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"¡EL HUASO CARLOS VIVE EN LOS QUE TOMAN!": GLORIA Y OCASO DE UNA TRADICIONAL CHICHERÍA

 

El recordado patrón don Carlos tras su mesón del establecimiento, en una tarde de primavera del 2009.

La querida Picá o Chichería del Huaso Carlos era un simpático boliche tipo cantina y restaurante popular, situado en los contornos del patrimonial barrio Yungay, entre viejas manzanas cercanas a la Alameda Bernardo O'Higgins. Tenía fama de ofrecer uno de los tragos terremotos más mareadores y sabrosos de todo el comercio popular de Santiago según sus feligreses, además de sus especialidades en comida chilena, colaciones tradicionales de la tarde y las infaltables cervezas, favoritas de los universitarios.

Varios cuequeros jóvenes y viejos se reunían en la chichería para tocar tardes completas, brotando así los acordes del folclore urbano entre sus salas de color verde y abundante decoración costumbrista. Golpeando panderos hasta que se acabara el pipeño y la borgoña, muchos recibían y alargaban las noches con música y baile, en especial durante los fines de semana. Acudían y realizaban sus rondas entre aquel ambiente de pipas y cuadros polvorientos, siendo corriente encontrarlos después de la hora de almuerzo.

A su vez, aquellos folcloristas convivían allí con miembros de tribus urbanas, trabajadores, turistas y las controvertidas chiquillas mariposas nocturnas que nunca han faltado en esos lares, aunque habían ido desapareciendo ya junto con la época de los pasajeros cargando grandes maletas de cuero de camino al ferrocarril o desde los hoteles del barrio ferroviario. Incluso cuando más llena parecía estar la cantina, intransitable entre sus pasillos y mesas, siempre quedaba un lugarcito disponible en algún rincón para acoger al que llegaba.

Ubicado desde antaño en la dirección de Esperanza 33 esquina Romero, en medio de un vecindario de esas antiguas casas que ya han comenzado a ser desplazadas por los mismos proyectos inmobiliarios que solían acosar al barrio Yungay, los dominios emocionales del Huaso Carlos se habían extendido también por un territorio principalmente de estudiantes superiores, dada la proximidad de las sedes universitarias alrededor, además de la cercanía al Metro Unión Latino Americana en la Alameda.

En efecto, alumnos de universidades cercanas como la USACH y la desaparecida ARCIS también frecuentan con regularidad al negocio, haciendo del Huaso Carlos un lugar de público totalmente  ecléctico y variado aunque con tendencia a reunir gente más joven a ciertas horas del día. Se veía bastante colorido en ciertos momentos, pero en otros más conservador y envejecido. Es que ahí, pues, todos los clientes eran VIP y su dueño nunca hizo alguna clase de distinciones: la variedad humana de su clientela era casi antropológica.

Echando cuentas por la historia, el bar-restaurante pertenecía desde los años sesenta a don Carlos Cárdenas, el patronímico y respetado huaso Carlos quien representaba la tercera generación allí con el mismo nombre y apodo. Originalmente, el establecimiento había pertenecido a su abuelo, fundador de la cantina hacia los años del Centenario Nacional o antes según calculaba... La verdad es que nadie recordaba bien cuándo se había creado al acogedor boliche.

Por sus comedores y mesones, en consecuencia, habían pasado generaciones de leales clientes alegres, además de los músicos y vecinos del barrio. Decían que era imposible no volver a esta cantina después de la primera vez de haberla visitado, y que su ambiente tradicional se volvía adictivo, de alguna forma. 

El huaso la atendía personalmente en el lugar. Aunque tenía un falso aspecto de hombre adusto, era una persona muy afable y cordial con su gente. Con cierta frecuencia se animaba a entrar en las charlas de los comensales y comentaba haber estado relacionado también con la propiedad de algunas salas de pool en el sector de Padre Hurtado. Demostraba también haber sido un veterano que conoció lo bueno y lo malo de la misma historia bohemia de esos barrios, que ahora tejía sus capítulos en su local. Como buen bohemio de antaño, de la vieja escuela, recordaba todo el pasado noctámbulo y algo pecaminoso de su sector: sus teatros, el Portal Edwards y las cariñosas de calle Maipú.

Don Carlos también atesoraba muchos recuerdos y obsequios de algunos clientes, presentados como decoración para la cantina. Tenía en un muro una sección especial con fotografías de personajes ilustres que visitaron la chichería, pero algunas de las más valiosas fueron sustraídas por un misterioso ebrio ladronzuelo, en una de aquellas interminables noches de fiestas que allí se desataron.

Exterior del local de la tradicional cantina, en Esperanza con Romero.

