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DESARROLLO DEL ESPACIO Y DE LA ESCENA TEATRAL EN EL SIGLO XIX

 

Costado oriente de la Plaza de Armas de Santiago, hacia el sector de las actuales 21 de Mayo y Monjitas, a mediados del siglo XIX.

Al iniciarse el período de la República Conservadora, el arraigo que tenían las chinganas como espacios culturales y populares, además de manifestaciones de música y baile nativas o las traídas por cuyanos en la Independencia, eran características que aún hacían menos permeable al bajo pueblo chileno hacia las manifestaciones artísticas más novedosas y exóticas. La caída y cierre del Teatro Arteaga, en 1836, también había dejado atrás la primera fase de los espectáculos escénicos de la República, pero nuevos empresarios comenzarán a hacer sus propias propuestas en años venideros.

El camino del teatro fue lento y no se vio exento de dificultades, sin embargo. Según Mario Cánepa Guzmán en “El teatro en Chile: desde los indios hasta los teatros universitarios”, tras el mismo año de cierre del Arteaga y reemplazando a este hasta 1840, sólo habían destacado en Santiago las funciones del teatro particular del empresario Wenceslao Urbistondo. Allí se presentó la obra “Teresa” de Alejandro Dumas con traducción de Andrés Bello en noviembre de 1839, por una compañía de efímera vida pero que tenía como protagonista principal a la distinguida limeña Carmen Aguilar, de acuerdo a lo que señala Luis Pradenas en “Teatro en Chile: huellas y trayectorias”.

Entonces, a pesar de todo, crecía en la generalidad del público el gusto por obras teatrales románticas. Y si seguimos con la punta del dedo lo que escribe José Zapiola, en mayo de 1830 había llegado a Santiago una compañía lírica italiana que hizo presentaciones por siete meses antes de trasladarse a Lima, cosechando éxito allá también. Esta experiencia fue otro de los impulsos determinantes para la escena artística culta en la capital chilena, presentando las obras “Engaño feliz”, “El barbero”, “Tancredo”, “Gazza Ladra”, “Eduardo y Cristina”, “La italiana en Argel” y “La Cenerentola”, de Rossini; “Inés” de Paer, “Elisa y Claudio” de Mercadante y también “I Portantini”. De las cinco partes principales de la compañía, sobresalían la voz femenina de Scheroni (contralto) y la masculina de Pissoni (barítono).

Zapiola continúa así su descripción sobre el estado de las artes escénicas del Santiago de aquel momento, aludiendo también al Teatro Arteaga:

Entonces sólo había un teatro, pero funcionaba constantemente; había plazas en la Catedral, que, sin proporcionar un gran sueldo, eran, sin embargo, un recurso seguro; había filarmónica en que el trabajo era generosamente recompensado, y el Gobierno aún no había dictado sus leyes suntuarias suprimiendo los entierros con música en el Cementerio, que producían considerables ganancias a los músicos.

Por lo que dejamos dicho, fácil es inferir el grado de adelantamiento a que había llegado la música entre nosotros. Faltaba, sin embargo, un modelo acabado en el más general de los instrumentos, el piano. Este modelo se presentó en la persona de M. Barré, que llego a Santiago en 1832.

Barré había obtenido el primer premio de piano en el Conservatorio de París, de cuyo establecimiento había sido alumno.

Ya en 1840, llega a Chile el empresario argentino Hilarión María Moreno, quien era también actor y dramaturgo. Se reclutan con él importantes figuras del gremio como Juan Casacuberta, Máximo Jiménez y la limeña Toribia Miranda. Deseoso de ofrecer al público sus montajes, consiguió una autorización en Santiago para implementar un teatro provisorio en donde está hoy el Teatro Municipal, sitio que pertenecía a la Universidad de San Felipe y que el gobierno tomaría pronto a petición de la municipalidad, aunque demorando en concretar la construcción del gran centro teatral en él.

