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ALGUNAS DE LAS DULCES DELICIAS REPUBLICANAS

Roscas y bollitos fritos, espolvoreados con azúcar flor. Imagen publicada por Memoria Chilena.

Más allá de lo relacionado con juegos, competencias y pasatiempos que cundieron en el período republicano del siglo XIX, cabe indicar que las fiestas ciudadanas, las ferias de diversión y los centros de entretenciones masivas entre fines de la Colonia y consolidación de la Independencia, habían sido una buena instancia para ampliar un poco más la limitada cocina criolla y la repostería chilena, infaltablemente a la venta en aquellas instancias, o más bien formando parte de ellas hasta que cobraron un carácter popular. Esto se notó en las mesas santiaguinas durante las décadas que siguieron al período, en albores e inicios de la República.

En otros tiempos de la realidad nacional, tales posibilidades culinarias habían estado restringidas por los limitados productos disponibles. En los estratos más modestos, en tanto, por la orientación un tanto más propia de un rancho en la carta alimenticia, la comida no difería mucho del tipo visible en cuarteles y campañas de guerra. Esta primera tendencia pudo haber dejado fuertes costumbres domésticas, sin embargo, incluyendo la de almorzar puntualmente entre la una y dos de la tarde y, es posible también, la hora de merienda que después derivó al té de la tarde y la once. Es posible que de aquellas tendencias provengan los más sencillos bocadillos de las mesas humildes, como las churrascas o las roscas chilenas, por ejemplo, aún muy vigentes en provincias.

De las varias preparaciones de la cocina popular y casera de la época ya destacaban la chanfaina, el locro, el guiso de charquicán, el hervido o puchero, las albóndigas, los porotos, la tradicional carne asada con verduras y las infaltables empanadas. Los ingredientes se adquirían principalmente en la recova o feria de la Plaza de Armas para el caso de Santiago, mientras que el pescado había disponible en los puestos autorizados de la llamada calle de la Pescadería, actual 21 de Mayo, dando buenos réditos a las fritangueras. Las hortalizas, en tanto, eran sumamente baratas según cronistas como Vicente Carvallo y Goyeneche, mientras que la fruta se hizo especialmente abundante y accesible desde fines del siglo XVIII.

Una observación especial merecen los postres y confites de la época, sin embargo, partiendo por propuestas tan sencillas como el mote con huesillo en días de calor, alfajores provenientes de la tradición árabe-andaluza, hojarascas, hojuelas fritas con almíbar, merengues, roscas y buñuelos que ya eran conocidos en la época colonial y que continuaron endulzando paladares después para la diversión noble o la popular, en bandejas de grandes fiestas u ofrecidos en canastos al público. En la misma vía 21 de Mayo, además, se había vendido por largo tiempo hielo y helados hechos con nieve traída desde la cordillera, razón por la que había sido conocida también como la calle de la Heladería.

Famosas y fundamentales en aquel desarrollo fueron las delicias que se preparaban en conventos de monjas como las capuchinas, agustinas, carmelitas y rosas. Las claras eran tan célebres por sus cerámicas perfumadas como por sus exquisitos pasteles y confituras, de hecho. Desde aquella tradición surgió el halagüeño concepto de “tener mano de monja” para cocinar o hacer con destreza una tarea de cocina, según alguna creencia. Se sabe también que la Guerra de Arauco había dejado tal cantidad de mujeres jóvenes solas en el país que muchas de ellas emigraron a los claustros, a partir del siglo XVII, por lo que la tradición de los dulces y las delicias de pastas o alcorzas encontraron innumerables “manos de monja” para seguir creciendo por 200 años o más y llevar estas tradiciones a nivel doméstico.

