El curioso rostro de perfil en relieve que está en uno de los muros del pasaje Las Ramadas, empalmando con la actual calle Esmeralda... ¿Será don Diego Portales el retratado?
Pocas figuras han sido tan reverenciadas y odiadas -simultáneamente- como la del ministro Diego Portales Palazuelos, tanto durante su tiempo y después del mismo. De todos los personajes históricos chilenos con rasgos despóticos, heroicos, estadistas o martiriales, en él se discuten los más profundamente humanos: los buenos y malos, como no sucede quizá con ningún otro ilustre de la política en el siglo XIX. Incluso su sombra histórica fue capaz de dividir las apreciaciones que lograría generar en dos intelectuales con mucho en común en todo el resto de los órdenes de cosas, como sucedió con José Victorino Lastarria, que lo aborrecía visceralmente, y Benjamín Vicuña Mackenna, que lo admiraba hasta la idealización.
Es preciso retroceder un poco... Desplazada la lucha entre carrerinos y o’higginianos en el seno político chileno, el período identificado como el del ordenamiento republicano rompió con aquella dicotomía al aparecer al menos tres grupos referentes, agrupando los principales bosquejos de partidos de la época. Más o menos: los liberales primitivos, los federalistas tentados con ese modelo de ordenamiento, y los estanqueros, una de las primeras grandes curiosidades de la historia partidista nacional, agrupados en torno a la figura de Portales, justamente.
Sucedió que, en 1824, el gobierno interino de Fernando Errázuriz estableció el Estanco del Tabaco, correspondiente a un modelo de monopolio cuyo origen tenía raíces coloniales pero que ahora se ofrecía por diez años para productos como el tabaco, naipes, licores extranjeros y té. Dicho sea de paso, artículos muy relacionados con la diversión popular, coincidentemente. Este fue confiado a la sociedad Portales, Cea y Cía., que se ha dicho era la casa comercial más importante del momento.
Con aquella medida, el gobierno buscaba pagar en cuotas de amortización las deudas que se habían prolongado desde la misión de José Antonio de Irisarri a Inglaterra, ordenada por don Bernardo O'Higgins. Entre otros objetivos relacionados con diplomacia independentista de la recién emancipada nación, el enviado debía obtener préstamos para el financiamiento de empresas como la expedición a Perú. Esto se logró en agosto de 1819, con un contrato por un millón de libras con la casa Hulett Brothers & Co., pero dejando una bomba de tiempo sembrada en las finanzas públicas: imprevistos como la resistencia peruana a responder con prontitud por los gastos de la liberación y el enorme saco de cargas sobre las espaldas de Chile, llevaron a una situación insostenible que ayudó también a precipitar la caída de O’Higgins, al abdicar en enero de 1823.
A pesar de las expectativas, el intento de salida representado por el Estanco del Tabaco nació condenado a fracasar y estuvo lejos de poder saldar las odiosas deudas, por lo que los encargados del monopolio no tardaron mucho en querer devolverlo al Fisco. Sin embargo, el hecho de que se le dieran a la sociedad al timón ciertas atribuciones políticas y fiscalizadoras, había motivado a Portales y a sus socios a involucrarse en cuestiones de la administración pública, casi accidentalmente. Y así, como el asunto se volvió con rapidez una cuestión política, fue agrupándose cierta cantidad de personajes en torno a los estanqueros y sus aliados, capaces de reunir en su círculo ideas con visos conservadores y centralistas pero con una mentalidad bastante pragmática, muy utilitaria. Este partido, fundado casi connaturalmente, se erigió también como una especie de propuesta “salvadora” a la situación de decadencia moral, caudillismo, militarismo e inestabilidad política de Chile que muchos visualizaban en aquellos momentos, en un fenómeno no pocas veces visto en períodos de crisis.
La súbita y enérgica aparición de los estanqueros coincidió con grandes demandas o aspiraciones de orden y respeto a la autoridad entre ciertos círculos, propios de un período de ordenamiento institucional. Estos sentimientos habrían interpretado a buena parte del deseo civil de entonces, a pesar de lo ajeno que seguía el pueblo de esta clase de pugnas dándose en lo más alto de la torre. Por otro lado, pese a no tener aspiraciones presidenciales ni electorales y hasta cierta tirria contra las clases políticas en formación, los avasalladores estanqueros encarnarían el ideario de su fundador que sobrevivió como el llamado espíritu portaliano, también con sus propias ambigüedades y contradicciones notorias, aunque no carente de una ideología representada, por ejemplo, en el concepto del llamado Estado en Forma.
