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40 AÑOS DE CANALLADAS EN LOS BARRIOS DE SAN DIEGO

 

Don Víctor Painemal en el antiguo refugio de "El Rincón de los Canallas" en calle San Diego, antes de trasladarse a Tarapacá (fuente imagen: bibliobar.blogspot.com).

Comenzaba los años ochenta y las noches de Santiago estaban prácticamente muertas, como previsible consecuencia de los detestados toques de queda, ordenados para mantener a la población civil encerrada en sus casas en medio del clima de alta tensión social que cundía hacia aquellos días. Entonces, muchos borrachines y nictófilos se lamentaban mirando por el vidrio empañado de la ventana las luces de una ciudad ajena y hostil que les negaba sus barras y chuicos, y cuando las entretenciones de la clásica televisión terminaba apenas después de la fría medianoche.

Intuyendo la cantidad de gargantas secas y angustiadas que quedaban adoloridas cada depresiva noche de restricciones, el comerciante oriundo de Temuco y de linaje directo mapuche, don Víctor Painemal, después llamado el Canalla Primero o el Canalla Viejo, tuvo una visionaria idea: crear un local nocturno con características de “picada” que sirviera de refugio tranquilo, cómodo y seguro a todas esas ovejas descarriadas de aquellos años, quienes preferirían enfrentar las prohibiciones del régimen militar antes que quedarse escuchando la Radio Moscú en la casa.

Painemal consiguió arrendar un oscuro salón en la dirección de San Isidro 379-B, muy cerca de la Parroquia San Isidro Labrador y enfrente de la plaza homónima, bautizándolo como El Rey de los Pollos Asados. El boliche, al que se entraba por un portón de lata al final de un pasillo, fue inaugurado el 20 de mayo de 1980 justo en la víspera de la gloriosa doble gesta de Iquique y Punta Gruesa.

No era de grandes dimensiones aquel lugar, pero tenía todo lo necesario para la satisfacción de los cientos de comensales que llegaban cada semana a comer pollitos a las brasas, carne asada y beber a destajo. En plenos años de la Recesión Mundial, además, su carta se fue ampliando con comidas chilenas, perniles, sanguchitos populares y mucho vino.

El establecimiento era atendido por el propio don Víctor y su esposa. Tenía esa característica de refugio clandestino que fue determinante en su fama: abría después del toque de queda cerrando la puerta hasta la mañana, cuando los clientes se retiraban tras la larga noche de jarana y entretención, por lo que había algo de posada en su actividad comercial. Algunos músicos folclóricos e intelectuales del circuito subterráneo llegaban allí, en muchos casos para amenizar las largas noches de encierro, mientras la incertidumbre y el peligro rondaban afuera.

Como era esperable, las autoridades se enteraron rápidamente de la existencia del curioso local y no tardaron en aparecer. Seguramente, nunca consideraron un peligro real a un grupo de inofensivos rotos bebedores e insomnes, pero el hecho de estar violando el toque los motivó a fregar algunas veces al negocito de Painemal, quitándosele la patente que le permitía funcionar dentro de la legalidad y hasta terminando detenido en cierta ocasión.

En 1983 y en circunstancias muy extrañas, además, el local sufrió un incendio que fue denunciado como intencional, pues ya había existido un amago durante el año anterior. Virtualmente destruido, fue también clausurado el 31 de diciembre, en una triste víspera del año nuevo.

Frustrado y considerando terminada su aventura, Painemal regresó a vivir en la Araucanía, pero notó que sus clientes seguían en Santiago con la expectativa de que reabriera el local y hasta se ofrecieron para ayudarle en esta tarea. Así, volvió a la capital y reconstruyó su negocio en mayo de 1984, atrás de la sombría galería de un antiguo edificio de fachada estilo francés clásico, en calle San Diego 379, en el local B, llegando a calle Cóndor.

Dicho espacio quedaba en el zócalo del suntuoso inmueble, pero detrás de un portón de lata. Se llegaban a él por un pasillo con antiguas residencias y otras habitaciones que habían sido adaptadas tipo cuartos redondos. Esta vez, además, el dueño tomó sus resguardos.

Don Víctor Painemal en un medio de prensa, poco antes del traslado del local desde calle San Diego a Tarapacá. (Fuente imagen: eldigital.bigloo.com).

Vista del edificio de San Diego y la ex entrada al local, hoy demolidos y reemplazados por un conjunto inmobiliario.

