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ENTRE LA REPÚBLICA Y EL CENTENARIO: LA CIUDAD DE LOS FRANCESES POSTIZOS

Edificio Comercial Edwards, de diseño tipo Eiffel, entre el Portal Mac Clure (izquierda) y el Portal Fernández Concha (derecha), una de las esquinas más afrancesadas de Santiago, en Merced con Estado, y enfrente de la Plaza de Armas. El edificio tipo mecano y armable, construido hacia 1892-1893, fue sede de importantes establecimientos como el bar y hostal Palace, a inicios del siglo XX.

Algo queda al descubierto entre las manifestaciones recreativas santiaguinas y porteñas del siglo XIX, sobre todo en la aristocracia y parte de la emergente clase media: la fijación de la sociedad chilena con todo lo proveniente de la cultura europea y, principalmente, la francesa. Ya sea en espectáculos, cocina, enología, moda, paseos, bailes, diseño de parques y un largo, larguísimo etcétera, esta Belle Époque criolla se hace patente al observador.

Al revisar los matices y campos de la diversión santiaguina del período, entonces, saltan a la cara aquellos niveles de influencia francesa en la vida nacional en escenarios, entretención pública, formas de celebración y hasta aspectos urbanos convencionales. De hecho, son los años en que las áreas verdes de plazas, paseos y parques comienzan a ser decoradas profusamente con piezas ornamentales de compañías parisinas como Val d'Osne y Ducell et Fils: obras artísticas metálicas, más accesibles y fáciles de adquirir que las escultóricas de piedra o roca (que debían ser encargadas a artistas, además), después imitadas por la fundición de la Escuela de Artes y Oficios creada en el gobierno de Manuel Bulnes y antecesora de la Universidad de Santiago de Chile. Gran parte de tales piezas ha sido inventariada en el estudio “El Arte de la Fundición Francesa en Chile”, de 2006.

Es frecuente encontrar a algunos críticos de aquellas influencias y del propio período, sin embargo: hay, en efecto, una mirada inconforme o de reproche hacia la presencia de rasgos afrancesados en la decoración urbana, arquitectura, cultura, educación y en el mismo modus vivendi visible a la sazón en países como Chile, Argentina o Brasil. Observaciones más invectivas del fenómeno suelen esgrimir que aquellos influjos formaron parte de un proceso casi pedestre: de sencilla y vulgar imitación de las visiones europeas sobre estética y desarrollo, suponiéndola en desmedro de la identidad local en las aspiracionales urbes... En gran parte cierto, pero también en gran parte equivocado.

Mucho de aquella tendencia provenía de las clases aristocráticas y políticas, especialmente desde el inicio de la era borbónica y el influjo deciochesco sobre las colonias americanas. Quizá guarde relación con la intención de “elitizar” ciertos espacios recreativos de la ciudad durante el siglo XIX, además, algo que parece afectar el aprecio de las opiniones por el cuadro resultante de aquel proceso, tan ligado al tramo victoriano de la entretención chilena. Sucedió así en plena República con el Parque Cousiño, el paseo del Santa Lucía y el Parque Forestal, entre otros ejemplos.

Podremos ver que hay muchas observaciones a formular ante aquel juicio, sin embargo, aunque algunas tiendan a ponerse en contra de tal idea que, creemos, requiere de precisiones y una inteligencia más exacta. Además, la suposición base es que, al haberse tenido como referencia de emulación a ciudades como París o Londres, las capitales y grandes ciudades latinoamericanas habrían optado voluntaria y deliberadamente por tomar el camino de hacerse semejantes en todos los alcances posibles: arquitectura, ornamentación, artes y hasta fontanería pública. Este afán, entonces, se planteaba como una forma de sintonía con el modelo general europeo, seguido como rasgo de modernidad fácil y de progreso “oficial” siempre en desmedro de factores propios de desarrollo. Hasta se habla -casi a modo de cargo histórico- de una pretensión o aspiración a “ser europeo” por esta curiosa vía de imitación estética, cultural y material.

Ya en 1848, por ejemplo, el mismo año de ascenso del nuevo gobierno republicano en París y en los albores de la gran trasformación modernizadora de aquella capital, fue contratado por el Gobierno de Chile el arquitecto francés Claude François Brunet des Baines, coincidentemente. Poco después, lo siguieron sus compatriotas Lucient Hénault y Paul Lathoud, todos dejando su huella en importantes edificios de la ciudad.

