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SANTIAGO, CARNAVAL Y CHAYA

 

El carnaval según Paul Dufresne, ilustrador francés residente en Chile, en la revista "Zig-Zag", año 1905.

El espíritu de las famosas fiestas bacanales del mundo antiguo -con sus excesos públicos o privados- permaneció activo también en tiempos cristianos: lo hizo velada y casi "embusteramente" acomodado al calendario religioso, a pesar de sus raíces paganas. Asumiendo la figura bonachona del carnaval se dispersó por el mundo y, en algunos casos americanos, también lo haría fusionándose con otras celebraciones de raigambre nativa.

Los carnavales responden a una necesidad individual y colectiva de catarsis o “liberación”, acaso también preventiva pues se anticipa a los períodos de observancia estricta de las buenas costumbres y las restricciones en los comportamientos. De esta manera, el carnaval cumple con urgencias de permitirse las licencias que se tomaban los pueblos con una tácita pero momentánea tolerancia o acuerdo implícito de relajo moral. De ahí el que sus enemigos la hayan considerado siempre una costumbre cercana a la barbarie.

El nombre del carnaval proviene, según ciertas teorías, del latín carrus navalis, que significa “carro naval”; o bien del italiano carne vale, es decir, “carne ligera” o “carne quitar” según algunas interpretaciones. De energía claramente profana, los más famosos y concurridos carnavales en Europa han sido, entre otros y en diferentes épocas, de ciudades como Roma, Venecia, Madrid, Praga y Niza en el sur de Francia. Curiosamente, esta tradición está ausente en países como Rusia y tibiamente se distinguía algo parecido en Inglaterra, en donde permaneció reducida al Pancake Day, mientras que en tierras nórdicas coincide con celebraciones como el Fastelavn, la que ha adquirido más características de fiesta infantil.

En términos generales, los despliegues del carnaval antiguo involucraban efluvios de alegría callejera, máscaras, desfiles de disfrazados y mojigangas, trajes de fantasías, bromas, figuras de gigantes y caracterizaciones varias, a los que se sumaba la música, el baile y la bebida. Avanzando en el tiempo, se fusionaron en él viejos elementos cortesanos de origen barroco con otros más pintorescos y provenientes de los estratos populares o del folclore de cada sector geográfico.

El tramo crítico de tiempo para los desenfrenos carnavalescos, entonces, estaba señalado por el mismo calendario religioso al que se ajusta con casi maliciosa precisión: generalmente, desde pasada la Pascua de los Reyes o el domingo venido después de la Epifanía, pero siempre hasta la atemorizante señal de advertencia en el camino representada por el Miércoles de Ceniza, día que marca el inicio de la Cuaresma a la espera de la Semana Santa y, por lo tanto, el esfuerzo total de los recatos, reafirmaciones de fe y buenas conductas para salvar el alma.

El estado casi orgiástico y embriagante que muchas veces llegaban a adquirir los relajos carnavaleros aún es visible en algunos grandes festejos americanos derivados de aquellas tradiciones, como en la carga de estética erótica en el Carnaval de Río de Janeiro, celebrado por una semana desde el viernes número 47 antes de Semana Santa hasta el inicio de la Cuaresma; o bien las insistentes expresiones de desnudez espontánea del Mardi Grass de New Orleans, que se realiza el día martes anterior al Miércoles de Ceniza. Incluso festivales con fuerte carácter de folclore religioso, como el Carnaval de Oruro en Bolivia, tienen su propia parte opacada por el exceso de bebida y la disipación sexual, que ha ido volviéndose una preocupación creciente para algunas autoridades.

Con respecto al ambiente festivo de los días ocupados por las fiestas y funciones en el viejo Chile, la costumbre se heredó desde la Colonia y permaneció en boga durante gran parte del siglo XIX, antes de decaer por completo al aproximarse nuestra época. Mantenía elementos comunes a todos los carnavales, como el paso de comparsas y disfraces, además de la llamada chaya (o challa) que consistía en arrojarse papeles picados, polvos, agua o incluso algunos perfumes durante la fiesta.

Oreste Plath resumió los principales períodos festivos de la sociedad de entones (o sus eventos catárticos, más bien), en “Juegos y diversiones de los chilenos”:

La celebración de la llegada de los presidentes y gobernadores rompía la vulgaridad del Santiago del Nuevo Extremo, con discursos, comidas, Te-Deum, corridas de toros.

Las grandes fiestas coloniales eran la de San Juan, Santiago, el Carmen, la Pascua, los chalilones, el Carnaval. Varias eran de repiques de campanas y una de chayas y voladores; pero lo que concentraba la vida eran las procesiones y las llamadas procesiones de “sangre”.

