Terraza sobre el Castillo Hidalgo, con el Chalet del Superintendente, juegos de destreza, patio de eventos y un gran carrusel (se ve parte de él, a la izquierda). Fuente: “Álbum del Santa Lucía”.
Al llegar los españoles al valle del Mapocho, el cerro Santa Lucía no era más que un peñón oscuro y estéril, semejante a un túmulo de rocas desnudas. Innumerables autores han repetido que los indígenas de la zona lo llamaban Huelén, palabra que en mapudungún significaría Dolor, Pena; tradicional creencia que, sin embargo, tiene grandes problemas de sustento, principalmente porque correspondería a una asociación patronímica original con el cacique Huelén-Huala, quien habría habitado este lugar al momento del arribo hispano.
La fe de Cristo siempre estuvo presente en el cerro, a partir de entonces: no bien llegaron hasta él los hombres de don Pedro de Valdivia, improvisaron una capilla de madera y techo de paja para que sirviera al oficio religioso. Después, en 1543, construyeron una consagrada a la Virgen del Socorro, figura devocional para los franciscanos asentados en la ladera poniente. Y más tarde, en 1551, colocaron otra ermita para la santa que daba nombre al cerro, Lucía de Siracusa, por el lado norte. Sin embargo, el árido peñón continuaba siendo terreno de piedras colgantes y desfiladeros peligrosos mientras que, por los lados hacia la actual calle Merced y el costado que desvía a La Cañada de la futura Alameda, se extendían las canalizaciones de aguas.
La distribución de propiedades, molinos y solares alrededor del cerro no cambia demasiado hasta el siglo XVII. El padre Alonso de Ovalle, en su “Histórica relación del Reino de Chile” de 1646, confesaba que desconoció a la urbe luego de una ausencia de sólo ocho años, al ver cómo habían aumentado los caseríos en torno al mismo: “hallé que la ciudad se había extendido de manera que, estando plantada a la falda del cerro que dijimos, a la parte occidental de él, le hallé ya todo rodeado de casas, y con buen fondo de edificios hacia la parte oriental”.
El viajero francés Amadée Frezier, en su “Relación del viaje por el Mar del Sur” del siglo siguiente, describe al cerro mientras presenta un bosquejo general de la ciudad: dice que desde él se extraían rocas para la albañilería y “de cuya altura se descubre de una ojeada toda la ciudad y sus alrededores, que es un paisaje muy pintoresco”. En el mapa que el autor levantó de Santiago en 1712, aparece el Santa Lucía cercado por las acequias de calle Merced y hacia La Cañada, permaneciendo todavía en un estado de vida parcialmente rural y marginal el lado oriente. Su contorno servía, a la sazón, como una especie de aparcadero para las carretas que venían o iban por senderos de aldeas interiores, como Ñuñoa, Apoquindo y Macul.
El cambio de siglo, sin embargo, sorprendió al cerro con trabajos de empedrado que se realizaban en el sector del contrafuerte, por allí por su cara norte, por una decisión de don Manuel de Salas, quien solicitó 839 pesos de los fondos municipales para esto. Fue durante esos trabajos del 1800 que se retiraron los restos del antiguo Alto del Puerto, una formación rocosa con desniveles en el suelo cercana al lugar en donde funcionó la cancha de peleas de gallos.
La primera fortificación importante del cerro fue construida en la Reconquista por orden del gobernador Casimiro Marcó del Pont, intentando proteger la ciudad de los movimientos militares independentistas. Varios patriotas y simpatizantes de la ya caída Patria Vieja fueron obligados a trabajar en esas obras, levantando terrazas para dos baterías militares llamadas Marcó, al sur por donde hoy está el fortín González, y la del norte o de Hidalgo, en donde está el castillo del mismo nombre. Ambas fueron concluidas hacia 1816, aunque poco sirvieron para contener el avance de la Patria Nueva. Y cabe comentar, como curiosidad, que en el sector al lado del castillo los españoles habían hecho construir un pozo y una caldera para fundir balas de cañones; con el tiempo, sin embargo, estas instalaciones acabaron abandonadas y, popularmente, se creyó que el pozo en ruinas había sido un lugar en donde quemaban a los herejes por orden de las autoridades de la Inquisición. Se gestaron, así, historias sombrías e imaginativas que se sumaron a las muchas otras leyendas del cerro.
El Santa Lucía también fue invitado a los festejos de la recién conseguida Independencia, instaurándose en él algunas costumbres de larga duración, como el cañonazo de las 12 horas, que señala con su estruendo asustador de palomas el mediodía. La primera descarga de este tipo fue ordenada hacia 1824 o 1825. También hubo episodios macabros en el lugar: a falta de un cementerio propio, por ejemplo, muchos ciudadanos protestantes y laicos fueron sepultados en una fosa ubicada por el lado oriental, cerca del Castillo Hidalgo, aislándolos casi como cadáveres de leprosos. Estos enterramientos fueron redescubiertos posteriormente y hoy se señala el lugar con una estatua, en su homenaje.
Las crónicas del cerro Santa Lucía continuarán con el advenimiento y la consolidación de la República. Su cumbre fue visitada por muchos ilustres venidos a la ciudad durante el período. En su “Viaje de un naturalista alrededor del mundo”, el joven Charles Darwin escribe de su experiencia allí:
En esta ciudad pasé una semana muy agradable, ocupando mis mañanas en visitar diversos lugares de la llanura; por la noche cenaba con muchos negociantes ingleses, cuya hospitalidad es bien conocida. Una especie de placer continuo es trepar a la colina de Santa Lucía, que se encuentra en el centro mismo de la ciudad. Desde allí la vista es muy bonita y, como he dicho, muy peculiar.
