Portada del programa oficial de las Fiestas del Centenario, de 1910. Irónicamente, al momento de ser distribuido el presidente Pedro Montt, en la portada, había fallecido súbitamente, no alcanzando a ver los festejos organizados por su gobierno. Fuente: Memoria Chilena.
Chile se propuso celebrar con una fiesta nunca antes vista el Centenario de la Primera Junta Nacional de Gobierno, ese magno evento que, con todas las críticas que pueden hacerse a sus ambigüedades y trasfondos, dio aquel 18 de septiembre de 1810 el primer paso por el tortuoso y difícil camino hacia la Independencia de Chile. Años de sacrificios, luchas y dolores dejarán, a partir de entonces, una huella con la valiosa sangre de próceres, héroes y mártires en el camino, por lo que la ciudadanía quiso homenajearlos al cumplirse una centuria.
Empero, el enfoque de la organización de las fiestas, si bien contemplaba refrescantes aspectos de diversión popular en el abultado programa de todo aquel período, mantenía un eje concebido en el gusto y la política social gobernante desde el último tercio del siglo anterior, visible en aspectos o filosofías del urbanismo, los espacios recreativos y las ocasiones de grandes celebraciones públicas.
Por otro lado, 1910 resultó ser un año especialmente complejo para Chile, arrastrando varias tragedias y calamidades recientes: desde cataclismos (como el fatídico terremoto de Valparaíso, en 1906) hasta cruentas masacres (como la de Santa María de Iquique a la cabeza, en 1907), en un sistema de parlamentarismo que ya comenzaba a hacer crisis por todos sus flancos.
Mucho de lo que afectaba el curso de la realidad chilena en aquel momento, provenía de lastres legados desde el siglo anterior. A pesar de la tensión de las fronteras por la cuestión de Tacna y Arica con Perú, la diplomacia pudo llegar a acuerdos diplomáticos con Argentina y Bolivia, en 1902 y 1904 respectivamente, distendiendo un poco los ardores. Sin embargo, persistían hostilidades y purgas políticas internas de toda naturaleza, también arrastradas como una mala herencia, en ciertos casos. Esto se traducía en interminables rotativas de ministros, inflación, renuncias, fracturas de coaliciones y movilizaciones populares. El famoso mitin de la carne del 22 al 27 de octubre de 1905, motivado por el alza del precio de los productos cárneos, terminó con graves revueltas por toda la Alameda de las Delicias, innumerables fontanas y monumentos públicos destruidos, y más de 200 personas muertas, según lo que se ha llegado a estimar.
Pero no todo podía ser tragedia, angustia y dolor, por supuesto, habiendo algunos avances importantes del período. A la positiva estabilización de la industria salitrera, alejando momentáneamente los fantasmas que habían comenzado a acosarla con el siglo, se sumaron medidas de orientación social y laboral relevantes para el progreso humano, como la Ley N° 1.990 publicada en el “Diario Oficial” del 29 de agosto de 1907, en los días del mando presidencial de Pedro Montt, que decía con toda claridad en su único artículo:
Los dueños, gerentes o administradores de fábricas, manufacturas, talleres, oficinas, casas de comercio, minas salitreras, canteras y, en general, de empresas de cualquier especie, públicas o privadas, aun cuando tengan carácter de enseñanza profesional o de beneficencia, darán un día de descanso a los individuos de hayan trabajado todos los días hábiles de la semana.
El mismo instrumento establecía que el día semanal de ese descanso “será obligatorio e irrenunciable para los menores de dieciséis años y para las mujeres”, agregando a los feriados “el día 1° de enero, el 18 y 19 de septiembre y el 25 de diciembre”. Del mismo modo, sentaba que cada día de descanso debía comenzar “a las nueve de la noche de la víspera y terminará a las seis de la mañana del día siguiente al fijado para reposo”.
En tanto, como un mal presagio mundial, el cometa Halley había ofrecido uno de los avistamientos más espectaculares de su cíclica historia de retornos cada 76 años. Sucedió en mayo de 1910, cuando la Tierra pasó por la estela de su cola permitiendo una vista extraordinaria, que llenó de terror a los más impresionables, además de toda clase de leyendas apocalípticas. Y si acaso este evento astronómico auguraba alguna maldición, en Chile esta se cumplió tal cual, al menos para las clases gobernantes: tras varias complicaciones de salud que incluso habían afectado ya su visión, el presidente Montt fallecía en Bremen el 16 de agosto, justo cuando pretendía tratar sus dolencias con médicos alemanes.