Antigua entrada al lúgubre pasillo hacia el club canalla, ya desaparecida.

Algunos mensajes en los muros del pasillo de ingreso al establecimiento, en San Diego.

La famosa puerta de calle San Diego, donde se cobraba el "santo y seña".

Vista del antiguo local de San Diego en el dirio "Publimetro" (16/04/2008).

 

Cuando era consultado por aquel período, don Víctor recordaba que lo rebautizó prácticamente de inmediato como El Rincón de los Canallas, aludiendo al desprestigio que se habían ganado todos los asistentes del club entre sus enemigos en el poder, mismos que allanaron el local unas 67 veces durante todos aquellos años y los que siguieron. Canallas era, además, una expresión que el general Augusto Pinochet utilizó una vez para referirse a quienes habían votado en contra del proyecto constitucional de entonces, así que el mote les venía de perilla. 

Sin embargo, hay quienes aseguran que el boliche también era conocido originalmente como Club de los Canallas o simplemente Los Canallas, imponiéndose más tarde el nombre de El Rincón de los Canallas por el uso y la reiteración. También llamaba la atención la característica "arrinconada" que tenía su ubicación dentro del edificio que ocupaba y del barrio en que se hallaba, por un pasaje tipo cité o pequeño conventillo con otrps cuartos-residencias en el mismo pero que acabaron desapareciendo de allí con los años.

Como primera medida preventiva, se estableció por entonces un protocolo para el acceso al negocio, a esas alturas funcionando muy asumidamente como bar-restaurante clandestino. Se creó así el santo y seña que debían dar todos los clientes que golpearan la puerta de metal o que tiraban la cuerda colocada en la entrada haciendo sonar una campanita interior.

Cuando alguien aparecía, entonces, desde adentro les preguntaban "¿Quién vive canalla?"; y el visitante debía responder con la clave de cada día que se difundía oralmente entre los clientes o bien podían enterarse de la misma escuchándola como una cuña que se metía discretamente entre saludos leídos al aire por un locutor de la Radio Colo-Colo, quizá la más popular de la frecuencia AM en aquellos años pero que, para curiosidad histórica, en muchos aspectos no disimulaba simpatías por el régimen. Esto lo lograba don Víctor gracias a su amigo Tito Arévalo, que trabajaba en la radio.

El caso es que quien no conocía la clave de ingreso de la temporada, simplemente no entraba. Esto se le exigía a todos en los momentos de mayores previsiones, incluso a los que formaban parte de la familia del club, como a las más de diez personas que allí trabajaban y algunos músicos que iban regularmente a amenizar el ambiente.

Hubo innumerables santos y señas exigidos para que se abriera esa puerta metálica. Entre otras muchas que se recuerdan, están algunos como: "Canalla llamando a canalla", "Las zarzamoras están moradas”, "Canalla, canalla, canalla", "Florecieron los maitenes" o "Está lloviendo en Puerto Montt". Con el tiempo, se volvió norma uno principal, mismo que después pasaría a ser un saludo de los clientes: “¡Chile libre, canalla!”.

Se sabe que los comensales, en aquellos años, incluso contaban con máquinas de afeitar, jabones, peinetas y otros artículos en el baño para salir del club en cada mañana después de las fiestas, sin llevar señales en su aspecto que hicieran sospechar que habían estado violando el toque de queda dentro de un boliche clandestino. De la misma manera, los vecinos del cité cerrado en donde estaba el local, se hacían cómplices y mantenían silencio absoluto sobre lo que sucedía allí dentro.

Sin embargo, fue inevitable que aún con todas aquellas precauciones, de todos modos les cayera algunas veces más el peso represivo, con redadas y detenciones incluidas. A pesar de la cantidad de veces que aseguró haber sido allanado, don Víctor siempre porfiaba y volvía a abrir el boliche, en varias ocasiones con ayuda de algunos de los mismos clientes que no dudaban en tenderle la mano.

Muchos políticos, intelectuales y artistas se reunieron en El Rincón de los Canallas, la mayoría de ellos de izquierda, como podrá sospecharse. Por esto, el local tenía una evidente y recargada estética política y cultural de esta orientación, abundando las imágenes de Salvador Allende, Violeta Parra, Pablo Neruda o Víctor Jara. Alentado por sus raíces indígenas, además, don Víctor también acumuló muchas referencias a la cultura e iconografía mapuche y la Araucanía en la decoración. "¡Arauco vive!", se repetía por todos lados.

