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LA EPOPEYA DE LAS PETORQUINAS

Cantoras en una fonda o chingana. Detalle de una ilustración publicada en "La Lira Chilena", año 1900.

Entre los artistas pioneros del espectáculo musical y folclórico en la República, particularmente aquellos que alcanzaron la calidad de estrellas en el sentir popular inmortalizando así sus nombres, estuvieron las muchachas cantoras e instrumentistas conocidas como Las Petorquinas, verdadera revelación de cuecas, tonadas y sajurianas que provocó incluso algunas modificaciones en la oferta de espectáculos recreativos de aquellos años de consolidación institucional.

El extraordinario y talentoso grupo artístico estaba compuesto por tres hermanas, mulatas según ciertas creencias, o morenas según se ha dicho con más exactitud. Llamadas Carmen (a veces citada como Carmela), Tránsito (Mercedes, en cierta fuentes) y Tadea, eran hijas de don Tránsito Pinilla y doña Micaela Cabrera. Algunas fuentes aseguran, sin embargo, que eran cuatro las primeras en llegar a Santiago (¿sería Mercedes esa cuarta cantora?), aunque otras indican también que, al final de su largo tiempo en la capital, solo quedaban dos hermanas tocando en el grupo. Parte de su historia se fusiona al folclore oral y se pierde en las nubes difusas de la crónica, como es comprensible.

Probablemente, Las Petorquinas no fueron de las primeras grandes expositoras femeninas de la música y el canto popular criollos en el período, considerando la existencia de casos como Las Muñoces que, a arpa, guitarra y rabel, entretenían a los parroquianos en la periferia de Santiago por el lado del Salto de Araya, con tonadas y esquinazos. Sin embargo, el aporte de las hermanas de Petorca en el ecosistema folclórico nacional fue inconmensurable, tocando niveles de popularidad inéditos durante sus años de oro, durante la década del 1830 y parte del 1840. De su indiscutido legado, sentenció Samuel Claro Valdés:

Son la gracia, la belleza y las torneadas piernas de las Petorquinas las que, con ayuda de Diego Portales que tenía amores con una de las Pinilla, suben a la “chilena”, típica expresión del pueblo mestizo, de las chinganas y de la Independencia, al tablado del “Parral de los Baños de Gómez”, de la calle Duarte.

Refiriéndose a esas presentaciones que las Pinilla habrían realizado en la célebre Filarmónica de Portales y sus amigos en la calle de Las Ramadas, Ricardo A. Latcham agrega que en aquel club “se oyeron los cantos y se admiraron los bailes de las disputadas Petorquinas, abuelas de la moderna Chamorro y de las hermanas Orellana”. De ese modo, se admite que fueron la apertura para un mismo camino uniendo folclore y espectáculo en los escenarios nacionales.

El grupo de las Pinilla fue bautizado con su histórico nombre ya estando en Santiago, por provenir las tres artistas desde su localidad natal en las márgenes del río Petorca. Tierra de fuertes tradiciones mineras, campesinas y folclóricas, en donde las hermanas habían tenido una fonda en la calle La Matriz que corre por el lado de la plaza principal de Petorca, a solo una cuadra de ella. Su primer público en tierra natal llegaba hasta la quinta desde las comunidades de la actividad aurífera iniciada por los mineros Juan Aballay y Juan José Águila, industria que aún estaba en buena racha por entonces. Pablo Garrido aporta más detalles al respecto:

Compañeros suyos de baile en aquella fonda de mineros, eran Zósimo Fernández y Francisco Guerrero, con quienes bailaban también “ollas en cuarto, sandoval, el baile patriota de la perdiz y la sajuriana”, danza de mineros y pastores, de destreza y zapateo, esta última.

Salieron de Petorca ya siendo famosas en su terruño y “habiendo arrasado con cuanto rival surgiera en todos los pueblos del Aconcagua”, agrega el autor. También habían sido seguidoras de la bailarina mulata limeña llamada popularmente Monona, muy conocida en esos años, cuya llegada a Santiago en 1829 motivó a las Pinilla a partir detrás de ella, como sus principales alumnas. Alcanzaron, así, una gran preparación y notable experiencia que les permitió conquistar la ciudad casi desde el primer día de su arribo.

