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EL PARROQUIANO: UN BOLICHE ROTUNDAMENTE VEGUINO

Vista interior del establecimiento, desde el pasillo de fondo.

El Parroquiano varias cosas, en cierta forma: restaurante ligero, cantina, fuente de soda y café, allí en la dirección de calle Fariña 430-A de Recoleta, junto a un pintoresco pasaje tipo cité. Era otro de los pequeños centros de reunión de los trabajadores del Mercado de La Vega Central de Santiago y sus alrededores, entre calles chimberas con el característico vaho de restos de frutas y hortalizas fermentadas tras cada jornada, especialmente en las tardes. Hasta allí iba también jubilados, estacionadores de automóviles, empleados de aseo y hasta algunos estudiantes universitarios.

Su nombre era casi en homenaje a los principales comensales que llegaban a aquel sitio pidiendo cervezas o cañitas de vino, muy propios de la antropología veguina: muchas personas de edad, varios de narices torcidas por los golpes a puñetes de toda una vida, y la piel oscurecida por la inclemencia de tantos días, meses y años de trabajo duro al sol. Era un lugar tranquilo, sin embargo, de descanso al final de un día de trabajo o bien de recreos entre el mismo. Decían que su pequeño espacio a veces se repletaba de clientes, especialmente al caer temprano ciertas noches de invierno.

Se entraba a aquel espacio por una estrecha puerta con destartalado alero de calamina, situada entre las rejas del mencionado pasaje residencial y el número 432 de la calle, en el barrio inmediatamente posterior al gran mercado y cerca de la esquina con Dávila Baeza. Sólo una patente de alcoholes pegada en el muro y un pequeño gatito con manchas de colores y un ojo pegado en lagañas permitían identificar aquel acceso, ya que el nombre del establecimiento parece que nunca estuvo en alguna inscripción o cartel exterior.

El local era pequeño pero con justicia espacial: correspondía más bien un pasillo con mesas, mesón de atención y una Taquilla junto a la entrada, esa versión popular del Wurlitzer Jukebox. La barra estaba recargada a las repisas de vinos atrás más una heladera. Una puerta conducía hacia otro paso estrecho con una mesa con sillas un tanto aislada del resto del local, probablemente un reservado para resolver problemas de espacio cuando este sitio se llenaba.

Siguiendo hacia el fondo, se pasaba también junto a la vieja cocina y se terminaba así en los ruinosos baños, muy similares a los que pueden verse en antiguas cantinas y tabernas del campo chileno. Una puerta condenada a un costado de la sala deltantera demostraba que este negocio tuvo alguna vez un acceso directo por el lado del vecino pasaje, pero por alguna razón fue clausurada. Quizá hasta haya sido más grande todos un interior, compartiendo parte de los espacios vecinos.

Doña Tita, dueña y regenta de aquel sitio, atendía en persona el local: lo hacía desde su trono propio detrás del mueble de la barra y la caja. Mujer simpática y risueña, por cierto, conocedora de muchas de las intimidades del mercado y sus protagonista. A la usanza de la vieja escuela de las "picadas", además, todas las empleadas que atendían se sentaban por momentos a beber y compartir con los clientes más conocidos, mientras trabajan. Varias de ellas eran mujeres mayores, muy queridas por los mismos concurrentes y esto se notaba. Hasta compartían algún baile al son de una pista de tango o bolero, o bien por la guitarra de alguno de los muchos folcloristas que hormiguean siempre por todas estas cuadras.

El acceso a El Parroquiano hacia fines del año 2011. Se observa también parte de la reja del vecino pasaje residencial.

Interior del pequeño restaurante hacia la misma época, con su pasillo corto y la barra.

Vista actual del exterior de la cantina y restaurante, ya convertida en una cocinería peruana.

