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LA SOCIEDAD SANTIAGUINA EN LA REPÚBLICA Y SU RELACIÓN CON LAS DIVERSIONES

Plaza de Armas de Santiago, sector de calles Ahumada con Compañía, en 1850. Pintura sobre papel, de las colecciones del Museo Histórico Nacional.

El final del período del ordenamiento señala un cambio drástico para Chile, en su programación política y en su propia generación protagónica. A partir del período 1830-1840, va quedando atrás la aspiración refundacional que, muchas veces y en diferentes formas, se empeñaba también en demoler el pasado colonial y romper con sus tradiciones. Sin embargo, se mantendrá el afán por negar la hispanidad en el deseo de forjar nuevas institucionalidades o mejores rumbos, ahora procediendo directamente a la emulación de patrones europeos de progreso y desarrollo, tomándolos para sí y aspirando a sentirse parte de ese mismo destino.

En tanto, a nivel político el abuso y la manipulación del concepto abstracto de la “opinión pública” van moderándose en el ajedrez de las fuerzas, predominando -en su reemplazo- la invocación constante al interés general del pueblo o al beneficio de la República, las nuevas inspiraciones o, acaso, excusas multiusos. También se vislumbran, ya entonces, motivaciones para anatematizar todo el período anterior desatado tras la caída del gobierno de Bernardo O’Higgins y rotulado en las páginas históricas como la Anarquía Chilena, enfatizando sus enfrentamientos, sus desórdenes y sus muchos aspectos reprochables por sobre sus logros y avances en la difícil senda de pruebas y errores que enfrentaba el país.

Adicionalmente, el fuego antihispánico logra aferrarse como talante del romanticismo americanista y de un desprecio (a veces rotundo) en contra del “enemigo común” de las excolonias, reflejado también en las ilusiones de confraternidad continental y hasta en la letra de la Canción Nacional, extendiendo en el tiempo la cuasi renuncia hostil a las raíces españolas de la chilenidad.

En su "Viaje a Chile durante la época de la Independencia", el británico Samuel Haigh esboza algo sobre el estado cultural y recreativo doméstico de los santiaguinos durante los primeros años de autodeterminación nacional, principalmente en lo referido a las mujeres:

Cuando visité por primer vez a Santiago, una toilette muy común entre los jóvenes distinguidos era una chaquetita adornada con botones de metal bronceado, y un poncho; pero ahora visten notablemente mejor. Las niñas son muy bonitas, con su cutis mejor que todas las que he visto en Sudamérica; algunas tienen ojos azules y pelo oscuro; tienen muy buen humor y son muy amables. Sus entretenciones no difieren mucho de las de la República de Buenos Aires, pero a penas si se han acercado tanto a las costumbres europeas. Tocan y bailan a la guitarra, muchas al piano, y son muy vivas en su trato y conversación.

Aunque son de rápida comprensión, su educación es muy reducida; como se comprende, gozan con sus escasas lecturas. Muy rara vez he visto en sus bibliotecas más que Don Quijote, Gil Blas, las novelas de Cervantes, Pablo y Virginia, y a algunos otros libros, entre los cuales nunca faltan el misal, La Historia de los Mártires y algunos libros religiosos. No sé cómo no se encuentran en un estado mental aun más sano que las niñas de otros países, donde tienen la imaginación siempre agitada por la "última novela" y que por lo tanto, tienen una buena dosis de sentimentalismo, del cual carecen las que tienen modos más avanzados de pensar en Chile.

La historia del pensamiento en Chile va en el mismo barco de la recreación popular y mundana, curiosamente: encuentra alero en las todavía pocas diversiones e instancias de reunión social posibles en la ciudad de esos años, como cafés, salones de truco (billares), posadas, chinganas, salas de tertulias, conciertos filarmónicos, tardes de campo, paseos al aire libre o esperas en el foyer del teatro. El debate, la discusión, la crítica, la conversación que trasciende a lo pueril, llegando a tocar temas sobre los horizontes políticos a los que va apuntando o debería ir el curso histórico del país, se hacen presentes y comienzan a formar una parte necesaria en el encuentro convencional ciudadano, más allá de la caricatura que pueda hacerse a los extremos del espectro social de aquellos años. La estructura vigente, empero, es prácticamente la misma desde que comenzara la lucha por la Independencia de Chile, por lo que las limitaciones materiales y las posibilidades que iba abriendo el desarrollo se sorteaban entre sí.