Un caso curioso en este recuento es el de los huevos chimbos (llamados quimbos o moles en otros países), hechos a base de yema, almíbar y licor destilado, que serían creación de las monjas clarisas chilenas según creían autores como Benjamín Vicuña Mackenna, aunque en la actualidad las voces expertas consideran a coro este postre como de origen español, siendo tradicional en las Islas Canarias. De acuerdo a la versión del escritor y que parece tomada de alguna transmisión oral más que un hecho, una señora Riesco nacida en Santiago, esposa del oidor Basso, hizo llegar a Fernando VII de España una hermosa fuente con este postre, que el soberano elogió e hizo difundir premiando el obsequio con un atado de habanos que entregó al mismo oidor. Lo seguro, es que ha sido popular en varios países, sin embargo.

En tanto, la presencia del manjar blanco o dulce de leche en la época, entra en un campo que hasta podría parecer controversial, considerando los chovinismos y las pasiones que muchas veces despiertan con el tema del patrimonio culinario, especialmente entre los pueblos jóvenes y con urgencia de reafirmar identidades. El producto fue mencionado con elogios por Vicente Pérez Rosales en “Recuerdos del pasado”, entre otras delicias como almendrados de monjas, coronillas y los vistos huevos chimbos, también hechos principalmente por las hermanas de órdenes religiosas... Sin embargo, su deleitoso sabor guardaba sombras y polémicas para el futuro.

Sucede que el escritor argentino Víctor Ego Ducrot fue categórico en señalar cómo y desde dónde llegó hasta tierras del Plata el producto del dulce de leche o manjar blanco, colocando a Chile como el sitio de origen de la espesa y famosa preparación, o al menos en donde fue conocida por los argentinos. Como es bien conocido, la versión tradicional platense señala que es una creación local y casi un símbolo patrio: en 1829, Juan Manuel de Rosas debía reunirse en su estancia de Cañuelas con su adversario unitario Juan Lavalle, quien llegó antes al encuentro y durmió una siesta en la espera, mientras la criada preparaba en la hoguera leche con azúcar o lechada para el mate de Rosas, quien venía atrasado. Cuando por fin llegó, la criada recién recordó que había dejado la leche hirviendo y partió a retirarla del fuego: encontró, en su lugar, una mezcla muy cocida y espesa, convertida en el dulce de leche que Argentina tomó como una de sus preparaciones más típicas y tradicionales.

La descrita historia estaría en un viejo manuscrito resguardado por el Museo Histórico Nacional de Argentina, pero el periodista y abogado argentino Rodolfo Terragno asegura que esta historia es solo la copia de otro relato, uno francés, que explicaba el origen de un producto muy parecido durante las campañas napoleónicas (1802-1815) cuando un cocinero galo olvidó, en medio de la batalla, un anafre encendido con las raciones diarias de leche azucarada que debía calentar para los soldados grognards. Cuando regresó, encontró que la mezcla se había convertido en un magnífico caramelo, por evaporación: la confiture de lait. Esta es la razón, además, por la que en Francia también se ha alegado paternidad del producto de marras.

El dulcero, con su bandeja, en las ilustraciones sobre costumbrismo chileno del sabio francés Claudio Gay. El personaje fue uno de los más conocidos y queridos de la Colonia y primer siglo de la República, especialmente por los niños. En su canastillo ofrecía también algunos pequeños confites. Es una suerte de ancestro de las actuales "palomitas" vendedoras de dulces.

Confitería Molino de Chocolate, en la esquina de calles Catedral y Puente, a un lado de la Plaza de Armas. Imagen tomada hacia 1860.

La famosa Posada de Santo Domingo con 21 de Mayo, según dibujo de Eduardo Secchi en "Arquitectura en Santiago". Este habría sido otro de los primeros locales comerciales que popularizaron el consumo del picarón por la ciudad de Santiago.

Caricatura de sátira política "El Pan", del siglo XIX (revista "El Recluta", 1891), con representación de una panadería. Se observa un gran contenedor con el rótulo "marraqueta" y otro "ayuyas" (sic). Fuente: Memoria Chilena.