Los más prominentes miembros del grupo estanquero eran muy conocidos entre sí: amigos, socios, colegas, compadres y, muy especialmente, compañeros de correrías, encarnando características propias de una aristocracia joven, algo disipada y exitosa que había surgido en aquellos años, por lo que llegaban a frecuentar regularmente ciertos lugares de entretención y se codeaban sin problemas con algunos exponentes de la más genuina diversión bohemia y popular de entonces, con el mismísimo Portales a la cabeza de los periplos según las tradiciones.
De alguna manera, entonces, desde sus orígenes los estanqueros actuaron como una suerte de club o cofradía, unidos por ideas e intereses políticos pero compartiendo mucho más que eso cuando se trataba de recreación, reunión o intercambio. Estaban allí Manuel José Gandarillas, Diego de la Cruz, Diego José Benavente, Manuel Rengifo, José Manuel Cea, Victorino Garrido, etc.
En tanto, el Congreso Nacional había dictado una ley, en octubre de 1826, para revertir los daños provocados por el fracaso del estanco creando la factoría general que se hiciera cargo del mismo y solicitando verificar, en un plazo de tres meses, un juicio de liquidación del contrato anterior. La idea era reubicar el estanco en manos del Fisco, evidentemente. Pero el tribunal dio la razón a Portales, Cea y Cía., obligando al Estado a indemnizarlo por el retiro unilateral del acuerdo y las cuantiosas pérdidas del mal diseñado negocio. Y Portales, en una excelente jugada para aplastar a sus muchos enemigos erigiéndose como pretendido adalid de probidad, decidió no cobrar la suculenta reparación de más de 87.000 pesos, sabiendo también que seguir a cargo del insolvente estanco, a la larga, podía arruinar a su sociedad, por lo que ya había sido premio suficiente poder soltar esa brasa ardiente.
Sin embargo, es un hecho que la moralina no era un tema para Portales. Su alma, a veces cruelmente práctica, no tenía más interés en levantarse como tal ejemplo público que por la mera necesidad de lograr objetivos, algunos propios y otros por el bien general y la estabilidad política con la que ya se había involucrado. Su comportamiento personal, especialmente después del trauma de la muerte de sus pequeñas criaturas y su amada Josefa Portales y Larraín, en 1821, acabaría tomando características de un vividor desenfrenado e irresponsable más que de un guía estadista, y varios amigos lo secundaban fielmente en esas andanzas.
Fue así como una antigua casa colonial ubicada junto al cuadrante de la plaza de la calle de Las Ramadas, cerca del lugar en donde había estado años antes el Teatro Arteaga, se iba a convertir en el refugio cómodo y seguro de algunos estanqueros y de varios de sus amigos más íntimos, en las noches de quienes querían gozar bien el ambiente de aire chinganero que había hecho ebullición con la Independencia. Fue, acaso, el primer club privado de entretenciones y recreación artística con este perfil en Santiago, provisto de atractivos propios de las quintas y peñas pero ahora reservadas solo para sus distinguidos -y a veces escandalosos- miembros e invitados especiales.
De acuerdo a la creencia recogida por autores como Sady Zañartu en “Santiago calles viejas”, la Filarmónica de Portales y sus amigos correspondería al mismo inmueble colonial que hoy reconocemos como la Posada del Corregidor Zañartu, al lado de la plazoleta del mismo nombre y que era la antigua Plaza de las Ramadas. Raro título dado al caserón, por lo demás, considerando que don Luis Manuel de Zañartu, el huraño y cascarrabias constructor del Puente de Cal y Canto, siempre tuvo una aversión colérica a las fondas, fiestas y excesos como los que había en ese barrio.