También existió cierta leyenda urbana de que fue en sus salas donde surgió la idea de fundar lo que en seguida pasó a ser la Concertación de Partidos por el No para enfrentar el plebiscito de 1988, durante una reunión entre políticos alrededor de una cena; referéndum cuyo resultado puso fin al mandato de Pinochet, como es sabido. Sí hay certeza de que, en esos años, el negocio era visitado por muchos dirigentes partidistas que formarían parte de los gobiernos que siguieron.

En último local que tuvo en el barrio, en Tarapacá 810. Todavía se leía el nombre del Convento Viejo sobre la puerta lateral.

Salas de los comedores del primer piso del local de Tarapacá.

Tarjetas de presentación dejadas por los clientes en los muros.

Cuadros de artistas y políticos, iconos de oposición política en los años ochenta.

La abundante decoración de los comedores, en el primer nivel del establecimiento en Tarapacá.

Al asumir la Concertación de Partidos por la Democracia el gobierno de Chile en 1990, El Rincón de los Canallas se convirtió en un símbolo de enorme valor para los tiempos que en aquellos días comenzaban a vivirse. Decían que muchos de los entonces llamados retornados (ex exiliados, regresados a Chile) se volverían habituales de aquellas mesas durante ese mismo período. Don Víctor implementó también un carnet de membrecía para sus principales clientes, credencial que los acreditaba como canallas honorarios.

Tras casi diez años funcionando de forma irregular o a media legalidad, se le devolvió su patente comercial y dejó de ser, así, la caverna clandestina que había sido por tantos años. Su pasillo fue llenado por mensajes y proclamas que antes habían sido usadas también como santo y seña, entre ellas: "Tienes el derecho de vivir en tu país", "Tú siempre primero" o "Lo que dijiste ayer sigue diciéndolo mañana". En la puerta del acceso donde se cumplía con el protocolo de entrada, ahora con timbre, letras blancas anunciaban con orgullo: "Canallas Club Internacional - Chile".

El local alcanzó, por entonces, el prestigio internacional que lo identificaría como sitio turístico, siendo visitado por visitantes de todo el mundo, atraídos por la curiosidad de conocer algo tan pintoresco. Se llenó de canallas, como seguían siendo llamados de entrada y hasta hoy los clientes, quienes formaron una especie de nuevo club ad hoc que llegó a agrupar cerca de 4 mil nombres.

Nuevas consignas y mensajes políticos fueron pintados en el pasillo de acceso y también adentro, por entonces. Miles y miles de tarjetas de presentación eran dejadas por los visitantes en los muros del local, además de fotografías y dedicatorias escritas en las mismas paredes. Hacia mediados de la década, llegaron incluso reporteros extranjeros a entrevistar a don Víctor y mostrar al resto del planeta la existencia de este histórico rincón de Santiago.

En 1998, cuando Pinochet fue detenido en la clínica de Londres para iniciarse un juicio de extradición a España, El Rincón de los Canallas decidió fijar su santo y seña único y definitivo, pues ya tenía solo un valor histórico y no había sentido en irlo variando. Así, quedó establecido en el mencionado "¡Chile libre, canalla!", y se exigía solo desde las 15:30 horas en adelante. De paso, festinando con la delicada situación internacional que se había vivido hasta el regreso de Pinochet a Chile, se pintó un nuevo mensaje en el pasillo de entrada: "Pin-8 come donde no hay garzón" (aludiendo al apellido Garzón, del juez que provocó su detención).

La carta del local fue reforzada con características nominales propias y distintivas. Por ejemplo, Painemal no vendía el clásico trago terremoto, sino el maremoto, prácticamente el mismo a base de pipeño y helado de piña pero con algunos ingredientes especiales (no confundir con los maremotos con menta que ofrecieron locales como el Wonder Bar de Mapocho o El Tropezón de Estación Central). El resto del menú tomó algunas denominaciones como vitalicio, cesante o amongelatina que recuerdan, evidentemente, a elementos repetitivos del lenguaje que se usaba en aquellos años que vieron nacer y crecer a El Rincón de los Canallas. También estaban el trago mortal y el francotirador, para comprender más o menos la idea general de este concepto.

Los ejemplos más conocidos de aquel argot canallesco para denominar la oferta, eran en la carta: el vietnamita (pernil, arrollado, longanizas, costillar, prietas, papas, arroz y ensalada), el terrorista (pernil, arrollado, longanizas, costillar, ensalada), el guerrillero (pernil, chuletas, longanizas, costillar, ensalada), el atentado (pernil, costillar, papas, ensaladas, arroz), el Barrabás (lomo, costillar, longanizas, arroz, papas, ensalada) y el Punta Peuco (porotos granados con costillar).