Entrando en materia, entonces, el carnaval chileno con sus rasgos más característicos ya incorporados, estaba presente en el siglo XVIII. En su más extenso momento se insertaba en toda una temporada de fiestas estivales, casi entre la Navidad y la partida de Cuaresma hacia las últimas décadas de la centuria. Incluían desfiles, obras de teatro y corridas de toros en diferentes etapas de la vida santiaguina. Estas últimas, las lidias, fueron importantes en los años de 1783, 1784, 1789 y 1793, estudiadas por Eugenio Pereira Salas en su obra sobre los juegos coloniales. Dice al respecto:

Días antes de la fiesta el pregonero iba fijando carteles en lugares visibles con el detalle y circunstancia de la función. Tenía lugar de preferencia en los meses de octubre, diciembre, enero, febrero y la época de las ruidosas carnestolendas coloniales bajo el imperio de la locura de la chaya y de los chalilones.

Sin embargo, autores como  Benjamín Vicuña Mackenna no visualizaron en el carnaval capitalino una explosión tan briosa y alegre como la que hubo en otros lugares del continente, sino hasta entrado el país ya en el período de su Independencia. Desde su particular visión (algo despectiva de muchos aspectos populares de la diversión y, con frecuencia, también contradictoria), lo explica de esta manera:

En cuanto al carnaval, que en América se llamó comúnmente challa, no tuvieron por él los santiaguinos el febril delirio de los hijos del Plata y del Rímac, pues en otra ocasión dijimos que nuestros paisanos eran de casta de rulo. Sin embargo, la challa tuvo sus grandes días en la Independencia, cuando Santiago fue mitad argentino y mitad peruano, y entonces contaremos sus locuras.

Algo que siempre llamó la atención de los extranjeros que testimoniaron el carnaval criollo era que nadie podía ofenderse ni reclamar por las bromas con ataques de agua o polvos extraños de la chaya, pues la licencia estaba dada por el propio ambiente. Funcionó por largo tiempo así, hasta que comenzaron los inevitables abusos de estas anuencias por parte de elementos más turbulentos de la fauna social. Fue por esta razón, además, que los carnavales o carnestolendas serían llamados también fiestas de chaya, nombre que conservan en algunas localidades del norte de Chile, por ejemplo, en donde la costumbre aún es arrojarse harina o agua.

La práctica de la chaya fue descrita en forma negativa por Carlos Eduardo Bladh en “La República de Chile. 1821-1822”:

El carnaval se realiza con toda clase de bromas, y especialmente el pesado y molesto juego de la chaya, en que caballeros y damas se tiraban agua. El juego empezaba con agua de colonia u otras clases finas de perfumes, mezclados con agua potable corriente, dentro de cáscaras pintadas de huevo, que se lanzaban unos a otros. Con el mismo fin se vertía agua en jeringas y botellitas; pero luego el juego tomaba un carácter más serio; se perseguían entre ellos en las calles con agua en vasijas y jarrones grandes: chorros de agua caían de las ventanas sobre los transeúntes; bandas de jóvenes provistos de jeringas y botellas, atacaban las casas, y si los habitantes no podían rechazar el ataque, los jóvenes se apoderaban de las mujeres de la casa, las empapaban y a veces las sumergían en artesas y tinas llenas de este líquido. Muchos accidentados y muertos resultaban a menudo de este entretenimiento bárbaro, y las cáscaras de huevo imprudentemente lanzadas arruinaban la vista a varias personas, o les dejaban machucones en la cara. Por eso muchas familias no tomaban parte en la “Chaya”, y mantenían cerradas puertas y portones durante los días que duraba la fiesta.

Retrato de don Francisco Casimiro Marcó del Pont, en las colecciones del Museo Histórico Nacional. Fue el primero en tratar de frenar la tradición del carnaval, en plena Reconquista.

"Una carrera en las lomas de Santiago", del "Atlas de la historia física y política de Chile" de Claudio Gay, publicado en París, en 1854. Imagen de las colecciones de Memoria Chilena.

Representación del carnaval en "La Revista Cómica", año 1896. Obra del ilustrador Luis F. Rojas.

Alegorías del carnaval y la cuaresma, en ilustración de la revista "La Lira Chilena", temporada del año 1898.

Portada de "La Lira Chilena" dedicada a las celebraciones carnavaleras de 1902. Ilustración de Emilio Dupré.

Representación del carnaval y la chaya en otra obra de Paul Dufresne para la revista "Zig-Zag", año 1905.

