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TESTIMONIOS SUCULENTOS DEL CASINO BONZI EN EL PORTAL EDWARDS

Casino L. Bonzi de cara a la Alameda, en el edificio del Portal Edwards, en la revista “Zig Zag”, 1912.

El otrora concurrido y famoso Casino L. Bonzi, atracción principal del Portal Edwards durante un largo período, ha quedado reducido a un episodio desconocido en la historia de la ciudad. Fue como si su época de esplendor también estuviese condenada al museo del olvido, junto a las memorias del Teatro Politeama y del propio portal comercial, perdiéndose por los bosques de la oscuridad de la crónica y de los recuerdos vagos que pertenecían a las generaciones de público que ya murieron o que están en total agonía.

Por alguna extraña razón quizá vinculada con lo recién descrito, un conocido cronista de nuestro tiempo se refirió al histórico centro de diversión sólo como “un tal Casino Bonzi”, con inexplicable desdén y desinterés en revelar más del mismo. Al menos lo mencionó, sin embargo: otros autores ni siquiera citan su nombre al recordar la antigua bohemia y espectáculos cerca de la Estación Central, ejemplificando con otros locales muy posteriores e incluso menos coloridos que aquel.

La verdad es que el Bonzi fue mucho más que sus pobres residuos en la memoria urbana: fue el centro de recreación más importante que haya tenido la Alameda de las Delicias en aquellos barrios cercanos a la terminal de ferrocarriles y al gran nudo de las viejas líneas del tranvía. De hecho fue el más célebre del desaparecido portal, convirtiéndose en un hito de la abundante vida nocturna y festiva que creció allí desde principios de la pasada centuria, contagiándose también de esa vida intelectual y aventurera que rodeó siempre esas manzanas y de la que acá recogeremos testimonios de sus propios actores.

Por entonces, el “barrio chino” de la Estación Central era muy parecido al que recibiría ese mismo mote en calle Bandera, también cerca de trenes dada su proximidad a la Estación Mapocho: es evidente la relación entre el comercio nocturno y su vecindad a las terminales. Además del restaurante Atenas y de un entonces célebre boliche llamado Bar Arturo Prat en los bajos del mismo portal, varios establecimientos del barrio estuvieron relacionados con el público que frecuentaba este edificio y su festiva oferta. Empero, ninguno de ellos tuvo la importancia, la atracción o el anecdotario que el club del Casino Bonzi, en cierta forma el precursor de esta clase de cuarteles de entretención en el Portal Edwards y sus alrededores.

El Bonzi nació casi con el mismo portal y sus hoteles a principios del siglo XX, fundado por el italiano Luis Bonzi, después dueño de los vecinos Teatro Politeama y Parque Oriental, asociado con otro señor de apellido Marini. Estuvo desde temprano en la atracción y diversión del edificio comercial, como se ve, aunque su publicidad para la Navidad de 1904 intentaba presentarlo como una opción más mansa y familiar de lo que en realidad fue en sus años más activos.

Para no aparecer apoderándonos de los testimonios ajenos sobre esta historia, rescatamos acá algunos sabrosos recuerdos de quienes fueron sus parroquianos más leales, caso de Lautaro García quien dejó algo escrito sobre el Bonzi (al que llama con errata “Bonci”) en “Novelario del 1900”, recordando sus aventuras allí por el Centenario:

Tal vez, o sin tal vez, los representantes de las nuevas generaciones de trasnochadores que suelen pasar, por casualidad, en la alta noche por frente al Portal Edwards y contemplan su obscura soledad provinciana, no se imaginan que bajo esas lóbregas arcadas de estilo italiano ochocentista estuvo radicada, hace siete lustros, la alegría nocturna del Santiago que recién empezaba a despertar a la vida europeizada y galante.