Sólo 367 extranjeros se contaron en el Santiago de 1830, revelando parte del aislamiento del territorio. Pero el panorama comienza a cambiar drásticamente con las primeras recepciones de exiliados platenses de la dictadura de Rosas, en gran cantidad y trayendo su propia carga de influencias sobre la realidad chilena. Crece mucho la cuantía de intelectuales llegados a la capital a partir de ese momento, empujados por la desdicha, las desgracias y los conflictos intestinos de sus patrias: argentinos, españoles, venezolanos, colombianos, uruguayos, bolivianos y de otros orígenes, algunos de ellos futuros presidentes, destacando especialmente la figura de Domingo Faustino Sarmiento.

La capital chilena se convirtió, de ese modo y por un breve pero intenso período, en una verdadera sede continental del pensamiento y de la ilustración, llevando este rasgo también a las instancias de vida social, política, desarrollo de la educación, esparcimiento y medios de comunicación disponibles.

Importantes productos editoriales de alto nivel culturizador aparecerán en aquel movimiento de años: la “Revista de Valparaíso”, el “Museo de Ambas Américas”, los “Anales de la Universidad de Chile”, la “Guía del Forastero en Chile” y el “Semanario de Santiago” de la Sociedad Literaria, además de muchos periódicos o folletos que no sobrevivieron a sus primeros números, dadas las condiciones limitadas de la audiencia de entonces. La consolidación de una industria editorial permite la difusión de obras variadas, desde historiografía hasta poesía, y las publicaciones se asocian al desarrollo de nuevas instituciones activas en la realidad nacional, tanto las relacionadas con la educación como las de mera camaradería.

Pero, conservando Santiago tanto de su presentación formal remontada a los últimos años de la Colonia, las señaladas limitantes materiales ponen trabas al desarrollismo. De hecho, los rasgos visibles del Chile colonial seguían tan atrasados como cuando se había oído el primer grito de Independencia. Francisco A. Encina intentó una breve descripción del centro de la capital de esos años en que mantenía la esencia de tiempos previos, pero en los que también comenzaba a deshacerse de sus rusticidades dentro de lo que su agobiante pobreza, falta de inversión privada y barreras generales lo permitiesen. Refiriéndose al aspecto de la Plaza de Armas de entonces y partiendo por el edificio que estaba en donde hoy se ve el Portal Fernández Concha, dice el discutido autor de la “Historia de Chile”:

El portal de Sierra Bella, con sus 21 tiendas y sus 19 cajones o baratillos, adosados a los pilares que soportaban las galerías, bajas y sombrías, seguía ocupando el costado sur de la plaza. En el del oriente se veían las mismas cuatro casas, con altillos y mojinetes levantados, que venían del siglo anterior. La del centro, que pertenecía al primer Morandé, era conocida con el apodo de la “casa del rollo”, porque al frente se alzaba este aparato, en donde se cumplían las penas de azotes (…) En los otros dos costados se alzaban, como en el siglo anterior, los cuatro edificios públicos tradicionales, la Catedral y el palacio del obispo. El viejo galpón, que Amat hizo construir para mercado o recova, ya muy deteriorado, permaneció en su costado oriente hasta 1821.

Las calles capitalinas revelaban el verdadero estado por el que transitaba el país: aldeanas, irregulares, mal iluminadas y con escasos faroles que siempre parecían sucios. José Zapiola asegura, en sus “Recuerdos de treinta años”, que la noche caía con toda su oscuridad cerca de las siete en invierno y hacia las ocho en verano. Y si llovía, los peatones debían usar sus paraguas como bastones, evitando estrellones o caídas, mientras que los más pudientes llevaban un criado cargando un farol de mano… Luz que, además de atraer zancudos y polillas en ciertas noches, podía delatar a una presa disponible a ladrones y asaltantes.

Plano de S. Giacopo (Santiago) de 1776, publicado por el famoso cronista y naturalista, el abate Juan Ignacio Molina, detallando lugares relevantes de la ciudad en el siglo XVIII.

Caballeros conversando bajo un portal de la Plaza de Armas de Santiago, según acuarela de don Alphonse Giast, hacia 1820.

La Cañada de la futura Alameda de las Delicias en ilustración de Pariossien & Scharf, publicada hacia 1821.

