Piezas de cerámica perfumada clarisa. Imagen de 1960, publicada
en Memoria Chilena.
Hubo una época de Santiago en que, para las fechas navideñas,
un regalo figuraba entre los más cotizados y agradecidos: las cerámicas
ornamentales de greda perfumada que se producían en el convento
de las religiosas clarisas o claras. Símbolo de las celebraciones de fin de año y de los regalos más prolijos en la sociedad chilena de entonces, correspondían en la mayoría de los
casos a recipientes o miniaturas de greda cocida, policromadas
con esmaltes y con esa característica del agradable aroma a
flores y bálsamos que expelían al ambiente, en el caso de la
vajilla aportando un saludable toque herbal a los alimentos o
bebidas.
Las fabricantes de tan apetecidas piezas eran las Monjas de la Orden de
Santa Clara, famosas también por su producción de dulces y
confites. Se establecieron en Santiago en un solar de La
Cañada, actual Alameda, en donde se levantó su gran convento cerca del
Cerro Santa Lucía y frente al complejo de San Juan de Dios, en
1604. Las claras vendían piezas estas cerámicas en el mismo convento, pero los comerciantes de la ciudad solían llenar los puestos con ellas durante la gran feria navideña de la Alameda de las Delicias, que se realizaba durante el siglo XIX y buena parte del XX, convirtiéndolas así en uno de los obsequios favoritos de las familias para la Nochebuena y otras celebraciones.
Como el castillo de las diestras monjas ocupaba el lugar en donde está ahora la Biblioteca
Nacional, en aquellos años la actual calle Mac Iver era llamada
calle de las Claras, precisamente por su presencia allí en la esquina con la Alameda. Un grupo de
ellas, sin embargo, tras una disputa al interior de
la orden se trasladó hasta otro terreno cedido por don Alonso del Campo en
la cuadra al Norte-oriente frente a la Plaza de Armas, donde
permanecieron por cerca de 140 años hasta que don Bernardo
O'Higgins enajenó esos terrenos y los vendió hacia 1821, sumido en la urgencia de financiar los gastos militares de las guerras de la
Independencia y de la expedición a Perú. Llamadas de preferencia monjas clarisas para distinguirlas de las hermanas claras en la Alameda, recuerdo de aquella pasada es el nombre que
recibe la calle donde estaban junto a la plaza: Monjitas.
La fabricación de la fina y delicada cerámica perfumada en los
talleres de artesanías las claras puede haber comenzado hacia
inicios del siglo XVII, según algunos cálculos. Aparecen mencionadas por el
cronista Diego de Rosales hacia 1670, en su conocido trabajo
"Historia general del Reino de Chile. Flandes Indiano", al
referirse a las exportaciones de productos chilenos hasta Perú:
Además de esto se llevan al Perú grandísima cantidad de
jarros y búcaros, de formas muy curiosas, muy delgados y
olorosos, que pueden competir con búcaros de Portugal y de
otras partes, tanto que sirven a la golosina de las mujeres,
aunque los apetecen para la vista por su hermosura, los
solicitan más para el apetito.
Este interés peruano en tales productos aromatizados hechos en
Chile queda confirmado, además, en un inventario de las posesiones del
Virrey de Perú el Conde de Lemos en ese mismo siglo, donde
figuran varias piezas de cerámicas perfumadas chilenas. Esto da un indicio de la calidad que tenían y de su exclusividad como patrimonio de las monjas claras, que guardaban bajo siete llaves los detalles de su fabricación.
Un puesto de ventas navideñas en las pascuas de 1906. Imagen publicada en portada de la revista "Zig Zag".
Puestos de venta de "ollitas de greda" y figuritas en la feria de Pascuas de la Alameda, en revista "Corre Vuela" del 29 de diciembre de 1909.

El Convento de las Monjas Claras en la Alameda pocos años
antes de su demolición.

