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LAS GUERRAS A PEDRADAS ENTRE 1800 Y 1830

Los niños de los últimos años coloniales también habían encontrado sus propias formas de entretención en Santiago. Cobrando fuerza especialmente mientras tenían lugar las tensiones o batallas entre patriotas y realistas, había una en particular que fue toda una imitación de los mismos conflictos, aunque llevada a cabo en el lecho del río Mapocho o bajo sus puentes, enfrente del barrio del Basural de Santo Domingo y del Paseo de los Tajamares: los combates a piedrazos.

A la sazón, los paseantes del Puente de Cal y Canto o de la Alameda del Tajamar podían descender a esta suerte de parque riberano que crecía por los bordes del Mapocho. Allí, los niños se entretenían jugando entre los murallones protectores y los arcos secos del puente, imaginando estar en medio de una batalla con un escenario medieval, pero valiéndose de piedras de diferentes tamaños sacadas de cascajales y cantales del río en sus justas.

Aquellas peleas se realizaban desde tiempos que nadie recuerda bien y por razones que no se lograron precisar a tiempo, quedando solo en la especulación. Empero, es claro que se encarnizaron y cobraron enorme popularidad hacia los años de la Patria Vieja, perdurando los encuentros hasta los albores de la consolidación republicana, más o menos.

Sobre tan peligroso “deporte” infantil, en el que muy seguramente abundaron los contusos, los descalabrados, los dientes quebrados y las narices sangrantes, Sady Zañartu supone que puede haber comenzado con los chiquillos que se situaban en los ojos o arcos del Puente de Cal y Canto para atacar a los del lado de La Chimba, en la orilla norte, provocando así la pelea que solía llegar al lecho y las propias aguas del río. También es claro que la separación de la ciudad de Santiago con respecto a los barrios chimberos había provocado un gran sentimiento de rivalidad, rencor y diferenciación, sobre todo entre los niños de esos extramuros que no trepidaban en atacar constantemente con pedradas arrojadas a mansalva a los transeúntes santiaguinos que veían paseando en la distancia por la ribera sur, volviéndose diestros en este malévolo pasatiempo que pudo haber cobrado varias vidas inocentes, además.

Según autores como Pablo Garrido, aquellas pedradas vengativas y resentidas tenían, como principal tramo, todo aquel que había junto al río desde Purísima hasta unas tres cuadras más abajo del Cal y Canto.

Cabe señalar, sin embargo, que la tradición de tirarse proyectiles por la cabeza era una costumbre bastante arraigada en la sociedad chilena y no dependía únicamente de las posibilidades que ofrecía el río. En efecto, desde cohetes de papel de la sala escolar o las almohadillas cargadas de polvo de tiza, hasta los típicos globos bombitas de agua, huevos o bolsas de tinta al final de las clases, quizá como reminiscencia de las fiestas de chaya, todos han formado parte de la permanente travesura infantil nacional y a veces también la adulta. Don José Zapiola, por ejemplo, recuerda que junto a una de las dos acequias que fluían por la Plaza de Armas en los años de la Independencia, se reunían los vendedores de ojotas que ofrecían a solo un real el par, acumulándose muchos calzados viejos y hediondos a un lado. Al terminar la feria, estos eran usados como proyectiles entre grupos de chiquillos pelusas, arrojándoselas sin piedad entre sí durante los días festivos.

Para Justo Abel Rosales, en tanto, las peleas con piedras en el Mapocho debieron comenzar hacia principios del siglo. Empero, algunas llegarían a ser también de gran magnitud en las propias calles de Santiago, entre 1808 y 1809, toda una guerrilla urbana con los bandos divididos por barrios. Los enfrentamientos con guijarros se venían realizando intensamente desde antes de la Primera Junta Nacional de Gobierno, entonces. Mas, por alguna razón que hoy solo puede conjeturarse, el año de 1813 parece haber sido el de su más explosiva práctica y mayor apasionamiento, llegando a convertirse en una extraña pero irresistible atracción para los visitantes del barrio riberano y sus paseos.

Imagen del Puente de Cal y Canto y, atrás a la derecha, la torre del Mercado Central, levantado en donde estuvo el Mercado de Abasto y, antes de este, el basural colonial de Santiago. Colección Oliver, imagen tomada hacia 1880.

El Puente de Palo, levantado sobre los bloques de las bases-arranques de los que habían sido los arcos del anterior Puente de Ladrillo, que alcanzan a distinguirse en esta imagen de 1870-1880, aproximadamente.

Paseo de las Alamedas del Tajamar de Santiago, cerca de la actual Plaza Bello, vista hacia el oriente con sus arboledas desde la fuente de aguas. Grabado de Agostino Aglio basado en dibujo que aparece en la obra de Peter Schmidtmeyer, impreso por Rowney & Foster en Londres, 1824.

Don José Zapiola, testigo, partícipe y memorialista de las batallas a pedradas en el Mapocho.

