Detalle de una acuarela de 1835, de autor anónimo, con el aspecto del lado oriental de la Plaza de Armas antes de la aparición de los portales y en donde estuvo el Café de la Nación y el Teatro Nacional, además de la casa del señor Morandais. Se observan también los comerciantes del mercadillo de la plaza. Fuente imagen: Archivovisual.cl.
Vimos en otro artículo de este sitio que el Teatro de don Domingo Arteaga fue el primero que ostentó Santiago después de la Independencia, razón por la que se lo identifica como el espacio teatral y republicano pionero de Chile. Había sido fundado con instalaciones provisorias en la Plaza de las Ramadas de la calle del mismo nombre, actual Plaza del Corregidor Zañartu en calle Esmeralda, en 1819. Después, se trasladó hasta calle Catedral a espaldas del actual sector del Congreso Nacional y, finalmente, encontró un lugar definitivo en la plaza de calles Compañía con Bandera, de cara a la desaparecida Iglesia de la Compañía de Jesús.
Por algunos años más, el Arteaga continuó siendo la única sala auténticamente teatral de Chile, sede de varios actos públicos y del debut del primer Himno Patrio, pues no tenía competencia. Así seguiría la situación hasta que fue fundado otro teatro en el puerto de Valparaíso, durante el mismo período, pero continuó siendo el único en Santiago... Todo cambió cuando salió al paso su primer competidor: el Teatro Nacional.
Aquel nuevo teatro capitalino había sido creado por iniciativa del concesionario del Café de la Nación, don Carlos Fernández, quien advirtió un gusto creciente del público criollo por estas presentaciones dramáticas, a pesar de la inestabilidad de las mismas actividades y de los vaivenes que sufría el espectáculo en el período. El café, que había sido abierto unos años antes por el señor Rafael Hevia, también había sido uno de los primeros de su especie en la ciudad, popularizándose como lugar de encuentros sociales y de tertulias junto a la plaza mayor.
El caso es que Fernández decidió implementar en el local un corralito teatral ocupando parte del patio en el inmueble ubicado al costado oriente de la plaza, hacia donde estará después el Portal Ruiz de Tagle, luego el Portal Mac Clure y hoy Portal Bulnes. Solicitó la remodelación del edificio al profesor Andrés Gorbea. Tras la habilitación de este espacio propio, fue inaugurado el 25 de febrero de 1827 poniendo en marcha otra importante pero poco conocida etapa de la historia de las artes escénicas nacionales.
El Nacional mantenía el modelo de los teatros antiguos de corral de comedias, que se había visto en la primera versión del Arteaga y, retrocediendo hasta fines de la Colonia, en el Teatro de Oláez y Gacitúa, también fundado en el barrio de la calle de las Ramadas. Contaba con su respectiva tarima de las presentaciones y un patio amoblado con bancos aunque de mala calidad, los que servían de platea para el público.
El origen del nuevo teatro se había dado cuando llegaron desde España artistas como Teresa Samaniego, con fama ya reconocida en el país, y Francisco Villalba, comediante y gracioso por excelencia. Su arribo fue muy saludado y se volvió la principal razón por la que se había habilitado al Teatro Nacional aquel año, para que sirviese especialmente a la compañía de artistas hispanos. La actriz se presentó también el 27 de febrero siguiente tomando el rol de Yocasta en la obra “Hijos de Edipo”, en la que actuó como Etéocles el catalán Francisco Rivas. A su vez, él fue protagonista de “Felipe II” el día 8 de marzo. Ambas son obras de Vittorio Alfieri.
Detalle de un plano del Santiago del siglo XVIII, de la Biblioteca Nacional, con eje vertical Este-Oste. El número 48 señala "El Campo Santo" (cementerio de los desposeídos), el 5 la Iglesia de Santo Domingo, el 21 al "Cabildo y Cárcel Pública" (actual Municipalidad), el 24 al "Convento de las Monjas Claras" (de ahí el nombre de calle Monjitas) y el 44 la "Pila en la Plaza Mayor" (Plaza de Armas), pieza visible hoy dentro del Palacio de la Moneda. El 46, en donde se ubicó después el Teatro Nacional y mismo lugar en donde hoy está el Portal Bulnes, correspondía entonces a las "Casas del Abasto Público".
Ilustración de un viejo teatro tipo corral de comedias, formatos previos a las salas o cámaras teatrales modernas y cerradas. Fuente imagen: lclcarmen, blog de lengua y literatura.
Plaza de Armas de Santiago, sector de calles Ahumada con Compañía, en 1850. Pintura sobre papel, de las colecciones del Museo Histórico Nacional.
Detalle de acuarela de la Plaza de Armas de Santiago, por el explorador José Selleny hecha en 1859. Se puede observar en plenitud el aspecto del Portal Tagle y parte de los edificios antiguos que quedaban en pie. Fuente imagen: "El paisaje chileno. Itinerario de una mirada", del Museo Histórico Nacional.
