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ZAÑARTU EL TERRIBLE… UN CORREGIDOR ENEMIGO DE LAS FIESTAS

El corregidor Zañartu, según dibujo de José Miguel Blanco publicado por Justo Abel Rosales en su libro sobre el Puente de Cal y Canto.

Muy, pero muy lejos de la adoración por las chinganas, el juego, el espectáculo popular u otras manifestaciones con las que se sentía amargamente obligado a convivir en la ciudad, se encontraba el más famoso y recordado (por virtud o por condena) de los corregidores de Santiago, cuya memoria aún sigue despertando pasiones y juicios tan fervientes como las que motivaron cada segundo de su controvertida existencia: don Luis Manuel de Zañartu e Iriarte.

Parece que nada semejante a este personaje ha dado la historia en Chile, antes o después: cascarrabias, agresivo, moralista cáustico y enemigo acérrimo de la delincuencia, Némesis de la criminalidad callejera... Mas, qué desgracia para su alma en pena habrá de ser el que hoy Santiago mantenga su nombre asociado a un referente de esa ex calle Las Ramadas que seguramente lo afiebró de repudio, como es la Posada del Corregidor… Una casona con pasado “filarmónico” y bohemio que nunca habría resultado de su simpatía.

Oriundo de la ciudad de Oñate, Zañartu había nacido un 10 de septiembre de 1723 en una familia vizcaína sin títulos ni ostentaciones nobiliarias directas, que se había venido a Chile cuando él tenía sólo diez años. Recibió de sus padres una moderada fortuna que se concentraba en Santiago, Lima y España. Devenido en comerciante, entonces, viajó de regreso a su patria en 1757 buscando conseguir mercaderías para sus negocios y también acreditaciones de nobleza besadas en la antigüedad de su apellido, quedando registro en el Libro de Blasones del Rey de Armas de Fernando VI con un trámite que costó 12.000 pesos. Paradójicamente, este afán de buscar el título nobiliario surgió del interés por impedir que el Cabildo de Oñate aplicara un impuesto sobre todos los terrenos de propietarios que no fueran caballeros ni ciudadanos investidos de estos pergaminos, como señala Justo Abel Rosales en su “Historia y tradiciones del Puente de Cal y Canto”.

Al volver Zañartu al año siguiente a Santiago tenía, en consecuencia, razones redobladas para hacerse fama con su carácter extremadamente imperativo y arrogante, ahora que era rico y, además, podía lucir papeles con sus abolengos. Se hizo construir una casa enfrente de la Plazuela de la Merced, muy cerca del templo del mismo nombre, propiedad que conservó toda su vida y que todavía existía en la segunda mitad de la siguiente centuria, instalándole una pileta propia en el jardín, artículo que en aquellos años era considerado toda una extravagancia.

También tuvo Zañartu cierta atracción desde temprano por los terrenos de Mapocho y de La Chimba, a pesar del abismo social que podría haberlo separado de esos vecindarios de rotos chinganeros. Así, además de su casa en Merced, adquirió una fastuosa quinta en La Cañadilla, hoy avenida Independencia, casi desde el borde del río hasta la calle Cruz. De este modo, comenta Rosales, el corregidor pasó a ser “el más rico propietario al norte del Mapocho”.

La vida de Zañartu ya tenía vinculación con los barrios que crecieron en las riberas del río al momento de asumir el cargo de corregidor y justicia mayor de Santiago, en diciembre de 1762. A esas alturas, además, se había convertido en hombre de confianza de Antonio de Guill y Gonzaga, siendo elegido sólo dos meses después de asumido el nuevo gobernador. Una curiosa etapa de la vida colonial comenzaba con esto en la capital chilena.

Una iniciativa del corregidor que reveló gran parte de sus motivaciones y dogmas más profundos a pesar de no ser un hombre exactamente religioso, fue levantar el Convento del Carmen de San Rafael, precisamente enfrente de su quinta chimbera, en terrenos que remató a la familia Hinestroza en 1764. Allí internaría después a sus hijas Teresa de Jesús y María Dolores, en circunstancias que generaron mucho chisme y leyendas siniestras.

