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FIESTAS PATRIÓTICAS EN LA PAMPILLA DE SANTIAGO

"Llegada del Presidente Prieto a la Pampilla", célebre cuadro de 1837 de Mauricio Rugendas.

El Llano de la Pampa o La Pampilla, sector del actual Parque O’Higgins de Santiago, era el lugar en donde se ejecutaban exhibiciones y maniobras militares justo hacia los días de afianzamiento republicano, aunque con probables antecedentes desde tiempos de la Independencia o antes. Familias completas asistían a ver ejercicios y revistas solazados con pequeños puestos de comercio, sesiones de carreras a la chilena, jineteadas y niños elevando volantines alrededor.

La viajera María Graham había dado temprano testimonio de la existencia de las chinganas “o entretenimientos del bajo pueblo” en el mismo llano, tras visitarlo en agosto de 1822. A diferencia de lo que pudiera creerse, y a pesar de ver mucho juego y bebida en él, quedó con una buena impresión del lugar sin haber presenciado violencia o riñas, reclamando sólo por el alto valor al que vendían las flores (ranúnculos y claveles) algunos de los comerciantes:

Reúnense en este lugar todos los días festivos, y parecen gozar extraordinariamente en haraganear, comer buñuelos fritos en aceite y beber diversas clases de licores, especialmente chicha, al son de una música bastante agradable de arpa, guitarra, tamboril y triángulo, que acompañan las mujeres con cantos amorosos y patrióticos. Los músicos se instalan en carros, techados generalmente de caña o de paja, en los cuales tocan sus instrumentos para atraer parroquianos a las mesas cubiertas de tortas, licores, flores, etc., que estos compran para su propio consumo o para las mozas a quienes desean agradar.

Los desfiles militares o “despejes” que después llegarían a instalarse al parque, comenzarían en 1832 cuando el presidente José Joaquín Prieto tomó la decisión de formalizar y ordenar tales encuentros por sugerencia del ministro Portales. Se sabe que la primera de tales jornadas hecha con características de ceremonia oficial, tuvo lugar el 18 de septiembre de ese año. Sin embargo, el lugar escogido entonces fue la Chacra o Llano de Portales, en donde estará después el barrio Yungay, el terreno frecuentado por los ejercicios militares de entonces.

El distante llano de La Pampilla iba a tener una convivencia propia con aquellos elementos militares y populares, antes de acoger oficialmente en él a las grandes manifestaciones marciales. Además, chinganas y ramadas que habían estado en semi proscripción, llegaban a instalarse en los arrabales y contornos de La Pampilla, quizá para evadir el cíclico aborrecimiento de las autoridades.

Entrando en detalles, correspondía aquel llano a un gran terreno situado al surponiente del cuadrante urbano de Santiago, formado por las propiedades denominadas El Conventillo y La Pampilla, según lo que señala Armando de Ramón en “Santiago de Chile”. Abarcaba mucha más superficie de lo que iba a ser después el Parque Cousiño, actual O’Higgins. Las actividades militares en él habían continuado también con las presentaciones de desfiles y bandas musicales durante esos años, aunque faltaba mucho todavía para que la Parada Militar llegara a instalarse en el mismo sitio en donde todavía se ejecuta, cada año. De todos modos, tal presencia y las exhibiciones que se hacían allí, serían parte de los orígenes de la misma gran revista militar, o más bien sus preámbulos históricos.

Aquel período, además, coincidió con el triunfo de las fuerzas del Ejército Restaurador al caer sobre cerro Pan de Azúcar y el río Áncash, en los campos peruanos de Yungay, el 20 de enero de 1839. Las noticias llegaron a Santiago desatando un carnaval popular que durará prácticamente por todo el resto del año y más allá, inclusive… Sólo cabía celebrar la victoria de Bulnes, por ende, y así la fecha se convierte casi en una nueva fiesta de Independencia. Zapiola se apresura a componer el magnífico “Himno de Yungay”, con letra de Rengifo Cárdenas.

