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LAS CASITAS DE REMOLIENDA EN LOS "AÑOS FELICES"

 

Escena del filme nacional "Casa de Remolienda"  de 2007, dirigido por Joaquín Eyzaguirre.

Hubo una época en que las casas de huifa, de remolienda o de tolerancia (como se les llamó incluso en la legislación) fueron parte importante de la historia popular de Santiago y otras urbes o pueblos, alcanzando aspectos de folclore y costumbrismo no siempre visualizados ni reconocidos. Para bien o para mal, los clásicos burdeles o lupanares de la primera mitad del siglo XX concentraron varios aspectos de la vida social del período, de modo que aquella época que tanto sonrojó a algunos, hoy suele ser observada con una interpretación diferente, aunque a veces más romántica y muy influida por la imagen nostálgica que construyeron muchos de los que la vivieron.

En su momento, la prostitución intentaba ser disfrazada positivamente exaltando solo aquellos elementos de diversión y entretención en los cahuines: eran los "años felices" del oficio, con las también llamadas "niñas felices" o chiquillas y con el propio concepto de la remolienda y la huifa asociados a tales servicios. Las regentas eran las tías de todos, queridas y respetadas por los clientes aunque ellas vivieran en sociedad de permanente amor y odio con sus trabajadoras. Incluso hubo barrios y villas completas llamadas "alegres" por acumular casitas con dicha característica, llegando a influir en el topónimo de ciertas localidades del país. La exaltación es, evidentemente, de los aspectos más folclóricos, pintorescos y costumbristas que pudo haber tenido el ejercicio de la prostitución, apartándola así de la meditación sobre los dramas sociales subyacentes.

Paseando por los antecedentes las casitas de remolienda y su gremio, según cálculos de Octavio Maira en “La reglamentación de la prostitución como medida de higiene pública” de 1887, había para entonces en Santiago una prostituta por cada cuarenta habitantes... Suena impresionante, y lo es: equivale a cinco veces más que en el París de entonces. Como esta proporción sumaba unas 5.000 trabajadoras sexuales solo en la capital, sería imposible negar la influencia que debió tener su oficio en la vida chilena y algunas pautas tradicionales.

Fue con un escenario parecido (o peor, quizá) que Santiago recibió al siglo XX y comenzó a avanzar hacia el Primer Centenario de la República, con las grandiosas celebraciones realizadas en 1910. Tras aquella fachada de glamorosos festejos e inauguraciones, sin embargo, la remolienda sexual seguía siendo uno de los campos de recreación y festejo favoritos, especialmente entre los varones de clases bajas, aunque para nada exclusivamente suyo, pues si bien los señoritos quizá asistían con menos frecuencia o visibilidad, también fue una institución entre ellos la visita a las casitas y la contratación de “niñas felices” para fiestas privadas, por ejemplo.

Cierta forma más novedosa de pobreza y marginalidad cundió en la sociedad chilena del Régimen Parlamentario, además, a pesar de las grandes riquezas que percibían el fisco y los inversionistas privados desde la industria salitrera. Hay quienes calculan que hasta tres cuartas partes de la población santiaguina vivía en pobres poblaciones y conventillos a la sazón, con regímenes comunitarios de residencia carentes de servicios básicos, higiene, agua potable y ni hablar de comodidades. Intentando actualizar el progreso tan retrasado, don Benjamín Vicuña Mackenna había querido erradicarlas en tiempos de su intendencia llegando a tomar medidas bastante radicales y hasta draconianas con aspectos de la diversión popular, pero la miseria material y moral dominaba también a las clases más humildes en esos años. Para peor, la falta de escolaridad y la vagancia anticipan panoramas todavía más desoladores para el futuro.

Con la destrucción y la vida familiar carente de dignidades, más las carencias y el alcohol lesionando la convivencia, muchos jefes de hogar se volcaban a los vicios y mantenían como algo socialmente aceptable la asistencia regular a los prostíbulos: en la convicción cultural del momento, los burdeles no parecían tan reprochables como lo sería, por ejemplo, la infidelidad. Tampoco era raro que los adolescentes se graduaran sexualmente con prostitutas, a veces alentados por sus propios padres, materia que inspiró el guión del filme nacional "Julio comienza en julio" de 1979, obra de Silvio Caiozzi. No faltaba en dónde volcarse a tales placeres en el Santiago de entonces: los llamados cafés chinos o asiáticos, prostíbulos pequeños y clandestinos de principios de siglo, abundaban por el viejo barrio Mapocho, calle Esmeralda, San Pablo, Rosas, Recoleta, Alameda de las Delicias y Matucana, entre otros sitios. No mucho después, la calle Fray Camilo Henríquez hasta terminó siendo llamada formal pero anómalamente San Camilo, por el pícaro apodo que daban los noctámbulos a su "barrio rojo" antes de que este fuera desplazado por la prostitución homosexual que lo caracterizó por largo tiempo.