Lo que le dio auge y concentró en ese extremo de la ciudad, como se consideraba en la época al barrio de la Estación Central, a todos los amigos de la trasnochada con música fue la construcción del Teatro Politeama en el fondo del Portal, separándolo de este por una calle y la instalación bajo las arcadas, mirando a la Alameda, del Casino de Bonci. Como todavía subsistían los viejos prejuicios postcoloniales de que el noctambulismo era una costumbre pecaminosa, el Portal Edwards se convirtió en sitio prohibido para las personas serias y honestas.

Por lo tanto obtuvo de inmediato el favor de la gente juerguista y peripatética. Empezaron a circular por los hogares santiaguinos, en voz baja, picarescas historias sobre lo que sucedía después de la una de la madrugada en el Casino y sus alrededores. Se susurraba que ni en París se veía descoco semejante. Era lo que faltaba para que se transformara en el sitio de moda.

Por su lado, Eduardo Balmaceda Valdés asistía con su hermano hasta allí y dejó algo plasmado en “Un mundo que se fue”. Comenta algo sobre sus pasadas juveniles por el lugar y las sacadas de quicio de las que fue víctima el patrón, en los primeros años de servicio del casino:

Allí llegaban noche a noche casi todos los noctámbulos de Santiago. Nuestro grupo era el más joven y por ende, el más entusiasta.

Cuántos malos ratos hicimos pasar con nuestras travesuras al dueño de aquel célebre casino, el italiano Bonzi, que expendía un vaso de whisky por la suma de un peso, ni más ni menos.

Su clientela podía ser gente de vida o paso en el barrio, mezclándose intelectuales con obreros de los ferrocarriles, y los pasajeros de los hoteles del edificio con público o actores del Politeama. En 1912 se publicitaba ofreciendo “lúcidos conciertos todas las noches por la orquesta de damas vienesas”, agregando que su oferta era también de “bombones, confites y licores finos” de importación directa pues era, a la vez, una confitería famosa por sus chocolates, tradición de muchos otros restaurantes y bares en esos años. Los miércoles y los viernes ofrecía un show especial de “noches blancas”, con un festival de bandas militares bajo “iluminación a giorno” (como si fuera de día). Y continúa su descripción Balmaceda:

Más tarde de la noche, cuando no se formaba una de aquellas baraúndas de “sálvese quien pueda”, tan frecuentes en los sitios nocturnos de aquel tiempo, los aficionados subíamos al tablado y ejecutábamos en el piano los trozos más populares y de moda que el público por lo general aplaudía, pero que a veces también, no satisfecho con la ejecución, nos lanzaba una nutrida lluvia de vasos, panes, etc. Cuántas veces, con Fernando Santa Cruz, que éramos los pianistas de esta comparsa, recibimos ambas manifestaciones.

Renombrada fue en el Bonzi también la animación de la artista conocida como La Bella Carmela, célebre fémina de entonces. Hizo fama, precisamente, por canciones como las que llevaba al Casino, una de ellas el corrido titulado “El Venadito”:

Quisiera ser perla fina
de tus lucidos aretes,
pa’ morderte en la orejita
y besarte en los cachetes

En otra parte de su libro y abundando en la historia del Casino, García hace una detallada descripción del ambiente en la boîte, su show y clientela, que también transcribimos completa para evitar disfrazarla con palabras nuestras:

Era a principios del 1910. Chile entero se preparaba para celebrar el centenario de su emancipación política y Santiago se aprontaba para echar la casa por la ventana y el alma patriótica por la puerta. El Portal Edwards vivía sus noches más gloriosas. Por la clientela de damas tocadas con sombreros a lo Van Dyck con plumas lloronas, blusas de mangas abullonadas, ceñidas a reventar seda -imperaba el talle de avispa- y polleras de amplio ruedo encarrujado, y de caballeros de chaqueta de colores claros, grises, café con leche, jipijapas a la Santos Dumont y botines de charol; y por los vibrantes aires de opereta que salían a bocanadas del Casino, el sitio parecía un rincón vienés, incrustado en el corazón del barrio Estación.