Se podrá imaginar cómo la sociedad criolla, que encontraba excusas hasta en el Día de los Difuntos y los velorios del angelito para realizar celebraciones descomedidas, sintió aquella tremenda exaltación patriótica: una oportunidad para dar rienda suelta a la fiesta y la parranda, fusionándose con las energías de las Fiestas Patrias de septiembre, las de fin de año y luego el primer aniversario de la batalla decisiva. En medio de esta larga euforia, además, los efectivos del Ejército de Chile apostados en el país incásico regresaron entre octubre y diciembre, tras haber permanecido varios meses esperando garantizar que los conflictos intestinos y la hostilidad entre Perú y Bolivia no resurgieran. Obviamente, fueron recibidos con vítores, ganándose el general Bulnes aquel monumento que hoy tiene en la Alameda casi enfrente del Palacio de la Moneda y que lo muestra, justamente, en este episodio de retorno tras la extenuante temporada, sobre un caballo de aspecto cansado y cabizbajo en el que lo hizo montar el escultor Mariano Benlliure y Gil.

Otra de las fiestas desatadas por el triunfo de Yungay tendrá lugar con elegante desfiles de carretas y calesas de aristocráticos vecinos santiaguinos hacia el Llano de Portales, algunos montando sus corceles o acompañados de damas con suntuosos vestidos, en el día del arribo de los héroes a Santiago. Pocos descansos tuvo la sociedad antes del primer aniversario de la gesta, como podrá sospecharse.

A la sazón, sin embargo, La Pampilla ya era otro lugar inconfundible de celebraciones populares y patrióticas, contando después con la presencia de presidentes de la República en las mismas. Una de estas pintorescas escenas, que alcanzan su auge en las fiestas dieciocheras, había sido reproducida por el pintor y viajero alemán Mauricio Rugendas en su “Llegada del presidente Prieto a la Pampilla para la fiesta nacional de 1834”, correspondiente a uno de los cuadros costumbristas más importantes de la pintura histórica en Chile.

Bulnes, en tanto, llegaría a la presidencia en 1841, poniendo en marcha la adquisición de los terrenos de La Pampilla para pleno uso público. Con este propósito, permutó en parte de pago otro terreno, el 14 de junio del año siguiente. El nuevo gran paño fiscal era un área rectangular de grandes proporciones conocida como el Campo de Marte, en el sitio de los tradicionales ejercicios militares en el extremo sur del área urbana de Santiago.

“18 de septiembre en el Campo de Marte”, de Charton de Treville, 1843. Se observa al centro del grupo de "fondas" (en realidad, chinganas tipo carpa o de toldera) la que ostenta el lienzo con el aviso "Aquí está Silva".

“Vista de la antigua Pampilla de Santiago” de Giovatto Molinelli, en 1859. Una típica escena recreativa del llano, antes de ser el Parque Cousiño.

Banderas de fiestas patrias en calle Puente llegando a la Plaza de Armas, en el siglo XIX. Pintura de autor anónimo, Museo Histórico Nacional. Publicada en "El Mercurio", sección Artes y Letras (2009).

Lámina de la revista "Zig-Zag" de 1911, hecha por el italiano José Foradori, mostrando una escena de las Fiestas Patrias como eran celebradas en La Pampa o Pampilla en 1830.

Los orígenes y detalles de la historia del parque han sido investigados con prolijidad por varias generaciones de autores, académicos, arquitectos y urbanistas: Sergio Martínez Baeza, Martín Domínguez, Pía Montealegre y Germán Hidalgo Hermosilla, entre muchos otros. Se sabe así que, siendo aquel espacio el mismo en donde se realizaban desfiles populares y se levantaban las “fondas” de temporada (combinando un fuerte sentido marcial con el patriótico civil), quedó establecido en la emocionalidad cívica como lugar propio para la celebración de Fiestas Patrias.