Detallando un poco más, el señalado es un magnífico inmueble que se estima construido entre 1750 y 1770, con un gran balcón volado y una gruesa columna de roca en su vértice sur, predestinado a ser uno de los símbolos históricos más importantes de la ciudad de Santiago, todavía ahora cuando ostenta su calidad de Monumento Histórico Nacional y centro de actividades culturales. Su fachada daba justo a la esquina compartida entre la calle de Las Ramadas y una vía lateral de la plazoleta, ya desaparecida como tal, enfrente del Puente de Palo que permitía atravesar el río Mapocho hasta la entrada de Recoleta. La casona era más grande que ahora, pues en la centuria siguiente se le removió toda el ala norte, en el espacio en donde ahora hay un par de sosos edificios. Algunos autores, como es el caso de Mora Donoso en “Monumentos Nacionales y arquitectura tradicional”, informan que hasta el mismo año del triunfo pelucón sobre los pipiolos en abril de 1830 en Lircay (que tanta satisfacción diera al grupo portaliano, por supuesto), esta casa había sido propietada por doña Mercedes Coo.
Con el club de la Filarmónica, la calle de Las Ramadas quedó impregnada por una nueva etapa de fiesta y celebración nocturna desde entonces, revitalizando los años coloniales que la hicieron merecedora de tal nombre. Según Zañartu, eran los primeros días de septiembre de ese mismo año de 1830 cuando llegó Portales a la noche de apertura, con su alma incorregible a cuestas, debutando así la nueva casita de risas ante la mirada curiosa de la sociedad plebeya. De la fonda a puerta cerrada con algo como de boîte exclusiva para sus asociados, dice Enrique Bunster en “Crónicas portalianas”:
Memorable en la tradición santiaguina es la Filarmónica, especie de cabaret particular instalado por don Diego y sus íntimos, y mantenido a sus expensas, para divertirse a puertas cerradas. Funcionaba en la calle de las Ramadas (hoy Esmeralda), cerca del famoso teatro al aire libre donde los prisioneros españoles representaron a Otelo en honor de Lord Cochrane.
Este retrato fue hecho para la Casa de la Moneda por el artista francés Narciso Desmadryl, hacia el año 1854. Apareció republicada como lámina en la obra "Portales, el hombre y su obra: la consolidación del gobierno civil", de Bernardino Bravo Lira (Editorial Salesianos, 1989).
Cuadro "Portales ante los notables", de Pedro León Carmona. Original desaparecido en La Moneda, septiembre de 1973.
La antigua calle de las Ramadas, actual Esmeralda, con vista de la Posada y la plazoleta. El dibujo parece pertenecer al destacado ilustrador Luis F. Rojas y aparece en la revista "Pacífico Magazine", que reprodujera una conferencia de Sady Zañartu de 1919.
La calle y plaza de Las Ramadas en la maqueta de la ciudad de Santiago a inicios del período republicano, en el Museo Histórico Nacional. La plaza corresponde a la explanada entre los edificios coloniales que está enfrente de la bajada del Puente de Palo, que sustituyó al antiguo Puente de Ladrillo.
Estuviera o no el club en la referida casona que señalan las leyendas urbanas, lo seguro es que abundaban en él los vasos de vino o mistela, la música y el baile. Bunster agrega otros detalles de aquel mundillo oculto tras los enormes muros de adobe:
La concurrencia femenina era a base de señoritas de vida decente, aunque no excesivamente recatadas, que gustaban bailar al son de arpas y guitarras. Entre ellas destacó Rosita Mueno, rutilante belleza que dio tema a la chismografía local, y cuyo nombre anduvo mezclado con el del Ministro. Es fama que este no bebía, pero podía estarse hasta las 12 de la noche -límite de las trasnochadas de entonces- rasgueando la guitarra o “haciendo raya” en el tablado. Por algo declaró a sus partidarios políticos que no cambiaría la Presidencia de la República por una zamacueca.
La cuota mensual de Portales en el club era de tres onzas, si nos fiamos de lo que expresó desde Valparaíso a su amigo Fernando Urízar Garfias, por carta del 31 de octubre de 1831, en un aparente intento breve y frustrado por retirarse a una vida más quieta, o bien de postergar su regreso aprovechando la distancia del puerto. Redactada muy en su particular estilo, comunicaba allí Portales:
Diga usted a los señores de la Filarmónica que si me conceden la facultad de verlos y de asistir a sus funciones desde Valparaíso, me suscribiré; pero, de lo contrario, que se vayan a divertir a costillas de la madre que los parió, que yo no estoy para gastar tres onzas así no más, y mucho más ahora que se están casando las buenas mozas, y no nos dejan más que mirar en el concurso, a no ser las hermanas de don N. N., las N. y otras de esta calaña.
