Carátula del disco de Margot Loyola reuniendo piezas
musicales propias de las clásicas casas de canto, en 1966. La ilustración retrata un típico establecimiento de aquel tipo.
Las chinganas acompañaron al bajo pueblo chileno desde sus orígenes coloniales. Con mucho de españolas y de indígenas, pero esencialmente mestizas, estas casas de entretención popular lidiaron siempre con el desprecio de las autoridades y de gran parte de las élites, no obstante que algunas supieron adquirir rasgos de quintas de recreo más aceptables y recibir así visitantes de buen perfil social. El resto de ellas, sagradamente abiertas los domingos y los lunes, sirvieron a la diversión criolla en todas sus formas, operando simultáneamente con rasgos de peñas folclóricas, cantinas, restaurantes, teatros humorísticos, lupanares, casas de juegos y -aunque suene extraño- también como centros culturales.
La cueca, la chicha y las fiestas fueron características de las viejas chinganas, tan frecuentemente confundidas con las fondas a causa del rasgo provisorio que adoptaron ambos tipos de locales, en temporadas de Fiestas Patrias y Navidad. Tampoco faltaron las oportunidades para persecuciones o juicios especialmente críticos en contra del folclórico ambiente imperante en las mismas.
Sirva como ejemplo de lo anterior, aquello expresado en 1931 por el aventurero ruso-alemán Hermann Graf von Keyserling, tras haber observado a los rotos ebrios bailando en las chinganas del Parque Cousiño, totalmente desequilibrados y tambaleantes de tanta bebida. El célebre conde viajero llega a esta conclusión, vertida en sus entretenidas “Meditaciones suramericanas”:
Y la cueca, frenéticamente bailada entretanto, es el más feo de los bailes nacionales. Cuanto más grotescamente es bailada, cuanto más feos son los bailarines y, sobre todo, más viejas y avellanadas y deformes las mujeres, mejor y más castizo estilo se le encuentra. El final de la fiesta es de un tal salvajismo, que la fuerza armada tiene que intervenir para despejar un verdadero campo de batalla.
Pero el modelo de diversión de las chinganas, a veces establecidas en barrios peligrosos y en instalaciones más bien incómodas o muy precarias, definitivamente iría quedando perdido con todos sus excesos al avanzar el siglo XX, al punto de desaparecer también su nombre como forma de identidad para los clubes populares de diversión, prevaleciendo los menos escandalosos de las ramadas y fondas, lo que también ha abonado a las confusiones nominales.
Se ha querido interpretar, entonces, que las chinganas como tales se extinguieron ante el desarrollo de la oferta recreativa o que quedaron rezagadas a causa de los constantes ciclos de restricciones, desprestigio y miradas de desprecio como la comentada. Pero parece mucho más probable que, ante los cambios de la sociedad y frente al avance del mismo mercado cultural y popular, hayan mutado a otras propuestas que mantuvieron su sentido original o raíz.
De ser así, la principal continuación de la identidad chinganera con tamboreo y huifa se halla en las llamadas casas de canto: centros de folclore urbano y diversiones del pueblo que llegarían a su apogeo en la primera mitad del siglo, hasta mediados del mismo, más o menos. Básicamente, corresponden a un modelo actualizado y renovado de la chingana.
Muy olvidadas y hasta difíciles de definir con parámetros actuales, con algo de quintas de recreo y de peñas, las casas de canto han sido estudiadas por autores como Eugenio Pereira Salas, músicos como Margot Loyola y Agustín Ruiz, e investigadores independientes como Carlos Fernandois. La dupla de Juan Pablo González y Claudio Rolle también ha publicado importante información sobre estos antiguos boliches, que ha resultado de gran utilidad a este capítulo.
Antigua postal de la casa editora de Carlos Brandt, en Santiago, mostrando ilustración de una ramada rural de aspecto clásico. Las casas de canto vinieron a ser la continuación del modelo de diversión de las ramadas y chinganas antiguas, ya en el siglo XX.
