En calle Santo Domingo 4105, en la esquina con Patria Nueva y a sólo pasos de la Autopista, la avenida General Velásquez y la Estación Metro Gruta de Lourdes, estuvo por largo tiempo uno de los secretos mejor guardados de la vida popular y folclórica en los barrios alrededor de la Quinta Normal y la Basílica de Lourdes: el bar y restaurante Unión Fraternal. Era uno de los últimos bastiones de su tipo que todavía quedaban en pie por ese lado de la ciudad de Santiago, cuya antigüedad se perdía en los calendarios.
El nombre derivaba de la asociación en la que había nacido como casino y club con comedores para la misma, además de ser su sede: la Sociedad Mutualista Unión Fraternal, grupo de asistencia solidaria creado principalmente por obreros el 2 de octubre de 1873, con personalidad jurídica N° 2324. Adaptando el largo nombre, sin embargo, la mayoría de sus parroquianos prefería hablar del club y el restaurante como restaurante El Fraternal, aunque veremos que tiene varios motes más. Su símbolo o insignia eran dos manos estrechándose dentro de un engranaje rotario, en algunas versiones con una antorcha coronando la unidad representada.
Don Mauricio Rodríguez, uno de los últimos encargados del establecimiento, solía contar desde la barra de tragos que el clásico boliche fue fundado como por la sociedad poco tiempo después del nacimiento de la misma, aunque su ubicación era, originalmente, en una desaparecida casa de este mismo sector, más hacia el lado de calle San Pablo según parece. Revisando antiguos documentos del Congreso Nacional de Chile, particularmente de la Cámara de Diputados hacia 1968, encontramos una dirección para la Sociedad Mutualista Unión Fraternal en San Pablo 4164, una cuadra más al norte, la que podría haber correspondido al casino en su casa anterior.
El sitio que procedieron a ocupar en algún momento en la esquina de Santo Domingo con Patria Nueva, en cambio, había sido antes un domicilio particular. Ya en 1930 aparecía en avisos de prensa ofreciendo piezas en arriendo, de modo que debe haber servido como pensión o algo parecido. El holgado espacio interior y el de sus diferentes cuartos sin duda eran compatibles con esa función y servicio.
Más o menos desde el último cambio de siglo y de milenio, la administración de ese antiquísimo caserón del restaurante estaba bajo el mando de Rodríguez y sus empleados, atendiendo con esmero y dedicación tal joyita histórica. Lo hacía junto a los veteranos mozos que trabajaban allí también, algunos provenientes de otros famosos establecimientos de la historia bohemia y gastronómica de Santiago. "Esta casona debe tener más de 100 años ya", repetían algunos de ellos adentro, orgullosos de pertenecer a la familia del Fraternal.
Entre los vecinos y concurrentes, el boliche era llamado también La Mutualista, La Unión Fraternal, Casino Unión Fraternal o simplemente La Unión y El Fraternal como ya hemos dicho (así se publicita en el cartel colgante frente al acceso), aunque muchos preferían apodarlo con cariño como El Frater. Apareciendo en algunas guías también como el Unión Fraternal Casino y Restaurant, hubo fiestas memorables en esas salas cómodas y espaciosas, varias de ellas decoradas con antigüedades (salamandras, máquinas de escribir, barricas, máquinas de coser, etc.), cuadros al óleo y fotografías clásicas. Y, siendo técnicamente un club social con bar o restaurante, era un lugar con aires de "picada" que intentaba mantenerse siempre limpio y pulcro, con manteles amarillos y verdes en todas las mesas, y servilletas de tela en las copas.
Las comidas típicas de su carta estaban señaladas en carteles e incluso en inscripciones de colores en la propia fachada: empanadas, parrilladas, bistec a lo pobre, conejo escabechado, chancho silvestre, arrollado, pastel de choclo, pollo al cognac, pollo al pil pil, pernil con papas, costillar, guatitas a la jardinera, chupe de guatitas, etc. Las preparaciones de cerdo en el establecimiento eran sumamente valoradas, y la llamada Guía 100 de la revista "La CAV" lo ubicó entre las diez mejores "picadas" de Chile hacia 2012, parece que como premio especialmente dirigido a sus jugosos costillares.
Conocidos eran también algunos productos marinos allí disponibles. El pescado frito con puré y ensalada, incluido el loable detalle del pancito con mantequilla y crema picante, era tan grande que el cliente terminaba luchando con su propio reflejo de satisfacción alimentaria para terminarlo. El postre podía ser de huesillo en su dulce jugo y venía a cuenta de la casa. Para los bolsillos en apuros o bien con prisa, también se ofrecían pequeñas listas de platillos tipo colación del día. Para el guargüero, en cambio, estaban las cervezas, ponches, borgoñas, piscos sour, tintos y blancos. En sus últimas décadas, un mozo de perfecto traje negro recomendaba probar también el trago terremoto que allí comenzaron a ofrecer, con la promesa de que era de los mejores disponibles en la urbe y preparado "a la antigua", sin la obsesión azucarera que hoy corrompe las recetas del mismo en el comercio.