Imagen de las monjas claras en sus claustros,
mostrando parte de las cerámicas perfumadas que fabricaban
en los talleres dentro del convento. Imagen de los archivos de la Biblioteca
Nacional.
Se sabe que las monjas solían producir las festivas piezas artesanales en su reclusión durante
todo el año. De seguro, en más de alguna oportunidad debieron
trabajar a pedido, pues la demanda era alta, especialmente hacia
fines del siglo XVIII, dada su indiscutible popularidad. Utilizaban para ello
una mezcla de arcilla, arena fina y caolín, creando piezas de
paredes muy delgadas, en algunos casos muy frágiles, pero
cuidadosamente pintadas con colores relucientes.
El olor que desprendían esas maravillas
era descrito como algo semejante a "pétalos de rosas", especulándose que podía provenir de
sales o esencias que se agregaban a la mezcla de la arcilla o
bien a los esmaltes usados en el policromado de las figuras. Este
olor brotaba y se hacía más intenso especialmente en el caso de los cantaritos, tazas o
mates cuando eran expuestos al calor del brasero, para calentar su
contenido. La leyenda sugiere incluso que algunas damas no resistían la tentación de mascarlas o comer pequeños trozos, aunque puede que esto provenga de la costumbre de la bucarofagia que los hispanos llevaron algunas partes del Nuevo Mundo: dar pequeños mordiscos a búcaros de barro rojo, según se dice por ciertas propiedades alucinógenas, algo que estaría aludido en el famoso cuadro de "Las Meninas" de Velásquez de acuerdo a algunas opiniones.
La belleza artística era el otro atractivo de la artesanía
clarisa: se hacía sobre las piezas una cuidadosa decoración
que incluía motivos florales y aves. Ya hacia la etapa final
había producción de muchas miniaturas de pájaros, perros y
corderos, inclinación zoomórfica que podría explicarse por el
amor animalista que han profesado tradicionalmente los grupos
religiosos relacionados con la figura de San Francisco de Asís,
como advierte la investigadora María Bichon. Las obras más
populares eran las miniaturas de mates, teteras, platillos,
mesas con vajillas y braseritos o salamandras, además de tazas y
platos con flores en relieve, palmatorias, sahumadores con forma
de paloma y vasijas con tapas de flores y pájaros.
Probablemente, entonces, no hubo en la Colonia una casa
aristocrática de Santiago en donde no figuraran como adornos tales curiosidades, ni clan
familiar que no atesorara al menos una de dichas piezas todavía
en el siglo XIX. Muchas de ellas eran regaladas especialmente a
benefactores y colaboradores de la orden, además, como un tributo simbólico de gratitud. Y don Diego
Portales, en una de sus famosas cartas a su amigo Antonio
Garfias, le suplica en 1835:
Por Dios le pido que me mande dos matecitos dorados de las
monjas, de aquellos olorocitos: con el campo y la soledad me
he entregado al vicio, y no hay modo que al tiempo de tomar
mate, no me acuerde del gusto con que lo tomo en dichos
matecitos. Encargue que vengan bien olorosos, para que les
dure el olor bastante tiempo, y mientras les dure éste, les
dura también el buen gusto; junto con los matecitos, mándeme
media docena de bombillas de caña, que sean muy buenas y
bonitas.
Incluso durante la centuria siguiente quedaban algunas creaciones de aquel tipo guardadas
en alguna vitrina de familia, como herencia de bisabuelos y
tatarabuelos. De seguro habrá más de alguno por ahí entre
particulares, aunque no estén seguros de su valor. Otros sobreviven
enclaustrados tras los cristales de colecciones como las del Museo Histórico Nacional y
en el Museo del Carmen del Templo Votivo de Maipú. Esta última
institución cuenta con una pequeño pero valioso set donado por
doña Esther Lois Cortés. También hay varias cerámicas en
colecciones privadas, aunque de difícil acceso.
Llamadas popularmente "locitas de las clarisas",
"gredas de monjas" u "ollitas de las monjas", el
investigador costumbrista Raúl Francisco Jiménez consideraba
esta forma de artesanía chilena con la relevancia y la
importancia folclórica de las cerámicas de Quinchamalí,
Limache o Pomaire, pues eran una genuina y auténtica
manifestación cultural-artística, además de un producto
nacional muy típico en su época.
Al decir de la gente que conoció estos trabajos
-escribió en la revista "En Viaje" en 1960-,
verdaderos milagros de unas manos superadas en
paciencia, eran significativas miniaturas perfumadas que
se ofrecían, no para la venta al público, sino para
regalo de sus benefactores y síndicos.

Colección de cerámicas perfumadas de las monjas claras en el
Museo del Carmen de Maipú.

Más miniaturas aromáticas del Museo del Carmen, donadas por doña
Esther Lois Cortés.

Más colecciones de miniaturas de cerámica perfumada clarisa
en el Museo del Carmen, del Templo Votivo de Maipú. Destacan
los colores rojos, dorados, verdes, amarillos, negros y
ocres del policromado.

