Cantando en el paseo Ahumada, en mayo de 1991. Fotografía del archivo Fortín Mapocho.
Cada mañana, en la entrada del Pasaje Matte por el lado de Ahumada llegando a la Plaza de Armas, al centro de la cuadra, la corpulenta figura de don Enrique Leyton llegaba con su guitarra, su bastón y una pequeña banquita guardada para él por manos amigas del sector. Una vez sentado en ella y con el instrumento en sus manos, llenaba con la música y su hermosa voz aquel sector céntrico y comercial de Santiago. Su presencia era tan habitual, que hasta parecía nunca iba a desaparecer de allí aquella melodía y vozarrón inconfundibles, justo en el acceso del Pasaje Matte y casi en el corazón de la capital chilena.
Don Enrique vivía los descuentos de una vida artística, sin embargo, arrastrando con su macizo volumen y sus talentos una de las historias más pintorescas de la historia bohemia nacional: el capítulo perdido de La Orquesta de Ciegos y sus jornadas en el alguna vez célebre boliche El Rey de las Papas Fritas, que estuvo ubicado en la esquina de calle Morandé con Santo Domingo, en un local hoy desaparecido y reemplazado por una sosa torre residencial.
Apodado simplemente El Rey por sus concurrentes, el bar, café y restaurante de don
Ernesto Pizarro llegó a ser un querido centro de entretención y encuentros para
las románticas formas que asumían por entonces las bohemias capitalinas, tanto la diurna como la
nocturna. Esto sucedía, aproximadamente, entre la segunda mitad de los años cincuenta y fines de los setenta. Cada una de las
jornadas en el centro recreativo era animada por las canciones del Conjunto Forestal, que fue más
conocido la Orquesta de Ciegos por tratarse de una banda musical compuesta exclusivamente de
integrantes no videntes, contando también con la voz implacable y portentosa de Leyton al
micrófono... Otro capítulo olvidado del antiguo Santiago que nunca aburría.
El escritor Luis Rivano mencionaba al club y a aquella curiosa buena orquesta en "El signo de Espartaco", ofreciendo una descripción fugaz pero muy ilustrativa del atractivo y contenido "social" del establecimiento en los sesenta, además del perfil de sus principales concurrentes, entre los que incluye a funcionarios de Carabineros de Chile con su cuartel a solo metros de allí. El autor confirma la presencia de un público compuesto por obreros, empleados públicos de bajo rango (que iban en grupo o con sus familias) y gente de medios artísticos "que creen haber descubierto la pólvora al visitar ese sitio tan pintoresco". Otros escritores como Alfonso Calderón, Gustavo Ávila y Rolando Rojo también se refirieron alguna vez a este rincón perdido de la romántica vida santiaguina.
En su mejor época, fueron conocidos en El Rey los vinos criollos y sus chichas de Villa Alegre para endulzar o acaso compensar las más bien melodías tristes del Conjunto Forestal, donde tocaban también conocidos músicos del ambiente bohemio y subterráneo capitalino, como Luis Gómez, el Ciego Alberto y Hernán Rojas, este último director del mismo grupo. Cuatro a cinco miembros solía tener en aquellas jornadas del pasado.
Y aunque reservaremos más historias de El Rey de las Papas Fritas para un capítulo especial dedicado a este establecimiento, cabe añadir también que Violeta Parra y su colega uruguayo Alberto Zapicán solían ir al boliche, hacia esa misma época en que amenizaba la banda de ciegos con Leyton en guitarra y voz desde arriba de un escenario interior, ubicado enfrente de la clientela. El estupendo grupo ofrecía así sus tangos, tonadas y boleros al público, convirtiéndose en otra leyenda ya vaporosa de la vieja generación del espectáculo santiaguino y de la escena popular chilena en general.
Siempre reconocidos como versátiles instrumentistas, los ciegos incluían habitualmente la guitarra, bandoneón y violín en sus presentaciones allá realizadas, las que a veces se extendían por varias horas más de las presupuestadas a pedido del público y del calor festivo del ambiente, según recordaban los hoy escasos testigos sobrevivientes de aquella gesta. En el mismo local conseguían las contrataciones para fiestas en otros centros y boliches, además de eventos municipales, celebraciones públicas y donde pudieran ser requeridas sus virtudes artísticas.
La banda, sin embargo, fue la más conocida de su momento pero no la única agrupación musical integrada complemente por ciegos, pues hubo otras en algunos clubes y quintas nocturnas de la época. Incluso existieron algunas muy anteriores, según ciertos testimonios. Sin embargo, puede decirse con propiedad que la Orquesta de Ciegos de El Rey debió ser la más influyente de su tipo por aquel entonces, llegando a la literatura y ganándose un puesto en la semblanza de las noches de la clase capital.
El talentoso y singular Conjunto Forestal, más conocidos como la Orquesta de Ciegos, hacia los buenos días del establecimiento de El Rey de las Papas Fritas. Fuente imagen: gentileza de don Luis Pizarro Miranda.
Orquesta de ciegos con otra alineación, retratada por Eliot Elisofon para la revista "Life" hacia 1950. Fuente imagen: colecciones digitales de En Terreno.
Don Ernesto Pizarro en su local El Rey de las Papas Fritas, atendiendo la caja. Fue el lugar en donde se hizo popular la Orquesta de Ciegos. Fuente imagen: gentileza de su hijo, Luis Pizarro Miranda.
Un dúo con el teclista Morales en el Paseo Ahumada, en agosto de 1990. Fotografía del archivo Fortín Mapocho.