Otro ejemplo del mismo período pero en un área cultural diferente llega en 1849, cuando miembros de la restaurada Cofradía del Santo Sepulcro fundan una escuela de música en Santiago, dejando a cargo de la misma al maestro organista Adolfo Desjardin, conocido por tocar magistralmente aquel instrumento en las iglesias parisinas. Hábil profesor, se volvería otra vertiente de tal influencia cultural gala en la sociedad chilena y en estas actividades particularmente, gracias a la iniciativa del bachiller don Pedro Palazuelos Astaburuaga ya en sus últimos meses de vida, cuando propuso la creación de dicha academia y de otras relacionadas con las artes. En el año siguiente, la innovadora escuela pasa a ser por decreto el Conservatorio Nacional de Música, fusionándose con el tiempo en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile.

Para sostener interpretaciones relativas al proceso que se vivía en la conciencia de las sociedades americanas del período, a veces se recurre también a las sentencias más radicales tomadas de la época. En el caso de Santiago de Chile, concretamente, se pueden citar las explícitas y altisonantes declaraciones del intendente Benjamín Vicuña Mackenna, uno de los grandes fomentadores de esta tendencia hacia la evolución dirigida en el desarrollo urbano, con su interés en convertir la capital chilena “en el París de Sudamérica”... Paradójico, pues el poder estratégico y económico de Francia venía en retroceso desde el siglo anterior, y en contraste su influencia cultural continuaba creciendo o inspirando al continente americano.

Sobre lo anterior, la arquitectura dominante de suntuosos caserones, Teatro Municipal, Quinta Normal, Club Hípico, Palacio de Bellas Artes, Estación Mapocho e innumerables otros ejemplos correspondientes al mismo largo período, aparecerá por sí misma como demostración palpable del descrito fenómeno imitativo… Tanto así que, por momentos, parece imposible discutir lo contrario, al menos mientras esas magníficas obras sigan de pie o siendo recordadas por los mortales.

Intendente Benjamín Vicuña Mackenna, uno de los principales agentes del "afrancesamiento" urbanístico de Santiago.

El Portal Fernández Concha en imagen publicada por Recaredo S. Tornero, en 1872. Se observa la intensa actividad de la Plaza de Armas y parte del antiguo edificio del Portal Mac-Clure, en donde está ahora el Portal Bulnes.

Vista del Cerro Santa Lucía con su paseo recién renovado, en 1874. En su aspecto general predomina, evidentemente, un europeo clásico y romántico.

Mercado Central de Santiago hacia 1880-1900, esquina de Mapocho con Puente, en postal de época. Se observan sus antiguas cúpulas y el frente que tenía el edificio en su cara norte.

Postal de la desaparecida laguna del Parque Forestal y su terraza con kiosco neoclásico. Al fondo, el Palacio de Bellas Artes y parte del monumento francés obsequiado a Chile para el Centenario Nacional.

Detallando un poco, hay innumerables casos en donde las crónicas avalan -para bien o para mal- la pertinencia de las comparaciones entre la urbanidad o la forma de vida en la pobre República y sus grandilocuentes referentes europeos. También hay claras contradicciones entre las conclusiones a las que llegan unos y otros autores, por cierto.

En 1880, por ejemplo, el viajero italiano Antonio Gallenga describía de la siguiente manera a la capital chilena, en su libro sobre Sudamérica:

La ciudad de Santiago es realmente espléndida, con calles anchas y derechas y con buen pavimento empedrado; con arboledas y fuentes en las plazas, magníficos edificios públicos y suntuosas casas particulares; con la Alameda o avenida popular, de tres millas de largo, regada por cuatro acequias; con un parque o un paseo para coches; y una Quinta Normal o hacienda modelo, ahora transformada en paseo fresco y de sombrío suelo, un palacio de exposición, un museo, y al final tiene un alto cerro, el Santa Lucía, visiblemente destinado por la naturaleza para una ciudadela como la Acrópolis de Atenas, desde el cual se ve toda la ciudad; como el Pincio en Roma, y dominando un largo panorama de llanura o montaña como el Superga en Torino, en realidad teniendo lo necesario para una nueva capital grande, rica y majestuosa. Mejor lugar para una ciudad habría sido difícil escoger. En el centro de un vasto y verde llano, rodeado por cerros morenos y atravesado por el río Mapocho, cuyo valle forma una brecha en la muralla de las montañas, abriendo un vasto panorama de las nevadas cordilleras con el Tupungato, que levanta su cabeza a un altura de más de 22.000 pies, un gigante de los Andes tan enorme que nuestro Mont Blanc difícilmente podría alcanzar hasta sus hombros.