Las hermanas fueron invitadas a subir al escenario en que se ofrecía la ópera de “El barbero de Sevilla” de Gioachino Rossini, hacia fines de 1830. Acababan de llegar a la capital, en aquel momento. La función tenía lugar en el Teatro Arteaga de calle Compañía con Bandera. Esta particular presentación de las muchachas se debía a que, en ese tiempo, era costumbre que la diva de la obra introdujera de manera libre algún segmento musical como intermedio o pausa artística. En la ocasión, el director o empresario del evento decidió que fueran Las Petorquinas quienes tomaran este desafío en la parada, anticipadas ya por cierta fama que iba a convertirse ahora en leyenda.

Con el viento a favor, las hermanas y su “canto a la rueda o chilena, con el nombre postizo de zamacueca”, como dice Claro Valdés, llegarían a ser el grupo más cotizado y solicitado de la escena artística popular. “Al decir de los cronistas de la época, el ejemplo de las Petorquinas hizo que rebrotaran las chinganas por todas partes y volviera la escuela clásica de cantores”, remata el folclorólogo.

Lo anterior se confirma en las memorias de José Zapiola, por ejemplo, agregando que la irrupción de las hermanas pondrá fin al largo período de decadencia en que estaban sumidas las actividades de las chinganas. Las muchachas habían comenzado sus presentaciones estables en Santiago durante la temporada del año 1831. De alguna manera, pues, las Pinilla no solo revitalizaron el rubro de cantoras y tocadoras de música, sino que también se volvieron un punto de encuentro entre las clases populares y las dominantes, convertidas en su público. Las chinganas y quintas, a su vez, pasaron de ser espacios de artes folclóricas y criollistas a un nivel más alto, como recintos de espectáculo y cartelera.

El éxito rotundo para ellas habían comenzado con sus primeras presentaciones bajo los parrones de los Baños de Gómez en calle de Duarte, actual Lord Cochrane, hasta donde concurrieron aristocráticas familias santiaguinas para conocer la novedad de la que tanto se había comenzado a hablar. Sus apariciones en esta chingana de mejor pelo y después en los cafés alrededor de la Plaza de Armas o en los boliches chimberos de barrios de La Cañadilla, realmente resultarían legendarias, alterando para siempre la pauta de la diversión popular según se la entendía hasta entonces. Y agrega Zapiola sobre esas presentaciones de debut en la capital:

La concurrencia de las familias más notables de Santiago era atraída no solo por la perfección y novedad de su canto y baile, sino también por la decencia con que se expedían. Nadie, por otra parte, se habría atrevido a exhibir algo parecido a lo que hemos visto más tarde en nuestros teatros. ¡Aquel público era aún muy atrasado para ver y aplaudir el cancán!

Entrando en detalles, la chingana del Parral de Gómez en la entonces festiva calle Duarte, “la vía Láctea del jaraneo” según la define Garrido, era regentada por el querido patrón Ño Gómez. Se sabe que Las Petorquinas llegaron a este centro recreativo a poco de arribar en Santiago, para volverse cantoras estables de la temporada del mismo lugar y de varias otras quintas o chinganas ubicadas en la misma calle, durante su explosivo debut de gloria. Fue, de alguna manera, el salto de su nombre a la gloria.

Sin embargo, la propuesta de las Pinilla todavía resultaba escandalosa a algunos recatos de entonces. Firmando como Ga Verra, Lucía Bulnes de Vergara publicó un artículo sobre las Pinilla en la revista "Zig-Zag" del 31 de enero de 1914, en donde aporta algunos detalles sobre el clima social imperante con la llegada de Las Petorquinas a Santiago:

La tranquila y austera Santiago se hallaba conmovida hasta sus más sólidos cimientos de moralidad, decencia y altivez.

En las reuniones de la tarde, se aprovechaba la ausencia momentánea de las niñas, ocupadas en acicalarse convenientemente para presentarse a la concurrencia, a comentar con indignación la presencia en la ciudad de esas mujeres endemoniadas que traían distraídos a los más encumbrados y opulentos hijos de familia.

Los sesudos y catarrientos señores, bajaban mudos las cabezas ante las vehementes frases de aquellas damas, cuya indignación les hacía recurrir a palabras que no estaban, por cierto, en el vocabulario de la cultura y buena educación. Ellos chupaban en el mate, que una india esclava preparaba y que la señorita de la casa servía con severo y pudoroso ademán. La conversación general había cesado; oídos castos podían ser escandalizados; pero en voz baja murmuraban al oído cosas que debía ser espeluznantes, pues, de cuando en cuando, un "¡válganos Dios, hijita!" interrumpía el canto en el arpa que una niña tañía y hacía alzar la frente a los caballeros adormecidos.