El Casino de Bonci fue la primera pastelería con característica de café concert, al estilo del Viejo Mundo, que se atrevió a abrir sus puertas en la capital. Su salón iluminado “a giorno” -era la expresión de la época- con las primeras instalaciones de luz eléctrica, estaba revestido de espejos en cuyas lunas, como en una mágica luminaria, se multiplicaba innumerablemente el fulgor de las ampolletas vestidas con las faldas de cristal de las tulipas.

Hasta la medianoche, aún se veían donde Bonci padres de familia con sus honestos hijas tomando helados con barquillos; pero cerca de la una de la madrugada, empezaba a llegar el público que había concurrido al Politeama y los parroquianos del centro más o menos achispados. También hacían su entrada, algunas hetairas criollas de rumbo y queridas elegantes acompañadas de sus ufanos galanes. El ambiente cambiaba de aspecto humano. A la compostura de ademanes y a las conversaciones en voz baja de la clientela anterior, sucedían los gestos llamativos y las risas ruidosas de las damas recién llegadas y los desplantes amatonados de sus acompañantes. El salón, poblado de pequeñas mesas de mármol y sillas de respaldo metálico, vibraba con las cadencias voluptuosas -así se las adjetivaba entonces- de los valses de Strauss, Gilbert y Lehar, los autores de las operetas en boga, que ejecutaba la Orquesta de Damas Vienesas.

El Portal Edwards poco después de inaugurado. El Bonzi estaba en el primer nivel del mismo, entre sus arcadas.

Publicidad para el casino y el teatro del señor Bonzi, en sus años esplendorosos.

Antigua imagen del casino, con una vista de la fastuosa barra al interior. Fuente imagen: revista "Zig Zag", 1912.

Otra vieja imagen con el salón con algunos clientes sentados en torno a una de las elegantes mesas. Fuente imagen: revista "Zig Zag", 1912.

A pesar de ciertas críticas a la orquesta, las damas vienesas fueron lo que más se publicitó como atractivo del Casino y por largo tiempo, pues parece que siempre hubo cierta aspiración por darle un perfil de refinamiento que no sabemos si fue logrado alguna vez, más allá de los esfuerzos publicitarios. “Establecimiento de lujo y de moda”, recalcaban los avisos, e intentaba demostrarlo en cada detalle: en las fotografías de época se advierte que la decoración interior buscaba inclinarse a la elegancia, con finos muebles, grandes espejos y cuadros ornamentales en sus salas.

Su barra debió haber sido una de las más grandes y bellas en esos años, y un gran cartel sobre el arco de la entrada principal, con un orgulloso blasón del Escudo Patrio, decía en relucientes mayúsculas: “Casino L. Bonzi”, aunque la gente le llamara Casino de Bonzi o, simplemente, Casino del Portal Edwards. Una gran lámpara araña de cristal de Venecia colgó durante toda su existencia al centro del salón. Empero, por la descripción que insiste en hacer García, queda claro que estas lujosas apariencias no eran suficientes para esconder la criolla y republicana realidad del Casino:

A la una y media de la madrugada la cosa estaba que ardía donde Bonci. Todo el mundo se sentía un poco embriagado más que de alcohol, de la euforia que palpitaba en el ambiente. Ellos acercaban las guías de sus retorcidos bigotes al rosado caracol de las orejas de sus damas y estas reían hasta mostrar el diente de oro. Los taponazos del champaña fusilaban las tulipas de las luces. El recinto parecía el escenario de un segundo acto de opereta. Ya habían llegado las artistas y los actores de la Compañía que actuaba en el Politeama y los noctámbulos elegantes, de apellidos de etiquetas de vinos. También solían aparecer a esa hora escritores, pintores y periodistas que entonces ocupaban, con sus nombres, el primer plano de la actualidad literaria y artística.