Esquina de Ahumada con Compañía, con el inmueble ocupado entonces por la confitería y salón de té de B. Camino, que se ve en esta postal fotográfica, hacia el 1900.

Fábrica de pasteles de don Luis Jaiba, en calle Bandera. Publicidad de "La Lira Chilena", año 1905.

Carritos para "pop corn" y "hot peanuts" en venta, en anuncio de la revista "Zig-Zag", año 1913. Claramente, la influencia americana en la dulcería ya se había instalado en el país.

Hay opiniones señalando que el dulce de leche sería solo una adaptación del manjar blanco que se conoce en España (menjar blanc, en catalán) y que fue introducido en las Indias Occidentales en tiempos de la Colonia, aunqueen la península no se lo produce acaramelado, sino más bien como una blanca crema con almendras y espesada con almidón, a la que se espolvorea canela. El postre, que aparece mencionado por Miguel de Cervantes, sin embargo tiene severas diferencias con lo que aquí llamamos también manjar blanco, quizá por una evolución adaptativa o por tratarse acaso de recetas parecidas y homónimas (de posible influencia árabe) pero con umbrales estrictamente diferentes. El convencimiento dominante sigue siendo el de su origen en territorio platense, entonces. Incluso Uruguay ha querido disputar a Argentina la cuna del dulce de leche.

En “Los sabores de la patria: las intrigas de la historia argentina contadas desde la mesa y la cocina”, Ego Ducrot descarta la descrita teoría de la creación en la hacienda de Rosas y anticipa que el orgullo y el folclore de su patria pueden salir heridos con los hechos concretos alrededor del dulce de leche: indica que en Chile se habría ofrecido al general San Martín un poco de manjar blanco en lugar de lechada para endulzar y saborizar su mate. Al probarlo, despertó de inmediato su interés por el producto ese año de 1817, más de una década antes que el relato sobre Rosas. Agrega que el prócer se hizo instantáneamente “adicto” al mismo, contagiando con este gusto a Bernardo de Monteagudo y llevándose varios frascos a Mendoza, además de la receta. Y continúa el autor:

El cocinero José Duré y su colega, el repostero Pedro Botet, ya lo hacían en Buenos Aires antes de que comenzase el siglo XIX pero no figuraba entre las recetas preferidas de sus comensales, pues lo elaboraban demasiado dulce. La que sí tuvo éxito con él fue la amante de Liniers; ella y el militar francés pasaban largas tardes al aire libre comiendo dulce de leche tibio con unos bollitos de manteca y azúcar, otra especialidad de la Perichona.

Otros autores argentinos han llegado a las mismas conclusiones, a la pasada, como Osvaldo y Julián Barsky (padre e hijo) en “La Buenos Aires de Gardel”. Dicen allí que en Chile se preparaba en el siglo XVIII con leche de vaca, canela y vainilla, llegando a Tucumán y Cuyo en donde se usó para rellenar alfajores, antes de arribar a Buenos Aires. Diego Golombek y Pablo Schwarzbaum, por su parte, expresan en “El cocinero científico (cuando la ciencia se mete en la cocina)” que, de acuerdo a las versiones “menos patriotas” sobre su origen, “O'Higgins inició a San Martín en el más dulce de los vicios”.

Adicionalmente, el arquitecto e investigador Patricio Boyle expresó lo siguiente durante el I Seminario de Patrimonio Agroindustrial de Mendoza (“La mesa y la cuja en el Colegio Jesuita de Mendoza. Pan, té, café, tabaco, yerba, azúcar, carne y harina... Ah!, me olvidaba, velas y leña...”, 2008):

En cambio, se importan en el siglo XVII varios frascos de Manjar, el célebre dulce de leche de origen chileno y que viajan a través de la cordillera hasta el colegio de Mendoza, cuando Chile no era un reino productor ni de leche, ni azúcar. Se incluyen en el registro los gastos del cajón de embalaje para los frascos.