Aquellos festejos ya se realizaban por entonces en los aniversarios de la Primera Junta Nacional de Gobierno del 18 de septiembre de 1810; en cambio, las otras fiestas que alcanzaron a convivir con ella y que conmemoraban las batallas de Chacabuco del 12 de febrero de 1817 y de Maipú del 5 de abril de 1818, comenzarían a quedar gradualmente descartadas de tal rasgo a partir del gobierno de Joaquín Prieto, por lo insostenible que resultaba mantener tres grandes festejos al año y por los conflictos que provocaban con los períodos de Cuaresma y fiestas religiosas, además de algunas connotaciones políticas que tenían tales efemérides. Así, la de Chacabuco podía chocar con el Miércoles de Ceniza, siendo reducida principalmente a sólo un acto oficial desde 1837, si bien continuó siendo festejada comercialmente con toldos, fondas y juegos hasta el siglo XX, tanto en la Alameda de Santiago como en algunas localidades y pueblos, caso de las ferias que se montaban en San Bernardo, por ejemplo. Puede que haya influido también el que la atención a la fecha fuera más bien a la fecha de la fundación de Santiago, en ciertos períodos. La de Maipú, en tanto, entraba en conflicto con la Semana Santa y nunca pudo equiparar a las fiestas de septiembre y todo su fomento oficial, por lo que también acabó omitida con el tiempo aunque quedando como una celebración de identidad local dentro de la comuna maipucina.

A los desfiles y orfeones militares de La Pampilla se sumaban recreaciones de batallas históricas de la Independencia, interesante dato que también tiene que ver con los antecedentes de la teatralidad popular en el siglo XIX, a pesar de que ha pasado poco advertido. Mientras tanto, en los alrededores el público entraba y salía de las ramadas y las chinganas que se mantenían abiertas incluso en las noches, en las temporadas de fiestas y de buen clima. Los paseos al llano eran todo el año, en especial los domingos, pero la apoteosis siempre llegaba en septiembre.

A través de las palizadas y ramas de los puestos en el parque, sonaban también las tonadas o bailes españoles como la jota; y por supuesto, se tocaban las infaltables cuecas del canto a la rueda, en donde era común que los folcloristas gritaran su floreo “como te ponís, como te ponís, como la perdís”, según comenta Samuel Claro Valdés. Estos cultores y músicos solían ser contratados por las “fondas” más grandes de septiembre, generalmente armadas por chinganeros conocidos en la capital, comerciantes de mismo medio o clubes que vinieron a ser precursores de las llamadas casas de canto, herederas del mismo ambiente cuequero y tradicional de la clásica remolienda criolla.

El francés Ernesto Charton de Treville pintó aquellas escenas hacia 1845, en su obra “18 de Septiembre en el Campo de Marte”. Plasma a la ex Pampilla atestada de gente, entre grandes toldos y carpas con comida y la fiesta. Es otro de los más conocidos registros costumbristas chilenos, muy posiblemente inspirado en la obra de Rugendas. En él también se ve al entonces célebre puesto del lienzo “Aquí está Silva”, además de otros ofreciendo “chicha baya” y “horchata con malicia”.

A esas alturas, el Campo de Marte era sinónimo indiscutido de música, empanadas, humitas, fogones, chicha, mistela, aguardiente, vino, parrillas de carbón ardiente, mote con huesillos, pastelitos de las monjas claras, alfajores de doña Antonia Tapia, picarones de la peruana Negra Rosalía, fritangas e infaltables juegos típicos. Eran el patache completo de los festejos patrióticos, para un pueblo que ya se había quedado sin más carnavales que sus principales efemérides y algunas fiestas religiosas. Mucha de la estética que hoy reconocemos como propia de las Fiestas Patrias se ha gestado desde aquellas tradiciones y diversiones, a las que se sumaba el desfile de folcloristas ofreciendo sus artes en cada puesto.