Aquel sitio de complicidades, filtrando música de vihuelas y luces de candeleros por entre las junturas de puertas y postigos, fue apodado con su curioso nombre por una razón bastante pedestre... Se hace necesario remontar un poco para entender este concepto: si bien las chinganas y quintas de Las Ramadas acabaron desplazadas con el tiempo, no lo fue su fama como centro de reuniones y festejos populares. Tanto allí como en otros barrios de Santiago, el nombre de filarmónicas se extendió como chapa piadosa y ornamental para todos estos locales en los que “se rendía culto a Terpsícore y a Baco”, según anotaba Orete Plath en “Folklore chileno”.
Ahora bien, el nombre del tugurio de Portales en Las Ramadas concebido bajo la misma inspiración de esas atracciones chimberas, parodiaba también al elegante y selecto Salón de la Sociedad Filarmónica fundada hacia 1827, ubicada en la calle Santo Domingo y hasta donde asistían los más granados representantes de la aristocracia capitalina, no obstante que existiera también la creencia de que el ministro o sus secuaces lo bautizaron así en otro de sus frecuentes arranques de burla y sátira, mofándose de las damas que concurrían a la refinada sociedad.
Por otro lado,
se sabe que el salón de la Filarmónica era usado frecuentemente como
lugar de reuniones y debates políticos, los mismos que tanto despreciaba
Portales, por lo que esta calidad pudo haber sido aliciente para identificar el
lugar de sus aventuras con tal denominación. De hecho, el ministro buscó
prohibir los encuentros en aquella culta sala artística, pues se decia que en ella realizaban tertulias fraguando sabotajes y entorpecimientos al gobierno con el
pretexto de los bailes, presentaciones artísticas y reuniones sociales,
como anotara Aurelio Díaz Meza en sus “Leyendas y episodios chilenos”. Además, la propia
agrupación de los estanqueros asociados en sus intereses, parece haber sido
llamada también con aquel nombre de Filarmónica, en algún momento.
Cabe observar que no fueron ajenos a Portales los ánimos por brindar diversiones variadas, según varios de sus biógrafos: envió bandas musicales a las fiestas folclóricas del Día de los Difuntos en el cementerio, decidió en 1831 que cada cuerpo cívico tuviese su propio orfeón y habría ordenado construir un “quiosco chinesco” en la plazuela de La Moneda para ofrecer retretas. Tampoco es misterio que Portales conocía bien los placeres más mundanos del barrio de La Chimba: en una ocasión, de hecho, acompañado por su hermano Miguel, atravesó el río de vuelta por el Puente de Cal y Canto tras haber visitado a la familia Fúcar en La Cañadilla “afuera”, en otra de sus correrías, descubriendo que se le había colocado una discreta guardia de seguridad cuando encaró a unos hombres que lo seguían demasiado cerca y quienes resultaron ser soldados. Habían sido enviados por el comandante Domingo Frutos, alertado de los peligros de esos barrios chimberos por los que transitaba el ministro. Portales declaró innecesaria tal guardia, aseguró no sentir miedo de su integridad y ordenó esa misma noche terminar con el servicio, para él o cualquiera de su familia.
Se debe enfatizar, entonces, que el ambiente de fiesta acompañaba a Portales y a sus cómplices cada vez que cerraran las puertas, en donde sea que estuvieran. Bunster describe también parte de los oscuros secretos del fundo El Rayado, en La Ligua, sitio de celebraciones con bacanales incluidas. La propiedad había sido comprada por él con objetivos de negocios, pero resultaron en otro fracaso, así que buscó darle un uso que justificara desahogadamente los desembolsos. Destinándole aquel mejor empleo, entonces, hacía llevar desde Valparaíso hasta el fundo a músicos del cuerpo cívico y a famosas cantoras de la zona. En la hacienda contaba también con números bufonescos para animar las reuniones, como el de un zapateador y otro de una pareja de sujetos que tenían por gracia “trenzarse a moquetes hasta quedar irreconocibles”. Grotesco espectáculo si se lo describe así, sin duda, pero posible antecedente de la presencia del boxeo o alguna arte de combate parecida, podríamos creer.