La chaya fue identificada por largo tiempo con algunas celebraciones del calendario, pero especialmente con el carnaval veraniego. Así se refería Zorobabel Rodríguez a este caso particular en su “Diccionario de chilenismos”, hablando de tradiciones de las que fue testigo y que había plasmado también en su obra “La cueva del loco Eustaquio” (su única novela) con un caso concreto en el período carnavalesco:

De la mesa nos trasladamos a la pieza principal de la casa cuyo era el frutillar; y como, a pesar del buen apetito con que habíamos comido, quedaba aún bajo la ramada mucho que lo incitara, acudieron allí todos los muchachos y chicas que antes se habían estado a la distancia, y después de gozarme un punto en ello y de observar la prisa que daban, me entré al aposento en que a la sazón tañían el arpa y a más no poder se divertían. Entró en esto una fregona, gorda y sonrosada, trayendo en brazos y apoyada sobre la barriga una canasta de estas en que se recogen la uva en las vendimias, llena y rebozando de albahacas, claveles, clarines y otra crecida variedad de flores. Aquí fue ello: acudieron hombres y mujeres con tal empeño por coger a cuál más y con presteza tanta que era cosa de verse; y así que cada cual hubo tomado una munición que creyó suficiente y que más pudo, comenzó el combate más extraño y reñido que, atendida la condición y género de las personas que allí había, pudiera imaginarse.

Principiaron arrojándose unos a otros algunas hojitas de rosa, con la mesura y cortedad que en el comienzo de todas las cosas se acostumbraba. Al tirarlas, los mozos, como con timidez, decían: ¡Chaya, señorita! A lo que la favorecida, entre risueña y sonrosada, contestaba: ¡Gracias, caballero! Hacían lo mismo las niñas y contestábanles en sentido análogo los jóvenes. Pareciome alegre, inocente y sencillo aquel género de entretenimiento; y arrojé yo también mis florecillas a María, tratando de darle en la cara o el pecho, y ella hacía otro tanto conmigo. Después que fueron adquiriendo confianza, tirábanse las flores sin deshojarlas previamente, y hasta matas enteras de albahaca, toronjil y malva. Y como aunque las flores eran muchas no tardaron en acabarse por la profusión con que se arrojaban, los desprovistos alzábanse de sus asientos para recoger las que por el suelo y sobre la estera desparramadas se encontraban, llegando a tal punto la ligereza con que menudeaban y a ser tales los golpes que las cabezas de amapola y los botones de rosa daban en las cabezas y en los rostros, que más parecía fuego graneado de numeroso y bien disciplinado batallón que dimes y diretes enviados entre flores.

Rodríguez continúa su descripción de la escena diciendo que aquella batalla comenzó a sulfurarse poco a poco y, una vez acabadas las flores, los presentes empezaron a arrojarse duraznos y cedrones cortados desde la huerta, alentados por las mujeres más viejas que, en otras circunstancias, habrían reprochado semejante comportamiento y exigido detenerlo.

Cabe añadir, por cierto, que los llamados chalilones se identificaban como esos mismos recursos festivos de arrojarse cosas y gastarse bromas con ello. Por extensión, se denominó así también al mismo carnaval o a su fiesta correspondiente. Para Rodríguez, deriva de la voz mapuche chalín, que significa “despedirse”, e ilón, que es “carne”. Agrega que la fiesta tenía “un vigoroso espíritu rural” en aquel siglo: agua, tierra, frutas y flores, acompañadas por la infaltable chicha.

El primer intento de los patriotas independentistas por instalar una República se encontró con la algazara popular de sus partidarios, sentimiento que se había forjado en siglos de criollismo y de las que formaban parte los carnavales, en cierta forma. La Patria Vieja, entonces, logró convivir en paz con aquellas expresiones de la tradición popular.

Sobre lo anterior tenemos a la vista, por ejemplo, la interesante descripción del tipógrafo norteamericano Samuel Johnston redactada hacia los días del gobierno de José Miguel Carrera y publicada después en su diario de viajes por Chile y Perú:

El carnaval se celebra aquí solo por tres días, durante los cuales se dejan ver los disfraces más extravagantes, y el hecho es una mascarada continua. Todo el mundo anda disfrazado, siendo casi imposible para hombres y mujeres distinguir a sus propios hermanos o hermanas. Se reúnen en grupos de veinte o treinta, van visitando casa por casa, tratando a todo el mundo sin ceremonia alguna y quedándose o marchándose al tiempo que se les ocurre. Tienen por costumbre arrojar agua desde las ventanas a los que pasan, cosa que hay que tomarla a bien, o, en caso contrario, prepararse a recibir una nueva descarga adicional. Agua de olor o flores tiradas sobre alguien, tienen grato significado para el enamorado, que al momento comprende que debe estar a la mira de la actitud de la hermosa que de tal modo le ha distinguido para seguirla; es entendido, asimismo, que no puede quedar sin ser retribuido favor de tal naturaleza. La dama que de este modo arroja el guante, está obligada, según la costumbre, a recogerlo, bajo pena de que se le quite la máscara, cosa que puede resultar muy desagradable si apareciera ser una solterona o una mujer casada.