Sin embargo, al avanzar el siglo XXI, el comercio de calle San Diego comenzó a decaer notoria y gravemente, o más bien a transformarse, así como también aumentaba la emigración de los vecinos del barrio, que ya han tenido por efecto la demolición de varios edificios históricos de esas cuadras y la desaparición en el barrio de boliches inolvidables, como Los Braseros de Lucifer y los negocios de la Galería San Diego. Mientras nuevos edificios reemplazaban a los viejos pasajes y zócalos con venta de libros, la casona en donde estaba El Rincón de los Canallas quedó desocupada. El propietario no tuvo más remedio que venderla, comunicándole la terrible noticia a don Víctor, por ahí por el año 2008.

La mala nueva corrió como el fuego en el pasto seco entre todos los fieles canallas que conocían el lugar: El Rincón de los Canallas cerraba sus puertas. Se pensó seriamente, de hecho, en que el histórico negocio se acababa, en parte también por el daño irreparable que causó sobre el comercio nocturno de estos barrios el nefasto reordenamiento de la locomoción colectiva que involucró en Transantiago y que, tal como en los peores días del toque de queda, obligaba al público a tener que echarse a la cama y dormir con las gallinas.

Profundamente amargado, Painemal intentó obtener ayuda para mantener su local, apelando a la voluntad de los mismos políticos que habían escrito parte de su propia historia en las salas de El Rincón de los Canallas. Pero le dieron la espalda con indignante y grosera indiferencia. Por insólito que suene, solo dos concejales de Santiago Centro acompañaron al dueño en el cierre de puertas de junio de ese año: el conocido hombre de deportes Leonardo Pollo Véliz Díaz y el alguna vez presidente de la comisión de educación municial, don Ismael Calderón. No mucho después, llegaba la escuadrilla de máquinas demoledoras, seguidas de los cimientos del nuevo edificio que allí existe.

Pero, irónicamente, la maldición canalla cayó contra los desagradecidos e ingratos: menos de dos años después, esas fuerzas políticas que habían formado parte de sí en los recargados y polvorientos comedores del negocio que ahora cerraba sus puertas ante su total apatía, perdían las siguientes elecciones presidenciales con un formidable golpe al orgullo y a la soberbia política.

Todo parecía indicar, así, que el bar-restaurante se acabaría para siempre, cuando justo encontró casa nueva en julio, en la dirección de Tarapacá 810, casi en la esquina de San Francisco, a unas cuantas cuadras de su antigua sede.

A mayor abundamiento, ese nuevo cuartel de El Rincón de los Canallas era el mismo local en donde había funcionado por muchos años el restaurante El Convento Viejo, más conocido como El Convento, y que a pesar del prestigio y la fama de sus excelentes parrilladas, también habría caído herido de muerte por el alejamiento de la clientela desde estos barrios antiguos de Santiago, viéndose obligado a cerrar.

La casona en donde se mudó El Rincón de los Canallas, mucho más espaciosa, de dos pisos y más cómoda que su antiguo local, fue totalmente decorada con la misma ornamentación detallista y abundante que reinaba en San Diego, incluyendo miles de fotografías, recuerdos de turistas, cuadros, banderines, relojes marcando la hora de diferentes países y todo cuanto aguanta una pared colgando de ella. Permanecieron también las innumerables referencias a la cultura y la política izquierdista, aunque con algo de eclecticismo: también había fotografías de los cuatro ex presidentes de la Concertación, y algunos visitantes llegados al local desde el mundo de la farándula o las artes que no son exactamente de simpatías progresistas. A veces estaba abierto hasta las cinco de la mañana, aunque siempre era necesario reservar antes para las tiradas largas de fiestas.

Por supuesto, se conservaban las miles de tarjetas de presentación dejadas por sus visitantes, e innumerables cuadros paisajistas, cerca de 500 donados por pintores o usados como moneda de cambio para una buena comilona, especialmente en sus inicios. Había tantas banderas chilenas y emblemas patrios que los parroquianos se sienten en una fonda o chingana dieciochera. Y don Víctor seguía paseándose por el local, con sus gruesas gafas de vidrios oscuros y su delantal impecablemente blanco. Ya tenía rasgos de celebridad en su club, mientras saludaba a todos los asistentes llamándolos canallas... Era que no.