Una popular campesina de Placilla, doña Meche Barrios, estuvo algunas veces en el mismo fundo y también se enredó con el ministro, según se indica. Hasta consiguió que este le dedicase algunos de sus toscos y poco elaborados versos. Lo propio sucedió con Merceditas Barrios. Y continúa la prolija descripción de Bunster, refiriéndose a aquel pecaminoso sitio:
Al igual que los convites de la Filarmónica, los de El Rayado eran un pretexto para revistar y renovar el elenco femenil; y el cohete que volaba por el cielo de La Ligua fue la luz que atrajo a más de una mariposa desprevenida, que de allí salió con las alas chamuscadas (Es sabido que una de ellas echó al mundo otro Portalito ilegítimo).
El hecho concreto es que Portales no podía prescindir ni por un momento del sexo contrario. En una de sus clásicas confidencias se lee lo siguiente:
“¿Sabe usted que la maldita ausencia de las señoras no me deja comer ni dormir tranquilo? Examino mi conciencia y encuentro que las quiero del mismísimo modo que el señor San José a Nuestra Señora la Virgen Santísima”.
Las quería todas, al conjunto, y en razón directa crecía su repulsión a la idea de amarrarse con una. Por eso llegó a decir: “El santo estado del matrimonio es el santo estado de los tontos”.
Contra esa resolución tenaz -y sin duda enfermiza- de no volver a entregarse, se estrelló durante catorce años la invariable solicitud de Constanza Nordenflycht. Todos los recursos de la seducción y la ternura no bastaron al propósito de doblegarlo. Bastará saber que el piano de la casa de las Ramadas, a cuyo son bailaba don Diego con la Mueno y sus otras amigas, se lo había proporcionado ella, para contribuir a su diversión y saberlo contento…
Don Diego concentró en su Filarmónica, de esa manera, la actividad que la haría la más famosa de todas las casas por el estilo que han existido, además de la única chingana personalizada con tales características. Rosa Mueno terminaría siendo otra de sus amantes, más que compañera de fiestas y estrella de la casona, al igual que sucedió con otras de las artistas femeninas que llegaban allí.
La fiesta estanquera estaba no sola en el barrio, sin embargo, pues se reconoció como filarmónica a otro boliche cercano de la misma calle de Las Ramadas, llamado simplemente El Casino: una quinta famosa por sus cocinerías y que se constituyó en un importante centro de atracción para vecinos y visitas. Con el tiempo, además, la jerga popular terminaría identificando como filarmónicas a las clásicas casitas de baile y de canto, alcanzando también para las de remolienda o de huifa. El término fue usado todavía en buena parte del siglo XX.
Prefiriendo los domingos (el día fiesta de esos años), Portales concurría al club de Las Ramadas una o dos veces por semana, incluso en parte de los complicadísimos períodos en que la actividad del gabinete ministerial consumía casi todo su tiempo. Músicos del ambiente popular llegaban a tocar al salón y se ha dicho que las niñas presentes solían departir con los estanqueros y sus amigos en las mesas, además de los jóvenes oficiales del Cuerpo de Vigilantes.
Entre música de cuecas y tonadas, entre mate y mistelas, sin embargo, era difícil quitarle a don Diego el poder protagonista de cada fiesta, pese a que se mantenía como un observador abstemio durante la mayor parte del tiempo, comportamiento bastante extraño y extravagante para lo que ha sido la tradición del barrio y la misma seducción bohemia en la que vivía el ministro. Ocasionalmente, se animaba a tocar alguna zamacueca chilena en el arpa, es posible que alentado por algunos de sus amigos allí presentes y que sabían de este oculto talento suyo, con el que era tan diestro como en el baile.
Puente de Palo, en el siglo XIX (c. 1870). Se ubicaba donde hoy está el Puente de la Recoleta y constituyó por sí mismo un paseo, especialmente por un concurrido restaurante en uno de sus extremos.
Imagen del Puente de Cal y Canto y, atrás a la derecha, la torre del Mercado Central, levantado en donde estuvo el Mercado de Abasto y, antes de este, el basural colonial de Santiago. Colección Oliver, imagen tomada hacia 1880.