En ese salón provisorio de calle Agustinas, superando las modificaciones que el censor del teatro, don Ramón Rengifo, introdujo a la obra para no escandalizar a los más conservadores ni a los clérigos (que seguían influyendo mucho en estos quehaceres), Moreno pudo estrenar con éxito “Angelo” de Víctor Hugo, el 20 de septiembre de 1841. Pese a los aplausos, las precauciones no surtieron efecto: el recientemente designado arzobispo de Santiago, don Manuel Vicuña Larraín, no dejó pasar la circunstancia para atacar el espectáculo teatral con la habitual ferocidad y desprecio de la Iglesia hacia estas artes, casi una norma a esas alturas, con honrosas excepciones. Elevó al gobierno sus reclamos por el escándalo que provocó la obra en su santurrón círculo de fieles, o al menos eso argumentaba.

Encina sintetiza algo más sobre las obras presentadas por entonces en Santiago, tras el debut de la compañía de Moreno en la mencionada sala:

A pesar del éxito estrepitoso, Alejandro Dumas siguió siendo el autor favorito del público chileno, lo mismo en el drama que en la novela. Entre muchas obras, casi todas de filiación romántica, volvieron a subir a escena “Teresa”, de Dumas; “Antony”, “Pablo Jones”, “Catalina Howard”, “Ricardo Darlington” y “Enrique III”, del mismo autor; “Hernani”, de Víctor Hugo, y “El proscrito”, de Sandie. El romanticismo español contribuyó con “Macías”, de Larra; “Los amantes de Teruel”, de Hartzenbusch; “El trovador” y “El paje” de García Gutiérrez.

Se presentó también una obra nacional, que tuvo gran éxito: “Los amores del poeta”, drama byroniano, de Carlos Bello (Londres, 30 de mayo de 1815 - Santiago, 26 de octubre de 1854), hijo mayor de don Andrés. El drama de Bello tuvo un éxito estrepitoso, que repercutió hasta Copiapó, y que nos da la medida de la fertilidad del terreno en que habían caído los extravíos y las aberraciones del romanticismo, y nos explican el empeño de don Andrés Bello, de Sanfuentes y de todos los escritores sensatos y maduros por contener su propagación. Hoy es imposible leerlo y menos aún juzgarlo en serio.

No menos aplaudido fue el drama “Ernesto”, de Rafael Minvielle, que se estrenó el 9 de octubre de 1854. El autor, que ocupa lugar distinguido en la administración pública y en el desarrollo de la cultura chilena, era un valenciano, hijo de padres franceses, primo hermano del mariscal Bernadotte por el lado paterno. Algo más tarde escribió, por encargo del gobierno, una obra intitulada “Yo no voy a California”, encaminada a disuadir de sus ilusiones a los chilenos que se dirigían a ese país, atraídos por la fiebre del oro. La pieza fue estrepitosamente silbada, más que por su falta de mérito y el deficiente desempeño de los actores, porque iba contra un espejismo ambiente, que sólo la dura realidad podía disipar.

El drama “San Bruno”, de Eusebio Lillo, que empezó a publicarse en 1849 en “El Progreso”, no llegó siquiera a las tablas.

A todo esto, en 1842 se había creado por ley la Universidad de Chile, pasando a ocupar material e institucionalmente a la que había sido la otrora Real Universidad de San Felipe (remontada a 1747), en cuyas dependencias de Agustinas con San Antonio estaba el referido espacio que ocupó el teatrillo de Moreno y después el edificio del Municipal. El auditorio propio con el que contó esta Universidad y que en tiempos de la República fuera utilizado para las artes doctas, quizá corresponda también a la “espaciosa capilla para las funciones públicas” a la que se refería el cronista Carvallo y Goyeneche, un siglo antes. Una sociedad compuesta por los empresarios Solar y Borgoño inició trabajos allí, en el llamado Teatro de la Universidad. De modestas proporciones, esta sala relevaría en funciones al teatro provisorio, siendo inaugurada el 28 de agosto de 1842 con “Los amores del poeta” de Bello y el elenco de Moreno en su escenario.

Durante las Fiestas Patrias de 1843, dadas las expectativas de la creciente escena artística, fue inaugurado también el antiguo Teatro de Variedades en el café y fonda Parral de Gómez de calle Duarte. Era la misma quinta en donde se realizaban algunas presentaciones dramáticas y en la que habían comenzado a hacer furor Las Petorquinas una década antes, el más famoso conjunto musical de su momento. Aunque había grandes expectativas para el nuevo escenario dirigido a las clases populares, la recepción del público fue fría y nunca resultó realmente favorable a las perspectivas originales, cerrando poco después... Todavía eran tiempos difíciles para el avance del teatro republicano, como se ve.