Avisos de funciones y espectáculos, incluido el Teatro de calle Duarte (hoy Lord Cochrane), en el periódico "El Progreso", jueves 13 de febrero de 1851.

A nivel popular, sobrevivían en la capital muchas de las manifestaciones recreativas que habían sido propias del período anterior, incluidas las ruidosas chinganas, las peleas de gallos, los encuentros de ruedas folclóricas y el espectáculo más “profano” de sainetes, títeres y volatines que tanto gustaban al bajo pueblo, no así a las élites. La escasa cantidad de habitantes en la ciudad condicionaba la amplitud de la oferta, sin embargo, tanto o más que el propio aspecto económico de la misma: el Censo de 1831-1835 había empadronado en Santiago a 243.929 habitantes criollos y mestizos, no incluyendo indígenas. El total nacional era de 1.010.336 almas en todo el territorio que, con grandes dificultades y lapsos de tiempo, pudieron censarse por entonces en varias etapas, con los rangos de error que esto de seguro involucró.

El creciente acceso a los periódicos en circulación y a la magia de los libros, también hizo su parte en ampliar el naipe de posibilidades: desde fines del siglo XVIII, la lectura de “La Araucana” de don Alonso de Ercilla venía estimulando sentimientos de identidad cultural que ahora serían directamente de patriotismo y de pertenencia nacional. No se detienen los esfuerzos por avanzar con la instrucción ciudadana, en contra del torrente: el lento pero loable esfuerzo de alfabetización había tenido por antecedente la creación de las escuelas de primeras letras gratuitas, en 1813, aunque con la esperable languidez en todo el proceso. Esto quedaba de manifiesto en el censo de 1854: sólo uno de cada 7,4 habitantes sabía leer y uno de cada 9,4 sabía escribir; el 15,2% de los hombres sabía leer y el 10,4% de las mujeres. Por lo demás, el ancestro del actual Ministerio de Educación había sido fundado recién en 1837 con el nombre de Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública, bajo la conducción de don Diego Portales.

Otro gran problema para las autoridades eran los constantes brotes de la procacidad de la prensa más apasionada y rebelde, llevando al ministro Antonio Varas a sacar desde las telarañas de algún cajón polvoriento, un represivo proyecto presentado en 1839 por Mariano Egaña para castigar las injurias y la propaganda sediciosa. Varas lo reestructuró, presentándolo en ambas cámaras y consiguiendo la aprobación del Congreso el 16 de septiembre de 1846. Conocida como la Ley de Imprenta, quedará en la discusión académica si las manifestaciones repudiadas realmente restaban dignidad a la lectura o si sólo dieron excusas para perseguirlas.

Sin embargo, la clase de sentimientos deslizados por “La Araucana” u otros poemas épicos no cuajaron bien en la emocionalidad chilena sino hasta este período después del ordenamiento, recibiendo el fervor patriota una tremenda inyección de energías con el éxito de la Expedición Restauradora del general Manuel Bulnes a Perú, que puso fin a las amenazas de la Confederación Perú-Boliviana con la Batalla de Yungay, el 20 de enero de 1839. Cuando los héroes de aquella gesta llegaron hacia fines del mismo año, la recepción realizada fue uno de los primeros eventos apoteósicos de tales características, conocidos por la República, destacando figuras como la del propio general Manuel Bulnes, próximo Presidente de la República, y la sargento Candelaria Pérez, saludada con ovaciones por entonces pero, tiempo después, fallecida en gran pobreza y olvido.

Paradójicamente, se iniciaría en ese mismo período el aislamiento diplomático histórico de Chile respecto de los países vecinos, fluyendo desde situaciones tales como esa misma guerra de 1836-1839, a pesar de la gratitud demostrada por los peruanos opositores al fenecido protectorado del mariscal Andrés Santa Cruz. La mencionada apertura de Chile a los influjos extranjeros y dentro de la incongruencia de este incipiente aislamiento, fueron contagiando al país también con los sentimientos europeístas: se pretendían tomar modelos del Viejo Mundo para adaptarlos en este lado del planeta y procurar ahorrarse etapas fundamentales en el desarrollo material y cultural, las que hoy se entienden imprescindibles en los pueblos jóvenes, al menos para el auténtico progreso.