Ilustración de Portales publicada en 1948 para la portada del libro "Don Diego Portales" de Magdalena Petit (Editorial Zig Zag).
Ex Plaza de las Ramadas (hoy Corregidor Zañartu) y el edificio de la Posada del Corregidor, hacia 1926, poco antes de la desaparición del inmueble con entrada de arco del fondo, propiedad de las monjas del Buen Pastor. Fuente imagen: Fotografía Patrimonial, Museo Histórico Nacional (Donación de la Familia Larraín Peña).
El misterioso perfil del muro en el pasaje de Las Ramadas, mirando hacia la Posada del Corregidor, en nuestros días.
Artistas de
reconocida calidad en el ambiente artístico popular de entonces continuaron
concurriendo a la Filarmónica, incluyendo al famoso trío de Las
Petorquinas, según observan autores como Ricardo A. Latcham. Las jóvenes hermanas eran la sensación del
momento tras su salto a la fama desde la fonda El Parral de Gómez de calle Duarte, comenzando desde allí un exitoso periplo por la escena recreativa santiaguina de inicios de la República.
Dice otra leyenda mezclada con historia que, además, el ministro hizo traer al club a una famosa figura popular de esos años: Ña Cata, una de las reinas del gremio de los fonderos. Esta creencia la toma y noveliza Magdalena Petit en “Don Diego Portales. El hombre sin concupiscencia”. Se supone que asistía luego de cerrar en las tardes la chingana que regentaba en ese entonces. La gorda y versátil mujer habría acudido lealmente al caserón para animar las veladas siempre acompañada de sus hijas, con las que tocaba guitarra y cantaba alegremente cuecas de su autoría.
Varios otros artistas de los circuitos chinganeros y casas de entretención, provenientes también de barrios como La Chimba, habrían formado parte de las presentaciones del club de los estanqueros mientras estuvo funcionando.
Empero, no todas las
voces están de acuerdo con la imagen del Portales tan cercano a la cultura
popular y chinganera, considerándolo más bien un mito o una
exageración iniciada por las descripciones que Vicuña Mackenna hizo de él, desarrolladas después por la folclorización de su memoria. En
las medidas restrictivas a estos establecimientos reiniciadas entonces, por
ejemplo, el texto de las mismas suena especialmente fustigador de aquellas
tradiciones, dejando al descubierto la muy poca simpatía del ministro por las
mismas, aunque también se advierte que sus
principales repudios van dirigidos a los vicios sociales que eran relacionados
con la diversión de este tipo. También es necesario admitir que detrás de las medidas de 1836 contra las chinganas y establecimientos parecidos puede haber pesado mucho la opinión de severos intelectuales y hombres públicos como don Andrés Bello.
Entre otras fuentes que abordan dichas materias relativas a la dicotomía entre el actuar manifiesto de Portales y las descripciones que quedaron de él en las tradiciones más benevolentes o pintorescas de su vida,
están las observaciones formuladas en un artículo de Karen Donoso Fritz para la
investigación titulada “Construcción social de la nación. Chile
1810-1840”, dirigido por Julio Pinto Vallejos. A diferencia de los ya conocidos trabajos de Servio Villalobos y Gabriel Salazar que van por el mismo sentido sobre el minitro, aquel estudio parece tener cierta atención crítica y especial sobre los aspectos recreativos o festivos del personaje que acá nos interesan.
Se supone que fue tras el vil asesinato del llamado Organizador de la República en manos de la jauría de José Antonio Vidaurre, por el cerro Barón de Valparaíso, que las guitarras de la calle de Las Ramadas callaron de súbito y la época de leche y miel de Filarmónica cayó de inmediato al precipicio. Sus luciérnagas volaron de allí, buscando refugio en otros rincones de la ciudad, y el silencio regresó al viejo edificio, guardando para siempre tantos de sus poco santos secretos.