(...) La causa de esa santa indignación eran cuatro cantoras que, por venir de Petorca, eran llamadas las Petorquinas, ni más ni menos.

Tal vez algún empresario -rústico antepasado de los actuales- ideó, en su magín, esa alegre manera de sacar dividendo, el dinero del bolsillo ajeno. Lo cierto es que, por esta u otra causa, estaban las Petorquinas en Santiago haciendo furor entre los hombres, y causando horribles tempestades en hogares tranquilos hasta entonces. Tan cierto es que hay que probar, en el fuego, las virtudes y, sobre todo, el honor.

Se instalaron en una casa de la calle de las Rosas. El lujo del mobiliario rivalizaba con el de las más opulentas mansiones y estaban servidas como grandes señoras.

¿Habría mayor impertinencia? Aquello era para volver loca a aquellas que podían jactarse de ser modelos de todas las virtudes. Y todo era cierto. La casa se veía repleta de hombres de los principal, las mujeres non-sanctas... Se oían cantos y risas en las altas horas de la noche y más de una vez llegaron a la vecindad los ecos de riñas feroces... ¿Y la policía? Nada hacía, susurrándose que, a menudo dos o tres pacos custodiaban  en la puerta la inmunidad de algún alto personaje...

¡Época más triste que aquella para la santidad y el respeto del hogar!

Coincidentemente, se había abierto por entonces el Café de la Baranda en calle Monjitas, a una cuadra de la Plaza de Armas. En este lugar se ofrecía canto con acompañamiento de arpa y guitarra, con grandes artistas frente al público, modelo de espectáculos que estaba tomando cuerpo en esos momentos y que antes era más propio de chinganas clásicas, aunque menos refinado, y del que Las Petorquinas iban a ser su más grande fomento en aquellos años. Como era lógico, entonces, las hermanas también fueron invitadas a este lugar, afianzando otro de los primeros pasos de su epopeya y resistiendo la arremetida contra el ambiente de diversión o de relajo que se había intentado ya. Es posible que la presencia de las artistas, además, haya contribuido a hacer retroceder algunas miradas de desprecio de las autoridades más conservadoras hacia la diversión popular, aplacando un poco las medidas restrictivas contra el ambiente.

Sector del Palacio de La Moneda, grabado G. J Scharf basado en dibujo de J. Paroissien. Publicado en Londres por Peter Schmidtmeyer en “Travels into Chile, over the Andes, in the years 1820 and 1821”.

Santiago visto desde el Cerro Santa Lucía. Acuarela de 1831, de Charles Wood Taylor. El sector del basural está atrás y por encima del cañón derecho y el guardia sentado.

Detalle de una acuarela de 1835, de autor anónimo, con el aspecto del lado oriental de la Plaza de Armas antes de la aparición de los portales y en donde estuvo el Café de la Nación y el Teatro Nacional, además de la casa del señor Morandais. Se observan también los comerciantes del mercadillo de la plaza. Fuente imagen: Archivo Visual.

Un grupo femenino de cantoras, en imagen de la revista "Pluma y Lápiz", publicada en 1901.

"La tocadora de guitarra", cuadro de Juan Luis Sepúlveda. Imagen publicada por revista "Zig-Zag" en 1905.

El Café de la Baranda se convertía en otro centro de enorme atracción para el público, desde que abrió sus puertas. En los salones del boliche se jugaba lotería “como antes se había hecho en el café de Dinator”, agrega Zapiola refiriéndose al local del posterior dueño del reñidero de gallos que existió junto al Paseo de los Tajamares. Ese establecimiento de Dinator existió en los altos del Portal de Sierra Bella, en donde hoy está el Portal Fernández Concha, pero el Café de la Baranda vino a llenar el nicho vacío que había dejado al desaparecer aquel, de alguna forma, además de avanzar en el desarrollo comercial con la incorporación de espectáculos como el de Las Petorquinas en el establecimiento.