Costado oriente de la Plaza de Armas de Santiago, hacia el sector de las actuales 21 de Mayo y Monjitas, a mediados del siglo XIX.
El teatro de Fernández logró llamar una gran concurrencia en esos momentos, felicitando el acierto de su idea que desafiaba el monopolio del Arteaga en la cartelera de espectáculos doctos por entonces disponibles. Las proyecciones se veían auspiciosas, sin duda, al punto de que la dirección del Arteaga había decidido invertir en la renovación total de su edificio para ofrecer más comodidades y atracciones al público, enfrentando así a su competidor.
Sin embargo, el 13 de mayo de ese mismo año 1827, la suerte del Nacional cambiaría para mal, cuando se presentó la obra de versos titulada “La Chilena”, escrita por el periodista de ideas federalistas Manuel Magallanes como parte de las celebraciones muy pipiolas de la reciente asunción del general Francisco Antonio Pinto en reemplazo de Ramón Freire, de cuyo gobierno el homenajeado había sido vicepresidente. A pesar de las expectativas generadas por la obra, “La Chilena” resultó en un definitivo fracaso; un rotundo fiasco que afectó al incipiente prestigio del teatro.
A mayor abundamiento, según se explicó improvisadamente por los organizadores después del papelón, la causa de todo habrían sido las intrigas de sus adversarios y la mala reacción de los propios artistas, más cercanos a ese bando pelucón con el que los pipiolos iban a medirse violentamente y terminar arruinados en los campos de Lircay, pocos años después. El francés Pedro Chapuis, sin embargo, aseguraba desde su periódico “El Verdadero Liberal” del 15 de mayo siguiente, que “La Chilena” no había sido más que “una miserable rapsodia, que los actores no habían aprendido, y que el público no había escuchado”. Agregaba que lo único rescatable en ella fue el momento de un grito que daba la actriz Emilia Hernández y que se vieron obligados a repetir en el público: “¡Viva Freire! ¡Viva Pinto!”.
Por otro lado, aunque los actores Samaniego y Villalba habían sido elogiados por la crítica después de todas las veces en que habían aparecido en escena allí, posteriores discrepancias entre ambas estrellas y sus respectivos genios del temperamento o la vehemencia llevaron a la ruptura. Vino así disolución de la compañía del Teatro Nacional, poniendo fin a una efímera pero intensa existencia.
Como consecuencia de los señalados problemas, el inicialmente promisorio teatro acabó cerrando a los pocos meses y tras tan corta vida. El final de las presentaciones en el Nacional fue el 17 de junio del mismo año, aunque quizá haya tenido algunas pocas actividades independientes posteriores. Por esta razón, además, Villalba emigró con Rivas al elenco del recientemente reinaugurado Teatro Arteaga, con su flamante nuevo edificio. Allá tomaría los papeles de galán, principalmente.
De esa manera, tras el triste e indecoroso cierre del Nacional, el Arteaga volvía a ostentar su corona como única e insuperable sala teatral de Santiago.
Además de las polémicas, hubo problemas que el Nacional nunca pudo superar y que empujaron también a su cierre. De acuerdo a otra crítica que formula “El Verdadero Liberal” del 22 de junio siguiente, con el teatro de la plaza ya paralizado, más que una casa de comedias este había parecido un corral de títeres, destacando solo por su céntrica y aventajada ubicación. Ciertamente, la infraestructura del establecimiento siempre fue su pie cojo, incluso para una sociedad que todavía estaba en pleno aprendizaje sobre el cómo relacionarse con el teatro “moderno”. No podía esperarse una larga e influyente existencia para el mismo, en tales circunstancias.
A pesar de todo, quizá haya sido por la impronta que dejó aquella casa teatral al borde de la Plaza de Armas la razón por la cual la Municipalidad de Santiago se interesó en los terrenos de aquel costado un tiempo más tarde, ya hacia mediados del siglo XIX. Llegó a ofrecer 50.000 pesos por la que había sido la llamada casa del rollo (por estar enfrente del rollo de azotes públicos) y que había pertenecido a monseiur Jean Francois Briand de la Morandais, por el centro de la cuadra, con la intención de construir allí un gran teatro para la ciudad. En este inmueble se instaló también la imprenta de “El Progreso”, la botica del señor Barrios (que era, además, una especie de club), la relojería de un señor llamado Benjamín y una sastrería en la que, según las memorias de Vicente Pérez Rosales, su dueño siempre estaba tras el mesón en mangas de camisa y delantal de saga verde. Sin embargo, la transacción nunca se realizó, por lo que el inmueble siguió siendo ocupado por diferentes firmas comerciales y talleres como los descritos.
Dicho sea de paso, el francés Morandais se había largado de allí a causa del terror que provocaba a su joven e impresionable esposa el ver a los ejecutados en la plaza colgando como ropa al sol cada mañana, justo adelante de su residencia. Por esto se mudaron a la vía que, con el tiempo, tomó apellido: la calle de Morandais, ahora Morandé, junto al Palacio de la Moneda. ♣
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