De vez en cuando aparecía de capa y chambergo, con su andar claudicante, la figura del poeta Antonio Bórquez Solar en compañía de Manuel Magallanes Moure que lucía su barba morisca; o se asomaba la ciranesca nariz de Armando Hinojosa, el cáustico humorista que dirigía “Sin Sal”, una especie de “Topaze” de la época. Un cliente asiduo, que casi noche a noche dejaba oír su voz grave y elegíaca, era aquel bohemio colombiano, que se llamó Claudio de Alas. La nota erudita la ponía don Enrique Nercasseaux y Morán, catedrático de asombrosa memoria, que aparecía de vez en cuando; y la montmartresca, el escultor Coscolla que vestía casaca de terciopelo y pantalones a cuadros ajustados al tobillo. Era un español de rostro nazareno y larga melena, diestro imaginero, que a fuerza de modelar cabezas de santos había concluido por parecerse a ellos. El dandysmo estaba representado por Gustavo Balmaceda, con su estampa de Brumel y su sonrisa displicente que en el fondo ocultaba un desencanto incurable; así como la seducción galante la encarnaba Adela Cazarete, que trastornara el seso desde Ministros de Estado para abajo.

Hoy todos ellos no son sino sombras de un pasado santiaguino próximo en el tiempo, pero muy lejano en el espíritu.

Balmaceda acota también que “a eso de las tres de la mañana había que ser valiente o algo confiado para quedarse allí tranquilo”. Lo peor es que la bravura comenzó a agravarse con los años, aunque fue endémica en todo el entorno de estación, como puede deducirse. Así, pasando a comentar la sensación térmica del local y su temperatura cultural, el sarcástico e irreverente García nada ocultó de las pendencias y rencillas que siempre encontraron arena para justas en esta clase de centros y clubes consagrados a los vividores nocherniegos de Santiago:

El “clima” artístico mundano, al que inyectaban melodiosa euforia las hijas del Danubio, solía alterarse algunas noches en forma belicosa. Había algunos escándalos gordos. Ya era un parroquiano al que con los principios de la “mona” se le ponía el vino agresivo, y le afloraba desde el concho de su psicología el antepasado aborigen; o ya era una Desdémona de cité la que con sus complacencias a las insinuaciones de un futre “levantador”, provocaba el incidente.

-¡De un soplido soy capaz de matar a todos estos pijes que hay aquí! -exclamaba parándose en medio del salón, con aire de perdonavidas, el lejano descendiente de Michimalonco.

Una provocación semejante no podía dejarse pasar sin una respuesta del mismo calibre.

-¡Hocico te sobra, roto botado a gente; pero parece que te va a faltar resuello!

-Como el señor va a necesitar mucho aire para cumplir su promesa, es mejor que se vaya a tomarlo afuera -observaba un chusco.

Con la salida zumbona y las risotadas generales, el matón se sentía corrido y se apaciguaba sin que el asomo de camorra prosperara. Pero cuando el asunto era por cuestión de faldas, o mejor dicho de ojos, la trifulca no la evitaba nadie.

Acto seguido, el autor procede a recrear con una dramatización los ridículos diálogos de una pelea común del Bonzi por aquellas causas:

-Ese tipo que está al frente, me tiene nervioso, Violeta. Hace rato que está con sondistas para acá.

-¿Y yo qué culpa tengo?

-Es que le estás chichoneando.

-Ya empezaste con tus celos. No se puede salir a ninguna parte contigo. No la puede mirar nadie a una, sin que tú no pienses mal.

-Como si yo no te conociera. ¿No ves? Otra vez te hizo un gesto.

-Yo no me he dado cuenta.

-Yo, sí; y al tiro voy a aclararlo.

-No seas tonto, Arístides. Te vas a poner en ridículo. A Arístides le importaba un pepino el ridículo y resueltamente se dirigía al don Juan.

-¡Qué se ha figurado el muy imbécil? ¡Hasta cuándo le va a estar guiñando el ojo a la señorita?