La Reconquista estuvo lejos de frenar las guerras a piedrazos de los niños santiaguinos. De hecho, muchos adultos se acoplaron al peligroso juego, apareciendo en otros escenarios observados por Zapiola en sus memorias para similar clase de conflictos y en el mismo período de años. La práctica se vio facilitada por la ausencia de una auténtica policía pública, es preciso comentar.

Ejemplo de lo anterior fue que, en los últimos meses de 1816, estallaban tremendos altercados entre miembros de los batallones Talaveras y Valdivia, compuestos de españoles y de chilenos del sur, respectivamente. Como los hispanos portaban bayonetas y los chilenos estaban restringidos de usar armas, estos se valieron de las infaltables y gratuitas piedras para las reyertas y parece que las utilizaron con suficiente destreza, tanto como para equiparar tal diferencia de fuerza en las luchas callejeras. Las diferencias de los espíritus en tiempos de guerras independentistas llegaban al propio seno del bando realista, como se observa.

Para peor, a veces aquellas peleas y escaramuzas adultas estallaban en centros de entretención y chinganas, como la de Ño Plaza en las faldas del San Cristóbal, en la que se han señalado algunos choques de pasiones alentadas por el alcohol, como lo describe Zapiola:

Allí se encontraban en esos días los soldados de ambos batallones, que, al retirarse, armaban la refriega. El pueblo, como era natural, se unía al Batallón Valdivia, compuesto, como hemos dicho, de chilenos. El éxito no era dudoso: la piedra triunfaba de la bayoneta, y los talaveras eran perseguidos por aquel barrio apartado hasta inmediaciones de su cuartel, situado en la calle de la Catedral en el patio del antiguo Instituto.

Este escándalo en el ejército realista lo vimos renovarse dos o tres años después en dos batallones, el 7° y el 8°, del ejército argentino. Ambos habían sido formados en Buenos Aires, y el resto en San Juan y Mendoza. En su totalidad se componían de negros africanos o criollos de esas provincias.

En efecto, los enconos de realistas e independentistas también hicieron su parte despertando tales riñas callejeras, pero generándose algunas incluso entre los patriotas y sus fuerzas intestinas, después, como los negros libertos traídos desde Mendoza. Zapiola refiere a que las tensiones entre los dos mencionados batallones argentinos surgen luego de que el N° 7 de Los Andes fuera casi diezmado en el Sitio de Talcahuano de diciembre de 1817, culpando a sus compañeros de armas del N° 8 por sus desgracias. Entre otras provocaciones, los de uno acusaban a los otros de afeminados gritándoles “¡poyelulo!”, es decir, “pollerudos”, en su particular pronunciación africana.

Volviendo a los niños, otro lugar que había sido escogido para jugar “a las piedras” fue el cerro Blanco de Recoleta, el mismo que los cimarreros ocupaban siempre aprovechando de provocar a los chimberos en sus propios reinos. La pelea era allí por conquistar la cima e impedir que el bando contrario intentara trepar hasta la misma. Como sucedía también con el lecho del Mapocho, las municiones naturales de este cerro abastecedor de roca para canteros, eran inagotables.

Por lo poco vigilada y por su aspecto desierto, también solían producirse frecuentes batallas campales a pedradas en calle San Antonio, hacia el sector ubicado entre Monjitas y Santo Domingo. Estas peleas fueron muy populares y frecuentes en esa misma época y se prolongaron hasta 1818, obligando en cada jornada de lucha a los peatones a tener que atravesar la calle corriendo para evitar los camotes que volaban sobre sus cabezas buscando a quién herir. En un descuido, el entonces muy joven Zapiola recibió uno de aquellos proyectiles en la misma calle San Antonio, cerca de su hogar, golpeándolo en la frente y conservando para el resto de su vida una cicatriz como testimonio de aquel día.

El mismo autor de los “Recuerdos de treinta años” comenta cómo el escenario del Basural de Santo Domingo, casi en la bajada sur del Cal y Canto, también fue campo fértil para las batallas y encontrones entre fuerzas “adversarias”, todavía después de las luchas por la emancipación, como sucedía con los comentados integrantes de las huestes patriotas:

Tales proporciones llegaron a tomar estos combates que tenían lugar siempre en el Basural, ahora Plaza de Abastos, que fue preciso, los días de fiesta sobre todo, mantener sobre las armas al Batallón Nº 2 de guardias nacionales, cuyo cuartel estaba allí mismo, para dispersar a los combatientes.

Sin embargo, nada se comparaba con las batallas que tenían lugar allí tan cerca, en las orillas y adentro del río, tanto por el concurrido público que llegaba a mirarlas desde un lugar seguro, como por el carácter lúdico que adquirían, amortiguando parte de la gravedad de tan temeraria costumbre. Los chiquillos mataperros, además, conseguían reunirse sin falta todos los domingos y los feriados para comenzar con las peleas de las tardes. Y como buenos tiradores, bastante entrenados en el oficio, los chimberos tenían fama de ser los más diestros, aunque con permanente desventaja numérica.