Un gran sostén de intelectualidad e ilustración fue, por entonces, el venezolano Andrés Bello, quien llevaba unos años en el país tras residir en Londres, destacando por su dilatada obra editorial. Su parte hizo también el español José Joaquín de Mora, aunque su intromisión en cuestiones políticas y sus ataques a autoridades le costarían terminar exiliado en Perú, justo en los albores de este período de la historia de Chile, perdiendo la oportunidad de ser otro gran protagonista. Adicionalmente, por encargo del gobierno llegan a hacer aportes de magnitud sabios y eruditos como los franceses Claudio Gay y Amado Pissis, el polaco Ignacio Domeyko y el alemán Rodolfo A. Philippi.

En las artes, en tanto, se unen al movimiento el pintor francés Raymond Monvoisin y su colega alemán Mauricio Rugendas, contribución fundamental a la iconografía y los testimonios gráficos costumbristas. El daguerrotipo y algunas de las primeras experiencias fotográficas, por su lado, se registran en el período y casualmente: en 1842, como parte de los equipos traídos por el científico belga Luis Antonio de Vendel Heyl, tras sobrevivir a un naufragio en costas chilenas.

Mientras todo eso sucedía, la insistida leyenda negra contra España, derivada en gran medida desde el triunfalismo y del señalado interés refundacional que discurrió en las pasiones patriotas, insistía en acusar a las fuerzas realistas de haberse empeñado en mantener a las colonias en América pobres, ignorantes, carentes de conocimientos hasta sobre sus derechos, para facilitar su sometimiento y prevenirse de las voluntades autonomistas. Por supuesto, gran parte de esta creencia sólo era un mito, abonado por los inoficiosos y torpes intentos hispanos de impedir en sus dominios indianos la circulación de literatura de inspiración revolucionaria francesa como Montesquieu, Rousseau, Voltaire o la intelectualidad enciclopedista. Los vientos de desarrollo mental que se vivían ahora, en este nuevo y entusiasta momento, también ayudaron a alentar bastante la misma idea.

Por otro lado, a pesar de los escrúpulos de los muchos detractores de Portales (negándole el haber influido realmente en la creación de una doctrina gubernamental, en muchos casos), el período que sucede a la muerte del ministro, plena República Conservadora, definitivamente es portaliano en sus conceptos esenciales, sus actuaciones y sus motivaciones más profundas, como quedará de manifiesto en lo inmediato. El cambio de criterio fue evidente y la apelación a motivaciones personales o caprichos con los que muchos autores de la historia harían apología y justificación de situaciones políticas anteriores a la cruenta guerra civil decidida en los campos de Lircay (1830), deberán ceder y subordinarse a la necesidad de admitir lo que siempre movió esas aguas, en realidad: la ideología, las fuerzas partidistas, los conflictos de intereses de grupos y hasta de familias.

En cierta manera, entonces, el escenario posterior a Portales pudo cantarlas claras y se quitó muchas caretas, por ser ya innecesarias al hallarse conduciendo los rigores paternalistas de los mandos autoritarios y de las imposiciones del orden procurado por el Estado en forma.

Las consecuencias de aquello quedan a la vista, por ejemplo, en la fluctuante y a veces discordante actitud de la autoridad hacia la diversión popular, partiendo por las chinganas: vilipendiadas, perseguidas, toleradas y otra vez reprochadas. En verdad, se retomó un ciclo constante iniciado en tiempos coloniales y heredado a esta nueva etapa de vida. El propio Bello no perdía tiempo en despreciarlas por la prensa, convencido de que eran una enfermedad curable con el fomento del teatro.

A todo esto, los cambios sociales del período dejarán rezagados a muchos de los primeros pasos dados en el camino republicano, alcanzando a varios elementos de la diversión popular, como era esperable. Entre ellos, tocó al teatro de Domingo Arteaga que, por años, había sido el primero y único del Chile independiente y el principal de Santiago, establecido en la Plaza de la Compañía de Jesús (enfrente del templo del mismo nombre) tras haber pasado por espacios de calles Esmeralda y Catedral. Superado por la aparición de salas menores, cafés o quintas y por el arribo de espectáculos populares más novedosos, cerró sus puertas precisamente hacia los últimos tiempos del ministro Portales en el mundo de los vivos, desapareciendo del lugar que ocupaba en donde está actualmente el Palacio de los Tribunales de Justicia. Una historia de casi 20 años había terminado con su última caída de telón, pero dejando un gran hito histórico para el rubro.

