Chiquillas de un prostíbulo de Santiago, en 1950. Fuente imagen: publicaciones de Alberto Sironvalle en Twitter.
Hubo una época con prostíbulo, mancebía y bohemia de trasnoche en Santiago que resulta inolvidable a quienes la vivieron: la epopeya del barrio Los Callejones, en Diez de Julio Huamachuco, hasta donde acudían con el pecho ardiente desde modestos folcloristas, tangueros y cuequeros pagados con cañas de vino, hasta prominentes hombres públicos que derramaron algunos de sus más grandes secretos en la memoria perdida de aquel puzzle de cuadras.
Los Callejones parecen haber sido el primer barrio rojo moderno de la capital chilena, al menos en los términos que lo reconocemos ahora, además del más famoso en su tiempo. Este concepto va mucho más allá de ser sólo un concentración de prostíbulos y tugurios, por supuesto, aunque también ha quedado sumido en la tendencia a poetizar el recuerdo por parte de quienes lo conocieron y que hoy lo contemplan desde el observatorio de la nostalgia, no siempre muy objetivo. Lo cierto es que había en él elementos igualmente pintorescos o encantadores conviviendo con otros oscuros y problemáticos, que acabaron sobrepasando sus atracciones y condenándolo a desaparecer, finalmente.
Jorge Délano, Coke, dice en sus memorias "Yo soy tú" que las las casitas de huifa "de primera categoría se denominaban 'casas de diversión'; las de segunda, 'casas de tolerancia' y las más inferiores, 'lenocinios'". Creemos que podían encontrarse de las tres categorías en el Los Callejores, al menos en su mejor momento.
Barriada llamada también Ricantén, Ricautén, Callejones de Ricantén (hasta Licantén en algunas versiones, por corrupción fonética) o, simplemente Los Callejones, correspondía a un cuadrante de viejas calles y cuadras estrechas distribuido entre las vías Diez de Julio, Dr. Brunner-Tocornal, Argomedo y Raulí-Portugal, llamadas Freire-Maestranza en esos años. La concentración de burdeles, bares “con niñas” y quintas de remolienda en esas pocas cuadras fue asombrosa, llegando a desbordar los límites del marco original expandiéndose así por casi todo este sector de Diez de Julio. Al centro de este trazado estaba el corazón de temidos y amados callejones, entre Lira y Raulí por calle Sucre, poco después llamada también Ricantén cuando terminó de abrirse la vía y conectó con la de este nombre: corresponde hoy a Antonio Ricaurte, en homenaje al oficial independentista de las Provincias Unidas de Nueva Granada. Este último nombre, que aparecía ya en algunos planos de 1911, lo recuperó hacia 1952, pues dicen que Ricantén fue una adaptación fonética del original Ricaurte, que afectó rápidamente en la denominación de la misma.
La calle y su fama pecaminosa, además, han sido mencionadas por varios escritores nacionales en sus obras alderón, Hernán Castellano Girón, Poli Délano y José Luis Rosasco, entre otros. Armando Rojas Castro incluso intituló su libro de 1939 como “Calle Ricantén”, cuando ya comenzaba su leyenda en reinos de la noche.
Aquel influjo atrevido irradiaba afuera de los límites señalados, sin embargo, llegando a tocar las avenidas Portugal y Fray Camilo Henríquez por el oriente y San Rosa por el poniente, luego hasta San Diego, en su época de máxima expansión. Prácticamente, todas esas manzanas orbitaban en torno a la gravitación de Los Callejones, mucho más allá del cuadrante central que tuvo en sus inicios. El grupo de cuadras de nuestra atención principal, sin embargo, se remonta a barrios nacidos hacia los días de la administración del intendente Benjamín Vicuña Mackenna, aproximadamente: se trataba de antiguas casas formando después las delgadas cuadras, algunas de ellas con aspecto modesto pero de influencia solariega, mientras que otras levantadas hacia el cambio de siglo ya pretendían ofrecer más ostentación arquitectónica, con fachadas de ladrillos e influencias neoclásicas.
Uno
de los inmuebles más bellos de Los Callejones está aún en la esquina
sureste de Lira con Ricaurte, aunque remodelado para usos comerciales y con un
resultado estéticamente dudoso. Obra de un arquitecto que aparece rubricado como H. Hernández,
tiene empotrada todavía una placa con la siguiente indicación, junto a un laurel
metálico: “1912 Premio Concurso de Fachadas. Sociedad Central de Arquitectos”.
En la dirección de la esquina vecina, Ricantén 456, aparecen a remate en
la prensa algunos bienes que habían pertenecido al señor Basilio Álvarez, como
muebles y alhajas, en noviembre de 1930. Por la misma época, el número 315 de la
calle era del comerciante Augusto Vidal, mientras que el 355 era del pintor Raúl
Vargas Herrera y el 595 del empleado Samuel Contreras Azócar. Don Rubén Vega
vivió hasta su muerte en un domicilio de Ricantén con General Urriola,
siendo velado allí de hecho, en marzo de 1939.
Empero, lo históricamente más valioso del barrio no está tal vez en las fachadas ni sus residentes, sino en el suelo, muy desdeñado: cuando se trazó y construyó la calle Sucre o Ricantén, hacia 1911, se la pavimentó con el viejo sistema de empedrados rudimentarios valiéndose de piedras de río o canto rodado, a diferencia de las demás cuadras, que estaban adoquinadas. Dos paños de esta maravillosa y clásica calzada aún sobreviven, tras soportar las pisadas de generaciones de aventureros que vagaron por ellas haciendo su parte en la voluminosa historia del lugar.