El Trío Frú Frú: los hermanos Genoveva, Ismael y Cristina Cárter. Fuente imagen: sitio Folclore y Cultura Chilena.
Contratapa del disco de Margot Loyola de 1966, con repertorios de las clásicas casas de canto. Fuente imagen: sitio Discogs.
Entre las razones de la poca información que ha sobrevivido, está el que operaban en un ambiente más bien de puerta cerrada e íntimo, incluso de clandestinidad, evadiendo restricciones y pasando de largo por las patentes para expendios de comida y, especialmente, las de alcoholes. En términos generales, puede decirse que eran espacios con ciertas características de club, ya que no eran tan abiertos en el medio comercial como sí sucedía con establecimientos de otro tipo. Administradas de manera familiar y como una ampliación del propio espacio en el hogar de sus dueños, en ellas los comensales disfrutaban de la música en vivo a cargo de los mismos residentes, además de comida, bebida y fiesta. Por lo general, tanto clientes como propietarios se conocían y formaban parte del mismo ambiente de remolienda "blanca", canto a la rueda y sus complicidades.
Los orígenes de tales negocios pueden rastrearse hacia los años alrededor de la Guerra del Pacífico, cuando las fondas y chinganas de los barrios nocherniegos se llenaban de poetas, veteranos y cantadores. Se sabe que, ya en 1890, era popular la casa de canto de Las Pan de Huevo, con llamaban a las hermanas Donoso (Adelaida, Juana y Manuela), ubicada en el vecindario porteño de la brava Plaza de la Victoria. El nombre se debía a que, en su local, servían a los parroquianos pan de huevo con leche chocolatada, mientras las dueñas cantaban tocando arpa y guitarra. Sin embargo, Pereira Salas lleva mucho más atrás la tradición, vinculándola a las quintas zamacuequeras tipo “higueras” y “parrales” visitadas por los próceres de los tiempos de la Independencia, como la del Tuerto Trujillo o las de calle de Duarte, hoy Lord Cochrane… Es decir, a las mismas chinganas de la sociedad decimonónica.
De acuerdo a lo que exponen González y Rolle en su “Historia social de la música popular en Chile”, las cantoras siempre fueron las estrellas de tales clubes, con frecuencia dueñas o residentes del mismo inmueble y ofreciendo al público repertorios de cueca, tonadas, valses y polcas. En ciertos casos, las rutinas artísticas incluían música lírica, cuplés, actuaciones de formato más teatral, fragmentos de zarzuelas, canciones europeas, algunos guiños a las artes escénicas más constituidas o ilustradas y otras manifestaciones culturales.
Aquellas artistas femeninas eran las continuadoras de una vieja tradición que habían iniciado en quintas y chinganas las cantantes de origen campesino o rural, principalmente las míticas hermanas Pinilla: Las Petorquinas, que un siglo antes provocaron un magnífico giro en el ambiente bohemio y fiestero de la capital chilena, iniciando una gran época para el medio artístico popular de entonces. Así, siempre en este ambiente familiar de trabajo, sus sucesoras y herederas eran ahora las hermanas Orellana, y también las Acuña (Amanda y Elsa), conocidas como Las Caracolito, quienes tuvieron en algún momento una casa de canto itinerante, con una compañía viajera propia.
El apogeo de tales centros sociales en Santiago comenzó alrededor del Centenario, cuando las casas de este tipo suplían la falta de acceso del público a las tecnologías fonográficas, permitiéndoles escuchar música de variedad y bailarla en la pista. Ya en 1908 (o 1902, según señala Pereira Salas), don Ismael Cárter instaló una casa de aquellas en calle San Francisco y otra en el barrio chimbero, por Recoleta, volviéndose concurridos clubes que mantuvieron su actividad hasta 1942, aunque con interrupciones e intermitencias.
También destacó por entonces el refugio de doña Petronila Orellana, más conocida como La Orellana a secas, ubicada en el barrio de la Pila del Ganso de Estación Central, que llegó a ser una de las últimas casas de canto que sobrevivían en Santiago. Tocaba en ella el arpa en un estilo muy propio, además de mezclar temas de su autoría con otros tomados del folclore.