-Hasta que me mejore. Es un tic nervioso que tengo.

-Vea modo de que se le quite porque si no, yo lo voy a sanar con un par de sopapos.

-Prefiero ir a ver a un médico, Ud. no me inspira confianza.

-Salga a la Alameda, si es hombre.

-¡Uy, uy, qué miedo!

-No le haga juicio, no pelee mi hijita -intervenía la causante del altercado, haciéndose la que lamentaba la cosa; en el fondo, muy complacida de la actitud de su hombre.

-Hace bien en disuadirlo de su locura, porque si se me acaba la paciencia y me paro, no le respondo de su nariz.

-¿Tipo de m...?

Y así, como era de esperar, como se ha repetido en la sociedad chilena desde los orígenes y seguirá ocurriendo per secula seculorum, se desataba la tormenta:

En el preciso instante en que de varias mesas se pedía más cultura, una bofetada del Otelo con chaleco de fantasía, hacía rodar con silla y todo al desprevenido tenorio y se armaba la marimorena. Rodaban botellas y mesas y el centro del salón se transformaba en un ring. Pelea a la criolla, sin finteos, a pura “tupida”. Las damas lanzaban agudos gritos como si un tropel de ratones se les hubiera subido por entre las faldas; pronto los amigos y simpatizantes de los peleadores también intervenían en la lucha. La concurrencia se dividía en dos bandos y la pelea se hacía general. Nadie sabía a quién le pegaba, pero todos los hombres enardecidos por la atmósfera bélica lanzaban golpes a diestra y siniestra. Un espejo se hacía trizas por un botellazo mal dirigido. Algunos golpes locos daban precisamente en las narices y ojos de los parroquianos más serenos y que se habían levantado con el propósito de separar a los contrincantes y restablecer la calma. La llegada de la policía ponía término a la gresca.

La comisaría del barrio, con mucho tino y previsión, mantenía siempre destacados en la cuadra del Portal a sus guardianes más fornidos. Para los representantes de la autoridad era tarea ardua el establecer quién había sido el iniciador y culpable del bochinche. Apaciguados los ánimos, y pagados los cristales rotos, satisfechos con las bofetadas, los golpes dados y también con los recibidos, todos deponían sus arrestos pugilísticos y nadie reclamaba de nadie. Los interrogatorios no daban ningún resultado. Oyendo las declaraciones de ambos bandos se creería que aquello no había pasado de ser un entretenimiento, un poco brusco si se quiere, entre amigos.

Era la reacción varonil tácitamente establecida por la psicología nacional. Ante la perspectiva de ir a pasar el resto de la noche en chirona y admirándose unos a otros la bravura para dar y recibir bofetadas, no era raro que los contendores, después de darse mutuas explicaciones, concluyeran finalmente bebiendo juntos en la misma mesa.

Y como si no hubiera pasado nada, el alba sorprendía a todos jurándose amistad eterna ante las últimas botellas. Cantando “Frou-Frou”, la canción que hacía furor por aquel tiempo, salía la comparsa camino de Gachón, la casa de cena de la calle Eleuterio Ramírez, donde los noctámbulos comían la tradicional cazuela de ave de la amanecida.

Como feligrés de asistencia devota, Balmaceda también hace una mención de estas memorables batallas que presenció en el Bonzi:

...y como por aquel tiempo todos usábamos bastones, formábase a veces una verdadera batalla en la que para no salir magullado había que treparse con los de su comparsa sobre aquellas potentes mesas circulares de mármol con patas de hierro y defenderse como en una fortaleza; luego, la entrada de los “pacos” y los que no lograban huir, a discutir áridamente hasta el amanecer en la más próxima comisaría.

Publicidad para el casino Bonzi en revista "Sucesos", temporada de Pascua de Navidad del año 1904.