La calle Dieciocho, en tanto, fue abierta en su extensión total en 1850, según René León Echaíz, convirtiéndose en el principal acceso desde la Alameda de las Delicias hacia el Campo de Marte. Empalmaba por su lado norte, en donde estará después la Escuela Militar, y su nombre original de calle del Dieciocho evocaba, precisamente, al aniversario patrio que daba razón a las fiestas de septiembre.

Poco a poco, el sector de calle Dieciocho y las vías paralelas se había ido volviendo un barrio de mansiones elegantes y casonas suntuosas, aunque también con sus propias pintorescas quintas para cuequeros y folcloristas en los circuitos. Se habilitó más al poniente también la calle del Campo de Marte, llamada así por llevar directo al parque y coincidiendo con las actuales Almirante Latorre y Club Hípico. A su vez, el crecimiento de la ciudad alrededor del parque lo dejó definido entre las calles Tupper, Rondizzoni, Viel y Beauchef, nombres que conservan como homenaje a los oficiales europeos que pelearon por el lado de los patriotas durante la Independencia.

En 1859, el italiano Giovatto Molinelli se suma a los pinceles de esta historia con su “Vista de la antigua Pampilla de Santiago”, mostrando un lugar en los límites, al borde de un edificio. No está claro que la imagen represente un período de fiestas, pero se observa en ella a paseantes, gente a caballo y grupos familiares sentados en el terreno aún de aspecto eriazo y baldío. Muchos santiaguinos seguían llegando por entonces a ver los desfiles dominicales del Ejército, a pesar de su relativa distancia si se comparaba con los paseos de la Alameda y de los Tajamares.

Hacia 1870, el empresario Luis Cousiño, hijo del fallecido magnate Matías Cousiño, dispuso un plan de hermoseamiento del Campo de Marte con algunas participaciones municipales, para convertirlo en un paseo de hermosos senderos entre vegetación, estanques de agua y jardines, aunque sin apartar aquel espacio que ocupaban los militares y los folcloristas durante las fiestas. Como fue el caso del cerro Santa Lucía, la intención del proyecto era recuperar la importancia del lugar pero bajo una inspiración afrancesada más aristocrática y exigente, reñida con el carácter popular y receptivo también a los plebeyos, predominante hasta entonces.

A la sazón, mientras los festejos de Fiestas Patrias solían ocupar también parte de la Alameda, la Plaza de Armas y otros sectores de la ciudad cada 17 y 18 de septiembre, la fiesta popular más auténtica y autosuficiente se desplegaba aún en el Campo de Marte, alcanzando su cúspide el día 19, por sus muchas actividades y desfiles. Tornero da una descripción precisa del lugar justo en este período, cuando pasaba a ser el parque planificado (1872), refiriéndose a sus famosas fiestas dieciocheras:

Si estos días son de libertad absoluta y de regocijo universal, el diez y nueve, que se llama de la pampa, es verdaderamente de alegría matadora.

El Campo de Marte es un inmenso campamento todavía más pintorescamente adornado que las calles de la Alameda en la Noche Buena. Una población, por lo menos de cincuenta mil almas, se rebulle y codea en aquella inmensa sábana de verdura. Los cantos de las chinganas ambulantes, los gritos entusiastas de las ramadas, los bailes animadores, las descargas producidas por los ejercicios de fuego ejecutados por las tropas cívicas y los regimientos de línea residentes en la capital; todo esto, y a más la algazara que lleva consigo cada carreta, cada carretón y los mil otros indescriptibles vehículos que van a aquel pandemónium a aumentar el delirio universal, no puede menos de ser motivo de admiración para el extranjero, de estudio para el filósofo y de inesperable contento para el que está acostumbrado a ver desde sus primeros años semejante espectáculo.