En muchos aspectos, la impecable alianza de folclore con oferta culinaria, además de la ornamentación muy chilena y popular, ponían al simpático negocio a la altura de otros pocos más parecidos, de los mismos barrios al poniente de la ciudad y próximos a la Quinta Normal o la Base Naval de Santiago. En términos generales, entonces, se correspondía con una categoría especial de refugios con espíritu y sabor, tal vez de locales con vida cultural propia y una energía de identidad que fluía desde y hacia el resto del barrio, recíprocamente. A su vez, la distancia geográfica de los grandes centros comerciales le permitía preservar un aspecto más rústico y auténtico, menos influido por criterios revisores o de actualización, a diferencia de lo que ha sucedido con otros conocidos focos de recreación beoda.
Dicho de otro modo, se estaba ante un sitio digno de algo así como el grito "¡Hay ambiente!" que proclamaba el periodista de espectáculos Osvaldo Rakatán Muñoz en sus recordadas críticas y crónicas bohemias, pero en este caso desde un enfoque más popular, con cariz mucho más obrero y folclórico, por supuesto.
Detrás de la chillona puerta de acceso que tenía colgadas unas clásicas campanitas tipo carillón anunciando la llegada de visitantes, el gusto por lo pintoresco encontraba de inmediato un buen detalle dentro del local: salas principales y salas pequeñas o más íntimas, que seguramente aislaban un poco del boche al exterior en los días de mayor concurrencia y fiestas. El inmueble era bastante largo, abarcando gran parte de la cuadra por el lado de calle Patria Nueva. Todos sus señalados espacios interiores estaban conectados al pasillo hacia el fondo, en donde estaba el bar recargado de decoración con estilo campestre y botellas coloridas, verdadera taberna de placeres y felicidades para el público que se fascinaba con las modestias y sin ostentaciones ornamentales.
La más grande de todas aquellas salas estaba hacia el frente y cerca del acceso. Era un comedor con escenario, con pista que servía a los bailables. Allí sonaron grandes presentaciones de grupos cuequeros, orquestas bailables y otros músicos populares, razón por la que el establecimiento también había sido llamado La Fonda entre sus feligreses, otro nombre que los administradores aprovechan para promoverlo con carteles colocados por el sector de calle Patria Nueva, convidando a los curiosos a pasar. Conocido fue un cantante y tecladista que alegraba con su arte aquellos bailes de largo tiro, los viernes y sábado, además de un animador que tuvo en cierto período el mismo restaurante cuando lo movían los vientos de boîte. Estos encuentros solían extenderse hasta avanzadas horas de la madrugada en la época que alcanzaron su apogeo, especialmente con los bailables y artistas de dobletes en las noches de fin de semana.
Ya más cerca de nuestra época, algunos colectivos como el Centro Social y Cultural El Romerito incluyeron en el boliche presentaciones de folclore urbano, más teatro en vivo y números parecidos al de un café concert. Muchos cuequeros de generaciones más nuevas llegaban también al Fraternal para sostener alegres encuentros de folclore urbano, los que comenzaban en las tardes y se extendían con vihuelas y palmoteos hasta tarde en las noches, dándole nuevos bríos a la actividad allí acogida.
Empero, la fonda citadina de Santo Domingo se volvió un poco silenciosa un par de años después del Bicentenario Nacional: ciertos conflictos con la municipalidad acabaron apartando a muchos de sus alegres cuequeros, orquestas y dobles de artistas famosos que allí encontraban escenario, aunque la administración esperó siempre que El Fraternal pudiera recuperar pronto ese ambiente festivo. Mientras se aguardaba por aquellas buenas noticias, el rincón artístico era ocupado por un gran monitor con televisión abierta, siempre encendida. Las melodías, en tanto, fueron desplazadas por una radio, sin abandonar las esperanzas por el regreso de guitarras, panderos y sonajas.
Pero el canto popular y festivo nunca pudo retornar en gloria y majestad hasta aquellos salones de la Quinta Normal, en esos barrios custodiados por la magnificencia monumental del patronato de la Virgen de Lourdes. Permaneció fiel al destino de ser uno de los últimos negocios de su género y con tanta antigüedad sobreviviendo en el Gran Santiago, como un secreto bastión rodeado por el frenesí del cambio, el progreso y la alteración total e incontenible del modus vivendi de toda una sociedad. Puede haber sido eso mismo, entonces, lo que condenó su suerte.
La historia del antiguo refugio de la Sociedad Mutualista Unión Fraternal terminó en 2018: tras ser vendido el anciano caserón, hacia inicios de aquel año fue completamente desmantelado y convertido en un inmueble de paredes blancas más moderno, de dos pisos, ambos destinados a fines comerciales. Prácticamente nada se conservó allí del Fraternal. ♣
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