Nuevas disciplinas se incorporaban en el país, en tanto. Sirva de ejemplo la fundación de la primera Escuela de Dibujo Lineal en Santiago, en noviembre de 1845, dirigida por el intendente José Miguel de la Barra y el mayordomo Luis Prieto Cruz; o la Academia de Pintura creada en marzo de 1849 en el Edificio de la Universidad de San Felipe, por decreto del gobierno de Bulnes y bajo dirección del maestro italiano Alejandro Cicarelli, quien se mantuvo a cargo hasta 1869.

El Conservatorio Nacional de Música, en tanto, fue creado en 1850 por el ministro Varas, pero sobre la academia musical fundada en el año anterior por la Cofradía del Santo Sepulcro (la misma encargada de las procesiones de la Semana Santa) y que había quedado bajo dirección del maestro organista Adolfo Desjardin. Las influencias y tensiones entre los movimientos clasicistas y románticos franceses también llegaron al rubro en Chile, aunque de forma un poco tardía. Tuvo que pasar un tiempo, además, para que los músicos salieran de cierto menosprecio que pesaba sobre el gremio, y que muchas veces redujo al Conservatorio a ser sólo una escuela y orquesta para tocar himnos en plazas, inauguraciones y actos oficiales.

Otros notables avances con tremendas consecuencias para la realidad social de esos años, fueron la fundación de la Escuela de Artes y Oficios (1849), antecesora de la actual Universidad de Santiago de Chile; la creación de la Escuela de Agricultura (1851) en la Quinta Normal de Santiago; el programa de Escuelas Primarias en Barcos de Guerra (1854) dirigido a la alfabetización de marinos, grumetes y aprendices con clases a bordo de los navíos; y, por supuesto, la Ley de Instrucción Primaria (1860) promulgada por Manuel Montt.

Sin embargo, la virulencia política que hasta hacía poco tenía espejo en la prensa más desenfadada, también alcanzó con fuerza a los espacios de la diversión social. Así, tras la fundación de la controvertida Sociedad de la Igualdad por Santiago Arcos y Francisco Bilbao a partir de elementos del Club de la Reforma, la organización pretendió hacer demostraciones de fuerza y arrear gente en las calles como una amenaza revolucionaria, estableciéndose en las dependencias de la entonces famosa fonda del Parral de los Baños de Gómez. La elección de este local como su sede debió ser por la importancia que tuvo en la vida chinganera y folclórica urbana, especialmente en la etapa histórica santiaguina anterior a la que acá se revisa. Ubicada en calle Duarte, hoy Lord Cochrane, era también una chingana de mejor cariz que otras, hasta con visitas más ilustres.

Desde aquel lugar inserto en el bohemio ambiente del barrio, el incorregible Bilbao, con apoyo de Federico Errázuriz y Juan Bello, organizaba e iniciaba desfiles o manifestaciones diurnas de igualitarios hacia los últimos años del mando de Bulnes, llegando a sumar 1.400 de ellos en 1850. Los integrantes de la columna iban, en aquella oportunidad, con flores en el ojal de sus fracs azules, ceñido a la cintura, y calzaban pantalones blancos. También paseaban en sus manos una imagen con el símbolo del árbol de la libertad, de 40 centímetros. Sin embargo, los desórdenes y el daño al comercio dieron la razón perfecta al gobierno para prohibir con un bando esta clase de encuentros en plazas y calles.

Como era de esperar, aquella arremetida en contra de los igualitarios provocó nuevas escaramuzas en los días y semanas que siguieron. Estas sucedían a propósito del lanzamiento de la candidatura de Montt, cuya aventura hacia la presidencia también había comenzado al alero de encuentros de tipo social: una gala en la casa de don Victorino Garrido, llamada el Club de Garrido por las importantes reuniones que tenían lugar en ella.

Cada bando tenía, como se ve, sus propios cuarteles vinculados a actividades de recreación y de encuentro. Esto retrata hasta dónde estaban compenetrados los espacios y ambientes de la diversión con los asuntos de la vida social y política hacia mediados del siglo XIX, pues gran parte del quehacer público y privado corría alrededor de ellos.

Comentarios

  1. Esta bien que pongan links con publicidad o algo por el estilo, pero que lata que haya que tener tarjeta de crédito y por ende pagar online para poder leer un articulo :(

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    1. Sólo están en Patreon los blogs que tengo a prueba, como este. Los estoy liberando paulatinamente, en este mismo momento.

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