Hacia 1845, la Intendencia decidió utilizar parte de las rocas del sector oriental del cerro, en el llamado Desfiladero de los Andes, para la pavimentación de la Alameda de las Delicias. Este recurso continuaría aprovechándose durante unos 30 años. En 1849, además, el teniente James M. Gillis hizo instalar en el cerro su famoso observatorio astronómico -primero de estas características en Chile- como actividad central de una comisión científica chileno-estadounidense. El Estado lo compró tres años después, ampliando su instrumental y dejándolo a cargo del alemán Carlos Moesta, antes de su traslado a la Quinta Normal. Y cuando en 1851 se produjo la intentona revolucionaria del general Pedro Urriola, fueron tomados los cuarteles en el lado de la actual Plaza Vicuña Mackenna, al pie del peñón.
Por entonces, el cerro y sus precarios senderos ya eran lugar de distracción y pasatiempos para niños, amigos y amantes. Muchos chiquillos cimarreros se escondían entre sus rocas en mañanas y tardes, razón por la que existía en el actual sector de la Terraza Caupolicán una gruta llamada Cimarra Encantada, ya desaparecida por derrumbes y modificaciones del paisaje, aunque la inscripción con su nombre todavía es legible sobre las piedras. Y si en la Colonia muchas jóvenes escapaban al cerro con amantes furtivos desde la llamada Casa de las Recogidas, ubicada al pie del mismo y destinada a ser residencia de mujeres de “mal vivir”, en tiempos republicanos lo hacen ahora las parejas afiebradas por la fogosidad, desafiando la estricta moral pública. Algunas historias de apariciones y duendes observados durante las travesuras en el cerro también corrieron en esos años.
Al llegar don Benjamín Vicuña Mackenna a la Intendencia de Santiago, en 1872, después de un largo periplo por Europa (en donde pudo conocer los principales atractivos públicos del Viejo Mundo), inició el ambicioso plan de obras en el Santa Lucía, para convertirlo en un esplendoroso paseo neoclásico europeísta. Decidido a incorporar el cerro a la vida ciudadana, entonces, logró organizar en él la Procesión del Santo Sepulcro de abril, con la decoración y ambientación correspondientes. Acudieron al llamado cerca de 40 mil concurrentes, por lo que fue todo un éxito. Francisco A. Encina proporcionó una didáctica descripción de aquel período y del panorama financiero que enfrentaría el intelectual:
Vicuña Mackenna asumió la intendencia el 20 de abril de 1872. Tres meses después, presentaba al gobierno, al congreso y a la municipalidad, su célebre plan de transformación de Santiago. Constaba de veinte números: “canalización del Mapocho, camino de cintura, transformación de los barrios del sur, ensanche del agua potable, creación de nuevas plazas y paseo del Santa Lucía, terminación de la actual plaza de abastos, creación de nuevas recovas, centralización y construcción de escuelas bajo un plan diverso del actual, construcción del doble cause de Negrete, construcción del cauce abovedado del canal San Miguel, supresión de las chinganas públicas y construcción de cuatro grandes casas de diversión popular, construcción de una nueva casa de ciudad, trasformación del empedrado de las calles, proyecto sobre aceras y abovedamiento de las esquinas, terminación del presidio urbano y provisión de un nuevo sistema de vestuario y armamento de la policía de seguridad”. A este nutrido programa que, dentro del ritmo de crecimiento de la riqueza en Chile, necesitaba un siglo para su realización, añadió Vicuña Mackenna otros números, entre ellos el reemplazo del Teatro Municipal por uno nuevo, que estuviera a la altura de los mejores del mundo.
Muchas veces se ha recordado que las entradas de la municipalidad de Santiago en 1872 ascendían a $412.500, inclusive los $77.440 de la subvención fiscal; que en la misma fecha la deuda municipal ascendía a $1.045.200, y que los productos de los nuevos impuestos que proyectó el intendente no pasaban de $70.000. Y relacionando estas cifras con el costo del plan de transformación, se han hecho las más espeluznantes suposiciones sobre el espantoso desastre de Chile, si Vicuña Mackenna hubiese triunfado en las elecciones presidenciales de 1876.
Sin discutir el hecho de que el ilustre escritor era absolutamente inconsciente en el terreno económico, como en muchos otros aspectos del mundo de las realidades, conviene tener presente que en 1872-1873 atravesaba Chile la fiebre de Caracoles; que las cabezas más firmes eran presa de la alucinación colectiva; que todos veían brotar de las minas, de la tierra, de los valores bursátiles y de todas partes chorros fantásticos de riquezas. En 1872-1873 nadie se planteaba el problema de los financiamientos ni en la actividad privada ni en la pública. Este recuerdo ayudará, por una parte, a explicarse el programa que elaboró la fantasía desbordada del progresista intendente, y por otra, el concurso particular que su carácter agencioso logró procurarse.
El Chalet Suizo, primer restaurante del paseo del Santa Lucía, en 1874. Fuente: “Álbum del Santa Lucía”.
Interior del mismo restaurante de la terraza, en 1874 y acabado de ser inaugurado.
El Gran Carrusel, recién puesto en funciones al centro de la Terraza de Hidalgo, en el "Álbum del Santa Lucía".