Sir Horace Rumbold recordaba también cómo era el Santiago que había conocido, cubriéndolo de elogios que, igualmente, contrastan un tanto con los juicios críticos hechos por otros viajeros de la época (citado por Armando de Ramón):

...apacibles calles bordeadas de hermosas casas, la mayoría de ellas construidas según el modelo de aquellos petit hotel parisienses, aunque algunas en un estilo más pretencioso, y cuyo somnoliento reposo era turbado, ocasionalmente, por el rodar que producía un bien equipado carruaje que aventajaría a los del Bois de Boulogne.

Empero, se pecaría de cierta parcialidad y obcecación al endosar solo a un afán “europeísta” el ánimo de urbanistas, paisajistas, artistas y agentes de cultura en general, en el Santiago del primer siglo republicano; siempre señalando a Vicuña Mackenna y a otros forjadores de sus rasgos neoclásico-modernistas (varios procedentes del mundo privado, como la familia Cousiño) como los responsables de todo. También se desconoce, en tal juicio, el hecho de que la imitación del modelo francés se vio favorecido en estas tierras por un asunto tan trivial como sencillo: el acceso técnico y la funcionalidad.

En efecto, las comentadas fontanería y mobiliario artístico eran fabricados en serie y vendidos a granel por catálogos para compra; los estilos de ferretería tipo macano, de escuela Eiffel, eran altamente convenientes y rápidos de armar en edificios públicos como el Mercado Central o los posteriores puentes del río Mapocho; mientras, las escuelas artísticas relacionadas con movimientos franceses solían ser difundidas por residentes de esa nacionalidad en el país. En la arquitectura, además, modelos como el cité residencial iniciado por Emilio Doyère resultaron ser eficientes soluciones urbanas para las necesidades y recursos de la época, dejando atrás a los insalubres conventillos, los despachos, las habitaciones obreras y los llamados cuartos redondos.

Sin embargo, la impresión de que prevalecía solo el afán “europeísta” o una mera copia, sigue viéndose favorecida y respaldada por otros viajeros extranjeros llegados sobre todo desde el mundo anglo, como el periodista norteamericano James S. Whitman en 1889. Al visitar Santiago, quedó convencido de que esto no era por semejanza o uso de modelos, sino fundamentalmente imitación:

A los santiaguinos les gusta imitar en todo a los franceses y particularmente en su forma de vivir. Pasan la mañana con una taza de café y bollos hasta el dejeuner, en que se disponen a comer una cantidad de alimentos muy condimentados... Todo lo que proviene de Francia es particularmente bien recibido en Santiago. Las casas se amueblan al estilo francés; los productos franceses son los que dan el atractivo principal a las tiendas. La literatura que más apasiona es la novela francesa. El uniforme de los soldados es de corte francés. El gobierno envía a los jóvenes más prometedores a estudiar a París y la mayoría de los que reclaman una buena posición en la sociedad han visto al menos algo de la vida en la “capital de la alegría”. Los comerciantes son en su gran mayoría extranjeros, franceses o alemanes.

Bien sea por prejuicio o, a la inversa, por un buen ojo crítico, entonces, el caso es que hubo quienes no visualizaron la justicia de una influencia real (directa o indirecta) del modelo parisino sobre la vida en esta capital, sino una cuasi impostura como único motor.