En el mismo año en que adquiría el sitio para el futuro convento, había enviado a España -y de manera reservada- un informe en el que hablaba de la conveniencia de fundar un nuevo monasterio para monjas de la vida contemplativa, aun si en la ciudad rondaban sólo unos 20 mil habitantes, según lo que él mismo señalaba. Sin embargo, no bien llegó el rumor de este interés a las orejas del ayuntamiento, sus miembros saltaron como heridos por el rayo e hicieron llegar hasta las autoridades superiores su total desacuerdo con este propósito. A pesar de la oposición, Zañartu logró imponer su voluntad y Carlos III extendió una real licencia el 23 de julio de 1766. Era sólo una de muchas otras demostraciones de hasta dónde iba a llegar su inquebrantable tenacidad, en todo orden de cosas.

Paralelamente, sucedía por entonces que la constante destrucción de los puentes y pasos del Mapocho por las crecidas del río estaba fastidiando hasta el hastío al pueblo santiaguino y sus autoridades. No se vislumbraba otra salida que no fuese la construcción de un paso sólido que permitiera mantener la comunicación constante entre los dos lados de la ciudad interrumpida por el caudal, además de proteger a la capital de las frecuentes avenidas del mismo. Zañartu estaba especialmente complicado por esta situación, casi hasta arrebatarle el sueño, por lo que no pudo evitar oír sus propias obsesiones y buscar una solución eficaz y definitiva, sin escatimar costos.

...Y tenía razón: sólo un plan colosal se podía implementar como salida al problema, con fue el futuro Puente de Cal y Canto.

En tanto, merced a su insistencia, influencias y poder, el corregidor instaló la primera piedra del convento chimbero el 27 de agosto de 1767. Por singular paradoja, era justo cuando el gobernador Antonio de Guill y Gonzaga ejecutaba la orden real de expulsión de los jesuitas que había llegado en el día anterior a sus manos. Y un detalle importante de este trámite es que, al ingresar las niñas hijas de Zañartu al claustro como fundadoras y residentes, en octubre de 1770, ambas manifestaban vocación voluntaria “no obstante su tierna edad” y “desde mucho tiempo antes que se trasladasen a él las madres fundadoras”, según se constata en certificado del notario mayor de la curia, don Nicolás de Herrera, fechado el 29 de enero de 1777 (revelado más de 90 años después por Vicuña Mackenna), respaldado también en un informe del defensor de menores doctor Martín de Ortúzar. Esta pesquisa, si para algunos insistentes quizá no constituya un desmentido al mito histórico de que Zañartu forzó el ingreso de sus hijas al convento, será al menos una legítima sombra de duda sobre la leyenda negra que los adversarios del corregidor hicieron correr y que han perpetuado hasta nuestros días, repitiendo que el enclaustramiento de las infantes fue obligado y que el convento fue creado para hacer posible esta reclusión, prácticamente.

Tras haber fallecido su hermosa y joven esposa María de Carmen Errázuriz (de la extraña enfermedad llamada chavalongo, según se creyó) y hallándose ya enclaustradas sus hijas, el corregidor se quedó viviendo solo. Esto parece haberlo vuelto más huraño y adusto, haciéndose casi un ermitaño peligrosamente armado de una alianza que ha sido aterradora en la personalidad del ser humano: carácter irascible y poder. Tal ventaja, sumada a los demás planes en marcha, iba a tener singulares consecuencias en la vida de fiestas y entretención de las clases bajas capitalinas.

Iniciado ya el proyecto del puente, unos 200 reos y vagabundos eran obligados diariamente al trabajo, armando el nuevo paso sobre el Mapocho bajo la atenta e ineludible mirada de fuego del corregidor y sus guardias, además de amedrentados por látigos y garrotes. Como el oficio de la cantería es exigente y complejo, necesariamente debieron existir maestros de tal labor acompañando los trabajos en todo el proceso, desde la extracción de material hasta la mampostería.