El Bonzi reaparece en las páginas sociales de "Sucesos" en enero del año 1905, todavía vendiéndose como un lugar afable y familiar.

Publicidad para el Casino Bonzi en la revista "Juventud", año 1918.


Bar del casino, en imagen publicada por la revista "Sucesos" en 1910.

Sección familiar del mismo Casino Bonzi, en revista "Sucesos" de 1910.

Una de las escasísimas imágenes del propietario fundador del Teatro Politeama y el Casino Bonzi, don Luis Bonzi, publicada en revista “Sucesos” de 1910.

Pero todavía hay más antecedentes aportados por García sobre la historia del Casino y su influencia. Continuará su animado relato dando también una descripción sobre el entorno del Bonzi y las características del barrio en que se encontraba, como atracción de intelectuales:

No todo era diversión frívola ni música vienesa en aquel lugar que mantenía el cetro de la nocturnancia santiaguina. Bajo sus arcadas también latía la vida intelectual. Entre el prosaísmo de tiendas, mercerías y baratillos, la librería de don Emiliano d’Alencon era el cenáculo de un grupo de poetas que vivía en los aledaños del Portal. ¿Habrá que decir que tanto el dueño como sus contertulios todos soñaban con la gloria literaria? D’Alencon, hermanando lo práctico con lo espiritual, unía a sus actividades de librero las de escritor.

Además de publicar sus obras propias, editaba las de sus amigos para ayudarlos a salir del anonimato. Desgraciadamente los pequeños volúmenes, repletos de ilusiones vivieron lo que las rosas, el espacio de una mañana, en la vida literaria de esos años. Generoso en todo sentido, el editor festejaba con frecuencia a sus cefradas con unos rociados ágapes, a los cuales asistían representantes de la bohemia de otros barrios, en el Restorán Atenas, el mismo que todavía está en la calle Bascuñán Guerrero y cuyo propietario era un ciudadano griego de apellido Karabao. De aquí el helénico nombre del establecimiento.

Todas las páginas que escribieron aquellos muchachos que no alcanzaron sino la gloria de sus propios aplausos, se hundieron en el limo triste de los libros que nadie recuerda. El único título que persiste es el del restorán, que fue la novela vivida por su juventud de aprendices de escritores.

Alberto Santana, en tanto, también dejó registro de sus recuerdos sobre visitas al Casino en “Grandezas y miserias del cine chileno”, refiriéndose a las horas más sosegadas que pasó allí acompañando al empresario francés Chenevey:

El que esto escribe recuerda haber conocido en 1918 a don Julio Chenevey ya como administrador del desaparecido Teatro Politeama del Barrio Estación, haciendo memoria de las películas que había filmado primero en su patria y luego en Santiago. A medianoche, después de la función, don Julio invitaba a los que soñábamos con estas alboradas y que éramos sus amigos, al famoso Casino Bonzi que daba al Portal Edwards y, entre taza y taza de espumoso chocolate, nos narraba las sorpresas en gestación del nuevo arte; nos describía la recia personalidad de Carlos Pathé, uno de los primeros industriales del cine y de Georges Mélies, el fantasmagórico, que descubrió los trucos fotográficos y los puso al servicio de la cualidad para el romance y la fantasía, que el cine ofrecía.

Aquel influjo artístico proveniente del Politeama siempre se pudo sentir en el Bonzi. Esto lo hizo receptivo a ciertas damas de gran reputación en esos días, aseguran autores como Juan Pablo González y Claudio Rolle en su Historia social de la música popular en Chile, al referirse a la presencia de la francesa Adela Coussirat. Balmaceda vio allí también a Nelly Brown, “elegante cortesana, de característico tipo sajón”. En general, todos los artistas, menos “los de gran cartel” según apunta Balmaceda, invariablemente terminaban en el Casino tras las funciones:

Aparecía también con frecuencia en esos andurriales una bizarra y popular moza, que decían de buena familia, Teresa Valenzuela, y que un espíritu bohemio no pudo asimilar a las severas normas del hogar y la llevó a alternar en estos círculos de impenitentes vividores. Donde Teresa llegaba, formábase un corro de hombres que ella dominaba con la exuberancia de su temperamento y físicamente con su ebúrnea belleza criolla.