Teatro Santa Lucía en nota de la revista "La Ilustración", año 1899.
La primera inauguración del paseo correspondió a sus senderos, hechos por 150 a 200 presidiarios a partir del 4 de julio de 1872. Se celebró en la mañana del 17 de septiembre e incluyó la colocación de la primera piedra de la ermita diseñada por Manuel Aldunate y Lucien Hénault, obra financiada gracias a Domingo Fernández Concha y aportes de limosnas. Hubo una misa de campaña con presencia del presidente y otras autoridades, más descargas del cuerpo de línea y presentación de coros, acompañados por la orquesta del Conservatorio Nacional de Música. En la ocasión, los alumnos del Conservatorio ejecutaron la obra “Misa nueva”.
Con trabajos todavía en curso, el intendente liberal continuaría explicando sus ambiciosos planes en la memoria “Un año en la Intendencia de Santiago” de 1873, ante la mirada del juicio público:
Mi primer medida al subir antes de ayer la escala de la Intendencia ha sido por esto ordenar se suspenda inmediatamente el bárbaro derribo que estaba haciéndose del cerro, y desde luego me ocupé de oír las indicaciones de los hombres de ciencia y de gusto sobre el inmenso partido que se puede sacar para el ornato de la ciudad y el complemento futuro de sus paseos mediante una feliz distribución de calzadas y desmontes en aquellas breñas que presentan los panoramas más encantadores, puestos al alcance de todo el vecindario, la beldad, el niño, el inválido. La forma circular del cerro, su aislamiento, la calidad de sus rocas, todo lo constituye en esta ciudad tan destituida de espacios libres, en una especie de plaza aérea, susceptible de convertirse en un sitio de recreo incomparable y con muchos menores costos que lo que a la simple vista pareciera. Acaso no sería tal mejora superior a la simple generosidad del vecindario, y su ejecución obra de meses, no de años. No perdonaremos pues esfuerzos en este sentido, y desde luego nos preparamos para que el pueblo tome como una especie de segunda posesión aquel despojo, destinando el Santa Lucía a figurar de una manera especial en las próximas festividades de septiembre, si más no sea como la plataforma natural en que deban exhibirse los fuegos pirotécnicos de septiembre, a ejemplo de los que se queman con efecto verdaderamente mágico en las colinas análogas de muchas ciudades de Europa, como en el Pincio, que no es sino el Santa Lucía de Roma, en la altura de Montmartre en París, el Mahlbergs-Kopf de Ems, el Geroldsau de Baden, etc.
El plan de celebración de Fiestas Patrias contemplaba para septiembre de ese año, además de los fuegos artificiales descritos, una gran participación del cerro:
Paseo, bandas de música y ejercicios gimnásticos en el Cerro de Santa Lucía, en cuyas plataformas se ejecutarán bailes indígenas por los mineros que trabajan en sus faenas y por indios de los valles de Melipilla y Rancagua, en conmemoración de las tradiciones aborígenes del Huelén.
El Paseo del Santa Lucía permanecerá abierto al público desde las 4 de la tarde del día 17 hasta las siete de la noche del domingo 22, a cuya hora se instalará de nuevo la faena nocturna que trabaja en las minas.
La entrada de los paseantes del Cerro será enteramente gratis, pero no podrá subir carruaje alguno de particulares ni del servicio público, sino a virtud de un permiso escrito del intendente y conforme al orden de precedencia que fije el oficial de policía apostado en la entrada de la calle de Bretón con este objeto.
Más tarde, en el “Álbum del Santa Lucía” que conmemoró la inauguración final y entrega de trabajos en 1874, Vicuña Mackenna deja registrada la presencia de 31 esculturas y 416 jarrones y ánforas de hierro fundido y mármol blanco, la mayoría de ellas hoy misteriosamente esfumadas del paseo, es preciso observar. Y una característica que se intentó con esmero fue la de asignarle al cerro no sólo los espacios de recreación y esparcimiento por caminos forestados, terrazas, jardines y patios, sino también lugares dedicados especialmente a presentaciones artísticas, cuya desaparición fue dejándolos en el olvido. También se haría costumbre la visita de los santiaguinos hasta llegar al alcázar del paseo, desde su misma apertura.
Con motivo de la inauguración de ese año, además, la casa editora y almacén de música de don Carlos Brandt, de Valparaíso y Concepción, publicó las partituras del vals titulado “Una fiesta (fiesto) en el cerro Santa Lucía” de Oscar Retsaf, trabajo hoy muy difícil de conseguir, aunque se conserva una pieza original completa en el Museo de la Guerra del Pacífico “Domingo de Toro Herrera”. Esta integración del paseo con un homenaje musical anunciaba el carácter aristocrático que se procuró al parque y que se mantuvo por más de medio siglo, antes de caer en decadencia.
El sector más conocido y frecuentado por encuentros sociales o fiestas fue el Castillo Hidalgo, nacido de la transformación del antiguo edificio del calabozo en el fuerte español, en la cara norte. El intendente lo convirtió en el Museo de Histórico y de Arte Indígena, instalando sobre su frente esculturas de estilo clásico de fundiciones artísticas francesas, representando las cuatro estaciones del año. Parte del recinto albergaría también a la Biblioteca Carrasco Albano.