La fecha que señala Boyle sería, más precisamente, la de 1620 según se consigna en el aludido libro de gastos del Colegio.

Chile, es verdad, no era productor de azúcar: se traía principalmente desde cañaverales peruanos. Y en cuanto a la leche, se reducía al consumo local. Juan Luis Espejo menciona en “La Provincia de Cuyo en el Reino de Chile” que documentos del Cabildo de Santiago de 1630 demostraban el envío de vacas desde ese lado de la cordillera para el Real Ejército de Chile, pero otros de 1641 testimonian el interés por la compra de 25 a 30 mil cabezas en la capital chilena y para ser enviadas hasta allá, permitiendo estimar un alcance de la producción ganadera y lechera de entonces. Se recordará, por cierto, que la Provincia de Cuyo perteneció a Chile hasta 1776, cuando pasó a manos del flamante Virreinato del Río de la Plata.

Sin desmerecer los antecedentes aportados por Ego Ducrot y otros investigadores argentinos, sin embargo, la información no debería ser tan novedosa considerando que existen referencias del siglo XVIII perfectamente a la vista de todos y demostrando que el dulce de leche o manjar blanco estaba presente en Chile mucho antes de la historia argentina sobre su invención. Tal es el caso del “Compendio de la historia natural, geográfica y civil del Reino de Chile”, de 1776, en donde el abate Molina describe una receta del manjar blanco que se hacía de forma casera con “un jarrito y medio de leche fresca, doce onzas de azúcar, diez onzas de harina de arroz y un poco de almizcle. Se pondrá a cocer a fuego lento y se agitará bien”. Esto fue advertido por autores como Walter Hanisch, en su libro “El arte de cocinar de Juan Ignacio Molina”.

También existe otra referencia sobre el dulce de leche preparado en Brasil hacia la misma época de Molina, en 1773, en un relato de Minas Gerais que es relacionado por Luís da Câmara Cascudo en “A história da alimentação no Brasil”. Esto da un indicio claro sobre cuánto llevaba ya en el territorio americano antes de la emancipación, acaso adaptado desde otra receta traída por españoles y bajo algún influjo arábigo, tal vez.

Se supone, entonces, que el manjar blanco habría ido desde Chile a Argentina y también a Perú, país en donde su preparación se adapta, por ejemplo, para cotizados postres como el célebre suspiro de limeña o suspiro limeño, conocido desde el siglo XIX. Su arribo habría sido con la expedición libertadora al mando de San Martín, quien hizo cargar varios frascos de dulce de leche para el viaje, aunque en Perú hay opiniones que lo suelen tomar también por creación local y, si no, desde donde se expandió al resto del continente tras llegar en tiempos coloniales, traído por los hispanos. También se ven ciertos postres parecidos en algunos países de Asia, más otras versiones de leche acaramelada, aunque no llegan a ser el manjar blanco o dulce de leche tal como acá se reconoce.

Volviendo a las “manos de monjas”, a ellas puede deberse también la popularización de esas dulces sabrosuras crocantes llamadas chilenitos, una versión nacional del alfajor hecho con dos o más hojarascas crocantes redondas y manjar de leche entre ellas. Su origen lo reclaman para sí algunas localidades de tradición pastelera, apareciendo muchas variaciones y productos derivados en el comercio popular de Curacaví, Melipilla, La Ligua y otras zonas. El nombre con gentilicio chileno podría deberse, según el folclore alrededor del bocadillo, a algunas presentaciones que se hicieron de él en Tucumán o Mendoza, o incluso en Europa. Poco se sabe con certeza al respecto, sin embargo. Las tortas de mil hojas (no confundir con la masa de hoja o milhoja) y las famosas tortas curicanas podrían estar relacionadas con la receta, al igual que lo están las variedades de chilenitos con masa esponjosa o coberturas de merengue.

Ventas populares de helados en las calles de Santiago, año 1917, en revista "Sucesos".