Ante el súbito deceso del mandatario, debió asumir desde la vicepresidencia Elías Fernández Albano, quien había quedado en el cago ya por la ausencia Montt en el país. Pero, en un increíble nuevo golpe del infalible destino, Fernández Albano fallece también el 6 de septiembre, por complicaciones respiratorias, tras sólo unos días en el mando. Debe asumir ahora Emiliano Figueroa Larraín, quien así se hará cargo, de manera prácticamente accidental, de timonear todas las celebraciones centrales del Centenario, iniciadas a los pocos días.
"La ciudad de Santiago a sus huéspedes los marineros brasileros". Uno de los arcos triunfales hechos en el Centenario. Fuente: Cultura Digital UDP.
Postal de aniversario del Centenario dedicada a la Marina de Guerra, publicada en Valparaíso. Fuente: Biblioteca Nacional Digital.
Postal del Centenario con héroes, próceres y personajes históricos de Chile, publicada por la casa Mattensohn & Grimm de Valparaíso. Fuente: Biblioteca Nacional Digital.
A diferencia de lo que sucedería un siglo después, en las fiestas del año 2010 en el Bicentenario, la gente de un siglo antes sí quería celebrar a pesar del shock y la depresión, y no iba a dejar pasar la oportunidad de las fiestas, obviando lo aristocrático que procuraba ser el programa de eventos en la enorme mayoría de sus ítems y dejando de lado las sensaciones por las tragedias que lo precedieron.
La ciudad de Santiago se engalanó casi por completo para la fiesta principal, que ya venía efectuándose en la práctica con una gran cantidad de proyectos sociales, urbanísticos, arquitectónicos e institucionales. Fueron las Fiestas Patrias más grandes que haya podido celebrar el país y la capital fue la ciudad estrella de las mismas, por comprensibles razones de centralismo histórico y administrativo. Entre orfeones, desfiles y presentaciones, prácticamente no hubo espacio en ella que no preparara alguna forma de participación del festejo, por tenue que fuera.
Alfonso Calderón revive algo sobre el clima previo a aquellas celebraciones en su obra “Cuando Chile cumplió 100 años”, una de las más conocidas para un punto de partida sobre la investigación de las fiestas de 1910:
Al amanecer septiembre, el clamoreo es colectivo. Todos se felicitan de vivir en fecha tan magna. Dicen que hasta del Japón habrán de venir visitas. Los cuerpos europeos parecen estar locos porque las fiestas comiencen.
Algunos, que ha viajado a Europa, no creen en tanta maravilla porque han visto con sus ojos algunos vaudevilles donde nos ponen de oro y azul, imaginándonos como chilenitos llenos de generales, de balazos, de canciones y de santos indígenas, de animales salvajes, de selvas y de monos ridículos. Por lo menos, el que quiera creer que lo crea; el que no, que se vaya a París, para ver Cocou-Chili, La Petite Chilienne y le Général Bom-Bom. Son espectáculos en los que parecen mezclarse Lehar, Strauss y La Araucana, de Ercilla.
La ciudad llena de luces. Y de hoyos. Las familias ricas arriendan sus palacios al gobierno, para alojar en ellos a los invitados. Se los pintan y los condecoran con guirnaldas de luces, envolviendo sus detalles. A veces, se puede leer en ellos: Dios y Patria. Trepando, las luces llenan el conjunto del cerro Santa Lucía. La prensa trata de convencer a los basiliscos que manejan coches de posta, para que cobren las tarifas que la autoridad ha fijado sin agredir a los que reclaman, zarandeando la huasca desde el pescante.
El sector más céntrico de Santiago había sido hermoseado con un precioso ambiente lumínico que demarcaba las líneas, contornos y filetes de los principales edificios, con mensajes en letras luminosas también alusivos a la efeméride, a los padres de la patria y los símbolos nacionales. Ni siquiera en la más rica de las Navidades que haya tenido el país se vio tanta belleza lumínica en calles y fachadas bajo la noche. Los tranvías también se iluminaron y en esos días realizaron frecuencias especiales de recorridos, previo acuerdo con la autoridad.