El Parroquiano era uno de los últimos locales recreativos del barrio que mantenían el aspecto humilde y básico de un típico boliche popular como los que existieron alrededor de La Vega Central hacia mediados del siglo pasado, o aun antes. Aunque se instaló allí mismo en los años ochenta según doña Tita, su parte municipal de restaurante diurno figuraba iniciada con el primer día del año 1991. No era de la generación original de establecimientos veguinos de esta característica de pequeños expendios de comida y bebida, entonces; pero, por estética, simplicidad y perfil de clientes retrataba mucho de aquellas perdidas cantinas chimberas que sólo se sostienen de esas almas en pena y nostalgia que encuentran cobijo allí, como extensión de su propio hogar: abuelos, hombres rudos, rostros cansados y ojos rojos.

No había cambiado aquel ambiente de El Parroquiano hacia 2010-2011, pasado el Bicentenario Nacional. Un señor de bigotes y con uniforme de trabajador de obras municipales aparecía en las tarde, bailando un rato con alguna de las empleadas. Y, mientras tenía lugar la encantadora escena, un peruano ya fundido con las costumbres chilenas los alentaba desde más allá, sin levantarse de su mesa de patas cojas. Así paseaban por el interior varias personas medianamente ebrias que, sin embargo, intentaban ser atentas y hospitalarias, ofreciendo cigarrillos y refiriéndose a los visitantes como "los muchachos", con esa parte de la cordialidad proverbial del roto nacional intocada y prístina, a pesar de las marcas de una vida dura.

En sus últimos años de actividad, la taquilla ofrecía música e imágenes en DVD por sólo $200. Prácticamente, no pasaba un minuto sin sonar con alguna ranchera, un bolero, un valsecito, una cumbia o un corrido. El repertorio incluía al grupo Los Jaivas, las guarachas de Clavel y hasta presentaciones en vivo de Elvis, el Rey de Las Vegas, pero ahora en el barrio de La Vega Central. Sus ropas y estilos recordaron a alguno de los borrachines presentes a Sandro, el astro argentino fallecido en 2007, y por esto lo programa en la máquina. Sus ojos muy claros pero irritados, veían al fallecido cantante en la pantalla y las lágrimas ruedan por la piel de sus mejillas bronceadas a sol y vino tinto. El anónimo señor no superaba la partida de su ídolo, sin duda.

Como era de esperarse, entonces, en El Parroquiano se tomaba a lo veguino: sentimentalmente, con vino en botellas y jarras, pipeño y cerveza en abundancia. Al igual que sucedía con muchos otros locales de Mapocho y La Chimba, el ponche cola de mono de esta perfecta cantina popular tenía gran reputación propia y demanda, además, contando con una receta propia. Para el hambre había también comidas y sánguches, pero eso parecía ser sólo para bajones: "¡aquí se viene a tomar, señores!", decía algún cliente a modo de brindis, desde las mesas traseras.

Dos inquietos pero divertidos gatos paseaban por el interior del local, en tanto, buscando caricias y bocados de lo que pudiesen compartir con ellos. El minino pequeño del ojo tronchado saltaba también al regazo de los presentes buscando cariño y consiguiéndolos en todos, incluso trepando cuerpos. Tocar a un gato de estos en aquel reino es un acto casi blasfemo, con todos los riesgos involucrados. El otro animalito, más grande, solía dormirse bajo las mesas. Y, como su no bastara con esa fauna, también entraba y salía un quiltro peludo y simpático que tanto clientes como cantineras tenían ya por mascota comunitaria.

Así era el ambiente en la graciosa casa de El Parroquiano de calle Fariña, ahí detrás de La Vega Central de Santiago... El ambiente preservado todavía en aquellos años, que eran los últimos con esta identidad.

En 2014, doña Tita se alejó del negocio y el local fue ocupado ahora por otro negocio: el Restaurant Jesús, dedicado a la comida peruana que complace a los muchos ciudadanos trabajadores y residentes del barrio con este origen. Actualmente su pequeño comedor sigue siendo para carta peruana, con escabechados de pescado, secos de pollo, cau-cau y adobos de cerdo en la hora de almuerzo. ♣

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