En sintonía con tales conclusiones, otros visitantes y cronistas hasta se mofaron de lo burdo que les parecía el afán aristocrático en Santiago, al observar residencias palaciegas pero frágiles, de materiales tan modestos que solo con las manos podían removerse partes de sus columnas, molduras, decoraciones de fachada y revestimientos de yeso. Se confirman esto en las memorias que Albert Malsh publica en Ginebra en 1907 (“Le dernier recoin du Monde. Deux ans au Chili”, también citadas por De Ramón), en donde decía que todo en Chile era solo apariencia y que las mansiones más elegantes eran “una fachada grandiosa y nada tras ella”... “Majestuosas columnas, frisos, capiteles, zócalos veteados de mármol, pero, por favor, no lo toquéis porque el pedazo quedará en vuestros dedos. Aquí como allá, todo está falsificado, todo suena a hueco”, concluía el viajero

A juicios muy similares llegaba Alejandro Venegas en pleno Primer Centenario, cuando describía en sus cartas reunidas en “Sinceridad. Chile íntimo en 1910” (publicada con pseudónimo y con misivas dirigidas al presidente Ramón Barros Luco), en qué se había el convertido el urbanismo chileno de entonces: “Nuestras mejores ciudades son un amasijo de mármol y de lodo, de mansiones que aspiran a palacios y de tugurios que parecen pocilgas, de grandeza que envanece y de pequeñez que avergüenza”.

El antiguo Portal Edwards de la Alameda de las Delicias, en las proximidades del barrio de la Estación Central.

Fachada y pasaje del Teatro Politeama a espaldas del Portal Edwards, hacia 1920-1930.

Fachada de la Casa Francesa, famosa tienda de larga duración en Santiago, en imagen fechada hacia 1895.

Aviso sobre exposiciones de juguetes en la Navidad de 1902, en el diario "El Mercurio". En lugar de "Viejos Pascueros", incluían niños, juguetes o muñecos.

Carruaje para caza que perteneció a Luis Felipe de Francia y que después pasó al Gobierno de Chile. En  1915 (año de la imagen antigua, revista "Sucesos"), el carro estaba en el Fundo Lo Águila de la familia Toro Herrera. Hoy está en el Museo del Carmen de Maipú.

De Ramón hace notar, sin embargo, que el viajero y explorador de origen austríaco-francés Charles Wiener tuvo palabras más encomiásticas para lo que ve en Santiago, cuando escribe en París, en 1888, que el Palacio Cousiño era “la casa más lujosa de la ciudad; las artes y el arte aplicado a la industria, la elegancia, el buen gusto y el confort, constituyen aquí un conjunto digno de ser destacado”. Coincide en parte con Rumbold, incluso si sus expresiones proviniesen solo de la misma buena crianza de ambos, reflejada ahora en palabras condescendientes o lisonjeras.

Ciertamente, había una innegable obsesión de la élite bien representada en el ilustre intendente Vicuña Mackenna: una necesidad de tomar elementos del mundo clásico mediterráneo y de la elegancia lujosa de la Europa romántica, para trasladarlos tan parecidos como fuera posible hasta la limitada estética chilena. Un intento de afrancesamiento evidente y explícitamente reconocido, en otras palabras. Además, las ideas libertarias encarnadas en La France también fueron inspiración de muchos intelectuales nacionales presentes desde los tiempos de la Independencia y el ordenamiento republicano cuanto menos, alcances que fluyeron a los aspectos del arte, el teatro, la diversión y la mesa de los santiaguinos de esos días.

Echando cuentas por la historia, se sabe que el primer barco francés había llegado a Chile hacia 1701, y con ello también comenzó la venida de inmigrantes de ese origen. Influyeron como nada lo había hecho hasta entonces sobre la moda local, fusionando incluso el novedoso concepto del lujo y la elegancia con las tendencias “rotosas” del vestir criollo, al menos en ciertos estratos. Algo dijo al respecto Nicolás Palacios en 1904, en su “Raza chilena”:

Pues bien, ningún santiaguino “que se aprecie en algo” es capaz de sacrificar en lo más mínimo la elegancia de su traje ni la de los muebles de su casa por consideraciones de interés general. Vestir a la dernière, según los últimos figurines de París o Londres, es para ellos de necesidad absoluta. Y como ellos hacen las leyes, no dictarían ninguna que contraríe o perjudique sus más altas ambiciones. Los norteamericanos anduvieron muchos años vestidos de paño burdo, calamorros y sombrero ordinario antes de igualar y luego sobrepasar a la industria europea...