Tornero también entra en observaciones sociales sobre el lugar y revela, de paso, aquellas que podrían ser las razones de Cousiño para proponer su remodelación con gentrificación “dirigida”, por un lado, y por otro también alguna clase de relación con las tradiciones chilenas de engalanar carros en determinadas instancias (como en los circos, las ferias y en la Fiesta de Cuasimodo):

El paseo de la aristocracia a la pampa, ha perdido en el día ese sabor característico de íntima confianza que hasta no hace mucho, constituía uno de sus mayores atractivos. Antes, las familias de alta clase daban a esta excursión el carácter de un paseo campestre. Al efecto, hacían preparar la mejor carreta de sus haciendas, la engalanaban con cortinajes, banderas y almohadones y emprendían la marcha hacia la pampa al paso lento de los bueyes, y entretenidas al ver las pechadas con que los jóvenes, vestidos de huaso y bien montados, se empeñaban en conquistar el puesto de honor en la culata de la carreta. Después de dar una vuelta por el campo, se detenían en un sitio apartado del tráfico, extendían sus alfombras sobre la verde campiña y principiaban el ataque a los fiambres y licores que traían preparados, reinando por supuesto la más cordial confianza y alegría entre todos los concurrentes.

Grupos como este se encontraban a cada paso, formando el conjunto más pintoresco y animado.

Hoy, el paseo a la pampa está revestido de toda la gravedad y estiramiento que le imprime la moda y la civilización. Las familias asisten a él como asisten las parisienses al Bosque de Boulogne o a los Campos Elíseos. Los caleches, los cupés, las berlinas, los landós, las victorias y cuanta forma de rodado inventó la moda, se cruzan por centenares, conduciendo sobre sus mullidos cojines las aristocráticas beldades de nuestra sociedad. Los jóvenes, caballeros en briosos potros de rizada chasca, lucen la proverbial elegancia y destreza del jinete chileno, haciendo mil cabriolas alrededor de los carruajes que conducen a sus amigas.

La moda del día consiste en llegar tarde y retirarse temprano; llegan cuando ha principiado el ejercicio de los batallones y retirarse antes que concluya. En esto tienen razón, puesto que se trata nada menos que de obtener un buen lugar a orillas del paseo central de la cañada, por donde desfilan las tropas.

Aquí principia para los que no toman una parte activa en las diversiones, lo más interesante del programa del día. La vuelta de la pampa es digna de ser vista. Soldados cubiertos de polvo, muchos de ellos adornadas de albahaca las orejas y dando traspiés fuera de ordenanza, mil y mil briosos caballos viniendo a estrellarse, en medio de la grita y percha de sus jinetes, a pocos pasos de los carruajes que contemplan el desfile; las chinas todas cucarras abrazadas de sus amantes, la población entera, llena toda de entusiasmo que exaspera a cada instante los sones de la Canción Nacional; todo esto, decimos, no puede morir en el corazón de un chileno, y le hará todos los años esperar con verdadero deseo, la llegada del 18 de septiembre.

El nuevo parque ideado por Cousiño pudo ser inaugurado en 1873, en los días de la Intendencia de Vicuña Mackenna, quien había sido el principal aliado del proyecto y trabajaba afanosamente, en esos momentos, concluyendo las obras paralelas del cerro Santa Lucía. Habiendo nebulosas sobre al respecto, se sabe que se encargó la obra de diseño al español Manuel de Arana Bórica si bien muchas fuentes suelen señalar como principal al francés Guillermo Renner o bien como asesor de las mismas. Y como el artífice de esta remodelación, don Luis, había fallecido en mayo de ese mismo año, el llano recibió el nombre de Parque Cousiño, que mantuvo por casi un siglo antes de cambiar a O’Higgins.

Las tradiciones del parque permanecieron, a pesar de ciertas restricciones al uso y de algunas exigencias que intentaron aplicarse con los nuevos criterios elitistas puestos en marcha. Se había llegado a prohibir la posibilidad de entrar con poncho al recinto, según consta en el diario “El Mercurio” del 4 de septiembre de 1874, dato observado por Hidalgo Hermosilla. A pesar de todo, varios folcloristas de la cueca tradicional continuaron haciendo parte de sus carreras allí, explotando al máximo el ambiente, no sólo en el breve período de las fiestas.