Desde el 15 hasta el 22 de septiembre, entonces, Santiago se mostró como toda una ciudad de luz, ofreciendo postales inéditas en la Plaza de Armas, la Alameda de las Delicias, el cerro Santa Lucía, el Parque Forestal, las calles del actual barrio Universitario y los edificios institucionales, tanto públicos como particulares. Calderón reproduce también unos versos que publicó por entonces Antuco Antúnez retratando aquellos ánimos, en la revista “Zig-Zag”:
Como el Centenario
se nos viene encima
y está que da grima
toda la ciudad,
Santiago remoza,
para darse trazas,
sus calles y plazas
con celeridad.
Continúa el autor recordando, después, los banquetes de comida francesa, alemana, inglesa y chilena que se realizaban entonces, además de los paseos que se podían hacer por la ciudad tan bellamente ataviada:
Para avivar la hipertensión y los síntomas de la gota de los tragones, una banda numerosa repite, por enésima vez, el vals de La Viuda Alegre, la marcha Luna de Miel, el vals de La Princesa del Dólar y Al Fin Solos. Más de uno piensa en un lejano cancán, del Moulin Rouge.
Las familias del pueblo recorren la Alameda, admirando la luz, la belleza, la música. Suben al Santa Lucía y caminan embobados por Ejército y por Dieciocho, iluminadas como nunca se había visto. Según un periódico, “tribus enteras que salían endomingadas a gozar su Centenario”. Querían verlo todo, para sentirse más felices, con el convencimiento de que la fiesta era para ellos.
Si bien se trataba de una conmemoración largamente planeada y luego ejecutada en la descrita concepción oficial de lo que debía ser un magno festejo de entonces, el bajo pueblo supo aprovechar para sí los regocijos y vivir su parte en una de las temporadas de alegrías colectivas más inolvidables de la historia. El paralelo entre las felicidades aristocráticas y plebeyas se cumplió perfectamente.
Decoración y sistemas de iluminación ornamental instalados en la Plaza de Armas de Santiago, en los días de la gran celebración del Centenario. Imagen publicada por la revista “Sucesos”.
Portada de la revista "Zig-Zag" de septiembre de 1910, en las fiestas del Centenario.
A pesar de haber sido el mandatario organizador de las fiestas, Pedro Montt no alcanzaría a estar vivo para ver los resultados.
Sin embargo, en los preparativos también hubo varios llamados de “aguafiestas”, como los denominó Calderón, atacando las celebraciones o emplazando a los trabajadores a apartarse de los festejos, caso del futuro fundador del Partido Comunista de Chile, Luis Emilio Recabarren. Fue en vano su esfuerzo y el de otros críticos: el pueblo no resistió entregarse a las innumerables instancias de celebración del período y así la fiesta superó las históricas diferencias sociales que arrastraba el país desde sus orígenes, al menos en lo referido a distribución de alegrías y a pesar de todos los dolores de muelas del período.
De esa manera, durante todas las solemnidades, protocolos y actos oficiales, estratos populares capitalinos y de otras ciudades siguieron desarrollando su propia fiesta del Centenario hasta cada madrugada en posadas, fondas, tascas y cantinas, considerando cumplir su propio rol en los sus deberes de jarana, folclore y huifa. Sus reinos no eran sólo en el Parque Cousiño, la Quinta Normal o las poblaciones obreras de Estación Central, sino también barrios de los contornos de la ciudad, por La Chimba o los arrabaleros cerca de Macul, por ejemplo.
Varios orfeones y bandas de guerra continuarían paseando su música por las calles durante esas intensas semanas, mientras que los miembros de grupos boy-scouts desfilaron pulcramente por el Cousiño. En una de aquellas jornadas se presentó también el aeronauta colombiano Domingo Valencia, elevándose en su globo aerostático desde la Quinta Normal y realizando piruetas en la altura. Muchos otros números asombrosos y muy novedosos para la sociedad chilena, ya de circos, espectáculos abiertos, teatro popular o diferentes eventos deportivos, tuvieron lugar durante la fiebre centenaria y sus muchas invitaciones.