A la sazón, ya había actuado por primera vez en Santiago el actor Máximo Jiménez, en la mencionada obra “Macías” de Mariano José de Larra, el 22 de agosto de 1841, mientras destacaban y hacían escuela Casacuberta, Jiménez y el propio Moreno, más otros nombres relucientes que ayudan a poner al día estas disciplinas en Chile. Tres años después, viene la compañía de Tiburcio López con Mateo O’Loghlin, este último siguiendo los pasos de su amada Conchita, doña Concepción López, chilena con la que contraería matrimonio. “De él se murmuraba que hacía el Tenorio en la vida real con tanta perfección como en escena”, apunta con infidencia Alfonso M. Escudero en “Apuntes sobre el teatro en Chile”. Desde aquel elenco, además, saldrán otras figuras como los Gaitán y los Garay.

Superando paulatinamente las barreras de antaño, nuevas salas de teatro proliferarán en Santiago como consecuencia del esperado desarrollo del medio escénico en el período. Llegan a su máximo hito con la construcción del Teatro Municipal en 1857 y, más tarde, con su reconstrucción tras del incendio que lo destruyó en 1870. Además, el mejoramiento del espectáculo y la visita de compañías internacionales fueron poniendo en pauta la exigencia de mejores espacios, superiores a aquellos rústicos teatros anteriores que habían tenido siempre algo de experimentales, en muchos de sus aspectos. Era urgente superar la etapa del subdesarrollo de la actividad, y así vendrán mejores días para la misma.

La rápida evolución que comienza a sentirse en las artes a partir de esos años, explica lo que se verá después en el último tercio de la centuria. Volvemos a Zapiola para retratar la situación del espectáculo popular de entonces, más algo sobre las presentaciones realizadas en el auditorio universitario:

Las funciones dramáticas, únicas conocidas hasta entonces en Chile, si se exceptúa la compañía lírica de que antes hablamos, llamaban exclusivamente la atención del público. Sin embargo, se hablaba con entusiasmo de una compañía lírica que desde algún tiempo funcionaba en Lima.

Los empresarios del teatro, señores Solar y Borgoño, dieron todos los pasos que trajeron por resultado la adquisición de esta compañía, conocida con el nombre de su director, Pantanelli. Dio su primera función, en el Teatro de la Universidad, el 21 de abril de 1844, ejecutando la inolvidable “Julieta”, de Bellini.

Esta ópera parecía escrita especialmente para la soprano y la contralto de aquella compañía, señora Rossi y señora Pantanelli, y no es extraño que el público, que en su mayor parte gozaba por la primera vez de tantas bellezas reunidas, manifestase, enajenado, su admiración y entusiasmo por las dos artistas que lo sabían conmover de un modo tan nuevo como agradable.

La afición al canto se hizo más general, y las señoras Pantanelli y Rossi eran paseadas en triunfo a imitación de lo que se hace en los pueblos europeos; pero es sabido que las imitaciones no tienen la consistencia y duración de los originales...

Formaban esta compañía, a más de algunos cantantes subalternos, la señora Teresa Rossi, soprano; doña Clorinda Pantanelli, contralto; los señores Ferreti, bajo y Zambaiti, tenor. Contaba también con un buen cuerpo de coros de hombres y algunos niños chilenos, contraltos, pues lo que es soprano masculino no es fruto de nuestra tierra. Hasta el momento en que escribimos, no hemos oído jamás un niño que alcance al sol sobre la 5.ª línea: y rarísimos son los que dan un re de la 4.ª sin gran esfuerzo.