Las hermanas Layard, bonitas, bien vestidas, también muy agabachadas, solían aparecer dando una atractiva nota. Una de ellas despertó un gran entusiasmo en un joven e inteligente político que la llevó a dar un paseo por Europa.

Pero el famoso club y casino, precursor en tantos aspectos relativos al cariz histórico de la bohemia santiaguina del siglo XX, comienza a sufrir los embates del tiempo hacia fines de los años veinte, apagándose también las menciones importantes en los medios escritos y en la publicidad de las revistas de la época. Es, además, el período en que los buenos tiempos del barrio inician su retirada, cediendo definitivamente su territorio a las sectores sociales más populares y modestos.

El empeoramiento de la calidad ambiental debe haber dañado gravemente las pretensiones refinadas del Bonzi. Los matones y los sinvergüenzas intentando hacer “perro muerto” se volvieron cada vez más frecuentes, y Balmaceda indica que en algún momento ya era tradicional en las noches ver los mozos de chaquetillas blancas saliendo al exterior a toda prisa “y jugar a las escondidas entre los arcos del Portal con algún cliente inescrupuloso (en verdad lo éramos todos) que tratara de evitar el pago del consumo”. Más allá de la travesura, la delincuencia también tomaría terreno en las calles alrededor del Portal Edwards.

Se recordaba que, para poder liberarse de aquellas molestias y malos comportamientos, el Casino Bonzi cambió radicalmente su carácter de boliche popular y comenzó a cerrar temprano, aburguesándose según la crítica. Incluso llegó a eliminar los bailables y las presentaciones en vivo. Se tornó, así, un sitio diurno en donde las familias iban tranquilamente a beber café, refrescos o leche con chocolate, conservándose su oferta como salón de té y pastelería-confitería. Dejó atrás, en consecuencia, esas veladas de amor desbordado por los placeres de la noche y sus euforias etílicas, acabándose los días de la famosa boîte.

Al caer de su trono, el reinado de evocación austríaca del portal fue relevado por un deslucido y oscuro cabaret Viena, hacia 1933, explotando su ubicación enfrente del teatro y ofreciendo en su publicidad la mejor varieté, dos orquestas y “lindas muchachas bailarinas”.

Fueron muchos los nombres ilustres e intelectuales bohemios que visitaron el Bonzi antes de su extinción: a personajes como los hermanos Balmaceda Valdés, Hinojosa, Magallanes Moure, Bórquez Solar y Lautaro García, se sumaron los Montt Pinto, los Scroggie Vergara y Domingo Pirulí Peña Viel; un comedido y correcto grupo que estos apodaban Los Grandes, compuesto por Jorge Sánchez, Carlitos Pereira, Lucho Jaraquemada, Luis Izquierdo Valdés; también los hermanos Ossa Prieto, Ujo Cotapos, Juan Villamil, Roberto El Largo Larraín y Fernando Morondo Morandé. Ahí estuvo, además, el periodista Benjamín El Loco Cohen; su colega de “El Mercurio” Juan Ossa, el poeta Hurtado Borne y el escritor Joaquín Edwards Bello, quien mencionará después al casino en su trabajo “Hotel Oddó”, al igual que lo hizo Daniel de la Vega. Sólo algunos nombres destacados de entre muchos otros que brindaron, rieron en su salón y quizá hasta haya recibido algún puñete en la visita.

Como se aprecia de sobra, entonces, el Bonzi nunca fue un café o bar más de la ciudad de Santiago, sino uno de sus demostradamente más célebres y memorables centros de reunión, aunque hoy reducido al impiadoso olvido y casi general desconocimiento.

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