Después del carnaval se siguen los cuarenta días de cuaresma, que se guardan con la mayor estrictez. No se permite diversión alguna durante este tiempo y se asegura que jóvenes y viejos hacen penitencia. En este mismo tiempo se predican sermones; en el resto del año se dice misa solamente.

La semana de Pasión se consagra a prácticas devotas, que se verifican con la mayor pompa y magnificencia. Se organizan procesiones, que recorren la ciudad en las noches, y todos los acompañantes van con su vela encendida. Se conmemora con ellas alguno de los sucesos más culminantes de la vida de nuestro Salvador, y también se representa su muerte. En estas procesiones se sacan andas, en las que se representan pasos de la Cena de Nuestro Señor, con los apóstoles sentados alrededor de la mesa, en figuras de madera de tamaño del natural; Simón cargando la cruz; nuestro Salvador llevado al tribunal, azotado por los esbirros, y, por fin, un simulacro de la Crucifixión.

Sin embargo, y contrariando a ciertas creencias que adjudican el origen de las primeras grandes restricciones del carnaval a una decisión de Bernardo O’Higgins, esto sobrevino tras el desastre de Rancagua, en plena Reconquista y bajo el yugo español representado por un amante de las artes refinadas como era el gobernador Casimiro Marcó del Pont. Fue con él que la vida popular casi pierde al carnaval -ya entonces, y entre muchas otras cosas-, el que acabó proscrito el 13 de febrero de 1816.

La medida restrictiva del gobernador se tomó, principalmente, para impedir que se realizara el festival popular que tenía lugar en Renca durante ese período del año, pero abarcando a todas las manifestaciones similares en Santiago. Decía el bando de marras, transcrito por Diego Barros Arana:

Teniendo acreditada por la experiencia, las fatales y frecuentes desgracias que resultan de los graves abusos que se ejecutan en las calles y plazas de esta capital en los días de carnestolendas, principalmente por las gentes que se apandillan a sostener entre sí los risibles juegos y vulgaridades de arrojarse agua unas a otras; y debiendo tomar la más seria y eficaz providencia que estirpe de raíz tan fea, perniciosa y ridícula costumbre; por tanto ordeno y mando que ninguna persona estante, habitante o transeúnte de cualquier calidad, clase o condición que sea, pueda jugar los recordados juegos u otros, como máscaras, disfraces, corredurías a caballo, juntas o bailes, que provoquen reunión de gentes o causen bullicio, no solo en las calles públicas sino también en lo interior de las casas bajo penas que al plebeyo se le darán cien azotes y será destinado por cuatro meses a la obra pública del cerro, y al noble la de doscientos pesos que irremisiblemente se le sacarán por vía de multa sin perjuicio de la indemnización de daños y perjuicios que causasen.

Las autoridades de la Patria Nueva, entonces, desde algún punto de vista solo retomaron o perpetuaron esa misma clase de candados al ejercicio de la fiesta, un tiempo después del triunfo en Maipú. Lo hicieron particularmente contra la chaya, sin embargo, con severas prohibiciones del 10 de febrero de 1821 dispuestas por el director supremo O’Higgins, que pueden ser verificadas en la “Colección de las leyes y decretos del gobierno desde 1810 hasta 1823”:

El juego nombrado de la challa que se usa en tiempo de recreaciones, es una imitación de los que se llamaban bacanales en tiempos del gentilismo, y que se ha introducido en la América por los españoles. Él abre campo a la embriaguez y a toda clase de disolución, y expone a lances peligrosos por la licencia que se toman las gentes en jugar arrojando harina, afrecho, aguas y muchas veces materias inmundas, y otras capaces de causar heridas y contusiones, sin hacer distinciones de las clases, edades y sexos contra quienes se arrojan. No debe pues, tolerarse por más tiempo una diversión tan bárbara, como contraria a la buena moral, costumbres y tranquilidad pública, en un pueblo católico, y que con la variación de su sistema político recibe diariamente mejoras en dichos ramos. Por lo tanto, la prohíbo absolutamente en las presentes recreaciones, mandando como mando que no se juegue ni permita jugar pública ni privadamente el juego de la challa durante su tiempo en esta ciudad, ni en suburbios y parroquias inmediatas. No hay clase ni persona alguna que pueda juzgarse exceptuada de esta prohibición; y el que la quebrantare será castigado irremisiblemente con proporción a la cualidad y circunstancia de su desobediencia. El Gobernador Intendente por sí, y por medio de sus subalternos, cuidará del exacto cumplimiento de este decreto, procediendo contra los infractores de un modo tal, que su corrección sirva de ejemplo.