Campana del Claustro de las Monjas Claras, del
siglo XIX. Estaba ubicada en torno a la entrada
del mismo y actualmente se encuentra en las
colecciones del Museo del Carmen (donación de
doña Ana María Ladrón de Guevara de Riesco).
El misterio que se atribuía en
su época al trabajo de las monjas era, también, el cómo hacían
para que el perfume de las piezas perdurara tanto tiempo, casi sin
desaparecer sino hasta pasados los años. Toda la técnica, además, siguió siendo celosamente
transmitida por monjas superiores a otras aprendices, y así la
fórmula nunca salía del puñado de iniciadas dentro de los talleres del claustro.
Perdiéndose de esa forma aquel secreto alquímico al irse diluyendo y
reduciendo el arte entre las clarisas de Santiago, comenzaron a
cundir falsificaciones que no llegaban ni a la sombra de
aquellas viejas y exquisitas piezas originales. La última
artesana original de figuras perfumadas que sobrevivía y seguía
fabricando tales joyitas fue sor María del Carmen de la
Encarnación Jofré. Con su fallecimiento, sucedido el año 1898,
Chile parecía haber perdido para siempre una de sus más bellas y
especiales artesanías típicas, pues los conventos de monjas
clarisas de La Florida, Puente Alto y Los Ángeles también se
apartaron de su propia industria y señalaron el final de la
tradición cultivada allí en el Monasterio de Santa Clara, que
fuera demolido en 1913 para construir el edificio de la Biblioteca
Nacional, como hemos dicho.
Hacia principios del siglo XX, habían muchas piezas perfumadas
de cerámica en el mercado, pero hechas por artesanas que habían
sido asistentes de las monjas en sus talleres, de modo que ya no
pertenecían a las facturadas por las religiosas del convento ni
tenían la calidad de las verdaderas. Luego vinieron otras
cerámicas pintadas de manera parecida, pero figurativamente más relacionadas con las
artesanías tradicionales de pueblo, como recordaría Jorge Délano
en su libro "Botica de turnio" de 1964, haciendo recuerdos
traídos de inicios de siglo, antes del Primer Centenario:
Como a los diez años, edad en que empecé a emanciparme,
incursionaba entre Pascua y Año Nuevo, junto con algunos
compañeros de colegio, por las "ventas" de la Alameda,
callampescos quioscos que se alineaban a lo largo del más
antiguo paseo santiaguino. En algunos había un letrero en
que se leía: "Aquí está Silva", lo que significaba que allí
se expendían "cola de mono" y "ponche con malicia". En los más
inocentes vendían frutas, "aloja" y "locitas de las monjas",
representaciones estas de figuras populares modeladas con
primitiva gracia en greda cocida y coloreada con un esmalte
al que las monjitas deben haber mezclado algunos granos de
almizcle o quizás de incienso. Ahora las hacen muy
semejantes en Pomaire; pero sin el peculiar olor que me
incitaba a chuparlas.
Jamás he vuelto a percibir ese aroma tan misterioso y
evocador. Si hoy volviera a encontrarlo me sentiría de nuevo
enfundado en mi traje blanco de marinero, con el nombre de
Arturo Prat escrito en letras doradas sobre la frente.
(...) ¡Ah! ¡Si yo pudiera sentir una vez más el olor de
las "locitas de las monjas"! Pero el secreto se ha perdido,
y ahora las pintan al "duco".
No obstante tan lapidaria apreciación, Jiménez sugiere que sí habrían existido
personas que manejaron parte de la secreta técnica, o al menos
supieron imitarla, cuando estaba extinta ya la producción
artesanal de las monjas clarisas: "Sin embargo, esta técnica escondida la obtuvieron
ciertas familias ajenas a los ajetreos religiosos, y la
fueron transmitiendo por herencia a sus sucesores".
El descrito caso fue el de la artesana Sara Gutiérrez Jofré, quien proveyó a la
sección de folclore de la Biblioteca Nacional algunos
pintorescos trabajos con el descrto estilo y concepto, aunque mantenían notorias
diferencias respecto de las originales de las monjas claras,
como el uso de muchos motivos antropomórficos e iconografía
costumbrista.

Miniatura perfumada de pichel, moldeado y policromado por las
monjas clarisas en el siglo XIX. Museo Histórico Nacional.

Cerámicas perfumadas de las monjas claras. Museo Histórico
Nacional.

"Perro rojo", cerámica de Talagante también en el Museo
Histórico Nacional. La figura está rotulada sólo como "cerámica
moldeada y policromada (siglo XX)" de autor anónimo, pero nos parece muy parecida tipo de artesanías perfumadas que
difundieron por aquella localidad talagantina las hermanas
Gutiérrez, especialmente doña Sara Gutiérrez, alguna vez
colaboradora de la Biblioteca Nacional y del mismo museo.