Con la llegada de las hermanas y su inmediata influencia, entonces, los antiguos y rústicos centros populares habían comenzado a adoptar los nuevos e interesantes alientos, tanto los más primorosos como aquellos concebidos para el vulgo. Por azaroso concurso o no, sucede que irían dejando atrás esos rasgos considerados propios de lo más “bruto” del pueblo, como juzgaba con su habitual aspereza y desprecio Benjamín Vicuña Mackenna, avanzando así las formas más que resultaban tolerables en las recreaciones populares por los caminos de la evolución social.

Con aquel cariz, las chinganas y quintas reaparecerán por otros barrios, siempre acompañadas de la ingesta de alcohol y fiesta, se entiende; pero, con Las Petorquinas (y artistas parecidos) como atractivos principales, se abrirá ahora una interminable agenda de presentaciones artísticas. Otros sabrosos detalles los aporta Zapiola, comparándolas con un verdadero Renacimiento del rubro recreativo chileno:

…hicieron en el arte una revolución más trascendental que la que ocasionaron en Italia los sabios emigrados de Constantinopla en el siglo XV. La capital se cubrió de chinganas, y en la Alameda, desde San Diego hasta San Lázaro, y en la calle de Duarte, en sus dos primeras cuadras, era rara la casa que no tuviera este destino. Algunos maliciosos de entonces, queriendo hacer de don Diego Portales, Ministro en esa época, un Maquiavelo de chingana, le atribuyeron el propósito de fomentarlas para distraer de la política al pipiolaje, recién caído del poder.

La fama llevó a las Pinilla de paseo por Valparaíso, Talca y en algún momento habrían realizado también presentaciones en Lima, todas ellas exitosas y a teatro lleno. Si nos fiamos de lo que escribe Miguel Luis Amunátegui, sin embargo, para 1840 solo estaban viviendo dos de las hermanas en Santiago: Carmen y Tadea. “Bien pudiera ser que tuvieran otras hermanas; pero no figuraban en las tablas, si mi memoria no me engaña”, agrega el escritor olvidando a la tercera de las conocidas, o bien minimizando su papel.

Siendo al parecer la menor de todas ellas, Carmen asumió siempre roles de liderazgo dentro del grupo cuando aún era trío y después dúo. Era la que destacaba más, por las razones que también expone Amunátegui en su libro sobre la historia del teatro chileno:

Doña Carmen Pinilla era una bailarina de la tierra, notable por su donosura, su agilidad, su garbo, su cuerpo escultural.

La danza en que lucía, no era académica, ni con mucho; pero atraía las miradas y conquistaba bravos y palmoteos.

Bailaba seguidillas, zamacueca y otras piezas por el estilo.

Comenta el mismo autor que los poetas de la pasada revolución de la Independencia la habrían llamado la Terpsícore Araucana, mientras que los trovadores románticos de su tiempo la denominaban la Sílfide de los Andes. Carmen, además, iba a saltar al teatro con un beneficio obsequiado por sus compañeros de bastidores, con el drama español “Adel el Zegrí”, de Gaspar Fernando Coll, y la petipieza de sainete en prosa “Baile de tunos”, de anónimo autor local según se dijo.

Aquella pequeña obra, con Carmen por protagonista y con su retrato en las invitaciones (algo que también cayó mal en parte de las señoras más conservadoras, siempre inquisitivas), fue presentada el 29 de noviembre de 1842 y tenía por principal objetivo difundir la zamacueca criolla de arpa y guitarra, según observa Rodrigo Torres Alvarado en un artículo publicado en la “Revista Musical Chilena” (“Zamacueca a toda orquesta. Música popular, espectáculo público y orden republicano en Chile (1820-1860)”, 2008). “La tal petipieza estaba trabajada exclusivamente para que doña Carmen Pinilla y su hermana bailasen la zamacueca”, explica Amunátegui.

Sin embargo, aquel no era ese el primer intento de construir una petipieza con elementos criollos o mestizos de folclore musical y artístico: antes de las Pinilla, doña Carmen Aguilar, para quien Andrés Bello tradujo “Teresa”, había intentado lo mismo con una función de beneficio para sí dada el 29 de enero de 1835. Era en la tragedia “Florinda y el Rey don Rodrigo”, más una obra compuesta en verso por un conocido suyo y titulada “La calesa para el baile” o “El apuro de tres damas” (posible adaptación chilenizada del sainete “Las damas apuradas”, de Ramón de la Cruz), en la que debía bailar una zamacueca limeña ella o su hija.