Durante el año siguiente, en septiembre, don Manuel de Salas también protestaba desde el Congreso en contra de la chaya que seguía siendo practicada en rebeldía por algunos de los más tercos entre la población, además de arremeter contra las corridas de toros. Ya en los días de Ramón Freire timoneando el país, llegaría la abolición de la tauromaquia y entró en vigor el famoso Bando de Buen Gobierno de 1823, con nuevas y más profundas restricciones específicas a la diversión pública.

Nota sobre la fiesta del carnaval celebrada en Valparaíso durante la temporada de 1906, en revista "Sucesos".

Imágenes fotográficas del corso de flores de Peñaflor, en el carnaval de 1907. Fuente imagen: revista "Zig-Zag".

Otras escenas de los corsos de flores de Peñaflor, esta vez en el carnaval de 1908. Fuente imagen: revista "Sucesos".

Corso de flores del carnaval de San Bernardo, en revista "Sucesos" de 1908. Estos paseos de carros florales habían ido desplazando a los aspectos más pícaros y desenfrenados del antiguo carnaval popular, al menos en lo formal.

Moustache haciendo mofa de la tradición de la chaya en el carnaval de 1909, revista "Zig-Zag". Esta costumbre ya estaba siendo fustigada desde hacía varios años, por ser considerada molesta, abusiva y de mal gusto.

Caricatura de Moustache en la revista "Zig-Zag", sobre el carnaval de Santiago en 1910.

Interpretando los hechos a través del prisma social, el historiador Maximiliano Salinas Campos escribe en un artículo de la revista “Mapocho” (“‘¡En tiempo de chaya nadie se enoja!’ La fiesta popular del carnaval en Santiago de Chile. 1800-1910”, 2001) sobre las motivaciones que ve en aquella clase de medidas:

La naciente y medrosa élite burguesa del país -autocercada nada más que en los pequeños centros urbanos de Santiago y Valparaíso- nunca quiso ni permitió el carnaval. Antes bien, siempre se lamentó ante el prestigio y la permanencia de los rasgos inconfundibles de una sociedad agraria con sus rituales cómicos de regeneración a través del agua o la tierra. La élite burguesa coincidió del todo con la prohibición del carnaval tal como los proscribiera Marcó del Pont en 1816 o Bernardo O’Higgins en 1821.

A juicio de algunos historiadores más clásicos, además, el período que marca la historia entre el final del ordenamiento y la consolidación republicana coincide con nuevos afanes refundadores y patrióticos, que determinan ciertas rupturas con la tradición y, especialmente, con todo lo que representara a España, a pesar del sentido europeísta que habían comenzado a penetrar en la sociedad chilena.

De todos modos, dichas manifestaciones festivas continuaron realizándose en el mismo formato de carnavales en algunas ciudades como Copiapó, hacia 1842, cuando son descritas por José Joaquín Vallejo, Jotabeche, como presentes entre las comunidades mineras. Sus características lúdicas y bufonescas permiten deducir la relación que mantendrían con festejos públicos como el actual Carnaval del Toro Pullay, en la vecina localidad de Tierra Amarilla, reinos de gran tradición minera.

Con la fiesta regresando a Santiago, fueron célebres las chayas realizadas en calle Nataniel Cox, en San Isidro y en la Plaza Yungay, entre otros sitios que Salinas identifica en el período. Sin embargo, el gobierno de Manuel Montt emitió una nueva prohibición que tocó otra de sus principales tradiciones, en 1856, en particular a la práctica que siempre ha sido especialmente molesta a quienes no participan de la fiesta pero eran involucrados a la fuerza en la misma: los ataques furtivos con agua y hasta otras sustancias a veces de naturaleza nauseabunda, atropellando individualidades, pudores y honores sin respetar mujeres o ancianos, siquiera.

Cabe advertir que la prohibición de Montt tenía motivaciones sanitarias, o al menos esa era su excusa, pues impedía “derramar o arrojar de los balcones, puertas o ventanas, basuras o aguas de cualquier naturaleza que sean, que puedan mojar o ensuciar a los transeúntes o producir exhalaciones insalubres”, como se lee en el “Boletín de las ordenanzas y disposiciones vigentes de policía” (1860).

Otro traspié para los carnavaleros de la cuestionada chaya se presentó con la intendencia de Vicuña Mackenna, cuando emitió un decreto del 18 de febrero de 1874 intentando poner fin a esa misma aborrecida costumbre de arrojar agua y otras materias pero a los pasajeros del ferrocarril urbano o “carros de sangre” en la época (tranvías tirados por caballos), especialmente a las líneas que transitaban por la Alameda de las Delicias. Aquella debe haber sido una de las prácticas más infames y desagradables para los enemigos de las celebraciones, heredadas muy desfiguradamente desde la tradición según se acusaba.