El mítico y afamado terremoto que se vendía en la chichería.

Sus salas fueron lugar de reunión, charla y encuentro.

Decía que la cantina y restaurante había nacido como la Chichería el Huaso Carlos, el mote del ya aludido abuelo sureño arribado en la capital y primer dueño. Este dato se confirmaba en las boletas y en uno de los cuadros folclóricos que adornaron por décadas el lugar: junto a una pareja huasa bailando cueca dentro de una fonda, había un barril con el mismo nombre pintado encima. El sitio mantuvo desde su origen este estilo de fonda, quinta o chingana, logrando extenderlo hasta sus últimos días y que se reforzaba a la vista en aquellos cuadros de ingenuo talento artístico, pendiendo de los muros.

Cuando correspondió a don Carlos tomar el timón de la chichería, recién pasando los 20 años de edad, el huaso se hizo cargo también de preservar el descrito carácter popular y folclórico, con cariz de "picada" alternativa. De ahí el nombre que dieron sus parroquianos, quedando para la posteridad como la Picá del Huaso Carlos, verdadero enclave sobreviviendo a los cambios de la urbe y desde el antiguo ambiente popular que tuvo alguna vez casi todo el vecindario obrero de la estación.

El cuartel de pipas estaba en uno de los viejos caserones de un piso comercial en este sector de la capital, de esas que también parecen estar en eterna disputa con los intereses del progreso y las inmobiliarias. Varias veces se proyectó la sombra de la amenaza sobre la continuidad del local, de hecho. Se accedía al mismo establecimiento por entre una especie de mampara, la que ostentaba dos grandes barricas custodiando este acceso de los clientes.

En el interior, el cliente se enfrenta al descrito palacio compactado de chilenidad, con sus obras de pintura, decorados y lámparas colgantes desde el alto techo de madera. También había algunos sobreros típicos y de fantasía prendidos en esos mismos muros colmados de avisos con precios, afiches y otros colocados por los propios visitantes más jóvenes, anunciando tocatas o encuentros de teatro.

La barra principal con mostradores y sus repisas con botellas ocupaban un amplio espacio al costado del local, bajo el cual colgaba el más grande de los carteles dando la bienvenida a los parroquianos. Como sucedía en el desaparecido 777 de la Alameda y todavía en La Piojera de Mapocho, los comensales tenían la costumbre de hacer anotaciones en esos muros verdes, dejando testimonio de alguna noche de farra o celebración.

Cabe observar que los vinos y chichas dulces del Huaso Carlos fueron de fama comprobada. Un antiguo letrero que alguna vez fue luminoso, también dentro del local y atornillado en el dintel sobre el acceso de una sala a otra, invitaba atentamente al cliente: "Pida el rico pipeño". Así, cada vez que llegaban las partidas de agua de la alegría, alguna hoja de papel trazada con plumón era colocada en los vidrios hacia el exterior anunciando el feliz arribo

El cola de mono de la "picada" era otro elixir que tenía allí una reputación incomparable. Correspondía, quizá, a una reminiscencia de la época en que este ponche era ampliamente ofertado en diferentes quintas, restaurantes y bares del entorno de la Estación Central, y del que quedan ya pocos ejemplos.

El terremoto de este sitio merecía un comentario especial: al pipeño con helado de piña se le agregaba allí coñac, fernet, manzanilla, menta y algo de granadina, combinación que lo tenía señalado como uno de los mejores tragos de este tipo disponibles en Santiago, sin esos excesos de dulzor que se habían puesto de moda y que llegan a adormecer lenguas. Sin embargo, sucedía que don Carlos -sin ánimo de entrar en polémicas- aseguraba que esta receta la había ofrecido en su local casi desde los inicios de su comandancia en el mismo, aunque con otra denominación: esto habría sucedido mucho antes del terremoto del 3 de marzo 1985, evento que se toma como origen del mismo trago.

A mayor abundamiento, según la tradición aquel cataclismo había sido el contexto en que se creó el famoso terremoto dentro de la historia de la coctelería popular chilena, específicamente en la célebre cantina de El Hoyo, situada en los límites entre las comunas de Santiago y la Estación Central. Sin embargo, el dato que ofrecía don Carlos (en caso de haber sido real) abonaba a cierta teoría alternativa proponiendo que, en realidad, el terremoto tuvo solo su bautizo en aquella ocasión y lugar, pero la receta puede guardar semejanzas originarias con otras anteriores que mezclaban vino blanco o pipeño con helado de piña. Es lo que se aseguraba haber vendido en el huaso desde la segunda mitad de los años setenta, cuanto menos.