La crítica no fue tan complaciente con “Baile de tunos” ni con la actuación de Carmen, empero. “El Semanario de Santiago” aseguró que, si bien la concurrencia fue numerosa, los espectadores no quedaron totalmente satisfechos, sin esperar siquiera el segundo cuadro “pues antes de su conclusión todo se volvió chingana”. Y Amunátegui escribía, años más tarde: “El público de Santiago, usando de un derecho que se compra a la puerta del teatro según un crítico francés, silbó la producción nacional y aplaudió la danza popular”.

Para otros comentaristas, además, aquella obra lució también como la copia de una rutina de títeres de Don Cristóbal y Mamá Laucha, algo que no pasó inadvertido en el público. El entonces exiliado y futuro presidente argentino, Domingo Faustino Sarmiento, dejó entrever la situación en otra crítica a la función que volcó en “El Progreso” del 1 de diciembre de 1842, comentada en el trabajo de Sergio Herskovits Álvarez sobre la historia del teatro titiritero chileno. A pesar de los cargos, Carmen llegó a ser elogiada por Sarmiento en sus extensos artículos, admitiendo sus atractivos y reconociendo en ella “una reputación verdaderamente popular”. Debe haber sido un gran abono su orgullo profesional aquella crítica, a pesar de los aspectos menos elogiosos que puedan leerse en ella.

Empero, sucedió entonces que el editorialista argentino también derramó algunas expresiones poco decorosas para la Iglesia en sus comentarios sobre “Adel el Zegrí” y la descripción de la trama, metiendo en el saco los honores de una anciana monja Zañartu del Convento del Carmen de San Rafael de Independencia, hija del corregidor Luis Manuel de Zañartu y pariente del presbítero Rafael Valentín Valdivieso, quien iba a ser más tarde arzobispo de Santiago. Acusando recibo, este último corrió a responder la bofetada de Sarmiento en “El Semanario de Santiago”, defendiendo a la religiosa e iniciándose otro duro intercambio de interpelaciones entre ambos, que se extendió por algunas semanas, por lo que la obra y el desempeño de Carmen en las tablas pasaron a un segundo plano en la discusión, quedando rápidamente en el olvido.

La fama de Las Petorquinas ya comenzaba a disiparse en aquellos momentos, ante la aparición de nuevos grupos musicales y de artistas más jóvenes tomando la misma senda por ellas asfaltada. Aunque siempre fueron respetadas y veneradas por su público, llegó el momento en que las Pinilla estaban más identificadas con su propio mito escénico que con la intensa actividad de antaño, cuando eran las infaltables reinas de todos los espectáculos populares en la capital

Para el cancionero popular dejaron por entonces una copla socarrona, misma que los santiaguinos adoptaron como propia durante algún tiempo y que decía:

En el Alto del Puerto
cantó Marica,
cada uno se rasca
donde le pica.

Curiosamente, dichos versos se los habrían cantado hasta el hastío a un pobre sujeto que, en la calle del Bretón, actual Santa Lucía en donde estaba dicho Alto del Puerto (una formación rocosa ya desaparecida, a espaldas del cerro junto a sus canales), se llevó el susto de su vida luego intentar cortejar a dos hermanas peruanas residentes de esa vía. Ambas rran de regia figura pero feísimas facciones escondidas bajo sus tapados y cabeza baja, como tuvo ocasión de confirmar el galán con desengaño, según la leyenda comentada por Sady Zañartu en "Santiago calles viejas". Varios otros seductores cayeron en esa trampa, agrega el autor, por lo que las bautizaron hermanas "A Diablos" por la expresión de asombro que muchos lanzaban luego de perseguirlas y alcanzarlas por aquella calle, ganándose la burla con aquella canción.

La tradición tiene sus propias explicaciones sobre el alejamiento de las Pinillas de los escenarios santiaguinos, por supuesto. Y es que, persistiendo parte del clima hostil que mantuvo una fracción de la sociedad santiaguina en contra de las hermanas cantoras, habría ocurrido un episodio descrito también por Lucía Bulnes y tomado de entre las muchas leyendas tejidas alrededor de las famosas artistas:

Así las cosas, se trató entre un grupo de matronas prudentes y juiciosas, de detener el mal que amenazaba a la sociedad "tomando el toro por las astas": es decir, poniendo a frente a esas mujeres endemoniadas y a las virtuosas señoras santiaguinas.