A pesar del intento por extinguir las formas que habían adquirido para entonces tales juegos entre quienes los ponderaron como imprudentes e irrespetuosos para con el prójimo, hubo jornadas en que los usuarios de los carros debieron soportar el seguir siendo víctimas de ataques en los días de fiesta, según consignaba la prensa en 1877. Parecía que la tradición era tan fuerte ya, al menos en algún sector de la ciudadanía, que no podría ser erradicada a través de meros conjuros legislativos.

Los empecinados carnavaleros habían comenzado a arrojar también aserrín, huevos, tinta y harina a los usuarios del transporte y a los peatones distraídos. Bromistas y revoltosos estaban decididos a hacer cada vez más molesta e irritante la tradición de los chayazos, aleonados también por la ingesta de chicha en muchos casos. El que varios de estos porfiados provinieran de sectores plebeyos podría sugerir la presencia de algún elemento de ardor social y emocional subyacente, de la misma forma que hubo algunos enfrentamientos de chimberos contra santiaguinos por largo tiempo. Sin embargo, de la prensa de la época se podría interpretar que los atacados también eran personas modestas o corrientes, ya que no se habrían hecho grandes distingos.

Persistiendo la observación crítica hacia las fiestas carnavalescas, especialmente en grupos católicos que veían como ofensiva tal forma de recibir el período de la Cuaresma, Salinas observa también que la chaya comenzó a ser desterrada definitivamente de la Plaza de Armas (y tras varios intentos) recién en 1890, durante la intendencia de Belisario Prats Bello. Facilitó las cosas, aparentemente, el que las tradiciones ya estaban iniciando cierto grado de retirada en aquellos años, acorraladas por varios flancos de crítica y por constantes presiones de la prensa para que fuesen prohibidas. A pesar de las miradas románticas que pudiesen formularse en retrospectiva, todo indica que ya había perdido mucho de su encanto de otras épocas.

Ocurridos hechos rayanos en violencia y delito hacia inicios del siglo siguiente, incluidas riñas de bandas, crímenes y ataques con armas blancas, comenzaron a acabarse los días que quedaban al carnaval y la chaya en Santiago, haciéndose sentir el peso de las disposiciones municipales. Parece otro mito cierta afirmación de que el carnaval capitalino se acabó precisamente en esos años, sin embargo, porque sí hay confirmaciones de que logró avanzar algunos años más de la siguiente centuria, aunque adoptando otros rasgos. Ya lo decía Samuel Fernández Montalva en sus versos con tono de apología para la misma tradición, reproducidos por "La Lira Chilena" de febrero de 1902:

¡Oh, alegre Carnaval, cuánto te adoro!...
Triunfante llegas al nacer el día,
con tu traje de rica fantasía
y tus vibrantes campanitas de oro.

Coges tu regio mandolín sonoro,
y al pie de la amorosa celosía
entonas tu galante melodía
como sonrisa agonizando en lloro.

Así vas de hemisferio en hemisferio,
oculto bajo el traje que te escuda,
colocando a tu paso vencedor:

al niño, la careta del misterio;
al joven, la recta de la duda;
al viejo, la careta del dolor.

Sin embargo, también es un hecho que la carnestolenda santiaguina ya estaba mermando y transformándose, quizá con cada vez menos aprecio o interés social, como queda esbozado en algunas páginas editoriales del 1900. Para muchos, no era más que una molestia, aun cuando fuera de solo tres o cuatro días seguidos cada año. En otros países como España, además, aparecían publicadas críticas con un tenor bastante parecido en aquellos años.

Carnaval de 1911 celebrado en el Centro Democrático Italiano (arriba) y el Centro Español (abajo), en imágenes publicadas por la revista "Zig-Zag". Muchas instituciones habían comenzado a realizar sus propias fiestas en Santiago, mientras las autoridades se iban desentendiendo y distanciando más y más de las mismas.

Carros y disfraces del carnaval en San Felipe, año 1911. Fuente imagen: revista "Zig-Zag".

Imágenes del carnaval en la ciudad de Tacna, por entonces aún bajo bandera chilena, en la revista "Sucesos" de marzo de 1912.

Corsos de flores del carnaval en Apoquindo, año 1914. Imágenes de la revista "Zig-Zag".

Celebraciones del ya alicaído y criticado carnaval en Santiago por parte del Centro Catalán y el Centro Democrático Italiano, en revista "Sucesos" de febrero de 1914.