Aviso en la revista "Zig Zag" de 1912, mostrando a la confitería del restaurante Santiago en la antigua ubicación de Ahumada 264 (esquina Huérfanos), y bajo la administración de Francisco Barrio y Cía.

Picarones peruanos, en distintas cocinerías populares. La receta y algunas características de estos picarones originales del Perú guardan diferencias con la versión chilena, por lo que estos últimos parecen corresponder más bien a una adaptación de una receta traída desde Perú, incluyendo un tamaño más pequeño que aquellos.

Dulces chilenos, abundantes en manjar blanco, vendidos en un puesto de La Vega Central de Santiago. Básicamente, se trata de los mismos que podían encontrarse en las ventas populares hace dos siglos.

Los célebres dulces de La Ligua, con majar y merengue en diferentes proporciones. Arriba, de izquierda a derecha: chilenito alfajor (o chilenito café), paletitas (o palitas), alfajor de cocada y empolvados. Abajo, de izquierda a derecha: mereguitos, chilenitos blancos (o chilenito merengue), almejas y cachitos.

Los pasteles llamados palitas y cocadas con manjar, frecuentemente vendidos por las "palomitas" con sus canastillos y plumeros blancos.

Las infaltables manzanas confitadas de ferias, circos y parques. Pertenecen ya a la generación de dulcería importada desde Estados Unidos a inicios del siglo XX.

Se sabe que, desde 1838, una famosa repostera y comerciante llamada Antonina Tapia tenía un local de alfajores y melindres mencionado después en el “Almanaque Enciclopédico” de 1866. Se ubicó primero en la calle de los Baratillos Viejos (hoy Manuel Rodríguez) y luego en la calle del Colegio (actual Almirante Barroso). Ella hizo especialmente famosos los pastelillos con manjar blanco, según dice Eugenio Pereira Salas en “Apuntes para la historia de la cocina chilena”:

Antonina fue la campeona de la repostería tradicional chilena basada en el hispánico manjar blanco frente a la crema de moda del ascendente influjo francés y alemán; y supo imponer las empanaditas de pera, las cajetillas de turrón y nueces, los alfajores, de legítima ascendencia árabe, altos y bajos que se batían con isócrona lentitud en las pailas de cobre, lanzando un apetitoso vaho que hacía palpitar las ventanillas de las narices de los niños del barrio.

Otras deleitosas sabrosuras relacionadas también con el manjar blanco en la sociedad chilena del siglo XIX, serían las bolitas de cocadas, los empolvados y otros productos de gran aprecio en canastos y ferias, como cachitos, príncipes, etc.

Si acaso el dulce de leche fue un ingreso chileno en Perú, el favor resultará bastante bien pagado, culinariamente hablando, pues la expedición libertadora no había traído de regreso solo las garantías de seguridad para la libertad americana: con los soldados vueltos a Chile, vino una popular cocinera chilena o peruana conocida como la Negra Rosalía, por ser de tal raza y nombre de pila. Las tropas chilenas en el ex virreinato solían ir a distraerse en el barrio popular de Malambo y allí, junto a una vieja iglesia, ella vendía sus picarones fritos en grandes canastos en 1821, haciéndose muy solicitada por los héroes más anónimos de la Independencia.

Rosalía se trasladó con su pareja y su hermana hasta Coquimbo y luego Santiago. Ya en la ciudad capital, viajaba por las calles y la Plaza de Abastos vendiendo los picarones pasados por almíbar, con su gruesa corpulencia, su recargado maquillaje y, más tarde, un bebé en brazos. Astutamente, instaló un negocio de venta por el sector de barrio de San Pablo, Teatinos y Santo Domingo. Su cuartel habría estado en el cruce de estas últimas dos calles, en la vieja casona colonial con columna esquinera conocida como el Correo Viejo, por haber alojado antes a este servicio en Santiago, residencia a veces confundida con otra llamada La Bastilla en la esquina de Santo Domingo con Morandé, motejada así por su solidez y por haber sido construida en los días de la Revolución Francesa.