Familias pudientes, partidos políticos, clubes sociales o deportivos, vecinos de barrios, gremios y otros círculos, hicieron sus propios encuentros en la fiesta y aún después, ya que 1910 fue consagrado completo a las celebraciones. Algunos ilustres dispusieron de sus propias mansiones o palacetes para grandes reuniones; y en el mismo mes de septiembre, el Club Liberal ofreció un elegante té seguido de un brindis, aprovechando su sexto aniversario, mientras que el Club de Septiembre hizo un copetudo banquete en el marco del ascenso de su integrante, el coronel Germán Fuenzalida. También fue aprovechada la fecha por el comercio: se agendó la apertura en plenas fiestas de la tienda Gath y Chaves, en Estado con Ahumada. Gran cantidad de teatros, circos y cinematógrafos se sumaron a la enorme cartelera de atracciones y varios participaron en el programa oficial de festejos.
Historia aparte fueron también los obsequios de las colonias y países amigos al Centenario de Chile, varios de ellos mencionados en el calendario de las fiestas por tener alguna participación oficial, sea como obras inauguradas o como colocaciones de primeras piedras: la Fuente de los Niños en la actual Plaza Mekis, regalo de Argentina; el Ángel y el León de la colonia Italiana, que le valiera por años el nombre de Plaza Italia a la actual Plaza Baquedano; el monumento de la actual Plaza Francia por parte de la colonia francesa, enfrente del Palacio de Bellas Artes; el león helvético regalado por los suizos, en el bandejón de la Alameda; la Fuente Alemana del Parque Forestal, por la colonia germana; el monumento a Ercilla acompañado por la machi en la Plaza Ercilla, obsequio de la colonia española, entre mucha otras que incluyeron, también, las que se instalaron en regiones. Estas obras fueron traídas e inauguradas entre 1909 y 1912, aproximadamente, aunque algunos de estos obsequios ya no están en Santiago, como el monumento a Manuel Rodríguez, regalo de la colonia otomana y que estuvo un tiempo en barrio Mapocho. Lo mismo sucedió con la alegoría de la República que estuvo en el paseo del cerro Santa Lucía, regalada a Santiago por la colonia siria y que era obra del escultor Carlos Canut de Bon, hoy extraviada.
En la prensa y la publicidad de la época puede verificarse también que los insertos y mensajes se colmaron de contenidos patrióticos. Mientras tanto, en plazas y calles de Santiago se ofrecían proyecciones gratuitas de cinematógrafo, con películas relativas a historia de Chile y sus próceres. Todos querían participar, de una u otra forma, en los extraordinarios y tan esperados festejos que iban a servir de catarsis tras las desgracias y dramas acumulados en tan poco tiempo.
Durante el período, hubo también concursos premiando géneros de cuento, novela, poesía, crítica, escultura y arquitectura, de cuyos detalles informa Luis Patricio Muñoz Hernández en su tesis “Los festejos del Centenario de la Independencia: Chile en 1910” (Universidad Católica de Chile, 1999). Agrega allí detalles sobre la realización paralela de un concurso de música, a cargo del Consejo Superior de Letras y Bellas Artes de la Universidad de Chile, certamen que incluía las categorías de himno, cantata y composición orquestal. Otras actividades particulares o derivadas de la celebración principal en el resto del mes, fueron innumerables reuniones, inauguraciones y las infaltables comidas o banquetes, formas de relación social que fue bastante frecuente en el resto del siglo y que marcaron la talla de cintura de varios de nuestros ilustres personajes de entonces. El Congreso Social Católico también se realizó festejos propios convocados por el Episcopado, con desfiles de niños de ambos sexos, alumnos de escuelas católicas.
Desde varios puntos de vista, además, el Centenario Nacional activó en muchos autores, investigadores y hombres de letras la mirada introspectiva que tendrán los estudiosos del criollismo desde el período, la que se venía gestando tímidamente desde el siglo anterior. No sólo cobra cuerpo esta corriente, sino que entra de lleno al camino que llevará al neocriollismo de los años treinta. La chilenidad protagoniza, desde ese momento, la literatura, la poesía y los estudios culturales, antropológicos, folclóricos y hasta políticos, en muchos casos.
Sin embargo, a pesar del festejo reivindicando a la Primera Junta Nacional de Gobierno de 1810 como puerta de ingreso a la Independencia, la elementalidad del pensamiento conmemorativo de esos años y la simpleza en la valoración del patrimonio cultural o histórico, permitieron que el mismo edificio en que tuvo lugar aquel épico momento de la biografía nacional, el Palacio del Real Consulado, fuese demolido en la década siguiente para completar la construcción del ala oriental de los Tribunales de Justicia… Sirva este ejemplo, uno de muchos, como otra huella de un país en sempiterna paradoja. ♣
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