no podía seguir permaneciendo expuesto a los rigores del gobierno de Buenos Aires, partiendo entonces a Montevideo. Allá, en 1840, aborda en calidad de “ciudadano” (soldado de clase media con algunas prebendas y libertades sobre los de clase baja) una de las naves francesas que socorrieron al prócer de la Independencia, el general Juan Lavalle, cuando este se aprestaba a iniciar la también fallida invasión de Entre Ríos en contra del gobernador Pascual Echagüe. Casacuberta estuvo en la Batalla de Sauce Grande, de hecho, ocasión en que Lavalle fue derrotado y debió huir a refugiarse en la flota francesa para partir a Buenos Aires, en donde volvió a ser vencido, debiendo escapar ahora a las provincias y poner fin a su loca cruzada.

Durante las complicadas campañas e incursiones rebeldes, sin embargo, el actor también dejó momentáneamente las armas para entretener a la soldadesca y a los estancieros con mayor cultura, dando obras teatrales en escenarios que montó en Santa Fe, Córdoba, Cuyo y Tucumán.

Real Universidad de San Felipe, en Santiago. Fuente: Biblioteca del Congreso Nacional. 

 

Plaza de Armas de Santiago, sector de calles Ahumada con Compañía, en 1850. Pintura sobre papel, de las colecciones del Museo Histórico Nacional.

Don José Zapiola, amigo y, hasta cierto punto, biógrafo del infortunado Casacuberta.

Viéndose otra vez acorralado por las malas perspectivas de vida, entonces, Casacuberta tomó la decisión de marchar a Chile, tras un último intento combatiendo en el lado del también derrotado general Gregorio Aráoz de Lamadrid, en la Batalla de Rodeo y Medio en Cuyo. Como muchos otros opositores que también paladeaban el resabio agraz del fracaso, decidió exiliarse en el vecino país acompañando al propio Lamadrid, llegando así a Santiago en 1841 y coincidiendo con el momento en que otros artistas argentinos arribaron también en Chile.

Al igual que sucedía con varios de los exiliados ya instalados en el territorio, Casacuberta intentó erigirse como referente político e intelectual. Pero fue una iniciativa sin grandes frutos, por lo que, hacia mediados del año siguiente, se puso en contacto con artistas de compañías locales y volvió de lleno al teatro, decidido a abrirse paso en el país del Pacífico cuando ya rondaba los 44 años de vida, la edad de todo un veterano en aquellos días.

Aunque su fama lo precedía entre los chilenos más ilustrados, hasta aquel momento la vida del artista se había vuelto un naufragio permanente más que una aventura. Parecía perseguido por un espantajo de desgracia que sólo le permitió pequeños y efímeros instantes de gracia. Entre sus dichas, estuvo el haberse convertido rápidamente en el actor favorito de los escenarios santiaguinos; pero entre sus desdichas, estuvo siempre el acoso de la ruina y de los errores cometidos en un mercado cultural aún tan pequeño y limitado en público, como el que ofrecía la capital chilena de entonces.

A pesar de ciertas acusaciones y de malos ratos de los que fue objeto en su patria, y ahora de la menesterosa situación en la que se hallaba en Chile, Casacuberta siguió siendo siempre un hombre honorable y recto casi hasta la caricatura, a quien Zapiola recordaba de la siguiente manera:

Desde nuestra primera juventud tuvimos relaciones con él en Buenos Aires, y notamos, como todos sus amigos, ciertas excentricidades, sobre todo en punto a delicadeza y honradez, que a veces provocaban la risa de los que se le acercaban. Desde entonces hasta la última vez que lo visitamos en Santiago, veíamos frente a su mesa de estudio una especie de cartel que en letras grandes decía: Lista de lo que debo. En seguida venían los nombres de los acreedores con la suma respectiva; y a continuación otra lista con estas palabras: Lista de lo que me deben; pero aquí no se veían más que las cantidades y las iniciales de los deudores.

Emprendedor y enérgico, de persistencia infatigable, había logrado un contrato en la compañía del Teatro de la Universidad dirigida por Hilarión Moreno, siendo quizá “el primero que nos hizo conocer el teatro moderno francés, de que apenas teníamos idea por Fedriani y Jiménez”, anota Zapiola. Tras un exitoso primer año y medio en ese espacio que ocupó después el Teatro Municipal, marchó a Perú justo cuando venía a Chile la célebre compañía Pantanelli. En el país incásico fue colmado de aplausos y buenas recaudaciones, como era de esperarse, pero por alguna razón no prolongó mucho más su permanencia allá.

Después de tan exitosa temporada, Casacuberta partió a trabajar en una obra al Teatro de la República, inaugurado recientemente en calle Puente, en 1848. Empero, hubo un grave error estratégico en la organización del evento: justo en el mismo día en que tendría ocasión la obra, el eximio músico Camillo Sivori se presentaba en otro espacio artístico de Santiago, tras haber retornado a Chile. Así, cuando se abrió el telón, Casacuberta vio con amargo dolor y frustración que la sala estaba totalmente vacía, pues todo el público se hallaba bajo la hipnosis del violinista italiano a esa hora. Sin más remedio que la dura resignación, debió suspender la representación por la ausencia de asistentes.

Desde aquel desagradable momento, el demonio de las desgracias no lo soltó más, aferrando sus garras a él como lo haría con una de sus más valiosas presas.

Perseverando en mantener su prestigio, al terminar los conciertos de Sivori en Santiago, Casacuberta tomó en arriendo el Teatro de la Universidad y presentó en él unas pocas funciones en las que se notó la escasez de público. Así, a pesar de sus méritos como director y actor, cayó en una virtual indigencia, arruinado por las malas experiencias montando obras. Su carácter festivo comenzó a esfumarse, mostrándose cada vez más deprimido ante la percepción del resto.