En aquel inmueble, la Negra mantuvo la posada y hospedaje que aún ofrecía sus sabrosuras en los años del ministro Diego Portales. “En tiempos de picarones, se hacen revoluciones”, proclamaba Ña Rosalía con sus canastas a cuestas, aludiendo al contexto histórico.

En la presentación de su novela histórica “La negra Rosalía, o, El club de los picarones”, Justo Abel Rosales nos dice algo más de su leyenda:

La negra Rosalía fue un personaje conocidísimo en Santiago, desde el palacio a la choza, como lo fueron también por diversos rumbos el zambo Peluca y la Antonia Tapia y sus once mil sobrinas. No ha sido, sin embargo, tarea liviana la de reunir datos familiares de la negra. Muchos han conocido la casa esquina en donde vivió, otros saben algunas aventuras sucedidas en ella; pero es rara la persona que da datos respecto de la negra misma y su corta familia.

Si bien los picarones parecen haber estado introducidos desde antes en el comercio capitalino (José Zapiola señala su venta en la feria de abastos de la Plaza de Armas por 1810, y María Graham ve “buñuelos fritos en aceite” en La Pampilla, en 1822), los que se supone habría traído la cocinera desde Perú y popularizado en Santiago se adaptaron de exitosa manera al gusto, tamaño y receta preferida por los chilenos y se convirtieron en uno de los más solicitados bocadillos de toda actividad recreativa, posadas, cafés y otros establecimientos de jolgorio popular en donde fueran ofertados.

Famosos fueron, también, los picarones que se vendían en la posada de calle Santo Domingo con la actual 21 de Mayo, en donde hoy está la placita enfrente del templo domínico, a una cuadra de la Plaza de Armas; y en algunas de las más célebres chinganas que existían por esos días, aparecían como acompañamiento imprescindible de las fiestas y las celebraciones. Las versiones ya eran secas o "pasadas" (con salsa de chancaca o caramelo), de la misma manera que sucedía con las sopaipillas, sus primos lejanos unidos familiarmente por el zapallo y otros ingredientes. Por alguna razón, sin embargo, tanto picarones como sopaipillas fueron quedando asociados en Chile a los períodos de invierno y lluvias.

Otros sabrosos productos venían endulzando los encuentros, mates, celebraciones, bodas, parrandas, trasnochadas y tertulias, cuanto menos desde la Independencia en adelante. Eran infaltables en las horas del té, desde donde pasaron a la popular once de las tardes, tal como sucedió también con las sabrosuras de la creciente industria galletera. Allí estuvieron otras preparaciones ancestrales como la leche asada y la leche nevada, los dulces de membrillo y las calugas (también fabricadas en abundancia por las religiosas), junto a los demás confites de vieja data en el país. Deben contarse, además, los rústicos postres de frituras traídos por españoles pero también de influencia mora, que formaban parte de la llamada cocina de Aldonza, así como los churros (de aparente cuna chino) y los calzones rotos, algunos parecidos o muy similares a otras delicias de la Europa nórdica y oriental, por lo que sus teorías sobre el origen varían.

Destacaron también mantecados, polvorones, alfeñiques, la torta de huevo mole, las cajetillas, los alfajores moros, los alfajores altos y otros mencionados por Hernán Eyzaguirre Lyon; los bizcochuelos de las monjas del Carmen de San Rafael, el flan de las capuchinas, los turrones de las rosas, la bebida llamada aloja de culén de las clarisas, además de sus dulces de sandías en casco transparente y las tostadas de almendras, todos de abundantes ventas en los períodos de fiestas.