Esta situación llegó a tener ribetes controversiales por el trato al que eran sometidos los prisioneros forzados a trabajar, pero la voluntad implacable de Zañartu no echó pie atrás ante denuncias, ni ante amenazas. Fue una heterogénea masa de trabajadores la que terminó participando en la larga construcción, bajo su despiadada vigilancia presencial o delegada: negros, blancos, mulatos, zambos, indígenas y criollos, todos tratados “democráticamente” igual de mal.

Sin embargo, al notar Zañartu que la cantidad de reos forzados a las faenas no le bastaba y que las ofertas de remuneraciones no provocaban demasiado interés entre los flojos, tuvo la brillante idea de aumentar los criterios de penalización (o bajarlos, según el punto de vista) y comenzar a castigar a cuanto haragán e infractor encontró en las calles, siendo los enfiestados sus presas más fáciles, abundantes y disponibles en la ciudad. Esta despiadada cruzada se alargaría por meses y años.

En sus batidas, Zañartu solía dejarse caer “como un toro”, diría Rosales, “mientras los ociosos escapaban en todas direcciones”. Para las chinganas, quintas, bodegones, casas de juego, pulperías y todos los locales recreativos del bajo pueblo, entonces, la sombra del corregidor y sus redadas intempestivas llegaron a ser verdaderas pesadillas gremiales, convirtiéndose en la temida espada de Damocles que pendía sobre la cabeza de cada vividor y nocherniego en comunión con los barriles, los paradores y los hornillos de la celebración popular.

El corregidor, de ese modo, empezó su captura de mano de obra por los vagos y los callejeros; siguió con los borrachos, pendencieros y jugadores, atrapados en sus propias mesas y barras. Al final, ya desatados los hechos, todos servían y los propios patrones castigaban las conductas de sus malos sirvientes o de esclavos desobedientes mandándolos por un tiempo de estadías forzadas a la infame cadena del puente, una de las más temidas condenas de la época.

"Una chingana", en  imagen publicada por Claudio Gay con una típica fiesta popular del largo período entre las últimas décadas coloniales y primeras republicanas.

Casa del corregidor Zañartu en calle Aillavilú, por el sector de la actual Gabriel de Avilés, antes llamado también calle Ernesto Riquelme. Todavía estaba en pie en la década del veinte, rodeada de bares. La tradición dice que desde el altillo vigilaba la construcción del Puente de Cal y Canto, pero parece ser que dicho balconete daba hacia el interior de la calle y no hacia el río.

Zañartu supervisando los trabajos, según otro dibujo de J. M. Blanco. Muchos de los obligados a tomar la "cadena del puente" eran enfiestados, ebrios y nocherniegos atrapados por orden del corregidor.

Imagen del Puente de Cal y Canto ya en sus últimos años, antes de ser demolido. Imagen de la Colección Oliver, fechada hacia 1880.
Antigua cantina rural en obra de Pedro Subercaseaux para la revista "Selecta", en 1910.

Como era de esperar, la severidad del corregidor y sus incursiones en el ambiente verbenero y noctámbulo fueron provocando la fuga masiva de clientes desde chinganas, fondas y tugurios de juergas, constantemente asaltados por los guardias a su disposición. Los establecimientos que ayer rebozaban de alegría y jarana, ahora eran allanados en verdaderos tours de castigo por la ciudad, reduciéndose a una oferta montecina y acobardada.

Con frecuencia, Zañartu iba de forma personal a la cabeza de los soldados, para agarrar de las mechas a algún ebrio con olor a combos o algún granuja escondido entre las sombras de los callejones, y jalarlos hasta los trabajos del puente, especialmente el domingo y los entonces famosos San Lunes, los días favoritos de la muchedumbre enfiestada.

Para mantener a los trabajadores forzados en la disciplina y a falta de un campamento, además, Zañartu había ordenado construir una cárcel provisoria junto a la vega del río, aproximadamente enfrente de donde está ahora el mercado de La Vega Chica. Sería el hotel de los infelices, rufianes y patanes condenados a la desgracia de trabajar en la cadena del puente.