Aunque los desfiles y revistas militares seguirían siendo atracción periódica y parte importante de la diversión inflando a los concurrentes de orgullo patrio, pasó un tiempo para que llegara al Cousiño la primera Parada Militar en 1896, como consecuencia de la prusianización, que la definió tal como es actualmente. La fecha del gran desfile de Fiestas Patrias sería cambiada desde el 18 al 19 de septiembre, y la efeméride el Día de las Glorias del Ejército fue establecida recién en 1915.

Calle Dieciocho debe su nombre no sólo a la fecha de las Fiestas Patrias de Chile, sino también a que era la vía principal para ir hacia la Pampilla. En la imagen, cuando se habían retirado ya los adoquines.

"El 19 en la Pampa", caricatura de Fiestas Patrias publicada por la revista "Sucesos", en 1905.

"El día del pueblo" de  M. Richon Brunet. Ya en 1905, la revista "Zig-Zag" publicaba esta imagen en una nota sobre las Fiestas Patrias en el Parque Cousiño, anotando al pie: "La fonda que desaparece".

Todavía en el siglo XX se celebraba en algunas localidades la Fiesta Patria "chica" del 12 de febrero, en el aniversario de la victoria de Chacabuco. Imágenes publicadas por la revista "Sucesos" en 1906, con los festejos del período correspondientes a la actual comuna de San Bernardo.

A mayor abundamiento, la estética y apostura que requería desplegar la rama castrense tras aquel proceso de profesionalización bajo modelo prusiano, también influyó en la elección del parque para las exhibiciones, como una suerte de territorio institucional. Además, la construcción del antiguo edificio de la Escuela Militar (Palacio Alcázar) del arquitecto Víctor Henry Villeneuve, se había iniciado prácticamente a un costado del parque en 1887, en calle Blanco Encalada, aunque pudo ser concluido sólo a inicios del siglo siguiente. Los cercanos Arsenales del Ejército fueron obra de Ricardo Larraín Bravo, iniciada en 1894. Esta proximidad con el Campo de Marte hizo aún más estrecha tal relación: desde demostraciones rutinarias del quehacer militar hasta algunas instancias de celebraciones o aniversarios institucionales. La desaparición del Llano de Portales también había trasladado todo el resto de la actividad posible allí hasta el parque.

Hacia 1904-1905, fue cambiado el pavimento de adoquines de la calle Dieciocho por asfalto, tal como sucedía en la Alameda, y muchos de los propios vecinos se llevaron los antiguos bloques de piedra ya en desuso. Una de las razones esgrimidas era para facilitar el desplazamiento de los caballos. Unos 12 años después, sin embargo, la Alameda volvió a ser adoquinada entre Lord Cochrane y Nataniel Cox.

En cuanto al jolgorio, se sabe que los desfiles y preparativos del Ejército, una semana antes de cada fiesta con parada, dieron origen a una celebración menor llamada Dieciochito o Dieciocho Chico, ensayo y preliminar de la fiesta principal.

Sobre la oferta permanente en el barrio, en artículo de “En Viaje” (“Fondas”, 1965) Plath habla de una antigua fonda ubicada atrás del parque: “La Vieja Hereje”, llamada así como burla -o venganza popular- contra su dueña, dado un supuesto lenguaje procaz desplegado a la hora de atender clientes. “Lo cierto es que algo bueno tenía la vieja y era una chispeante chicha baya que sacaba de unas cuarterolas tan recias como ella, ancha de vientre y lomo”, agrega el folclorólogo.

Los cambios ambientales trajeron para el pueblo santiaguino algunas nuevas fondas, con nombres tan sugerentes como “La Gloria de Balmaceda”, “La Viuda de Nadie” o “La de Apearse”, entre las más concurridas. A fines de cada año, además, fue popular la extensa feria de puestos, toldos y “fondas” del bandejón central de la Alameda, desde el cerro Santa Lucía hacia el poniente. Y es que, a la sazón, la Navidad se celebraba con la misma chicha, cueca y alegría de las Fiestas Patrias. Sin embargo, ya en tiempos de la Guerra del Pacífico y hasta poco después de la Guerra Civil, muchas chinganas se estaban trasladando o eran relevadas por otras nuevas.