A su vez, el desarrollo de las producciones de confites, chocolates y pasteles fue conquistando nuevos espacios y la venta se fundió con la oferta de los salones de té y las cafeterías. Para el cambio de siglo es claro que muchas pastelerías se han desprendido de la matriz de las viejas amasanderías o panaderías, adoptando un giro y espacio propio en el comercio. El período del 1900-1910 fue reconocido también por la aparición de una gran cantidad de confiterías y dulcerías, en cuyos talleres se preparaban delicias para vender al menudeo o bien por pedidos, siguiendo la práctica que impulsaron las monjas cocineras y que aún se mantiene en algunos monasterios. Famosas fueron las confiterías de Camino, en Ahumada y luego en Estado, o la del Casino Bonzi en el Portal Edwards; también las que implementaron dentro de sus propios establecimientos algunos restaurantes como el Santiago de calle Huérfanos.

Los franceses introdujeron los repollitos (profiteroles o bollos) y la muy usada crema chantillí, ambos encontrando alianzas perfectas con el manjar blanco. El recetario franco llegó a tomar posesión de buena parte de lo que se ofrecía en las vitrinas de los pasteleros, de hecho, como en el Casino Pinaud del antiguo Portal Fernández Concha. Y la abundante pastelería alemana introducida por inmigrantes desde mediados del siglo XIX más o menos, nos trajo los berlines, esas abultadas masas fritas o en ocasiones horneadas, originalmente rellenadas con mermeladas de frutas, luego crema pastelera e incluso manjar blanco. Por esta vía llegan también, entre otros, el strudelde manzana y los kuchenes tan famosos en el sur y que algunos ingenuos creen son lo mismos que las tartas corrientes. 

En cambio, otros productos más simples llegados desde España se aferran más al gusto popular e infantil, como los famosos barquillos de las fiestas de San Isidro Labrador. De las variaciones de aquel barquillo aparecen después los cuchuflíes, y desde el churro corriente surgirá más tarde la versión rellena con manjar. Infaltables para los infantes y adultos de paseo o en el parque, especialmente, fueron también las cabritas, el mejor y más ingenioso nombre que se ha dado en el habla hispana al maíz reventado (palomitas de maíz, rosetas, pochoclo, etc.) aludiendo al salto que daban en los sartenes aceitados al explotar y proveniente de la obsesión zoológica del lenguaje chileno. Denominación que, a pesar de lo que supone la creencia popular, no ha estado amenazada solo en tiempos actuales por el uso del nombre anglo popcorn: así era llamado ya a principios del siglo XX en la publicidad impresa, curiosamente. 

Como sucedió también con el algodón de azúcar, el maní y las manzanas confitadas, los parques de diversiones, los eventos públicos y los circos fueron un gran fomento para la venta de las cabritas en los años venideros. Pero las rojas manzanas caramelizadas habrían sido invención de un confitero de New Jersey llamado William W. Kolb, hacia los días en que Chile preparaba la celebración de su Primer Centenario, por lo que pertenecen ya al período de influencias de la cultura norteamericana sobre la dulcería chilena, pasado el período más criollista del rubro. De la palabra anglo cake provendría el nombre de los queques, además. 

Y aunque sale del período estricto por el que paseamos, cabe comentar que don Juan Carlos Lillo, bisnieto de Eusebio Lillo, el escritor de la letra de la actual Canción Nacional, ha recuperado y difundido en nuestro tiempo otra valiosa receta del siglo XIX. Autor del libro “Dulce Patria, más dulce que agraz”, ha producido y comerciado un sabroso postre cremoso a base de almendras, coñac, huevos y otros ingredientes que habría sido creado hacia 1890 por una confitera con estudios en París, doña Juanita Basaure, empleada y cocinera de don Eusebio en su desaparecida quinta del actual barrio Yungay de Santiago. 

En honor a Lillo, la cocinera bautizó aquel postre como “Dulce Patria”, apuntando a la letra del coro de la Canción Nacional, nombre que conserva hasta ahora… Esto aunque, en rigor, tal verso provenga de la letra escrita por Vera y Pintado y no la de Lillo, lo que poco importa a las bien complacidas papilas. ♣

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