El mejorado techo de aquel castillo, en tanto, fue convertido en otra terraza de asfalto y madera, sirviendo para eventos y juegos, con innumerables jarrones ornamentales y un precioso carrusel de toldo central estilo Arts and Crafts. La pequeña pero cómoda terraza estaba rodeada por bancas de descanso y varios juegos infantiles o de destreza: mesas victorianas, de bagatelle (ancestros de los pinballs), lo que parecen tableros del juego de la rana, postes para insertar argollas y otros de puntería arrojando pelotas a un hueco en un panel, formado por la boca de una figura grutesca pintada.
Trencito del cerro Santa Lucía, fotografía de Casa Heffer, c. 1905. Llevaba a la terraza y al biógrafo desde un lado del acceso por calle Santa Lucía; doblaba cerca del Castillo Hidalgo y terminaba en la terraza Caupolicán.
El desaparecido Balcón Volado en 1874, en el “Álbum del Santa Lucía”. Fue usado también para pequeñas presentaciones artísticas.
El desaparecido acueducto Romano y Portal del Escudo Español en la llamada Subida de las Niñas, con su abundante ornamentación artística que lucía esta compleja estructura. La subida con escalinatas va a la misma terraza en donde estaban el restaurante y el teatro.
Cerro Santa Lucía por el lado de la escalera monumental en la Alameda de las Delicias. La estructura circular que se observa en lo alto a la derecha, en lo que es la Terraza Caupolicán, revela la ubicación del antiguo restaurante y del teatro.
En ese mismo conjunto al norte del cerro estaba también el llamado Chalet del Superintendente y una plazoleta bautizada en sus inicios como la Colonia Agrícola, por cuyo costado se llegaba a la Terraza de los Campos Elíseos, correspondiente hoy a la Plaza Pedro de Valdivia, en donde está la estatua del conquistador. Y que la Terraza del Hidalgo era ocupada también para eventos y celebraciones, no queda duda revisando el mismo álbum de presentación de las obras: está la imagen de una multitud reunida en sus senderos con pretiles de ladrillo y en torno al Chalet. Era un meeting popular, según se explica en el texto:
Uno de los caracteres más peculiares del Santa Lucía es su adaptación para grandes reuniones al aire libre. Algunos lo han comparado al Monte Aventino y otros, recordando el destino que le dieran los españoles, lo censuran como el reducto de futuros tiranos. Pero lo que nadie pone en discusión es que el Santa Lucía es el más magnífico anfiteatro de la América y tal vez del mundo. Caben en él ochenta mil espectadores como en el Coliseo Romano, y por su disposición, su fácil acceso desde la ciudad, sus rocas a semejanza de tribunas, sus plazas, sus condiciones acústicas, etc. puede considerarse como un verdadero Forum popular.
Puso en evidencia estas condiciones del Paseo, si bien en pequeña escala, el meeting que en favor de Cuba tuvo lugar en uno de los primeros domingos de septiembre de 1874 en la pequeña y al parecer diminuta plazoleta de la Colonia agrícola, en la cual cupieron, sin embargo, desahogadamente más de mil personas. La tribuna de los oradores, marcada por las banderas de Cuba y su estrella solitaria, fue colocada en una de las extremidades de la plaza de los Campos Elíseos. El auditorio al pie. La máquina sobre la terraza del Hidalgo.
Por otro lado, para habilitar un primer recinto teatral en el cerro, correspondiente al llamado Teatro de Verano, el intendente encargó tareas a una comisión en la destacaron figuras como don Antonio Silva, exalumno de Francisco Oliva en el Conservatorio Nacional y luego profesor de la misma institución.
Empero, las tensiones políticas también tocarían tales características sociales
del cerro durante la gestación de lo que iba a ser la Guerra Civil, en los días
del presidente José Manuel Balmaceda. Por ejemplo, en pleno período de huelgas
contra el gobierno, tuvo lugar un gran almuerzo con mil cubiertos para la
juventud independiente, con los respectivos discursos acordes al momento que se
vivía. No sería la única reunión política ni mitin que tuvo lugar allí; ni
antes, ni después.
Otro lugar considerado para las presentaciones populares y artísticas fue el llamado Balcón Volado, con una visión dominante y monumental de Santiago desde sus alturas de vértigo, sobre el gran muro empedrado en la cara oeste, en el Desfiladero del Paraguay y el Camino del Poniente, después llamado Camino del Ferrocarril por existir un tranvía especial que subía a los visitantes. Dicho balcón, al que la leyenda le adjudicó algunos suicidios, se hallaba en el mismo camino que sale desde la actual Terraza Caupolicán por entre las piedras enormes en donde se montó la estatua del caudillo indígena. El punto preciso se puede reconocer por una pequeña cascada artificial que baja desde la Ermita y el Jardín de los Naranjos, justo enfrente de donde estuvo esta insólita estructura con una panorámica que el “Álbum del Santa Lucía” describía así: “La vista de la ciudad y de sus campos se dilata por el norte hasta las cumbres de San Ignacio y de su famoso Pan de Azúcar, destacándose en este horizonte la alta torre de la Recolección franciscana en el barrio de la Recoleta”. A sus espaldas tenía una plazoleta para parada de carruajes, llamada ostentosamente Plaza Buenos Aires.