Otro factor de posible influencia se desprende de las páginas de “Emigración e inmigración en Chile”, de Gilberto Harris Bucher. Aunque sin referirse al tema del mercado sexual propiamente dicho, dice allí el autor que pudo haber una introducción de relajos morales por parte de extranjeros llegados en el siglo XIX, con una exposición que echa por tierra el extendido mito sobre el encanto que habría tenido la sociedad chilena con los inmigrantes europeos (en realidad, atacados y acusados frecuentemente por sus conductas) y la creencia de que estos no llegaron a incorporarse a las clases obreras.

Sin embargo, las prostitutas más modestas, desvalidas o mayores, con o sin un cafiche que les diera protección, no podían trabajar en casitas y se veían en necesidad de andar en la calle “a patas”. Esto las ponía en un rasgo más bajo que las internadas. El folclorista Roberto Parra, gran conocedor del ambiente, decía siempre que esas eran las llamadas patines, pues sus andanzas fueron llamadas “patinar”; es decir, andar trabajando a pata. Las había de primera, segunda y tercera, de acuerdo a su estatus: las más altas tenían buenos clientes y pase a hoteles; las otras solo buscaban clientes en plazas, estaciones y barrios comerciales; y las de tercer lugar, generalmente veteranas, debían conformarse con los gañanes de los mercados y los camioneros, desde horas de madrugada. Barrio Mapocho y La Vega tuvieron grandes concentraciones de estas pobres mujeres, y el pueblo las apodó de manera burlona como las Balmaceda de Río, cual si se tratara de un apellido ranciamente aristocrático, pero aludiendo en realidad a sus periplos por la avenida Balmaceda junto al Mapocho, como anotó Oreste Plath.

Casas-burdeles de calle Maipú llegando a la Alameda, en enero de 1908, en revista "Sucesos". La casa en donde se ven las personas corresponde a la de un siniestro crimen del que se acusó al dueño del mismo lenocinio.

"Flores de fango del jardín de la calle Maipú", decía al pie de la imagen la revista "Corre Vuela", mostrando a las muchachas residentes del burdel de Maipú 6, reunidas en el patio durante la redada.

El local del entonces ya desaparecido cabaret Ñata Inés de calle Eyzaguirre, alguna vez visitado por Pablo Neruda, en fotografía publicada por revista "En Viaje" en 1963.

Sector de calle Diez de Julio con Lira y sus alrededores, actual barrio de talleres y comercio automotriz que, en los años cincuenta, albergaba a los burdeles de Los Callejones.  Fuente imágenes: "Revista El Guachaca", 2005, artículo "Cuando las putitas tenían casa".

La ponchera era un elemento infaltable en los antiguos burdeles criollos. El tiempo lo fue reemplazando por otros alcoholes, aunque mantiene el nombre.

Ya en los años veinte, las casitas de remolienda han tomado renovados bríos y comienzan a desplazar a los viejos cafés chinos, los chincheles (tabernas o cantinas de bajísima calidad, en donde también se ejercía el oficio) y los encuentros sexuales en penosos cuartos redondos (habitaciones interiores cerradas, con frecuencia sin ventanas). Existe un interesante estudio al respecto, en la memoria de título “De lacra social a proletaria urbana. La novela social y el imaginario de la prostitución urbana en Chile: 1902-1940” (Universidad de Chile, 2011), de la historiadora Ana Gálvez Comandini. La autora confirma, además, que algunos de los negocios de cafés chinos y parecidos se habían establecido en inmuebles puestos en arriendo a los regentes por distinguidos vecinos de la época.

Comenzaba así una nueva época para las casitas de remolienda de Santiago, coincidente con el tránsito mundial de entreguerras o interbellum, configurando gran parte de lo que hoy identificaríamos como los clásicos lupanares criollos de ponchera y fiesta, cuando empiezan a hacerse populares también nombres que hoy son verdaderos mitos de la historia de la huifa y sus aspectos relevantes al folclore urbano, minero, rural y de otros ámbitos del quehacer humano. Además, los locales eran visitados ya por una miscelánea clientela que llegó a incluir intelectuales, escritores y hasta políticos. En el ambiente suenan también los repertorios de cuecas, polcas populares, tangos y valses… Algo nuevo se está apoderando del ambiente.