Se organizó un concierto de caridad, con comedia de aficionados, coros de señoritas con tanto y guitarra; siendo el clou de la fiesta las Petorquinas, que debían cantar tonadas y bailar en un acto solo, separadas de las señoras... se iba a hacer la comparación y sin duda volverían con camas y petacas a su tierra, de donde no debieron haber salido...

La animación y preparativos eran grandes. Se ensayaba la comedia en la casa de la señora Rosales (hoy pasaje Balmaceda) dirigidos por el hábil y culto joven Pérez Rosales que, recién llegado de una larga estadía en Europa, se reía de las petorquinas, ayudando a las señoras en su campaña para desterrarlas de la capital. Las niñas y jóvenes matronas ensayaban piezas de música nueva, traída también por Pérez Rosales, y que él les enseñaba, dirigiéndoles los trajes de última moda de París, que deberían lucir en aquel famoso torneo.

De acuerdo al relato de la autora, entonces, llegó el ansiado día de la presentación con todas las atenciones del público y hasta apuestas durante aquella noche, con los palcos siendo ocupados por las elegantes damas enjoyadas y hermosamente vestidas para la ocasión. Y comenzó, así, el gran desafío:

Fue un éxito la primera parte. La comedia, bien ensayada, y luciendo las damas aquellos trajes famosos de última moda de París, tuvo éxito extraordinario.

La segunda, canto y baile con guitarra, despertó un entusiasmo loco.

La tercera, discurso en verso de don Pepe Calderón, hizo desternillarse de risa a la concurrencia.

En el cuarto debían tocar sus tonadas las Petorquinas...

Era tal la agitación que el moverse de los abanicos con nerviosa energía, llegó a producir una risa fría y constipante (como se decía entonces) entre los atrevidos escotes que en aquel tiempo se usaban.

Se alzó el telón en medio de un silencio sepulcral.

¡Horror de los horrores! A los pies de una de las petorquinas estaba arrodillado don Manuel T. que, en medio de una declaración amorosa, no se había apercibido de que el telón se alzaba; ella llorosa, o risueña, se cubría el rostro con el pañuelo.

Doña Jesús González de T., que tronaba en su palco, asegurando cuánto le había costado venir, dejando a su marido en cama, con fiebre y romadizo... no creía lo que veía; su furor no tenía límites, pero supo vencerse y arrastrando a su hermana Carlota, salió desdeñosa y altiva del teatro.

La severa educación de aquellos tiempos impidió toda demostración. Mientras tanto, una hábil maniobra había ocultado de la vista de la concurrencia al malhadado señor de T.

Las Petorquinas, huasas pintadas, bastas e insignificantes, no pudieron resistir la comparación: ¡se rompió el encanto! tuvieron que volverse a su tierra. ¿Los infieles regresarían a sus hogares?... Es de creerlo, pues la historia social de la época cuenta solo de virtudes públicas y privadas!

Concluida la saga de las Pinilla en la capital chilena y sembradas sus semillas artísticas en la escena nacional, muchos artistas de su generación siguieron por la senda pavimentada por las hermanas, continuando presentaciones que fueron tan propias de lugares como la chingana de Ña Rutal, una de las más antiguas de la República, además de los Baños de Huidobro y la fonda de El Nogal entre muchas otras viejas y las más nuevas. Camadas más jóvenes de artistas populares y folcloristas llevarían el implícito sello de las Pinilla en sus credenciales, por la misma razón.

Destacaron entre aquellas luces de generaciones posteriores en la historia de las tablas doña Mercedes Garna, conocida como La Yarna, atracción de la chingana de Ña Teresa Plaza en la Alameda de las Delicias y otros centros de entonces; o el arpista Ortiz, quien llenó de música las quintas de recreo de Santiago; y el ciego Guachalomo Morales, que paseaba su guitarra y rabel por los boliches de mejor perfil en Peñaflor tocando cuecas y resbalosas, entre otros próceres que son repasados por Margot Loyola en “Bailes de tierra en Chile”.

Conscientes de esto no, pues, todos los folcloristas y cantores del espectáculo popular chileno mantienen aquel histórico y cultural hilo de oro que los conecta -a través de décadas y siglos- con artistas como Las Petorquinas. ♣

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