El acceso a aquel balcón era por un toldo y glorieta de base redonda, con un magnífico portal precedido por escalas cortas. Era una plataforma tipo abanico, que salía del borde del precipicio por su parte más estrecha. Como su nombre lo dice, no tenía travesaños, ni codos ni escuadras que ayudaran a soportar su peso, lo que sugiere una posible explicación al porqué debió ser retirado en años posteriores, aún cuando el álbum declara que la estructura gozaba de “una solidez a toda prueba”, por encontrarse “sobre una verdadera red de rieles y mampostería”. Todavía se ven los arranques de esos rieles, cortados en el borde del abismo. Lo rodeaba un enrejado metálico de seguridad y tenía, por esta razón, un aspecto como de palco, o acaso de kiosco de retretas. Y es que la intención del ilustre intendente era no sólo que el balcón sirviera de mirador para los visitantes, sino también como pequeño anfiteatro con conciertos de grupos musicales; y parece que fue usado como tal, según lo que se desprende de la lectura del referido documento:
Disfrútase desde esta atrevida plataforma de la más deleitosa vista de la ciudad y de sus campiñas al norte, poniente y medio día, y especialmente del arbolado y jardines que crecen en las laderas inferiores.
Fórmase el balcón volado y sirve por ahora de anfiteatro a las bandas de música.
Fue corta la vida del imponente balcón, sin embargo: no superó los tiempos que siguieron a las remodelaciones del cerro a principios de siglo y del Centenario, consecuencia quizá de terremotos, como el de 1906. Fotografías del alemán Roberto Gestsmann, pertenecientes a la colección del Museo Histórico Nacional, verifican que en los años treinta ya no está la plataforma flotante ni su glorieta de entrada entre las almenas del pretil. Sólo quedaron las gradas del acceso y los dos gruesos postes de albañilería a ambos lados de lo que era el formidable balcón.
Vista del segundo teatro del Santa Lucía en la terraza hacia 1910, en postal de la casa Kirsinger & Cía. de Valparaíso. Fuente imagen: Flickr de fotografías históricas Santiago Nostálgico, de Pedro Encina.
Izquierda: interior de la sala del Teatro del Santa Lucía durante una asamblea de la Alianza Liberal, en revista "Sucesos" de mayo de 1904. Derecha: aviso del cinematógrafo del cerro Santa Lucía en noviembre de 1917, en el diario "La Nación".
Gran concurrencia al Teatro del Santa Lucía en 1905, en imagen de un evento publicada por revista "Zig-Zag" en 1905.
Reunión y banquete de la colonia francesa en el Teatro Santa Lucía, en imagen publicada por revista "Sucesos" en 1906.
El llamado comedor de cristales del Restaurant Santa Lucía, sector de la terraza del Castillo Hidalgo, durante un banquete ofrecido al entonces ministro de relaciones exteriores don Federico Puga Borne, en 1906. Imagen publicada por la revista "Zig-Zag".
Proyecto nunca concretado de construcción del Teatro Nacional en 1910 sobre el lugar que ocupaban los galpones zapateros junto al río Mapocho. Debían reocuparse en él los restos del recién cerrado Teatro del Cerro Santa Lucía. Imagen de la revista "Zig-Zag".
No se puede dejar de mencionar en este recuento al suntuoso y elegantísimo restaurante Chalet Suizo que se había construido cerca, en la terraza sur del cerro, por donde estaba el fuerte González. Encargado al constructor Henes, si bien el edificio era de tamaño modesto, pudo haber servido a pequeñas presentaciones artísticas y reuniones, fuera de ser “paraje de alegres festines y honestos pasatiempos sociales, desconocidos, hasta la apertura de este restaurant, en la austera y doméstica capital”, según lo que apunta Vicuña Mackenna. Contaba con la placita para estacionamiento de diez carruajes, como máximo, y agrega el intendente:
Las familias de Santiago habían mirado hasta aquí con cierta enojosa distancia el hábito doméstico de comer fuera de casa. Pero desde que el chalet suizo abrió sus puertas con su elegante menaje, sus graciosas paredes pintadas al óleo sobre tela por Dupré y sus magníficas vistas en todas direcciones, ha comenzado aun la gente más aristocrática a frecuentar este restaurant a la vez elegante y de confianza y en el cual puede gozarse a voluntad del aire libre o de aposentos abrigados. En él se ha dado también una serie de banquetes políticos y sociales, y entre otros se recordará el ofrecido a la Ristori que dio por resultado salvar la vida de un hombre que al día siguiente iba a ser ajusticiado.
Por iniciativa de los empresarios Carré y Graciette, había surgido en el mismo sector y hacia inicios del gobierno de Balmaceda un teatro que engalanó por años una parte de la terraza, cerca del monumental pórtico del escudo español. Tenía buen aforo y era de material ferretero, con naves y galería techada. El espacio estaba abierto en sus flancos para aprovechar la ventilación natural evitando el bullicio de la Alameda, allá abajo. Las aposentadurías eran retráctiles y desarmables, lo que permitía convertir la sala en espacio para bailables y encuentros de pie cuando fuera necesario. Fue inaugurado con una compañía de zarzuelas y hubo en él espectáculos de teatro popular, comedias y presentaciones líricas de la llamada “ópera barata” que no era exhibida en el Municipal. Después vinieron las proyecciones fílmicas. Se refieren al mismo Manuel Abascal Brunet y Eugenio Pereira Salas en su trabajo “Pepe Vila. La zarzuela chica en Chile”:
Al empezar la tolerable canícula santiaguina, en las noches frescas del verano, ascendía el público hasta el alcázar del Cerro Santa Lucía, donde los empresarios Carré y Graciette habían levantado, en 1886, un teatro para dos mil espectadores, en curioso estilo indiano, una especie de tienda norteamericana de tres naves y galería al fondo, bajo una techumbre de fierro abierta en sus costados.