Pequeño florero encintado, también perteneciente a la
cerámica perfumada de las monjas claras. Museo Histórico
Nacional.
El problema es que doña Sara tampoco habría revelado del todo su
técnica, esa con la que reinterpretó con bastante aproximación general la forma de artesanía en
greda aromática. La razón de esto era casi sanitaria: aseguraba que era peligrosa y podía
producir ceguera en artesanos inexpertos que se aventuraran en
la producción de tales piezas. Gracias a su influencia, sin
embargo, hubo una interesante producción de cerámica perfumada
en Talagante, aunque sin la importancia ni la calidad de la
hecha antaño por monjas clarisas.
En 1975, sin embargo, la investigadora del Museo Histórico
Nacional doña Vanya Roa Heresmann hizo públicos resultados
que pondrían luz a uno de los misterios más persistentes en la historia popular chilena. Una investigación titulada "Cerámica perfumada, monjas
claras" anunciaba en sus conclusiones el redescubrimiento de la perdida fórmula
química de la cerámica aromática y sus características
esenciales, como la calidad de la arcilla utilizada por las
clarisas.
Roa Heresmann llegó a aquellos resultados luego de un exhaustivo estudio de
colecciones que encontró en Linares y en los conventos de monjas
clarisas de Los Ángeles y Puente Alto, las que se habían valido de la misma
fórmula recién rescatada de la oscuridad para su producción de artesanías en el pasado. Todo esto fue posible gracias a la revisión de las notas de
compras realizadas para los talleres de las hermanas, principalmente.
Conocidas las conclusiones, entonces, se inició casi de inmediato un piloto para la producción artesanal de cerámica aromática,
perfumándola después del policromado con pigmentos que incluyen
clara de huevo y aceite de linaza. En este proceso se valían de
sustancias aromáticas de origen vegetal que no pertenecen a la
flora chilena y que han sido mantenidas en reserva desde
entonces. Ese mismo año las hermanas realizaron una exposición en el Museo
Histórico Nacional, para mostrar el "regreso" de la cerámica
perfumada clarisa.
Si bien fue notable el redescubrimiento de la fórmula y el
resucitar de la artesanía cerámica de las monjas, y aún
celebrando que la tradición no esté perdida del todo, ciertas opiniones de quienes están más
familiarizados con el tema consideran que las nuevas
piezas no llegaron a tener la espectacularidad ni la longevidad
aromática que tenían las originales de la Colonia y del siglo
XIX. Pueden compararse algunas piezas antiguas con otras de las
nuevas cerámicas de las claras en el Museo de Arte y Artesanía
de Linares.
Gran parte de la historia de esta artesanía había sido reunida en un
estudio de la investigadora María Bichon, publicado bajo el título "En torno a la
cerámica de las monjas" en la "Revisa Chilena de
Historia y Geografía N° 108 de 1946. También se destaca la obra "Locita de las monjas
clarisas" de Guillermo Carrasco, publicado por Juan Antonio
Massone el año 2001 en la selección "Homenaje a
Oreste Plath". Desde hace unos años, además, existe también
un interesante trabajo de recopilación de antecedentes sobre tan
singulares cerámicas, realizado por Claudia Prado Berlien
con el título "Precisiones en relación a un tipo cerámico
característico de los contextos urbanos coloniales de la Zona
Central de Chile", expuesto en el XVII Congreso Nacional de
Arqueología Chilena realizado en Valdivia el año 2006.
Empero, era
difícil que la recuperación del secreto de las artesanas clarisas
pudiera competir con la idealización y romantización que se hecho del
recuerdo de sus "lositas" del siglo XIX. Y por si eso fuera poco, el retroceso
en la presencia de la orden clarisa en Chile, que en tiempos más recientes
involucró incluso el cierre y abandono de sus
claustros en Puente Alto, inevitablemente tendría consecuencias para
preservar sus
tradiciones.
Cada vez quedan menos de aquellas piezas de la cerámica perfumada originales: a pesar de su popularidad, existen pocos hallazgos de
las mismas en excavaciones arqueológicas o inspecciones de
niveles históricos de la ciudad. Las que Vanya Roa halló en
Linares prácticamente estaban botadas y olvidadas, de hecho. Tal
vez su propio valor las condenó a extinguirse: atesoradas como
joyas en su mejor época, su estilo infantil y casi naif
las fue condenando a la ignorancia y a la desvaloración, en
especial cuando se perdió su principal característica aromática
por el paso del tiempo, volviéndose así meras piezas de
colección o decoración que se fueron destruyendo o perdiendo. ♣
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