Para autores como Agustín Ross, sin embargo, toda aquella influencia cultural estuvo limitada siempre solo a las clases pudientes y dominantes, por lo menos en lo referido a accesos comerciales, de acuerdo a lo que había señalado en “Reseña histórica del comercio de Chile en la Era Colonial” de 1891:

En Chile, sobre todo, según hemos dicho en otras ocasiones, a causa de la distancia de la metrópoli y de las demás condiciones que hemos expuesto, solo las familias ricas podían comprar algunos de esos artículos de procedencia europea, mientras las clases menos acomodadas se vestían únicamente de jergas ordinarias tejidas en el país, y no usaban más vajilla que la de barro toscamente elaborado.

Teniendo bajo la lupa, entonces, el que la “importación” francesa a Chile es muy anterior a la irrupción de los aspirantes de tiempos republicanos a barón Haussmann (el autor de la gran revolución urbanística parisina), de todos modos la tendencia descrita y que se extenderá hasta parte del siglo XX respondió a las noticias sobre la trasformación estética de Francia, entre su Primera República y Segundo Imperio, más precisamente.

Pruebas explícitas de aquello parecen hallarse en el Proyecto de Transformación de Santiago presentado en los preparativos del Centenario Nacional con la intención de remodelar la ciudad con circunvalaciones y vías diagonales inspiradas en la modernización parisina. Estos planes eran evaluados y discutidos por una Junta o Comité de Transformación integrado por altas personalidades y también por expertos en urbanismo como Josué Smith Solar y el llamado Arquitecto del Centenario, Emilio Jécquier, además de Alberto Mackenna Subercaseaux, futuro intendente autor de la transformación del cerro San Cristóbal.

Otros ejemplos interesantes provienen de casos tempranos demostrando el interés de las propias autoridades y hombres notables de la época por participar culturalmente de la luminosidad europea y hacerse de una parte de ella, más allá de sus linajes, relaciones sociales y negocios. Así, llegaría a Chile un lujoso carro para paseos y caza modelo Break Char-à-Banes que había pertenecido al Rey Luis Felipe de Francia (1773-1850) y del que solo existían dos ejemplares: este y otro adquirido por la Reina Victoria, hoy en las caballerizas del Castillo de Windsor. El lujoso coche fue adquirido por el agente representante Francisco Javier Rosales para el propio Gobierno de Chile, curiosamente. Sin embargo, después fue vendido a don Domingo de Toro y Guzmán durante el gobierno de Manuel Montt. Actualmente, está en el Museo Histórico del Carmen en el Templo Votivo de Maipú.

Empero, se debe insistir en que no existía otro gran referente de modernidad que no fuera el europeo, estimándose al francés como un verdadero renacimiento de artes y arquitectura, a la sazón. Súmese a esto la creciente presencia y nuevas influencias de ciudadanos franceses en Chile, por entonces, reflejada en la vinicultura, la alta cocina y los espectáculos de variedades. La natural ambición por parecerse a Europa o tener algo de ella, entonces, no era otra que la ilusión de querer participar del fenómeno de renovación social y progreso material, con el gran referente en Francia. De cierta forma, era un intento ingenuo de los pueblos jóvenes e inexpertos por ir a la par del desarrollo; por “subirse al tren” evolutivo en todo orden de cosas e instancias.

Clásico aviso navideño de la Casa Pra, en diciembre de 1902. Otro influjo fuertemente afrancesado en el comercio de Santiago y Valparaíso.

En la Navidad de 1903, la gráfica clásica seguía siendo la utilizada por la mayoría de las grandes casas comerciales para publicitarse, como se observa en este otro aviso de la Casa Pra.

Publicidad para la Casa Francesa en 1912, en la revista "Zig-Zag". Además de la influencia directamente franca en los nombres, productos y referencias usadas por la publicidad, se advierte también la influencia del modernismo art nouveau en el diseño gráfico.

Menú de la comida ofrecida a Augusto d'Halmar (Thompson) con motivo de su viaje a Europa, el 9 de noviembre de 1907. Redactado con los nombres franceses de los platos y con dedicatoria de Arturo Blanco. Fuente imagen: Biblioteca Nacional Digital.