Después de una gran temporada en Perú, la cantante Pantanelli regresó a Santiago para trabajar en la compañía del recientemente inaugurado Teatro de la República, abierto al público en septiembre de 1848, en calle Puente entre Santo Domingo y Rosas. Era un período en el que Santiago sólo contaba con dos teatros importantes: el Universitario, aún usado por Moreno, y ahora este, pues los demás eran, a lo sumo, pequeños e incómodos espacios habilitados al espectáculo en quintas, cafés y chinganas. El República fue el mismo en donde se presentó el entonces cotizado mago alemán Herr Alexander para una función dominical, el último día de agosto de 1851. También debutaron en él varias obras de autores nacionales que, al decir de Encina, “no vale la pena recordar”. El valor de ingreso era de 48 pesos en palco y cinco pesos en luneta, por abono de 24 funciones. En escritos como el de Ernesto Latorre para la revista “En Viaje” (“Antiguos teatros de Santiago”, 1950), podemos hacernos una idea del aspecto que tuvo:

Su construcción dejaba mucho que desear; por debajo de la platea lo cruzaba una gran acequia que despedía ciertos hedores que molestaban al público. Varias fueron las compañías que actuaron en él y entre los artistas debemos nombrar a Julio Garay, actor chileno, que fue el primero en fundar la clase de declamación en nuestro Conservatorio Nacional de Música. Esta sala se incendió el 19 de septiembre de 1858, poco antes de principiar el baile de máscaras que estaba anunciado.

Tristemente, entonces, el querido pero feo teatro acabó sus días convertido en cenizas, como sucedió a no pocas salas en la historia del espectáculo santiaguino. La fecha que manejamos del siniestro es la del 19 de octubre de 1858, aunque no todas las fuentes coinciden con ella, como se ve en palabras de Latorre.

Ilustración de un corral de comedias. Fuente imagen: lclcarmen, blog de lengua y literatura.

Real Universidad de San Felipe, en Santiago. Fuente: Biblioteca del Congreso Nacional.

Fachada y plaza del Teatro Municipal (ya reconstruido), hacia 1880.

 

Don José Zapiola, amigo y, hasta cierto punto, biógrafo del infortunado Casacuberta.

En tanto, la intelectualidad coqueteaba cada vez más con la dramaturgia. Cediendo a la tendencia, el periodista José Antonio Torres Arce presentó algunas obras de agresivo contenido, aplaudidas más por cuestiones políticas que por virtudes dramáticas. Salvador Sanfuentes, en cambio, destruyó varios dramas suyos y traducciones sin llegar a publicarlos, salvándose sólo algunos como “Juana de Nápoles” y “Cora, o la virgen del sol”, salidos de imprentas en forma póstuma. Alberto Blest Gana, por su lado, publicó en “El Correo Literario” la comedia “El jefe de familia”, en 1858. Y algo parecido sucedía con la poesía, gracias a las incursiones de jóvenes intelectuales y hombres públicos como Hermógenes de Irisarri, Eusebio Lillo, Guillermo Matta y el mismo Blest Gana. El género lírico tuvo sus propias influencias en la producción dramática y su crecimiento acompañó a otras materias literarias, como cuento, leyendario, folclore, memoria histórica y costumbrismo.

A pesar de las oscilaciones, con el descrito ascenso cultural del espectáculo en el siglo XIX se decidió construir por fin el Teatro Municipal pendiente, que sirviera como ningún otro podría hacerlo a las artes escénicas. Fue edificado en el lugar en donde estuvo antes la casa de estudios con su sala universitaria, en cuya imprenta fray Camilo Henríquez tiraba “La Aurora de Chile” durante la Patria Vieja. Los trabajos comenzaron en 1853, dirigidos por el arquitecto François Brunet de Baines con asistencia de Augusto Charme, y concluyeron en 1857 por Manuel Aldunate y Avaria, asistido por el francés Charles Garnier.

La inauguración de aquel primer Municipal tuvo lugar en la víspera de las Fiestas Patrias de ese año. Se realizó con la presentación de la obra “Ernani” de Giuseppe Verdi, por una compañía italiana. Poco después, en enero del año siguiente, se estrenaba allí “La conjuración de Almagro”, de Blest Gana, con buena aceptación y manifiestas simpatías políticas del público y de algunos críticos.

El palaciego nuevo edificio contrastaba por completo con el pasado de pequeños teatros que habían ocupado ese espacio y que usara la compañía de Moreno y los señores Solar y Borgoño. Sin embargo, si su flamante suntuosidad señalaba el inicio de una nueva etapa artística (había sido considerado, en su momento, como el más lujoso de América), también se aseguraba que “nació de pie quebrado”, pues rara vez acudían a él más de 700 personas. Esto llevó a la quiebra a los dos primeros empresarios que lo tomaron, de hecho.