Otra imagen de agosto de 1990. Fotografía del archivo Fortín Mapocho.
La entrada del Pasaje Matte, el centro comercial en donde solía estar don Enrique Leyton.
Y
aunque el tiempo se ha encargado de ir lijando y borrando esa epopeya del muro
de la memoria urbana, como sucede tantas veces, en su momento de oro el Conjunto Forestal era
conocido y respetado tanto adentro como afuera del club. Fue el implacable olvido, entonces, aquello que acabaría convirtiéndolo solo en una excentricidad.
Al aproximarse el desaparecimiento de la quinta de El Rey, sin embargo, comenzó también el tramo final de vida para la Orquesta de Ciegos, infortunadamente. El golpe de gracia a la vida nocturna recibido en los años setenta acabó separando a los músicos y dispersándolos en la misma oscuridad de sus ojos marchitos. Al parecer, algunas de las últimas presentaciones del grupo en aquella década parecen haber tenido lugar en los clubes recreativos que ocupaban la Casa Colorada de Santiago, convertida poco después en museo, y en otros barrios bohemios que intentaban sobrevivir a la situación ambiental totalmente desfavorable.
Leyton, ya marchaba por su lado y había decidido mudar sus artes en forma independiente, tras haberse retirado del grupo musical pocos años antes del cierre de El Rey y, según algunos testigos, descontento con la paga. Trasladó así su hermosa y potente voz hasta la señalada entrada del Pasaje Matte con Ahumada, repasando allí todas esas mismas piezas de boleros, tangos, tonadas y canciones populares que formaron parte de su cancionero en el desaparecido club.
Hacía poco que el Paseo Ahumada se había vuelto totalmente peatonal, además, siendo terminados los trabajos de remodelación hacia 1978, que lo dejaron convertido en el lugar de tremendo ajetreo de personas y que aún se mantiene activo. Ese mismo año, coincidentemente, cerraba sus puertas el negocio papafritero que había señalado sus inicios.
De ese modo, el ex integrante de la histórica orquesta ciega pasó a ser parte de la generación pionera de artistas y personajes variopintos que llegaron a estas cuadras del paseo capitalino, ganándose la vida con su arte y poniéndole un poco más de color ambiental al gris nativo de la ciudad capital.
Con su grosor engañoso, en realidad de hombre frágil, mas su bastón y su vieja guitarra, don Enrique llegaba desde Melipilla y estacionaba a diario allá en Santiago Centro para ofrecer trova y melodías por unas generosas monedas, volviéndose uno más de los clásicos personajes de Ahumada por 30 años o más, mientras la vida misma se lo permitió. Fue la última etapa en la vida del eximio músico, que generaciones de peatones pudieron conocer allí creyendo que nunca se ausentaría de ese pórtico de acceso a las galerías comerciales.
Íntimamente, sin embargo, don Enrique no lo estaba pasando bien en su última década de actividad. A la depresión por la muerte de su amada esposa, siguió una grave trombosis que casi lo había mandado a la tumba, aunque esas adversidades no lograrían apartarlo de su sagrado sitio en el paseo. Empero, aquel castigo inesperado dejó sus secuelas, dificultándole el poder expresarse en el habla y -lo que es peor, en su caso- para el canto. Su voz era la misma, tal vez, pero desde aquel instante, primer lustro del actual siglo, comenzó a cantar con más y más dificultad, con una tonalidad balbuciente, algo especialmente trágico para un músico casi a tiempo completo como él.
A pesar de todo, Leyton permaneció algunos años más siendo uno de los principales artistas callejeros del centro santiaguino, apareciendo en algunos reportajes de la época sobre el paseo y su vida popular. Allí envejeció y dejó su huella cantando por monedas, logrando con frecuencia que la gente se reuniera alrededor suyo solo para escucharlo, seducidos por esa voz que aún acariciaba los sentidos de los transeúntes, a pesar de las calamidades que llegaron a complicar final de su vida.
Y como sucedió con Enrique Leyton, probablemente el músico invidente que más tiempo estuvo en el centro de Santiago, varios otros talentosos artistas ciegos hacían su propia historia en esas mismas cuadras. Entre ellos, el teclista Egidio Morales, que tocaba cerca de la Plaza de Armas en Ahumada con Compañía y que alguna vez se presentó con él en las tardes del paseo de los noventa. Su amigo Carlos Jeria, en cambio, era acordeonista y uno de los artistas más reconocidos de Ahumada cerca de Agustinas. Carlos Canivilo, por su parte, quien hizo dúo también con Egidio hasta que la salud de este se lo impidió, tocaba después su acordeón en interior del Pasaje Matte y otras galerías. Canivilo sufrió una vez el robo de su instrumento por parte de despiadados delincuentes, cuando trabajaba ya en la Galería España, pero recibiendo otro de vuelta gracias a la bondad de un conocido joyero del sector, quien prefirió mantener el anonimato.
Ya en el retiro, en tanto, vivirá esos años el ex director de la Orquesta de Ciegos o Conjunto Forestal, don Hernán Rojas, último sobreviviente de aquel singular hito en la historia de la música popular chilena.
Solo el destino inexorable de los hombres pudo sacar a don Enrique de su sagrado lugar, cerca de rejas metálicas que cierran la misma galería en las noches, poniendo fin a una de las vidas más interesantes relacionadas con la historia de la bohemia y el espectáculo en nuestro país, y después entre sus incontables artistas "de cuneta". ♣
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