Ha cambiado el concepto clásico de la casita de remolienda a partir de los "felices años veinte", entonces: se produce un traslado de escenario en la diversión popular y, conforme desaparecen también algunas de las más viejas fondas y chinganas con su modelo heredado desde el siglo anterior, los pianos y chuicos van a parar ahora a estos refugios del cahuineo, en donde el jolgorio sigue activo.

La gran curiosidad es que el sexo por dinero era solo uno de los aspectos en la oferta: también se iba a bailar, comer y escuchar música en vivo. De hecho, algunos toman rasgos de peñas folclóricas o casi academias de baile, confundiéndose con la identidad de las más inofensivas casas de canto, de las que ya hemos hablado en este sitio. Son centros de recreación del público más allá de las diversiones de alcoba: parte de la propia historia popular se escribió en ellos, por consiguiente, así como algunos capítulos de la cueca y del folclore citadino pues, en muchos aspectos, equivalían a la función de los bares nocturnos, clubes y pubs de la actual ciudad... Los había aún desde pobres e inmundas habitaciones, hasta verdaderas mansiones compradas a algún aristócrata que se mudó a otros barrios al ver sus finanzas venidas a menos.

El factor de migración humana interna, desde el campo a Santiago y otras ciudades, tuvo gran relevancia en aquel proceso: fue corriente que muchas niñas fueran huasitas sureñas. Varias eran de una corta edad, de hecho, escondida bajo gruesas capas de maquillaje y vestimentas sobrecargadas, además de provenir de familias pobres, mal constituidas o, simplemente, inexistentes. Los clientes tenían a sus favoritas en cada casa, sus “queridas”, pasando a dejarles flores, baratijas como obsequios o, simplemente, un beso en la frente. Pero la fidelidad de los comensales no era total: solía hacer noticia la llegada de alguna nueva chiquilla, motivando la curiosidad infantil de los “caseritos” que partían raudamente hasta el cahuín respectivo para salir de dudas y tratar de ponerse en la fila.

La juventud de muchas "niñas felices" provocó grandes escándalos policiales y graves denuncias, además, aunque en otros casos se cumplió también el profano cuento de hadas de las prostitutas que fueron sacadas del ambiente por clientes mayores y adinerados que se enamoraron de ellas y las desposaron. Muchas historias malévolas aún se cuentan al respecto, en tierras de mineros y pescadores. Un ejemplo de esto habría sido el de una famosa fallecida del Cementerio General de Recoleta, además: la Carmencita, cuya tumba es considerada una milagrosa animita popular y que los fieles creen una niña trágicamente muerta en 1949.

Hubo ciertos elementos comunes y característicos en los viejos burdeles, además: a las poncheras, estatuillas y sillones antiguos se sumaban jarrones que pretendían ser finos, cortinas y tapices con algo de lujo. Pero los baños a veces eran precarios, al menos en ciertos casos aún recordados por sobrevivientes, dado que eran heredados de las antiguas casonas en donde la higiene se hacía más bien a la antigua. En contraste, otros baños eran verdaderas reliquias de exhibición, colmados de artefactos y muebles art nouveau o neoclásicos dignos de casas de anticuarios.

Había también vecindarios y calles en donde la remolienda tomó posesión casi total, atrayendo mareas de clientes por las noches y toda una actividad comercial adjunta: bares, garitos, tugurios, hoteles parejeros, vendedores de bocadillos, comercio callejero, etc. A veces, eran sitios peligrosos; ambientes violentos en donde la muerte podía tocar de un momento a otro a los embelesados buscadores de algo parecido al amor. Sin embargo, las leyendas hablan hasta de presidentes de la República que llegaban a aquellos rincones, tomando sus propios riesgos.