Otro de los activos agentes de la culturización chilena de esos años, Recaredo S. Tornero, porteño de nacimiento y español de origen, a cargo de “El Mercurio de Valparaíso” además, describe con algunos detalles al primer Municipal en su famoso “Chile Ilustrado” de 1872, publicado sólo dos años después de que el edificio fuera destruido por un incendio en el Día de la Inmaculada Concepción de 1870:

Tenía capacidad para 1.848 personas, tres órdenes de palcos y una extensa galería. Ocupaba un terreno de 63 metros de fondo por 56 de frente. Su fachada tenía un pórtico de 30 metros de largo, adornado con doce columnas y diez y seis pilastras; venía en seguida un espacioso vestíbulo o salón de fumar de 23 metros de largo por 10 de ancho. Sobre esta sala, en el segundo piso se encontraba el espacioso y elegante salón de la filarmónica.

El edificio fue reconstruido y, tras un gran esfuerzo de financiamiento y trabajo, se lo puso en servicio sólo tres años después. La reinauguración tuvo lugar el 16 de julio de 1873, con otra ópera de Verdi: “La fuerza del festino”. Con los años, sin embargo, fue atacado nuevamente: primero por el terremoto de 1906 y después por el incendio parcial de 1927. Y lo que parece haber sido parte del anterior auditorio universitario que por allí existió, volvió a la luz durante los trabajos de construcción de estacionamientos subterráneos en 2008, curiosamente.

Por el mismo Tornero, sabemos también de la existencia de otro teatro de carácter público que intentó habilitarse en lo que hoy es el barrio riberano. Señala que la Intendencia de Santiago había hecho construir hacía poco “en una callejuela próxima al Mapocho, un pequeño teatro para el pueblo; pero el edificio ha quedado hasta ahora inconcluso, aunque hay motivo para creer que pronto se terminará”.

Mientras el Municipal era reconstruido, además, aparecían nuevas salas para el público. En la esquina nororiente de la avenida de Los Monos (extravagante nombre dado por las cuatro estatuas que había en una propiedad, representando las estaciones del año), hoy Manuel Antonio Matta, estuvo el alguna vez importante Teatro Popular, en la esquina con San Diego.

También se inauguró en el período el Teatro Lírico, con la compañía de zarzuelas de Rafael Villalonga. Fue abierto entre 1870-1871 en la que, más tarde, fue la dirección de Moneda 1470, entre las calles del Peumo y de la Ceniza, hoy Amunátegui y San Martín. Este teatro estuvo en pie hasta 1905, desapareciendo “después del hundimiento de su costado a raíz de una conferencia de un sacerdote apóstata: el Pope Julio”, según anota el muy religioso Escudero refiriéndose al polémico Julio Elizalde, ya convertido al positivismo y, según se dijo, afiliado también a la masonería. El espacio que pertenecía al teatro fue ocupado por el Instituto Comercial Femenino y, hacia nuestros días, por estacionamientos.

El mismo año en que era inaugurado el Teatro Lírico, se abrió también un nuevo Teatro de Variedades, ahora en calle Huérfanos esquina nororiente con San Antonio, por donde está hoy el edificio del Hotel Santa Lucía. La inauguración tuvo lugar el 29 de julio de 1871, con la misma compañía Pantanelli de Gaitán. Este teatro fue el primero con iluminación eléctrica en Santiago, incorporada en 1884.

En 1872, como parte de la misma fiebre, había aparecido en las carteleras el flamante Teatro Nacional de Morandé junto al Palacio de la Moneda, con la presentación de una compañía infantil. Llegó a ser otro de los espacios escénicos santiaguinos más importantes de su tiempo.