Allí Santiago entero reía con Música Clásica, aunque esa risa provocara más tarde escandalosos procesos como el del Monaguillo y Kikirikí (...)
El teatro del Cerro Santa Lucía fue estrenado el 23 de octubre de 1886, por la compañía de zarzuela Serrano-Francesch.
Más tarde se construyó un ferrocarril de cremallera eléctrico, que subía siguiendo el costado poniente del cerro y que facilitaba el acceso a los asistentes: se inauguró el 11 de enero de 1902.
El teatro fue deshecho por acuerdo municipal alrededor del año 1902.
El 30 de octubre de 1892, llegó hasta su sala la compañía Palou con la obra “La tempestad”, iniciando la época dorada del teatro en el cerro, que continuó el 7 de noviembre con las interpretaciones de Pepe Vila en la zarzuela “Campanone”, representando al poeta don Pánfilo. Los citados autores mencionan un Restaurant Carré como el principal del cerro, agregando que aquellas varias posibilidades culinarias que ofrecía el Santa Lucía eran de las mejores de aquellos años, junto con las de Antuco Peñafiel en el barrio del Matadero, la Chocolatería Juanita y el Santiago de Papá Gage, entre otros. De hecho, por sólo un peso se podía cenar, esperando las funciones anunciadas en la cartelera. Oreste Plath agrega en "El Santiago que se fue" que, hacia 1895, Onofre Reynold solicitó autorización a la Intendencia para instalar en el cerro un ascensor mecánico para los visitantes. "¿Sería el mismo que en 1902 se inauguró como ferrocarril de cremallera?", se preguntaba el autor.
Tanto aquel antiguo establecimiento como un segundo teatro levantado en la terraza Hildago, contaron también con restaurante propio y elegante. En esos momentos había llegado a la oferta del cerro el llamado Restaurant Santa Lucía, famoso por su sala de cristales y por haber sido sede de incontables encuentros, reuniones, fiestas y banquetes de la alta sociedad. Había cambiado de dueños cuando comenzó a ser arrendado por la sociedad de los señores Boussac y Vottero, quienes en febrero de 1914 ofrecieron una comida a los miembros de periódicos y revistas de Santiago. Y recuerda Plath sobre aquel establecimiento:
El restaurante Santa Lucía se encontraba en la terraza Hidalgo. Se disfrutaba de buenos salones para familias, sala de cristal para el verano, adornada con juegos de agua y flores tropicales. Se almorzaba y comía table d'hotel. El 29 de diciembre de 1917, con motivo de celebrarse la tercera fiesta de los estudiantes, la primera se había efectuado en octubre de 1915, los dirigentes estudiantiles ofrecieron un banquete en el restaurante. Concurrieron Agustín Vigorena, Salvador Necochea, Alfredo Madrid, Hugo Donoso, Onías Velasco, Enrique Soro Barriga, Carlos Cariola, Rafael Frontaura, Pedro J. Malbrán, José Salinas, Héctor Melo y Cora Mayer. El Menú del banquete fue el siguiente:
Entrada: triunfal, con hambre y todo.
Consomé o sin somé, a gusto del consumidor.
Corbine Sauce Holandaise (a los románticos se les dará con sauce llorón).
Escalopes de Veau Printaniere. O no, dice usted?
Asperges en braches... para pasar el hipo.
Sacamos trago (en francés).
Comillas a lo anterior.
Poulet Roti (Esto significa "pobres rotos").
Salade, es decir, "salsa gimnasia" para bajar el taco seguirle poniendo.
Macedonia, de fruta o viceversa.
Café, blanco y azul.
Cigarros, en todas las cigarrerías.
Vino, por gotas.
Chicha... se acabó.
Salida... en dos o más pies.
(...) Por el año 1928, el 14 de noviembre, un grupo íntimo le ofreció en el restaurante una comida a José Santos Chocano. Asistió su secretario, Luis Bernisoni, escritor peruano, Miguel Fernández Solar Miguelón y Alfredo Ríos Gallardo, que fue el de la idea de esta reunión. Todos dijeron versos. Miguel Fernández Solar se lució y José Santos Chocano lo encomió. El festejado comentó: "Es un poeta de verdad y gran poeta; hay mucho que esperar de este niño".
A principios de septiembre de 1925, este restaurante había contratado a la estupenda Orquesta Tiperrariz, traída a Chile desde Buenos Aires. La entrada era gratis a la hora de los aperitivos y, por cinco pesos a la sazón, el cubierto de un almuerzo podía escogerse entre locos con salsa verde, cazuela de ave, corvina frita, tallarines a la italiana, bistec con ensalada de apio, y de postre panqueques a la Celestina más café. La terraza era el lugar favorito del período primavera y verano.
Era tal la popularidad de todos aquellos espacios y los que siguieron funcionando en el paseo, que se implementó el mencionado trencito hasta la terraza construido desde inicios de 1902 por iniciativa la Chilean Electric Tramway and Light Co., con tecnología alemana de Allgemeine Elektricitäts-Gesellschaft, de acuerdo a investigadores de tranvías y ferrocarriles como Allen Morrison. Unas primeras exhibiciones para el público de un ferrocarril modelo Mignon tuvieron lugar en el cerro el 18 de septiembre de 1904, a las 14 horas. Y aunque fue un servicio más bien breve, permaneció en operaciones hasta cerca del Centenario, cuando cesó funciones a fines de abril de 1910. Dejó, al menos, algunas curiosas fotografías de recuerdo y el nombre del Camino del Ferrocarril en el cerro.