Así las cosas, aunque ya eran conocidas las restricciones a la chaya y se oían reproches a los lanzamientos de harina, agua e incluso pirotecnia explosiva, el cambio de mentalidad se dará hacia los preparativos del Primer Centenario. Esto coincide también con la progresiva desaparición del carnaval capitalino con las prácticas señaladas, quedando reducido desde 1910 en adelante a pequeñas celebraciones específicas, a los corsos de carros florales y unas casi inocuas fiestas en barrios, centros particulares o establecimientos asociados a las clases trabajadoras, de las que poco se recuerda.

Ya en la temporada de carnavales de 1909, el caricaturista Moustache (Julio Bozo) se había burlado -muy en su estilo- de la tradición de las chayas, acompañando sus satíricas ilustraciones con este texto:

1. Comenzaremos con la frase obligada de toda historia retrospectiva: la chaya es tan antigua como el linaje humano. El hombre ha sido muy bruto desde sus comienzos: de ahí el origen de la chaya. Los primeros ensayos se hicieron en la edad de piedra. El papel picado era reemplazado con piedras de río, y las serpentinas con legítimas y auténticas serpientes de cascabel. La chaya en esta forma duró muchos años: la celebrada escultura de "Laocoonte" representa un episodio de la chaya en tiempo de la guerra de Troya.

2. La civilización ha ido dulcificando las costumbres. A la piedra sucedió la chaya con desperdicios y porquerías. Los principales elementos era: los huevos podridos, las cáscaras de papa, la harina, los gatos muertos, las tripas de gallinas, etc. La serpentina en este período, está reemplazada por el lazo y la "boleadora" argentina.

3. En nuestros días la chaya se ha subdividido: hay una que se juega arrojando a los transeúntes papeles picados, serpentinas de papel y en general toda clase de papel... salvo el papel moneda.

4. La otra se juega en Barcelona y Rusia; es mucho más entretenida que la nuestra. Para más detalles léanse los cablegramas que de allá nos llegan todos los días.

De esa manera, en otra curiosa diferencia de alcances idiosincrásicos en los chilenos para con su barrio continental, Chile pasó a ser el único país del vecindario que no celebró más carnavales históricos como los descritos a partir del señalado período, salvo por algunos casos muy localizados y fuera de la capital. Empero, también es cierto que, en gran parte del mismo continente, los carnavales han ido reduciéndose a encuentros privados y, cuando no, convirtiéndose en megaeventos de orientación más bien turística. En otros casos, fueron transformándose profundamente hasta perder elementos originales y tradicionales, como se quejaba el escritor uruguayo Alberto Rusconi sobre el carnaval de Montevideo.

A pesar de todo, localidades como Renca y Peñaflor parecen haber estado entre los últimos bastiones para carnavales santiaguinos, todavía en el primer par de décadas del siglo XX. En San Bernardo, además, se celebraban a la sazón con algunas de las mejores caravanas de carros de flores. En la capital misma, en tanto, la fiesta fue reduciéndose hasta quedar alojada en lugares como Apoquindo, en donde se realizaba otro desfile de carros florales, y la Plaza Yungay, en la que abundaban el confeti y las serpentinas. Eran frecuentes aún los disfraces de fantasía, máscaras, antifaces, cascabeles y sonajas en aquellos encuentros, además de los varios que se asumían como bufones, arlequines o Pierrots para la ocasión.

Sin embargo, muchos santiaguinos preferían ir a la periferia, las afueras o incluso regiones para celebrar el carnaval en destinos como los señalados, a consecuencia de lo cual las calles más céntricas terminaban casi desiertas en los días de la fiesta.

Como era inevitable, el carnaval había ido perdiendo buena parte de los rasgos más bufonescos e irreverentes del pasado, consecuencia de las restricciones y los cambios de comportamiento de la sociedad. Por esta razón y usando el pseudónimo Julio, un versista santiaguino escribía el 11 de marzo de 1905 estas líneas para el Carnaval, publicadas en la revista "Zig-Zag" con cierto enfoque de reclamo a favor de la fiesta:

Pasaron ya los días
del Carnaval,
en que hace tonterías
todo mortal,
y en que, como jirones
de una alma en pena
incita Chalilones
a la Verbena.

Mas, como de lo antiguo
no todo ha muerto,
hay fiestas de otros años
que son, por cierto,
mejores que otras muchas
reinas del orbe;
el Carnaval aún vive,
gusta y absorbe.

Si por ser fiesta de antes
se la condena
y el que le rinde culto
tiene una pena;
si al que nos larga un balde
de agua potable
a la cárcel lo llevan
a puño o sable,
haga, señor Alcalde,
que de otros modos
por amor a la higiene
se laven todos.