El 8 de octubre de 1888, fue inaugurado en la calle Dieciocho el Teatro Santiago, que pasó a ocupar el antiguo terreno del Circo Trait, mismo que iba a ser famoso por sus simios amaestrados Pinganilla y Cónsul I. Este teatro fue construido por un empresario valiéndose de cajones vacíos pasados por manos de pintura muy chillona. Tenía un telón de boca pintado por el escenógrafo Bestetti, junto a cuatro palcos en la escena y elegantes muebles de brocato. Las butacas eran retirables, convirtiendo la sala en pista. Tenía buena acústica, observada desde el momento de su inauguración con la obra “Fedora” de Victorien Sardou, en la que actuó la gran Sarah Bernhardt. La actriz francesa fue parte de las principales atracciones de la sala, de hecho, así como las divertidas escenas de la Pantomima Acuática estrenadas el 31 de octubre de 1895, por el empresario circense Julio F. Quiroz. Sin embargo, siguiendo la maldición, un incendio destruyó al teatro el 8 de febrero de 1897. El fuego se llevó también gran parte del valioso equipaje y la utilería de la compañía Burón-Soler, que justo se presentaba en él por esos días.

Entre los otros teatros del siglo XIX, estuvo el cotizado Politeama de calle Merced abierto en 1887, dirigido por el empresario León Bruck (o Brouc). También el Teatro Romea de San Diego 282, uno de los iniciadores de ese carácter recreativo de esta calle, abierto el 31 de octubre de 1894 pero puesto a remate el 13 de julio de 1899. No confundir con el posterior Romea de avenida Matta, entre San Diego y Zenteno, propiedad de don Francisco Paco Romero, y en cuya construcción ayudó Antonio Acevedo Hernández como carpintero. La Unión Católica, en tanto, tenía una sala en sus dependencias de la cuadra entre Agustinas, Ahumada y Moneda, en donde estará después la actual calle Bombero Ossa. Fue la primera sala de actos de la Pontificia Universidad Católica, reinaugurada como teatro comercial el 2 de mayo de 1895, conocida como Teatro Unión Central y después Teatro Principal.

Varios otros refugios artísticos son mencionados puntillosamente por Escudero: el Circo Nacional, en el lugar en donde se levantaría después la Estación Mapocho; el Teatro Lumiere en la Alameda, de frente a calle Castro (hoy absorbida por la Autopista Central); el Teatro Aurora en el ex reñidero de gallos de lo que hoy es Plaza Bello (calle José Miguel de la Barra); el Teatro Erasmo Escala de don Raimundo Cisternas, en calle Libertad a una cuadra de la ex cancha de carreras (hoy avenida Portales); el Teatro Apolo de Estado 249, con entrada también por calle Huérfanos, inaugurado en abril de 1900 con 20 palcos y 250 plateas; y en el mismo año se ubicaría adyacente a la galería Swinburn (que tenía una sala propia) el tercer Teatro de Variedades, inaugurado el 21 de diciembre en donde reinará, más tarde, la pesada corona del Teatro Imperio.

Cabe comentar, como curiosidad, que en sus “Cartas Americanas” el filólogo y viajero español Juan Valera reproduce una misiva enviada en noviembre de 1888 a su primo Antonio Alcalá Galiano y Miranda, refiriéndose a la situación del teatro en Chile y a la investigación ofrecida por Miguel Luis Amunátegui sobre el tema. Valera trata también de la rotunda influencia francesa en el oficio, proveniente de corrientes intelectuales y artísticas en desmedro de la española original que seguía siendo desdeñada en el ambiente. Sin embargo, es sabido que el tiempo iría revirtiendo esta situación y así, en su época de mayores avances profesionales, en el espectáculo, la comedia y el teatro de variedades chileno tendrán enorme presencia empresarios, actores y directores hispanos, configurando mucho de lo reconocible en el resto de la historia teatral del país.

Aquellos escenarios y ambientes de teatro eran los principales disponibles para la ciudad al comenzar el período de transición al siglo XX, con sus características fuertemente determinadas por el europeísmo que seguía dominando gran parte de la actividad bohemia y artística, pero superados ya los pauperismos materiales de las primeras décadas republicanas, en especial gracias a las riquezas mineras generando nuevas fortunas y magnates.

Ya al aproximarse el Centenario Nacional, también venía en camino una nueva etapa de las diversiones: una diferente a la que hemos descrito, pero de la que todo lo revisado hasta este punto fue su necesaria batería de antecedentes.

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