Cosas no menos curiosas sucedían en el hábitat interior de la huifa: en “El Río”, por ejemplo, Alfredo Gómez Morel detalla algo de la relación contradictoria que siempre hubo entre la regenta o cabrona del burdel y sus niñas, basada en desconfianzas y resquemores. Así, cuando las muchachas bebían más de la cuenta, la ebriedad solía envalentonarlas y sacar afuera sus resentimientos por los abusos y maltratos; por el contrario, cuando la regenta se embriagaba, su trato adusto e imperativo cambiaba por otro casi materno hacia sus empleadas. Este rasgo se repite bastante en las descripciones de los testigos de la época: que las trabajadoras habitualmente sumisas y obedientes podían llegar a ser rebeldes o agresivas si les ponía en rojo el alcoholímetro, mientras las patronas siempre adustas y tiránicas se tornaban en viejas lloronas y sensibles con esas mismas copas de vino, ponche o chuflay, tal vez acosadas por los fantasmas de sus propias vidas.

En los barrios obreros de la Estación Central existieron varios burdeles históricos con características como las descritas, siendo de los más clásicos uno que inspiró los escenarios que Joaquín Edwards Bello incluyó en “El Roto”, tras conocerlo hacia 1910 según confesó, regentado por doña Ema Laínez en calle San Francisco de Borja a la altura 200. También se hallaba cerca de la estación el burdel del Negro Carlos, hacia el inicio de la estruendosa calle Maipú llegando a la Alameda, hasta que el famoso hampón acabó sus días asesinado en Cartagena en una vulgar riña, en 1962. Ya nos hemos referido también a su caso, y a que toda la vía Maipú era, de hecho, una famosa concentración de lupanares, por entonces: estaba ahí la Ñaña quien, según recordaba el folclorista Nano Núñez, ella era vecina del primer burdel propio que tuvo la mítica tía Carlina, antes de irse a Vivaceta. Quedaba a la vuelta de la Jovita, otro épico antro. Los principales estaban al inicio, cerca de Alameda, y los más pobres hacia el actual Parque Los Reyes.

Chiquillas de "mala vida" reunidas en las puertas de uno de los varios cafetines y bares de la calle Artesanos, cerca del Mercado de La Vega, en 1948. Muchos de estos locales hacían las veces de lupanares clandestinos para la prostitución del barrio chimbero. Imagen publicada en revista "En Viaje".

Chiquillas de un prostíbulo de Santiago, en 1950. Fuente imagen: publicaciones de Alberto Sironvalle en Twitter.

Lugar que ocupaba la casa de remolienda de Las Palmeras, así llamada por dos palmas que estaba en su exterior y en la que se colocaban las chiquillas a esperar y seducir clientes. Se ubicaba a escasa distancia del local del Bossanova, de la tía Carlina. (Imagen: "Revista El Guachaca", 2005).

Folcloristas despidiéndose del inmueble que fue de la tía Carlina en Vivaceta, ya en sus últimos días permaneciendo en pie, septiembre de 2007.  Fuente imagen: Flickr de Regalatisgratis. En la imagen, está en el pandero el destacado cuequero nacional Luis Castro González, de Los Chinganeros, fallecido en enero de 2022.

Una soberbia Carlina Morales Padilla, la famosa cabrona tía Carlina, saliendo victoriosa de los tribunales, tras ganar uno de los casos que complicaron en su vida, al ser acusada de corromper una menor de edad en su prostíbulo. Imagen publicada por "La Tercera de la Hora" del 26 de julio de 1956.

El barrio llamado Los Callejones, en tanto, por avenida 10 de Julio hacia las Lira y Serrano, parece haber sido el primer vecindario “moderno” de prostíbulos, aunque contemporáneo con los de calle Maipú: desde sus cuadras centrales y de los barrios en los alrededores surgieron personajes legendarios de la historia de las casitas de huifa en Chile, como la Nena del Banjo, la Lechuguina, la Guillermina, la tía Rosita y otras famosas regentas. Cosas parecidas sucedían alrededor de la Plaza Almagro y la candilejera calle San Diego. Entre las casitas y cabarets de calle Eyzaguirre, en cambio, por muchos años destacó la Ñata Inés, recibiendo hasta un joven Pablo Neruda entre sus visitantes. Todavía existen unos agónicos lupanares en esos barrios, de hecho. Y en Vivaceta, además de la celebérrima Carlina, dominaron personajes como el maricón Condesa, con una casita también en Recoleta que se vio involucrada en escándalos de narcotráfico en 1969, y otros burdeles “artísticos” como Las Palmeras. Muchos de ellos fueron de generaciones posteriores a los que revisamos acá, sin embargo, ya desde el medio siglo en adelante, conviviendo con clásicos de la Chabela, la Pecho de Palo, la Lolo, la tía Rosa San Martín, entre otros.