Al mismo tiempo, el corregidor compró una casa con altillo muy cerca del lugar de las obras, para observar a diario la ejecución de las mismas desde una ventana que daba hacia las mismas por el lado de las actuales calles Gabriel de Avilés con Aillavilú, alguna vez llamadas Ernesto Riquelme y calle de Zañartu respectivamente. Dice Rosales que era tan temido en aquel momento, que hubo ocasiones en las que bastó solamente con que se asomara por allí con el rictus de un demonio hambriento para que trabajadores amotinados desistieran inmediatamente del levantamiento, volviendo asustados y mansos a sus labores. Otras veces en que escuchó desde su habitación las revueltas o intentos de fuga de los prisioneros, bajó corriendo a sofocarlas arma en mano y sin atisbo de temor o vacilación.

Un día de aquellos y a pesar de las precauciones, se escapó desde las faenas un negro que corrió a refugiarse en la Iglesia del Carmen de la Alameda, ubicada enfrente del cerro Santa Lucía. El asustado prófugo logró arrebatarle una pistola a uno de sus celadores y huyó desesperado creyendo poder eludirlos, permaneciendo ahora encerrado en el templo sin que alguien se atreviera a entrar y detenerlo. No bien supo lo que ocurría, el corregidor partió colérico a cazarlo y no se amedrentó al ver que el fugado seguía adentro, con el arma en su mano tiritona y dirigida hacia la entrada del mismo edificio, dispuesto a disparar a sus captores. Por el contrario, Zañartu pateó las puertas, entró con estrépito y gritó enfurecido: “¡Apunta bien, negro!”… El pobre desgraciado, aterrado con tanta temeridad, no tuvo agallas para encajarle un tiro y se entregó en el acto. El corregidor se le arrojó encima y lo sacó de una oreja a la calle, arrastrándolo hasta dejarlo en manos de los soldados. El sujeto terminó ahorcado en la Plaza Mayor, a los pocos días.

La visión del personaje sobre los delincuentes y los prisioneros fue particularmente feroz, algo temible para la comunidad presidiaria de entonces. En abril de 1780, por ejemplo, a propósito de la refacción de la cárcel pública que él presidía, llegó a declarar sin sutileza que, en lugar de levantar murallas, era mejor gastar recursos en grilletes “porque estos hacen invencibles las cárceles”, según lo que cita Benjamín Vicuña Mackenna a partir de las actas del cabildo.

Su leyenda quedó marcada a hierro candente sobre la sociedad santiaguina: en una colonia dominada muchas veces por la inmoralidad, el robo y la borrachera, Zañartu irrumpió desde su quinta situada en el seno de ese refugio para la plebe. Brotó como la ira divina que antes había caído sobre las corruptas ciudades del Viejo Testamento, o quizá como la revelación apocalíptica al final del Nuevo. La política radical de su régimen de orden y progreso fue una sola: obligación y castigo severo; la persuasión la hace el chicote y el escarmiento lo garantiza el látigo. Gastarse en buenas palabras no era lo suyo, sino los hechos consumados del azote.

Al asumir después la gobernación (y quizá con más dureza, incluso) don Agustín de Jáuregui y Aldecoa, este decidió mantenerse inflexible frente al combate de la delincuencia y la corrosión del pueblo golpeado por los continuos homicidios y los vicios que se propuso extinguir. Hizo destacar al patíbulo de los azotes al centro de la plaza hacia 1773, al que iban a parar, por ejemplo, los que fueran sorprendidos portando cuchillos, con un humillante paseo a lomo de burro exhibidos como presas y trabajos forzados incluidos en el boleto de vacaciones penales.

Era una época oscura en la que, cada mañana tras una noche de fiestas, aparecían “ocho o más cadáveres de individuos asesinatos”, según anota Francisco A. Encina. Los cuerpos se apilaban provisoriamente en la casa del cabildo, a veces junto a los ejecutados hasta que, el 7 de junio de 1774, Jáuregui lo prohibió, pues eran devorados por perros callejeros, otro problema con el que también se debía lidiar ya entonces en la capital. En el mismo período, además, hizo construir un extraño instrumento conocido como el carretón de los borrachos: funcionarios del cabildo iban echando arriba de este a los ebrios que quedaban tirados como muertos en las calles de Santiago, tras sus correrías en fondas y cantinas.