Los platos típicos del huaso, en tanto, eran cocinados en fondos por la maestra doña Sarita, y los llevaba hasta las mesas el pequeño y risueño garzón don Vitoco, cuando no lo hacía el propio dueño. Además de la comida casera, había empanadas, papas fritas, huevos duros y charqui que se ofrecían como bocadillos, útiles a la economía tanto para meriendas rápidas como para los inmisericordes de bajones de hambre. Tampoco faltaban los completos a la venta, por esta razón.

Curiosamente, hacia su último par de décadas activo hubo un virtual redescubrimiento de la "picada", tocando el corazón entre nuevas generaciones de aventureros y amantes de la diversión. Fiestas con renovados semblantes se realizaron allí dentro, por lo mismo, y el patrón Carlos se erigía así como otro de los respetados señores sostenedores de la diversión santiaguina, al menos de la más tradicional. 

Empero, el barrio se había vuelto un tanto complicado en esos mismos años, especialmente en las noches. Era algo de lo que siempre se lamentaba don Carlos, recordando nostálgico los mejores tiempos. Para momentánea tranquilidad de los visitantes, una caseta de seguridad ciudadana fue instalada en la esquina vecina a la cantina. Además, el querido huaso era de esos hombres que no conocían la jubilación o el retiro: prometía tener energías y ganas para mantener aún el negocio hacia los días del Bicentenario Nacional, azuzando la confianza de que este seguiría alegrando por largo tiempo más a la ciudad con sus jarras de arreglados, sanguchitos de pernil y el sonar de las cuecas urbanas.

Mucho público joven continuaba acudiendo al mismo por esos días, haciendo la “previa” antes de entrar a la cercana Disco Blondie, por ejemplo. Esto, sumado a la mencionada clientela que proveían de las universidades y los círculos de folcloristas, parecían seguir augurando buenos tiempos para la picada.

Sin embargo, reaparecieron las amenazas de cierre del local justo en aquel período, ante la posibilidad de que se cambiara el destino de aquella propiedad y los valores de arriendos. La mala noticia prendió como en pasto seco entre sus leales clientes y así, durante los años 2015 y 2016, hubo varios encuentros folclóricos y artísticos en el local y afuera del mismo. La intención era presionar para que no se concretara el cierre, algo que resultó un cándido esfuerzo, finalmente.

Todas las esperanzas se acabaron cuando la chichería bajó la guardia y se rindió al destino: no pudo resistir más tiempo el embate, afectando también las energías de su dueño, quien se vio obligado a cerrar el histórico local y asumir el temido retiro. 

Por más que había propuesto la posibilidad de comprar el local, don Carlos no pudo a causa de una extraña determinación de la sucesión heredera aquella propiedad, que acabó siendo adquirida por unos empresarios chilenos. Sin más remedio, el huaso anunció el cierre del negocio de un siglo o más y así, en el día de la despedida, llegó tal cantidad de personas que muchos debieron ser atendidos afuera, pues se dijo que hubo horas en las que ya no cabía un alma adentro.

Durante la tarde del 25 de enero de 2018, vino el golpe final para los amigos y clientes del huaso: se conoció la triste noticia de que el ya anciano don Carlos había fallecido, dada al público por su amada compañera de vida y trabajo, doña Anita Díaz. Fue velado en la Casa de los Capuchinos y sepultado en el Centenario General.

Todos quienes fueron clientes de la Picá del Huaso Carlos coincidieron en una conjetura con mucho de cierto: tener que alejarse de su querida chichería y haber sido obligado a la inactividad, fueron los males que condenaron a la muerte a su apreciado dueño. La viuda confirmó, poco tiempo después, que él había caído en una gran depresión por lo sucedido, agravando padecimientos que ya sufría su salud en esos momentos y esperando solamente que “Dios se lo llevara”, algo divulgado también en un microdocumental titulado “Chichería El Huaso Carlos. Vive en los que toman”, del equipo creativo Caminos que Enseñan.

Su querida fonda en donde el visitante se empapaba de chilenidad, entonces, había bajado cortinas y desaparecido con él... Y así, el local de tantas alegrías terminó convertido en un restaurante chino en un muy simbólico final, tan apropiado a nuestros tiempos.

Poco después de su partida, sin embargo, alguien escribió sobre una de las paredes exteriores del que había sido su refugio en Esperanza con Romero, una frase que se convertiría en leitmotiv de homenaje para su memoria: “¡Huaso Carlos vive en los que toman!”. ♣

Comentarios

  1. Mítico lugar de tantas noches de cervezas, papas fritas y sopaipillas, qué tristeza y nostalgia se siente al leer esta columna.
    PD: Recomiendo también el video en YouTube "Huaso Carlos: 100 años de historia"

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