Desesperado por la situación, unos días después de aquellas tristes veladas anunció una obra en su beneficio: el drama “Los seis escalones del crimen”, en el que actuaba en el papel principal de un personaje que terminaba muriendo al final de la obra. Dice Zapiola que la obra “a pesar de ser de escasos mérito, agradaba al público”, precisamente por la demostrada maestría de Casacuberta.

El músico refiere también a otra situación que vivió el actor argentino justo en esos días, de visita en la casa de su compatriota Moreno, y que retrata por completo el pésimo momento en que se hallaba:

En las tardes se dirigía a casa de un amigo, hombre como él de conducta ejemplar, de más ilustración, pero actor mediocre: don Hilarión María Moreno, director más tarde de un colegio muy acreditado en Santiago.

Casacuberta, como buen argentino, era aficionado al mate. En la tarde víspera de su beneficio, llegó a casa de Moreno. Este, al verlo, con el cariño de costumbre, ordenó al sirviente traerle mate a Juan. Casacuberta, al oír la orden, le fijó la vista con cierta expresión extraña, diciéndole:

-Mucho te apresuras en darme mate. ¿Te imaginas que no he comido?

-¡Cómo he de imaginarme tal cosa! ¿No sabes que yo también lo tomo?

La verdad, sin embargo, era lo que Moreno no sospechaba. Casacuberta, no sólo ese día, sino en muchos de los anteriores, no había tenido más alimento que el que con distintos pretextos le presentaba a veces un fiel negro que lo acompañaba desde el Perú, y era tal su indigencia, que sin las cariñosas industrias de ese criado no habría tenido ni la luz necesaria para el estudio de sus papeles.

Intentando discurrir reflexiones sobre la puntillosa corrección de Casacuberta y su rectitud moral, agrega Zapiola sobre lo que podía pasar por la cabeza del actor en aquellos opacos días de decadencia y vicisitudes:

Entonces, como ahora, por el conocimiento que teníamos de su carácter y por la idea ventajosa que con razón él tenía de su persona, le hemos atribuido en su desgracia este raciocinio: “Un hombre de mis aptitudes y de mi conducta, en un pueblo culto y rico, no puede, sin mengua, vivir a costa de amigos que no son bastante ricos para socorrerle, sin hacer sacrificios superiores a sus facultades”. En cuanto a las personas de alta posición, se habría avergonzado de manifestarles su dolorosa situación. Después se supo que hasta sus más insignificantes alhajitas habían ido a parar a una casa de prendas, únicamente para sufragar a lo indispensable, pues era de conducta ejemplar.

Llegado el esperado día del beneficio, se calculó aquella noche en 500 pesos que, satisfactoriamente, bastarían para sacarlo de sus agobiantes deudas y poder regresar hasta Argentina por una mejor vida. Sin embargo, Casacuberta no sabía que aquel 23 de septiembre, en los inicios de la primavera de 1849, dejaría este mundo de forma súbita e inesperada... Así describe la tragedia el periodista argentino Diego M. Zigiotto en “Historias encadenadas de Buenos Aires”:

En un momento culminante de la obra, en que el actor debía interpretar la muerte del protagonista, Casacuberta comenzó a sentirse mal. Llegó a su casa, contigua al teatro, y falleció, víctima de un ataque al corazón. Había escuchado gratamente la ovación del público que le había sido esquiva durante años, y no logró resistirlo.

Sin embargo, como testigo directo de las horas últimas del destacable actor, volvemos al relato de Zapiola sobre aquella velada final en la existencia biológica y profesional de Casacuberta, y una curiosa situación que se dio en el teatro:

En el cuarto acto de aquel drama que se titula El Robo, aparece una escalera que debe servir para facilitar al jugador la ejecución de su crimen. En esos momentos subimos al proscenio con otros amigos; encontramos a Casacuberta indicando la colocación que debía dársele. La primera tabla había quedado algo separada del suelo. Al observarlo, dijo al carpintero: “Ponga usted aquí otra tabla”, señalando el lugar; y volviéndose a los que allí estábamos, añadió: “¡Yo no me rompo una pierna por 500 pesos!”... ¡Cosas del mundo! Antes de dos horas, sin embargo, perdería algo de más valor: ¡la vida!

Ese día había recibido algunos regalos, y esto le permitió comer bien, quizás más de lo necesario. El drama es excesivamente fatigoso, sobre todo en las últimas escenas.

Antes de finalizar la función nos retiramos. Poco después, Villena, empleado del teatro, nos anunciaba, ahogado en llanto, que Casacuberta acababa de morir instantáneamente, al llegar a su casa, con la añadidura de costumbre de no haberse encontrado un médico que lo socorriera a tiempo…

Poco se recuerda en nuestros días a este trágico personaje y su legado, por desgracia. La ingratitud de un Chile que por entonces aún aprendía a relacionarse con las disciplinas y artes del teatro, arrojó al infame pozo del olvido la memoria de Juan Casacuberta, irremediablemente según todo sugiere.

En Argentina, al menos, a pesar de que el actor jamás pudo regresar, existe desde 1960 una Sala Casacuberta en el importantísimo Teatro Municipal General San Martín de avenida Corrientes, en Buenos Aires. En el foyer de la sala hay un mural titulado “El nacimiento del Teatro Argentino” del artista Luis Seoane, escenario perfecto para alojar y lisonjear al fantasma del homenajeado con el nombre de la sala.

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