Si al que, luciendo un traje
que no es de ahora,
de príncipe o rey mago,
de reina o mora,
va feliz por la calle
puesto el embozo,
sin que nadie adivine
si es viejo o mozo,
el guardián de la esquina,
rey de los reyes,
se lo lleva a la cárcel,
según las leyes;
¿por qué la policía
no hace lo mismo
con los que, disfrazados
por el cinismo,
lucen cara de buenos
y son farsantes,
pasta de sinvergüenzas
o de tunantes?

Y si a una fulanita,
que es muy honesta,
un fulanito, amigo
de toda fiesta,
le larga un puñadito
vamos, de harina
(que no en el pan tan solo
por hoy domina)
y también se lo llevan
a la capacha
por haber harinado
a esa muchacha,
¿por qué no hacen lo mismo
con otras muchas
que en arte de ser blancas
pasan por duchas,
que van por esas calles
de Dios, pagadas
de andar, aunque morenas,
todas blanqueadas?

Así, señor Alcalde,
larga es la cuenta
que, para mal de todos,
nadie comenta
y que, como he venido
de un pueblo chico
donde la chaya reina,
yo no me explico.

Allá, desde diciembre,
cantando amores,
se vive en una dulce
lluvia de flores;
Allá, todos se mojan
de noche y día,
como no tiene idea
Su Señoría;
y solo una en la Chay
cualquier vecina
desde los polvos finos
hasta la harina.

Aquí, pasan los días
de Carnaval
haciendo tonterías
todo mortal;
aquí, como jirones
de un alma en pena,
incita Chalilones
a la Verbena.

Valparaíso mantuvo también su carnaval o Fiestas del Momo hasta aquella centuria en el Parque Municipal y la Plaza Victoria, con muchísima concurrencia local y de visitantes. Iban acompañadas de concursos, murgas y presentaciones de orfeones. Parecido era el caso de las celebraciones en San Felipe, que fue otra opción para quienes preferían festejar el carnaval fuera de Santiago.

Sin embargo, la tradición ya estaba irreversiblemente al debe, después de tantas dificultades: muchas celebraciones del carnaval en Santiago tenían lugar solo en lugares e instituciones como el Centro Democrático Italiano, el Centro Catalán o el Centro Español, con un perfil menos popular y más refinado, bastante desprendido de la esencia de la fiesta original. La categórica mirada negativa que ya se tenía del mismo quedó plasmada en la revista "Sucesos" de febrero de 1914:

El 24 de febrero se dio término en la capital a las fiestas del carnaval, que no han tenido atractivo alguno para los habitantes de Santiago.

Algunos respetables centros sociales, tales como el Centro Democrático Italiano y el Centro Catalán e instituciones obreras han celebrado esas noches animados bailes de carnaval.

Las plazas y paseos públicos se vieron esa noche, como las noches anteriores, invadidos por una numerosa concurrencia que no tenía más atractivo que el juego de las serpentinas.

El carnaval no ha tenido, pues, novedad alguna, salvo la de paralizar, sin razón alguna, la actividad comercial y gubernativa.

Por otra parte, ni el gobierno ni la Municipalidad de la capital han contribuido para hacer algo más pasables las fiestas del carnaval. Si no hubiera sido por la iniciativa popular y principalmente por el entusiasmo de las colonias extranjeras residentes en la capital, tales como el Centro Democrático Italiano y el Centro Catalán que organizaron bailes de máscaras y divertimientos de este mismo estilo y en los cuales reinó la mayor animación y alegría, los días del carnaval no hubieran tenido en qué distinguirse de un prosaico día de trabajo.

Ha habido intentos por reponer festividades parecidas en Chile y con la intensidad que tuvo el carnaval en el pasado, aunque con diferentes fechas, objetivos y ubicaciones. Los casos incluyen celebraciones culturales y festivales abiertos, pero con claras diferencias a los de antaño, como podrían ser las Fiestas de la Primavera, por ejemplo. Otras propuestas han tenido escaso aprecio de las comunidades locales aunque buenas utilidades para los organizadores, como ha ocurrido en las celebraciones masivas de la ciudad de Valparaíso. En algunas localidades como las del norte del país, sin embargo, sobreviven fiestas con rasgos de ritualidad carnavalera y manifestaciones efectivas de chaya arrojándose agua o polvos, aunque en otros contextos, con mucha ingesta de cerveza y otras bebidas alcohólicas.

El espíritu de las antiguas carnestolendas funcionó también en la puesta en marcha del exitoso carnaval “Con la Fuerza del Sol” en Arica. Y si bien existe el antecedente de las grandes celebraciones carnavaleras que se hacían en Tacna y esta misma ciudad en el período de la ocupación chilena, el marco cultural andino de la actual fiesta ariqueña también la hace diferente al antiguo carnaval del Chile colonial y de inicios del siglo XIX, fácticamente extinto como tal en Santiago.

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