Sin embargo, y aunque las restricciones republicanas a las actividades de prostitución datan casi de principios de la vida independiente de Chile solo continuando políticas coloniales preexistentes, durante el siglo XX hubo una gran cantidad de medidas en donde se hizo clara la intención de las autoridades de erradicar las casas de remolienda. Una de las más agresivas fue la Ley Nº 11.625 de Estados Antisociales, aprobada el 4 de octubre de 1954 pero gestada en el gobierno de Gabriel González Videla. Como sucedía con casos anteriores, esta ley tenía un fuerte acento moralista frente a comportamientos públicos y la delincuencia, lo que obligó a muchas de las casitas a adaptarse a las restricciones adoptando los giros decorativos y disfraces. Mas, no fue la única persecución ni la peor: en algunos casos, ni siquiera se necesitó respaldo legal para proscribir y hasta demoler viejos lupanares.

Pasado así el señalado período de entreguerras mundiales y anticipándose a los crecientes peligros, una de las primeras casas de remolienda que adoptan el camuflaje comercial para esquivar las restricciones y evitar la clausura fue el citado burdel de la tía Carlina en Vivaceta, que logró mantener su actividad clandestina disfrazándose de boîte: el Bossanova. Esta treta fue usada varias veces por otras casas, por cierto. Lo curioso de este caso es, sin embargo, que en algún momento la fama de los números de la Carlina superarían a la de sus servicios como centro de prostitución, terminando convertido en un famoso centro de espectáculos.

Con altos y bajos, entonces, barrios completos fueron intervenidos y, a inicios de los sesenta, varios de los más famosos e históricos prostíbulos ya habían desaparecido. Hubo medidas muy duras todavía en la década siguiente, con clausuras abruptas y destrucción completa de ex casas de huifa. Se acabaron así los clásicos burdeles de los primeros dos tercios del siglo XX, como en Los Callejones y calle Eyzaguirre. En honor a la verdad, parte de la delincuencia, sin embargo, el tráfico de drogas y la criminalidad efectivamente ya estaban asociados a aquellos centros: fue famoso el movimiento de figuras del hampa como el Walo, el Rucio Bonito, el Cabro Eulalio o el Zapatita Farfán (pareja de la Lechuguina) o el Perro Marín (posible “amigo” de la Carlina). Armando Méndez Carrasco hace un retrato extenso de estos escenarios y personajes en “Chicago chico”.

De ese modo, solo un puñado de burdeles populares y en el clásico estilo acá descrito, llegaron a arañar los capítulos finales del siglo XX, enmascarados como cafés, boîtes o cabarets. A diferencia de lo que sucedía en Valparaíso, en donde la vida marinera y bohemia dio un poco más de aire de existencia a este tipo de sitios “romáticos”, o en La Serena, ciudad en donde competían lupanares históricos ya desaparecidos como el Savoy y Las Motores, en Santiago quedaron solo algunos lastimosamente vivos, con mujeres mayores gordas, tatuadas y cansadas, que en nada recuerdan a esa época perdida en la historia de la ciudad según quienes la conocieron. Ese rasgo clásico ya no estaría presente en los actuales centros de remolienda de la capital chilena, en consecuencia.

A su vez, el rubro y su mercado se fueron abriendo a las más refinadas “agencias” de scorts y clubes de chicas, con ambiente y público más pudiente que el de las viejas casitas de huifa. Del antiguo estilo, con sus recuerdos e historias, solo quedarán unos que otros casos casi inconexos, verdaderas excentricidades más que ejemplos de algo.

Al desaparecer físicamente las casonas de lujuria, además, hubo efectos sociales lamentables y de los que quedó poco registros. Entre ellos están los casos de ex cabronas terminadas prácticamente en la mendicidad, luego de haber dilapidado sus fortunas. Y en otro aspecto también derivado de lo mismo, hubo ciertos barrios en donde debieron organizarse grupos de vecinos que intentaron rescatar de la marginalidad a niños hijos de las prostitutas, pues habían quedado prácticamente desposeídos con el derrumbe de la actividad, procurándoles así alimentación y escolaridad con ayuda de comunidades religiosas.

En términos generales, y aunque aún sobrevivan cahuines o quilombos en perfecta actividad, ese fue el final de la historia clásica que acá hemos sintetizado tanto como es posible compactar: historia de risas y dolores; historia de placeres y sufrimientos, en la epopeya de los viejos burdeles de Santiago… El final infeliz de sus años “felices”. ♣

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