Se sabe que cuando alguien no complacía de inmediato las órdenes del corregidor o si alguna de sus exigencias se veía bloqueada por problemas inesperados, saltaba poseído de una furia incontrolable, armando berrinches increíbles en los que pateaba, golpeaba muros, se jalaba los cabellos y alborotaba todo y a todos los que estuvieran hasta varios metros a la redonda, en el radio de peligro de sus incontenibles iras atropellando lo que hallara, sea vivo o inerte. Tan conocidos eran estos arrebatos que el ingenio del pueblo comenzó a exclamar “¡Es un Zañartu!”, para referirse a niños, adultos y hasta animales que montaban fácilmente el cólera o pataletas, uso popular que perduró más de un siglo. Invocarlo sirvió, también, como amenaza para los chiquillos porfiados o adictos a la vagancia: si no rectificaban conductas, se les podría aparecer el corregidor precisamente a “corregirlos”. Zañartu fue, así, uno de los hombres más temidos del país, un verdadero cuco.

La arquería del enorme puente, en tanto, quedó terminada en 1778 según nota presentada por el corregidor el 24 de marzo, para el capitán general, justo cuando el cabildo comenzaba a tener problemas financieros para poder concluir la instalación de ladrillos y cal. Allí pedía que fueran recogidas las cimbras o arcos de madera sobre los cuales se había construido el puente.

De acuerdo a Rosales, la obra pudo entregarse al uso del público en el año siguiente, primero para tránsito a pie y a caballo. La inauguración tuvo lugar el 20 de junio de 1779, aunque con algunos trabajos pendientes que se prolongaron en años posteriores, uniendo la calle Puente (así llamada por la presencia de esta formidable obra al final de la misma) con las inmediaciones de La Cañadilla y su alameda. La entrega definitiva y con otra ceremonia, parece haber ocurrido el 11 de febrero de 1782, aunque se sabe que era costumbre también el hacer estrenos y fiestas de preferencia un sábado, pues se daba por hecho la celebración continuaría el domingo y el San Lunes, como observa también Rosales.

Viendo inaugurada la obra de tantos años, el corregidor se había retirado ya hasta su quinta de La Cañadilla, para pasar el poco tiempo que le quedaba. Allí vivió eternamente enfrentado con sus vecinos, con quienes parece haber tenido siempre la misma mala relación que con las diversiones plebeyas. Tras morir ese mismo año 1782, fue sepultado junto a los restos de su mujer en la Iglesia del Carmen de San Rafael, esa resultante de su probado brío personal.

Para tortura de su inquieto fantasma (que se reportó aparecido varias veces tras su muerte, dicho sea de paso), su antigua quinta acabó convertida en la alguna vez famosa Población El Arenal, después llamada Ovalle, con celebérrimas chinganas y posadas que hubo hasta fines del siglo XIX. Y el Puente de Cal y Canto que dejara a la ciudad, a su vez, se transformó en un vivo centro de actividad para el comercio y los paseos populares. Esto, hasta su incomprensible destrucción en 1888, tras un siglo inflando el orgullo de los santiaguinos que le cantaban, ya de vuelta en sus fondas y tras perdonar al corregidor:

En el río Rímac
un puente tendió Cupido
con barandillas de celo
y travesaños de olvido.

En el río Mapocho
un puente tendió Zañartu
con algarrobillo dulce
un montón… así de alto.

La alegría de la copla, observa Sady Zañartu, era que mientras el puente del esplendoroso Rímac en Lima sólo tenía cinco ojos-arcos, el del humilde Mapocho, en Santiago ostentaba soberbiamente nada menos que 11 de ellos.

Aunque hubo varios períodos de la historia de Chile en los que diferentes autoridades quisieron intervenir la vida popular de chinganas, tascas y posadas, incluidos ministros como Mariano Egaña o Diego Portales e intendentes como Vicuña Mackenna, ninguna marca parece ser peor y menos benevolente que durante el apogeo del inclemente corregidor Zañartu, o acercarse siquiera a tal calidad, pues hace palidecer al resto.

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