Parte del menú de un antiguo restaurante llamado Galpón de la Vega, a principios del siglo XX, publicado en "Sabor y saber de la cocina chilena”, de H. Eyzaguirre Lyon. A pesar de ser un lugar popular, aparece enteramente en francés: "Paté foite, corbine, filet de boeuf, dinde roti, asperges et artichauts, fuits, fromages, glases, café, liqueurs et cigares".

Menú del banquete dado a las autoridades por el ministro de guerra y marina, don Andrés Guerra Toledo, en su casa familiar de calle Compañía 2075, a propósito de la inauguración del Monumento a los Héroes de la Concepción en la Alameda de las Delicias, el 18 de marzo de 1923. Se observa aún la primacía del menú francés. Fuente imagen: diario "La Tercera".

Tampoco parece del todo acertado proponer a Vicuña Mackenna como punta de lanza de algún sentimiento pro-europeo que fuera más allá de lo meramente estético y artístico en el concepto imperante del urbanismo y la vida social, a todas luces aristocrático. La inclinación francesa también pudo haber sido abonada por el sentimiento libertario que inspiró a Chile desde 1810, después traducida a otros aspectos e instancias que llevaron a ajustes, modificaciones y propuestas novedosas por casi todas las capitales americanas, alcanzando a los aspectos cotidianos, el comercio y la diversión que tratamos acá.

Por obnubilada que la intelectualidad decimonónica estuviera con la seducción de modelos europeos y por mucho que se haya propuesto disfrazar a Santiago de un falso París, se recordará también que Vicuña Mackenna fue uno de los exaltados fundadores de la Unión Americana, junto Manuel Blanco Encalada, Manuel Antonio Matta, Isidoro Errázuriz, Federico Santa María y José Victorino Lastarria. Esta organización surgió, precisamente, como repudio de los letrados y americanistas a las intervenciones sobre Santo Domingo, México y las islas Chincha de Perú, con la idea (a ratos sensata y a ratos paranoica) de que la vieja Europa, ya exhausta y culturalmente agotada, tenía codicias puestas sobre América, continente joven en proceso de unidad confederada, con un gran horizonte de progreso y de vanguardia en todos los ámbitos de creación humana.

Aquella apreciación surgió con la creencia de que España intentaba una guerra de reconquista continental, al ocupar las Chincha, y el futuro intendente de Santiago fue uno de los principales activistas y agitadores de aquella cruzada que condujo a la extraña guerra de 1865-1866, en contra de la flota hispana y a favor del Perú para la expulsión de los españoles. Tal aventura estaba inspirada únicamente en la alergia antieuropea de políticos e intelectuales y en la ilusión de la unidad americanista que no tardó muchos años en volver a quedar derrumbada, por las varias pasiones diplomáticas de aquel entonces.

La España que perdía sus colonias era el símbolo de la decadencia a ojos de tal corriente de pensamiento. Sin embargo, y a pesar de lo bien que coincidía con tal discurso la intervención imperial sobre México, la jovial Francia llena de arrestos vibraba mejor con la melodía de futuro, para muchos de ellos. Ofrecía, además, sus adelantadas experiencias revolucionarias, su republicanismo… Hasta el nombre de la América Latina, aludiendo a la raíz de sus lenguas y a su ubicación geográfica, parece ser una astuta creación francesa iniciada por el escritor Michel Chevalier y divulgada después en Chile por americanistas como Francisco Bilbao (quien, curiosamente, se manifestó después adversario de la intromisión francesa en el continente a raíz de la invasión de México), buscando contrarrestar lo que podría llamarse identificación iberoamericana o hispanoamericana.

La relación de los “europeístas” en la vida social chilena, entonces, no podía ser diferente a la de cualquier encandilamiento con un fenómeno novedoso y promisorio asociado a la modernidad, cuando Europa seguía siendo el núcleo de todo lo que se derramaba sobre América, especialmente en artes, espectáculos, cultura, filosofía, logias y política. En el comercio, en tanto, hacían historia tiendas de se origen como la Casa Francesa y la Casa Pra; y en la oferta culinaria cundían negocios como el restaurante Santiago de Papá Gage, el Casino del señor Pinaud y después los afrancesados salones de otras. Los menús de banquetes, hoteles, restaurantes y hasta algunas cocinerías modestas se imprimían invariablemente en francés, como era el caso del Galpón de la Vega, en el mercado del mismo nombre y a pesar de su rasgo popular.