Paseo del Tajamar a la altura de las fuentes, en obra pictórica publicada por revista "Zig-Zag" en 1915.

Niños jugando a la guerra, en una ilustración editorial antigua.

Niños jugando a la guerra, en revista "Zig-Zag" de 1911.

Entre aquellos niños chimberos que llegaban a dar combate, había un batallón con jefe propio mencionado por Rosales en sus relatos: el del pequeño comandante Ramón Núñez Villalón, futuro fundador del Hipódromo de La Cañadilla pero quien acudía en cada jornada de entonces con un sable militar al cinto, arma que había pertenecido a su padre. El cuartel de esta unidad infantil estaba entre las piedras de un ojo seco del puente, en el extremo norte del mismo.

Otro de los famosos niños pendencieros de aquellas batallas era nada menos que el futuro arzobispo Rafael Valentín Valdivieso: a pesar de no tener más de diez años a la sazón, ya destacaba por su eficaz puntería y sus aciertos en cada tiro. Nadie podrá saber cuántas cicatrices dejó en sus rivales la certera mano del monseñor de la Iglesia de Chile.

Además de su propia mala diplomacia tratando de lograr alianzas en la ribera norte, otro problema con el que debían lidiar los chiquillos de La Chimba era asumir la responsabilidad implícita de dar protección a las varias chozas y ranchos que estaban situados en su orilla del río, habitados por pobres moradores, comerciantes modestos, mujeres solas y artesanos. Era inevitable que la contienda se fuera concentrando hacia la línea central del lecho del río, pero desde ahí iban definiéndose los avances o retrocesos de cada bando cuando el caudal era bajo. De esta manera, la maldad y el deseo de represalia de los niños santiaguinos, siempre numerosos, los llevó muchas veces a destruir y saquear aquellas pobres viviendas, haciendo que la derrota y el abandono de posiciones de sus enemigos terminara también en esta infame humillación.

El descrito problema militar y estratégico no ocurría por el lado de la ribera sur, sin embargo: además de carecer de edificios tan precarios que pudieran ser desmantelados a mano por la ira de los chimberos, los muchísimos mirones reunidos en los dos puentes o en el pretil del paseo de los tajamares para azuzar a los salvajillos, no dudaban en romper los códigos de imparcialidad y comenzaban a atacar a los del otro lado, también con piedras, si acaso llegaban a superar a los santiaguinos y amenazaban con tomarse su orilla. La Chimba siempre corrió con menoscabos en el río, entonces, confiándolo todo a la calidad de su recurso humano, tal cual sucede en las guerras que enfrentan a chicos contra grandes.

Don Vicente Pérez Rosales también acudía con frecuencia a participar de estas justas de cantazos y chichones, con solo siete años de vida y ya entonces impulsado por ese espíritu aventurero y audaz que fue tan característico suyo. En su caso, se integraba al teatro bélico con otro grupo de chiquillos cimarreros que iban a provocar a los de La Chimba y a disputar el dominio del Puente de Palo que conectaba con Recoleta, hacia 1814, como explica en sus memorias:

En él y debajo de él, porque el río iba casi siempre en seco, nos zamarreábamos a punta de pedradas y de puñetes hasta la hora de regresar a nuestras casas, lleno el cuerpo de moretones y la cabeza de disculpas, para evitar las consecuencias del enojo paterno, aunque siempre en vano, porque el palo del plumero nunca dejaba de quitarnos de las costillas el poco polvo que nos habían dejado en ellas los mojicones.

Todo indica que las alguna vez famosas luchas de los pedregales de Santiago, tras haber llegado a su apogeo por los días del gobierno de don José Miguel Carrera como indica también el estudioso de la cultura chimbera Carlos Lavín, comenzarían a decaer pocos años después, hacia el año de 1817 y justo con el advenimiento de la Transición y la Patria Nueva. Esto sucedía justo tras lograrse la victoria en la Batalla de Chacabuco y la caída de la última autoridad hispánica, ese histórico 12 de febrero, que fuera seguido de la llegada del general José de San Martín y los patriotas a Santiago por La Cañadilla (por eso la vía será llamada Independencia, después). Una ola de saqueo y borracheras que habían estallado espontáneamente con la fuga de las fuerzas realistas, en tanto, aunque se pudo restablecer el orden sin haber requerido de medidas violentas.

A pesar de todo, las peleas de las piedras continuaron medianamente activas en la sociedad chilena por algunos buenos años más, antes de extinguirse por completo, para bien de la civilización y de la integridad familiar.

El extraño espectáculo de las batallas del Mapocho, entonces, se mantuvo con parcialidad mientras permaneció activo el Paseo del Tajamar, hasta 1830 aproximadamente. El traslado de toda la vida pública y del esparcimiento desde allí hasta la Alameda de las Delicias no habría incluido a los peleadores de las piedras en su repertorio, quedando a su suerte en el río hasta apagarse para siempre.

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