Por supuesto, no todas fueron de Santiago o Valparaíso: hubo clubes muy parecidos en tierra salitrera y en centros urbanos del sur. El alemán Paul Treutler, por ejemplo, conoce una alegre chingana minera del pueblo Tres Puntas a mediados del siglo XIX, al norte de Copiapó, publicando también una lámina en donde se puede advertir la semejanza de su ambiente interior con el de las casas de canto. Legislaciones de impuestos del 21 de octubre de 1886 las localizan con ese nombre, ya entonces, en el puerto de Pisagua. Y don Recadero Loyola Marabolí, padre de la folclorista Margot, concurría en 1914 a la casa de La Lastenia en Temuco, con bello salón tapizado de rojo, piano, arpa y guitarra, en donde se bailaba polca y mazurca. También recordaba otras de Linares: la casa de Las Pata’e Gallina y Las Peligro.
Otra casa mencionada en los estudios pertenecía a la arpista, mandolinera y guitarrera Genoveva Cárter, ubicada en su casona de adobe de Tocornal 660 en Santiago. Ella era parte del Trío Fru-Fru (nombre tomado de la pieza francesa “Frou Frou”) con sus hermanos Ismael en canto y piano, y Cristina en segunda voz y guitarra, aunque la carrera de esta última se tronchó con su prematura muerte, en 1930. Con Cristina en la voz principal, tocaban canciones del repertorio de su madre, Margarita Soto, según señalan González y Rolle. Grabaron trabajos como trío en los años veinte, en los estudios de Fonografía Artística y Mundial Records.
"La tocadora de guitarra", cuadro de Juan Luis Sepúlveda. Imagen publicada por revista "Zig-Zag" en 1905.
La Casa de la Cueca de Pepe Fuentes (QEPD) y Ester Zamora, en imagen publicada por "El Mercurio" en 2009. Representa uno de los últimos clubes populares chilenos con rasgos propios de las antiguas casas de canto.
Don Ismael organizó también otra casa de canto itinerante con la que llevó al trío por el norte de Chile y Bolivia. Años después, fue colaborador de Margot Loyola en su disco “Casa de Canto”, tesoro de 1966-1967 con sello de RCA-Victor, rescatando varias piezas musicales que fueron habituales en local de los Cárter: cuecas, tonadas, cuplés, música de zarzuelas, valses y habaneras. El disco contó con participación de los músicos José Luis Peña, Federico Voss, Valentín Letelier, René Carreño, Romilio Chandía, Pedro Esparza, Julio Escobar y José Molina. Al menos tres de los tremas grabados eran de Cárter, y otras dos recopiladas desde el folclore tradicional por él. Fue el más longevo de los tres hermanos músicos, además, falleciendo en 1973.
Sobre Genoveva Cárter, en tanto, Juan Astica, Carlos Martínez y Paulina Sanhueza, los autores del trabajo “Los discos 78 de la música popular chilena”, consiguen alguna información interesante gracias a su nieta, Cristina Cárter. Ella recordaba que la casa de Tocornal tenían dos gordas cocineras sureñas: Julia y Rosa, provenientes de San Carlos, quienes se pegaban las mismas amanecidas que los enfiestados del lugar. Además de su participación en el Trío Fru-Fru, la dueña había hecho alianza con Luis Espérguez en el grupo Los Huasos de Petorca, con el que realizó giras por Bolivia, Argentina y Brasil y grabó en la pionera casa fonográfica Band, hacia el Centenario. La veterana y querida regenta, que se acostaba a las seis de la mañana tras cada velada, falleció en 1961.
Por todas esas características, la analogía entre casas de canto y chinganas es evidente, pudiendo ser un caso de herencia o continuación de funciones. Como sus predecesoras, además, abrían en la noche y convocaban también para continuar la celebración de fiestas públicas, encuentros artísticos, funciones de teatro o grandes celebraciones privadas. Una buena noche de festejo concluía, de este modo, en la casita de canto.