 

En aquella casa de Tarapacá también se mantuvo la costumbre de poner mensajes escritos en las paredes, varios de ellos pareciendo haber servido también de santo y seña en otras épocas, como: "Tay meao de perro", "El último paga la botella" o "Mañana es demasiado tarde". Y en la escala al segundo piso, rezaba un adagio: "No temas ir despacio; solo teme no avanzar".

Aunque El Rincón de los Canallas estaba ya en manos de doña Mercedes, esposa de Painemal, este atendía personalmente ayudado por su hija Karin, apodada la Canalla Chica, hasta que la progresiva ceguera que afectaba al fundador fue marginándolo de las actividades directas con los clientes en la barra y las mesas. A su carta de comidas típicas chilenas, además, había agregado otras excentricidades nuevas y muy cotizadas, como siempre respondiendo a los contextos de actualidad política o social. Y más allá del tradicional pisco sour y su maremoto, el boliche canalla ofrecía ahora rarezas únicas como el roto sour, el milagroso, el barrabasito, el chúcaro, el bihagra y la pichanga canalla llamada canastillo.

Empero, viviendo esta buena segunda vida, no tardaron en llegar los problemas hacia 2018, cuando la pesadilla que ya había vivido en San Diego don Víctor se repitió ahora en calle Tarapacá: la presión inmobiliaria era fuerte y el dueño del local que arrendaban quería vender. Era urgente, entonces, buscar un espacio nuevo para alojar a El Rincón de los Canallas, o la situación podría marcar el final de la historia del boliche. Pero quedaba algo peor para complicar la continuidad del club, sin embargo: debilitado en su salud y afectado por varias complicaciones, el Canalla Mayor, don Víctor Painemal, falleció el 2 de noviembre de 2019, a los 85 años.

En pleno período de revueltas callejeras, movilizaciones y desórdenes, la triste noticia no fue advertida por todos, aunque de igual forma pudo ser despedido por todos sus parroquianos.

El final del boliche en calle Tarapacá vino poco después, paradójicamente. En pleno estado de cautela general y evitando las salidas a las calles ahora por la pandemia de coronavirus, tras haber sobrevivido a las barricadas y enfrentamientos que tuvieron lugar a solo metros del mismo sitio, El Rincón de los Canallas fue destruido por un incendio en la noche del miércoles 8 de abril de 2020, declarado a las 21 horas. El siniestro, según la creencia no confirmada de algunos testigos, pudo haber sido intencional ya que se habría visto a algunos sujetos merodeando el lugar antes de iniciarse las llamas.

Sucia coincidencia aquella: aunque fuera en contextos muy diferentes, la historia del establecimiento en los barrios de calle San Diego comenzó y terminó en períodos de incertidumbres sociales y toques de queda.

El fuego había destruido la totalidad del primer piso y una parte del segundo. No habían seguros comprometidos, y aun si hubiesen existido, las pérdidas de las colecciones, reliquias, decoración histórica y recuerdos fueron irrecuperables y constituyeron pérdidas invaluables, tal como había sucedido poco antes con el restaurante Ocean Pacific’s de avenida Ricardo Cumming, en mayo. Por cruel ironía, esto sucedió justo cuando el negocio se preparaba para celebrar sus 40 años de existencia, y tras haber recibido en marzo las llaves de la que iba a ser una nueva dirección tras una grande y difícil búsqueda, en el barrio ferroviario (Bascuñán Guerrero 2194 esquina Centenario, según los trascendidos) enfrente de la Plaza Jorge Montt y del Parque Centenario en los límites de la comuna de Santiago con la de Estación Central. Hasta allá se pretendían trasladar todas aquellas colecciones de objetos, artesanías y reliquias que decoraban la casa.

Karin Painemal organizó con algunos colaboradores “Canallatón” para tratar de reunir fondos a través de pequeños aportes de 1.000 pesos que permitieran reconstruir el histórico club y sus maquinarias destruidas. Muchos de sus leales parroquianos, algunos desde el extranjero, ahora atribulados con la noticia, ofrecieron también su ayuda para poder traerlo de vuelta.

Sin embargo, todas las complicaciones sanitarias del período y la imposibilidad de retornar al mismo local (aun en el caso de que pudiese ser reconstruido), dejaron en suspenso aquellos esfuerzos y frustraron las esperanzas de ver un retorno rápido para El Rincón de los Canallas a las noches de Santiago. ♣

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