Muchos de aquellos rasgos decimonónicos de las Fiestas Patrias en La Pampilla permanecieron en el Parque Cousiño de inicios del siglo XX, sobreviviendo con menos naturalidad hasta hoy, de hecho. En la temporada dieciochiera de 1905, por ejemplo, el escritor Guillermo Labarca Hubertson describe así la fiesta del lugar, en la revista "Zig-Zag" y bajo el título "En el parque":

Es el día de la patria con tantas ansias esperado.

Los árboles del Parque Cousiño que, al oír la salva matinal se estremecieron regocijados recordando que el mismo estruendo fue el preludio de tantas fiestas semejantes, agitaron sus ramas donde empiezan a insinuarse las verduras de la primavera, rumoreándose unos a otros las remembranzas del pasado y ofreciendo extender su naciente follaje sobre aquella multitud que dentro de poco irá a cobijarse a su sombra para festejar entusiasmada la festividad legendaria de la República.

Efectivamente, tan pronto como se abren las rejas que cierran el recinto, una creciente marejada inunda con su alegría los prados desiertos, los cuidados jardines, la árida explanada. Los caminos se estremecen al trote de los caballos que arrastran la metamorfoseada golondrina, rellena hasta el tope con los accesorios de la futura fonda que ha de elevar entre los los árboles su construcción de lienzo sostenida por los rugosos troncos; más allá se estaciona un carretón "para burtos y pasajeros" festivamente disfrazado con los manojos de yedras y arrayanes que cubren sus flancos, sosteniendo los gallardetes tricolores que flamean al viento y santifican con su patria protección los toneles prestos a verter inagotable caño de "la rica baya de Aconcagua", según advierte el cartel. Un desvencijado coche de alquiler que pasa a un trote inusitado en sus escuálidos jamelgos, engalanados también con grandes rosetones, va a vaciar en alguna parte, sobre la fresca gama, el arpa que asoma por su ventanilla, púdicamente velada por un trapo blanco. Más allá una señorona, acondiciona atareada los numerosos mixtos que han de rellenar el vacío de las empanadas, mientras la fritura exhala al viento su ocre emanación.

Seguidamente, sumergiéndose ya por completo en el cálido ambiente que allí se ha formado, continúa el autor con los siguientes detalles:

Las arpas y guitarras muestran por todas partes la mancha lustrosa de sus cajas. Solo en algunas fondas que alardean de alta prosapia, se muestra un piano que recuerda las danzas que se bailaron en el estrado de su primitivo dueño, allá por los tiempos en que conservaba todas sus cuerdas. Ni siquiera basta a consolarlo el rumboso letrero que estampa en negros caracteres, sobre el blanco y oscilante muro, la muestra clásica: "Aquí está Silva!".

Y en los claros del bosque, en los caminos más ocultos, alrededor de todas estas instalaciones que han cubierto por completo el suelo de la vieja pampa, pulula y hormiguea la muchedumbre con el zumbido de una colmena gigantesca, rasgando el aire los agudos gritos, bulliciosas exclamaciones, choques de vasos y las perchas y carreras de los huasos que hacen ondular hacia atrás la manta. Y por encima del ensordecedor estruendo, resuena el eco vibrante y zandunguero de la cueca entonada a voz en cuello por un grupo de cantoras de chillones trajes claros, de flácidos rostros embadurnados de albayalde y colorete, y cuyos moños atrevidos sustentan manojos de claveles.