Empero, la ubicación del teatro y los restaurantes en la altura no pudo verse mejorada con la construcción del acceso monumental en la Alameda sucedida en aquellos mismos años, con sus escalas dobles que dejaron en lugar secundario al anterior por el lado de la calle del Bretón, hoy Santa Lucía. Imposibilitado de competir con otras salas de acceso más directo en la ciudad, el teatro acabó cerrando al igual que sucedió con el museo ya en los años setenta, además de la biblioteca y la descrita terraza de juegos del paseo al otro lado del cerro.
El Castillo Hidalo con las copias de las esculturas de Moreau que tuvo alguna vez sobre su fachada, en imagen del "Álbum del Santa Lucía", de Benjamín Vicuña Mackenna, 1874. Este espacio ha sido museo, restaurante y centro de eventos a lo largo de su existencia.
Imágenes de un copetudo festival realizado en la Terraza Neptuno del cerro Santa Lucía, con presencia del presidente Riesco y proyecciones cinematográficas, en revista "Sucesos" de noviembre de 1904.
Periodistas reunidos en el Salón de Cristal del cerro Santa Lucía, en la llamada Cena de los Inocentes de diciembre, en revista "Sucesos" de enero de 1909.
Izquierda: banquete organizado por amigos y correligionarios del diputado electo por Santiago, don José Ignacio Escobar, en el restaurante del cerro Santa Lucía, en marzo de 1915. Derecha: Fiesta del Día del Trabajo en las terrazas del cerro, en mayo de 1917. Imágenes publicadas en la revista "Sucesos".
Inauguración del nuevo Paraíso Biógrafo, en noviembre de 1913. Imagen publicada por revista "Sucesos".
A pesar de todo, en tan estrecha relación con el ambiente recreativo de alto rango social, la citada firma Brandt & Co. había lanzado otra producción musical de homenaje a mediados de 1904, titulada simplemente “En el cerro Santa Lucía”. Junto a un trabajo paralelo llamado “Alma de fuego”, según la revista “Sucesos” de esos días, “a juicio de los entendidos, se harán las favoritas de los salones”.
La misma gaceta, en su edición del 18 de noviembre siguiente, comentaba de un copetudo festival de beneficencia con proyección de cine realizado en la Terraza Neptuno, al que acudió incluso el presidente Germán Riesco, con imágenes retratando a las elegantes señoras y caballeros que concurrieron:
Sin pecar de exagerados, podemos afirmar que cuanto Santiago encierra de selecto, noble y bello, se dio prisa en acudir al gran festival del martes en el cerro de Santa Lucía.
A las 4 ½ de la tarde, cerca de cuatrocientas personas de nuestro mundo elegante circulaban por las caprichosas graderías dándole a ese sitio un aspecto mágico. El cinematógrafo estuvo de plácemes. Pudo fijar en su cinta milagrosa un cuadro que sería el ensueño de un gran artista.
En la ocasión se rifó una valiosa muñeca de porcelana enviada desde París, a tamaño natural, con ojos azules y cabello de cadejos rubios. Como el dueño del número ganador (el 255) no estaba presente, su premio quedó esperando ser retirado en la dirección de Alameda de las Delicias 2133. “Las guaguas ricas manifestaron el mayor entusiasmo por dar su óbolo a las guaguas pobres”, comentaba el medio de comunicación, sin sutilezas.
Otros que escogieron al barrio del cerro para sus celebraciones y encuentros fueron los miembros de la Sociedad Unión Teatral, tras su fundación el 23 de julio de 1903. Aniversarios de la agrupación, como el que tuvo lugar en 1905 en el cercano Hotel del Cerro Santa Lucía, se festejaron con banquetes y discursos de Pepe Vila, declamaciones de Carlos Salvany y tangos cantados por su esposa la tiple comediante Irma de Gásperis, además de tocarse en vivo música de zarzuelas. El teatro del cerro, en tanto, acogía también veladas, celebraciones y presentaciones artísticas varias, aunque no todas estas últimas parecen haber tenido aprobación de los críticos, como se desprende de los despiadados comentarios de la revista "La Ilustración", en enero de ese año:
Con escasa concurrencia está actuando una compañía de zarzuela en este teatro. Sus artistas son bastante mediocres y varios de ellos debían estar jubilados. Las piezas que hemos tenido lugar a ver han sido muy mal puestas en escena y respecto a la representación de Tosca fue una gran fracaso. Solo el tenor Alessandrini desempeñó con corrección su papel de Mario Cavaradosi.
Hubo otros sectores ocupados como escenarios o anfiteatros, después de los trabajos de transformación del paseo. La plaza al pie del cerro, por ejemplo, ubicada en la Alameda con Miraflores, en donde había estado el castillo del Cuartel de Artillería, se convirtió en sitio de frecuente instalación de circos y grandes reuniones sociales. Sólo la inauguración de la estatua de Vicuña Mackenna en 1908 y la forestación del lugar comenzarían a poner fin a ese tradicional uso del espacio, que hoy se ve muy aislado del resto del Santa Lucía a causa de la construcción del paso bajo nivel, en los años sesenta.