Como era esperable, muchos enemigos de Portales tomaron el episodio filarmónico de su vida para agregarlo al grueso de las acusaciones históricas que pueden hacerse al ministro, quien no se esforzaba mucho en evitar razones de desprecio, es verdad. Entre las más sensatas está, por supuesto, la exaltación de las contradicciones vitales que arrastraba este gusto por los placeres plebeyos, mientras se mostraba hostil e incluso perseguidor de ciertas formas de diversión, motivado por su categórico aborrecimiento de los vicios bajos o de la criminalidad, pero siempre intentando buscar sus causas en los mismos espacios de la alegría popular. Hizo su parte, también, en esa actitud paternalista y juzgadora que la aristocracia siempre tuvo hacia la plebe, cuando esta buscaba diversiones mundanas propias.
Empero, hasta el mismo Lastarria tuvo que ceder -en parte- a la pintoresca fama del fallecido ministro que era atesorada por el imaginario, según escribía hacia el final de su documento titulado “Don Diego Portales. Juicio histórico”:
¿Quién, además, no ha oído las anécdotas de “Don Diego Portales”, guardadas todavía por el pueblo, sus nocturnos disfraces, sus conversaciones de cuartel con los soldados, su indulgente curiosidad al pasar por “las chinganas”, su decidida afición a los caballos y a su indígena y democrática montura, su entusiasmo por el arpa y la vihuela, sus pasatiempos de la “Filarmónica”, y por último, su culto por la zamacueca, a la que, según él mismo dijo, pospuso la presidencia de Chile?
Por alguna extraña virtud o maldición, sin embargo, el caserón identificado en las tradiciones y leyendas urbanas como la Filarmónica de los estanqueros, no pudo zafarse de su fama, ni de los aromas de la calle de Las Ramadas, que después pasó a ser la igualmente “indecente” Esmeralda con lupanares y cantinas que seguirían existiendo por largo, largo tiempo. Muchos mitos, muchísimos, rondan a aquel inmueble, incluida la historia de fakelore (falso folclore) sobre la residencia que habría tenido antes en ella el corregidor Zañartu, a quien alude su nombre de Posada del Corregidor.
Tiempo después de terminado el club estanquero de Las Ramadas por la muerte de su líder natural, la mencionada casona colonial, única sobreviviente de la época a la que nos hemos referido, fue vendida a doña Teresa Navarrete, pasando más tarde a manos de don Ignacio Bustos, quien la heredó a sus hijas. Una sucesión de propietarios y ocupantes comenzará con el siglo siguiente sirviendo por largo tiempo al comerciante minorista Carlos Cornejo, por entonces importante dirigente de las sociedades mutualistas y defensor del pequeño comercio de Santiago. Hacia 1925, entonces, es ocupada por el almacén Andrés Bello.
Sin embargo, por aquella década llegará también don Darío Zañartu Cavero, quien remodela y rebautiza el inmueble colonial como la Posada del Corregidor, modificando al mismo tiempo la plaza adyacente. El conjunto pasó a convertirse, en los años treinta y cuarenta, en uno de los restaurantes y clubes bohemios más importantes que tuvo Santiago, atracción para muchos intelectuales y beodos. La pequeña vía lateral que separaba el caserón de la explanada, llamada callejón Chorrillos y después Calle del Corregidor Zañartu, desapareció absorbida por la propia plaza.
Un pasaje enrejado está justo enfrente de la posada, actualmente: fue llamado Las Ramadas, el mismo primer nombre que tuvo la calle principal que hoy conocemos como Esmeralda, así como era identificado todo el barrio en el pasado. Existe allí cuanto menos desde 1928, según la fecha de construcción del edificio lateral, aunque está mal escrita en su fachada con números romanos (MCMXXIIX). Parece corresponder a una prolongación antigua de lo que fue el callejón del Corregidor Zañartu, ya que conserva un cartel en su interior con el nombre: "Las Ramadas 716. Ex Corregidor Zañartu". Está conectado al fondo con galerías comerciales que tienen entrada por calle San Antonio.
Lo curioso de aquel pasaje es en un muro lateral del mismo, al inicio y en el señalado edificio, ve con toda nitidez lo que parece ser, sin embargo, una muy desconocida o poco advertida silueta de perfil, posible vestigio de una obra anterior allí realizada: un relieve de Diego Portales, acaso, o de alguien muy parecido mirando desde el estuco precisamente hacia el viejo edificio de la Posada del Corregidor con su distintiva y colonial columna esquinera... Es como si incluso ya en la muerte, Portales se negara a abandonarlo. ♣
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