Aquí y allá, dentro de las fondas, al aire libre, sobre la jugosa hierba del prado, curiosas parejas se entregan con ardor a los azares del baile entre entusiasta palmoteo, los ¡aros! reiterados y a grita festiva de todos los presentes. Los danzantes se revuelven con creciente animación; huye la moza con menudas carreritas y persíguela el galán con sueltas y ágiles cabriolas, cruzando los pies guarosamente, mientras su pañuelo de seda rojo, tan pronto barre el piso como se agita desesperadamente en el aire, flotando por sobre la cabeza de la huraña compañera, hasta que al fin, vencida esta por la armoniosa insistencia de su perseguidor, anímase a su turno y mientras su ardor en el contorno febril de su cuerpo y en la gracia voluptuosa de sus ademanes. El entusiasmo llega al colmo: acelérase el ritmo de la música, los gritos y esclamaciones ensordecen, redoblan el tamboreo y los ¡huifa! mientras la pareja muy unida, radiante el rostro y más nerviosa que nunca, multiplica su zapateo y bate al aire el pañuelito, rematando por fin la cueca, en medio de estrepitoso aplauso, con el ademán posterior del mocetón que, rodilla en tierra, ofrece a su compañera el albergue de su pecho enamorado.

Resuena pronto el eco de las bandas militares que llenan el espacio con los acordes del Himno Nacional, anuncio de la llegada del Presidente. Un estremecimiento patriótico circula por la muchedumbre y a las enérgicas voces de mando que se escuchan en la elipse, las tropas se aprestan al desfile, destellando sus armas chispazos de luz al ser heridas por el sol. A lo lejos se ve ondular el blanco penacho de los cadetes y las banderolas de las lanzas flamean orgullosas al viento que pasa cargado de entuasiasmo, de animación y de alegría.

Por un momento solicita la atención general el desfile de los arrogantes batallones, la avalancha de jinetes que cruzan la llanura al gran galope, el despliegue imponente de la artillería que hace retemblar el suelo con el rodar formidable de su tren de guerra, pero pronto la mayoría vuelve a las fondas y la festividad patria recobra su esplendor y del medio del matorral y los árboles surge de nuevo la confusa algarabía de la multitud.

Labarca Hubertson continúa su descripción diciendo que la victoria presidencial realizaba un tradicional giro alrededor de las cadenas en la actual elipse, saludando al público, ocasión en la que no faltaba algún valiente que "ofrece al primera magistrado el tradicional vaso de chicha y se produce una explosión de gritos con que el pueblo solemniza el democrático brindis". Acto seguido, y escoltado el mandatario por las tropas, comenzaba el canto del "Himno de Yungay", otra institución patriótica que se ha perdido con el tiempo:

Otra vez la gran marejada del público se agrupa a su paso y mientras baten palmas y voacionan a cada regimiento se curza el camino, una pareja de rotitos, entusiasmados y vacilantes, que se prestan mutuo apoyo contra la incomprensible debilidad de sus piernas, entoncan con voz recia e insegura:

Cantemos la gloria
del triunfo marcial...

Pero, aunque el alma criolla sobrevivía a la permeabilidad e influencias externas, comenzaba a esbozarse una nueva etapa de entretención, diversión y folclore: propuestas más novedosas se tomaban las fiestas de septiembre en otros puntos de la capital, descentralizando parte de la oferta popular del parque y hasta compitiendo con las suyas. A pesar de esto, nunca cesó la actividad principal de celebraciones patrias en la ex Pampilla, aún permaneciendo en tal trono. Sus encantos sobreviven con matices, aunque con cambios visibles y períodos de auge y decadencia. Lo que más o menos vemos hoy procede de un reimpulso dieciochero muy posterior, a principios de los años setenta, cuando se cambia el nombre del parque al actual y se crea también el pintoresco Pueblito del Parque O’Higgins.

Podría comentarse de paso, acá, algo más sobre los últimos grandes trabajos de remodelación realizados en ese mismo sitio, que no han sido del gusto de todos los santiaguinos, es preciso reconocer… Esa, sin embargo, ya es parte de otra historia; de otro Santiago.

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