El viejo Teatro del Cerro Santa Lucía terminó sus servicios en 1910 y su espacio
desapareció de la terraza, por decreto municipal. Gran parte de sus
infraestructuras iban a ser reutilizadas en otro proyecto anunciado ese mismo
año en revistas como la "Zig-Zag": el hermoso edificio del Teatro Nacional que
se proyectaba construir al borde del Mapocho entre las calles Salas y del
Cementerio, hoy avenida La Paz, en el lugar que ocupaban antiguos galpones
de venta de calzados. La idea de la municipalidad era aplaudida por la gaceta
agregando que "ha resuelto felizmente dos interesantes problemas: arrancar del
Santa Lucía una construcción pesada e inútil que pugnaba con las buenas razones
de la estética", a la vez que transformaba "un barrio feo en un barrio artístico
ofreciendo al pueblo una hermosa sala de espectáculos atrayentes". Este plan
nunca se concretó, sin embargo: el lugar fue ocupado por la plaza recreativa
Luna Park o de los Artesanos, actual sector del Mercado Tirso de Molina.
A pesar de todo, no se acabaron los espectáculos del cerro después del Centenario, instalándose en él algunos nuevos biógrafos o proyectores antiguos de cine. Uno de sus cines parece haber sido llamado Manon Lescaut (aludiendo a la famosa obra), el que además tenía un servicio de victorias para llevar al público en 1917.
El Paraíso Biógrafo había llegado con sus proyecciones de películas y con ese nombre al cerro hacia inicios del siglo, pero fue reinaugurado después ajustándose a la lógica de los teatros abiertos y cinematógrafos de verano, al aire libre. En noviembre de 1913, la revista "Sucesos" elogiaba su reciente apertura comentando lo que sigue:
Ha sido una hermosa idea de nuestro amigo el Sr. del Barrio la de establecer en la plazuela terraza del Cerro Santa Lucía, un magnífico "cine".
Aquí donde nuestros paseos públicos son visitados únicamente por los extranjeros y los artistas, es una excelente manera de atraer gente hacia ellos, instalar espectáculos como el que señalamos.
Las noches comienzan a ser tibias y pronto serán calurosas; no todos están dispuestos a encerrarse en una sala sofocante de espectáculos y a muchos no les agradan los paseos "a secas", sin nada que les despierte artificialmente la fantasía... Pues el Paraíso Biógrafo será un magnífico refugio para los amantes de la naturaleza, de las noches de luna, de los senderos solitarios y de los paseítos a pie; y si a esto se añade un espectáculo agradable y hasta emocionante, con buena música y refrescos, el programa resulta completo.
Para los enamorados, para los novios o los que aspiran a serlo, el cine del Santa Lucía les viene de perlas!...
Según su publicidad en diciembre de 1917, era el “único teatro al aire libre con piso de baldosas, sin tierra. El más higiénico. Encantador paseo durante el entreacto. Función completa: dos pesos”. De paso, recordaba a su público que podía subir en victorias por otra módica suma y se ofrecía como el “único teatro con paseo aristocrático de verano”.
En aquel biógrafo del cerro también hubo temporadas estivales de comedias y películas acompañadas por esos curiosos intermedios para paseo, más exhibiciones especiales, orquestas, canciones, couplets y variedades, permaneciendo activo hasta inicios de los años veinte, cuanto menos. El recinto fue lugar de varias fiestas de su tiempo, según se recordaba, con música de bandas de guerra, ruletas y presentaciones de danza o humor.
Unos años después, como relevo a las anteriores salas, aparecerá en el paseo el Teatro Cerro Santa Lucía también en la terraza grande, con proyecciones de películas y funciones nocturnas durante los años veinte y treinta. Este parece haber sido el último intento importante por mantener un cinematógrafo de funciones estables dentro del paseo mismo, aunque ya pertenece a un período posterior al que recorremos en estas páginas.
Otra curiosidad de aquel período fue el acuerdo del empresario teatral ruso
Prince Serge Volkonsky con la Municipalidad de Santiago por cinco años a partir
de noviembre de 1930, permitiéndole abrir un moderno cabaret en lo que fue
restaurante del cerro al arrendar esta instalación y la terraza correspondiente,
con una inversión de 100.000 pesos según lo que anunciaba el diario "La Nación"
del 5 y 26 de septiembre anteriores.
Con relación al final del Restaurant Santa Lucía, entonces, volvemos a la pluma memoriosa de Plath:
El restaurante cerró sus puertas, el edificio fue perdiendo su historia y ocupado por la Municipalidad de Santiago, a la cual pertenecía.
En diciembre de 1944, en el local del ex restaurante se instala el Museo de Arte Popular Americano, dependiente de la Universidad de Chile, Facultad de Bellas Artes. Su base material la constituiría la donación hecha por países americanos de objetos de arte popular propios de cada uno de ellos a la Universidad de Chile, con motivo de la celebración de su primer centenario en 1942 (...) Desde su fundación en 1944, y hasta el año 1968, lo dirigió el escritor e investigador Tomás Lago Pinto; desde esa fecha tomé su dirección, correspondiéndome en 1971 llevar a España una exposición de arte mapuche, la que presenté en Madrid, en el Museo de América. Mi labor continuó hasta el año 1973. A los pocos meses el museo entregó este edificio.
Si desde 1910 cuanto menos el Castillo Hidalgo se había convertido en el primer centro de eventos de Santiago, tras aquella larga decadencia fue recién en 2018 que, luego de cerca de veinte años transformado en un vulgar rincón de fiestas comerciales y luego de varias licitaciones municipales fallidas, se inició un nuevo proyecto para convertir el castillo en un centro cultural abierto al público, dedicado a temáticas patrimoniales, gastronomía e innovación. ♣
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