El ámbito estrictamente artístico y estético de irradiación francesa sobre el gusto aristocrático nacional, incluyendo los ejes de entretención y recreación que se apartaban del criollismo o del tradicionalismo, no habría sido posible si correspondiesen exclusivamente a un afrancesamiento por imitación o adopción de etiquetas. Este caudal continuaría con el espectáculo criollo del siglo XX, fuertemente influido por el arte bataclánico tipo Folies Bergère y el vodevil francés en general.

También estuvo el antecedente cultural representado por el modelo militar francés tibiamente asomado en los tiempos de la Independencia, pero que entró en revisión y declinación justo tras la Guerra del Pacífico. Esto se habría debido, en gran medida, a la actitud intervencionista y proclive a los aliados que tuvo Francia en pleno conflicto, pero motivado esencialmente por la necesidad  de profesionalización del Ejército de Chile desplazando el modelo doctrinario francés-legionario, formalizado en 1848, por el de la prusianización a partir de 1885, también debido a las cercanías diplomáticas con el país germánico. Atrás había quedado, entonces, la época en que los chilenos entraron a Lima en 1881 tocando “La Marsellesa” entre sus himnos, evitando así provocar con el suyo a los locales.

En el campo del urbanismo y la arquitectura, en cambio, la influencia francesa se mantuvo activa y casi intacta en sus bríos todavía en el Centenario y hasta unos años después, de modo que no pertenecía a un fenómeno “integral” de copia generalizada o de aspiración a identificarse con la cultura francesa, sino más bien a un aspecto o rostro específico en la misma ola de imitación e inspiración. El arribo de nuevas tendencias, modas e inclinaciones, como fueron las escuelas modernistas o la superación del neoclásico y el art nouveau al arribar movimientos más novedosos tipo art decó, bauhaus y monumentalismo cívico, marcarían el eslabón que se inicia la ruptura con las propuestas más clásicas que reinaban en la sociedad santiaguina.

En otro aspecto, alrededor del cambio de siglo continuaron importándose obras de ornamentales y artísticas de casas francesas cuyo trabajo y comercio se volvió un verdadero símbolo de la expansión del gusto europeo por el mundo, a nivel de parques y áreas verdes. La realización y participación chilena en ferias internacionales fue una puerta abierta a esta clase de influencias decorativas, así como la llegada de expositores franceses e ingleses en estos encuentros.

La distancia ideológica de las naciones americanas con las europeas tampoco sería obstáculo para que su modelo de intervención urbana permaneciera vigente como símbolo de progreso, desarrollo y cultura. Lo propio sucedía con prácticas recreativas y deportes de orígenes más aristocráticos como el boxeo, el fútbol o el tenis, todos con referente gestacional en el Reino Unido y favorecidos por su colonia residente. Otros, como la hípica, simplemente incorporaron el modelo europeo en tradiciones de equitación que ya existían en el mundo criollo.

Hacia 1909, vigente aún el fenómeno del encandilamiento con el europeísmo más clásico y romántico, la fundición parisina Val d’Osné había producido por segmentos la magnánima figura de la Inmaculada Concepción de la Virgen María que se montó en la cumbre del cerro San Cristóbal, como todo un emblema de la ciudad y un icono característico para las postales de Santiago. Casi inmediatamente después, los festejos de 1910 dieron ocasión a un verdadero festival de inauguraciones y eventos en edificios rotundamente afrancesados, como el Palacio de Bellas Artes y, más tarde, la Estación Mapocho. Fue el apogeo de la fiebre alta, pero seguida de una mejoría.

La irrupción de estilos o corrientes de apertura ecléctica en los años que siguieron, irían dejando atrás las vestiduras francesas y sus semblantes neoclásicos en un Santiago hasta hacía poco sumido en su propia Belle Époque. Tal vez fuera consecuencia de que los propios franceses comenzaron a superar su propio romanticismo, abriéndose paso a nuevas formas de enfrentar la modernidad, aunque el gentilicio nunca dejó de ser un referente importante para la arquitectura, el urbanismo, la estética pública, las artes culinarias, la vinicultura y las propuestas de espectáculos de entonces.

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