Curiosamente, sin embargo, lo que podríamos denominar “cultura oficial”, medios de comunicación y artistas más formales, no interactuaban tanto con estos encantadores refugios. Su carácter más inocente y familiar lo hacía diferente también a los pecaminosos prostíbulos y primeros cabarets aparecidos en Santiago, hacia los años veinte. Algunas visitas ilustres aparecían discretamente en las casas de canto, además, al menos en las de mejor pelo, como intelectuales, poetas, políticos y hasta presidentes, según informan González y Rolle:
A la casa de Genoveva Cárter asistían personalidades como Juan Luis Sanfuentes, Emiliano Figueroa, Juan Antonio Ríos, Arturo Alessandri y Acario Cotapos. Se juntaban en el gran salón, decorado con espejos y gruesas cortinas de felpa color burdeos que aislaban el sonido hacia la calle, recuerda Cristina, nieta de Genoveva. Los asientos se distribuían alrededor del salón y en un extremo se ubicaba el piano, el arpa, la guitarra y el tormento -caja de madera percutida-. Genoveva, que cantaba cuecas y arias de ópera con su registro de soprano, tenía una personalidad audaz y arrolladora, enfrentando una época en la que su vida y trabajo eran mirados con prejuicios por la sociedad.
A pesar aquellas características y aunque no solía haber “niñas felices” en ellas, con frecuencia se confundieron las casas de canto con las casitas de remolienda o de huifa adulta, pues compartían mucho entre sí: algunos clientes, barrios y hasta músicos. También había detalles comunes, como los grandes fondos de cazuela o guisos para saciar a los visitantes y las clásicas poncheras con vino o champaña con fruta picada, similar a las que se veían en los viejos burdeles. Lo cierto es que las casas de canto chilenas eran de mejor perfil que, por ejemplo, las que existían en Buenos Aires y que cargaban con un mal lustre que justificaba confundirlas con negocios inmorales. Para peor, los prostíbulos de lujo entre los ingleses, en su tierra y en las colonias, recibían el mismo apodo de casas de canto.
En otro aspecto, puede que el ambiente de trabajo familiar de los artistas del campo importado a la ciudad a través de tales casas, justamente, haya influido en muchos cultores posteriores del espectáculo popular en clubes, boîtes y quintas, durante la misma centuria. Volvemos a González y Rolle:
Los conjuntos familiares eran habituales en las primeras décadas del siglo, debido a la costumbre de hacer música en casa y a la tendencia de las cantoras campesinas a cantar en dúos de hermanas, lo que les permitía protegerse mutuamente en el ambiente público de diversión. En la canción popular de las primeras décadas del siglo XX, se destacaron los conjuntos familiares de Osmán Pérez Freire, su esposa y sus dos hijas; el de Víctor Acosta, también con su esposa y sus dos hijas; y el de Armando Carrera con sus tres hermanas. Así mismo, Cora Santa Cruz, junto a sus hijas Sonia y Myriam, formaban un importante número vocal en radios y boites chilenas de la década de 1940.
A pesar de las mutaciones enormes que había recibido la totalidad de
la carta de diversiones chilenas desde el siglo anterior, y sorteando también la
tendencia a la adopción de modelos internacionales de recreación, espectáculo y
entretenimiento del período, se mantuvo firme en tierra aquel ápice criollo del
ambiente folclórico y popular, sobreviviendo en propuestas como las olvidadas
casas de canto y otras expresiones relacionadas, como las filarmónicas y las quintas.
Quizá la recreación más fiel de aquellos desaparecidos clubes llegada hasta nuestra época sea la Casa de la Cueca, de avenida Manuel Antonio Matta 483 llegando a calle Lima. Este querido local de cuequeo, comida típica y jarras de vino nació en los noventa, en la casa del matrimonio de folcloristas María Esther Zamora, hija y digna heredera del músico Segundo Guatón Zamora, y Pepe Fuentes, eximio maestro cuequero y Premio Nacional de Música 2014, fallecido el 5 de diciembre de 2020. ♣
hay registro de las canciones del Trio Fru Fru
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