La importancia urbana que cobraba en sector de calle Ricantén había provocado a la Junta de Transformación de Santiago, ya en agosto de 1917, solicitar que la calle se prolongara de oriente a poniente desde Maestranza, actual Portugal, hasta Vicuña Mackenna, de acuerdo al plan que existía desde el Centenario. Del mismo modo, la junta pidió que Argomedo se ampliara desde Maestranza hasta avenida Las Quintas, actual Bustamante. Estas aperturas de nuevas cuadras inician la semblanza del barrio Los Callejones como tal, precisamente cuando soplaban también algunos vientos bohemios y recreativos que se reflejan en avisos de prensa como el de "La Nación" del jueves 9 de mayo de 1929, en donde se lee: "Arriéndase local casa poco dinero acreditadísimo como bar, restaurant, Maestranza llegar Diez de Julio, Ricantén 456".
Para Lafourcade, en “Cuando los políticos eran inteligentes”, el barrio “era una
urbanización constituida por calles como Santa Elena, Raulí, Ricantén, San
Camilo, en un Santiago de baja clase media”. Allí, precisamente, se instalaron
los prostíbulos en las que antes habían sido esas residencias más bien elegantes y
algo suntuosas, en el caso de las que daban hacia las avenidas principales,
mientras que las demás interiores tendían a ser más pequeñas, con aspecto de
cités, alojando en ellas también sus propios centros de recreación, baile y sexo
mercenario.
Su fama más pecaminosa inicia con años
treinta, entonces, al parecer coincidiendo con la crisis económica y la caída de la
prosperidad que había asegurado a la nación la industria del salitre. La
migración de las familias más acomodadas de varios vecindarios santiaguinos,
además, permitió la llegada de una nueva clase de ocupantes entre los que
estuvieron célebres cafiches y cabronas, en este caso estableciéndose en las
principales residencias de Ricantén.
Detalle del sector central del barrio Los Callejones en plano de 1911. Las líneas punteadas señalan los proyectos de aperturas de calles Argomedo y Ricantén hacia Portugal, concretados en años posteriores.
Vista actual de Google Earth del cuadrante original de Los Callejones. A pesar de la apertura en los años veinte y treinta, Ricantén quedó cortada con la construcción del establecimiento educacional de la Confederación Suiza al centro del mismo barrio.
Calle Ricantén con Portugal, llamada a la sazón Maestranza, en álbum de los archivos fotográficos de Chilectra. La imagen está fechada en octubre de 1922 y tiene una vista hacia el sur de Portugal, distinguiéndose un rústico bar llamado Maxim.
Calle Lira, en 1962. Fuente imagen: sitio web del Liceo Confederación Suiza.
La calle Raulí y Plaza Freire llegando a Argomedo, en el filme "Largo Viaje" de Patricio Kaulen, 1967, dentro del barrio de Los Callejones. Salvo por unas residencias al costado de la plaza, la mayoría de los inmuebles que se ven en las capturas aún existen, incluida la Casona Raulí con su acceso en arco medio punto. También se conservan los bolardos de concreto y los escaños. La arquitectura general observable es la que predominaba en aquel barrio.
Sector de calle Diez de Julio con Lira y sus alrededores, actual barrio de talleres y comercio automotriz que, en los años cincuenta, albergaba a los burdeles de Los Callejones. Fuente imágenes: "Revista El Guachaca", 2005, artículo "Cuando las putitas tenían casa".
"Pianista mujer noche necesito. Ricantén N° 363", decía un escueto aviso clasificado también en "La Nación" publicado en febrero y abril de 1937. "Niña sepa algo de cocina. Ricantén N° 369", decía otro en el mismo medio, en mayo siguiente. También había algunos talleres, garajes y locales comerciales en esas calles, como la tostaduría y depósito del Café F. Glanz, en Doctor Brünner 675. Hubo algunos hostales y pensiones, al mismo tiempo, como la residencia de Ricantén 307 llegando a Maestranza, adaptada para arrendar sus dormitorios desde fines de los años veinte.
Algunos negocios ya funcionaban de manera mediana o directamente clandestina, y no todos fueron de recreación. A mediados de octubre de 1938, por ejemplo, durante las arremetidas represivas que siguieron a la sangrienta Masacre del Seguro Obrero, fue allanada una residencia de la misma calle en donde el domiciliado, un suboficial de marina en retiro llamado Rodolfo Dischler devenido ahora supuestamente en traficante de armas, mantenía todo un arsenal, más de mil tiros de guerra y un taller de armería y composición. Vendía armas de fuego reacondicionadas a grupos políticos como los recién golpeados nacionalsocialistas criollos, según se dijo entonces.
Vecinos de clases obreras que residían por allí ya entonces, además, como en la ex Villa Maestranza y al sur de la avenida Matta, se convirtieron en la necesaria clientela del sector, a la que se sumaron otros procedentes de todos los puntos cardinales de la urbe. De esta forma, los más famosos y grandes prostíbulos de Santiago quedaron establecidos en Los Callejones: “una verdadera ciudad dentro de la ciudad o un barrio dentro del barrio”, en palabras del antiguo vecino y residente Osvaldo Cáceres González, arquitecto y autor del relato “Sobre barrio 10 de julio”, premiado y publicado en “Voces de la ciudad”.
También facilitó las cosas el que, por esos mismos años, ya tuviese fama de recreativa y noctámbula toda esta zona al sur del centro de Santiago, especialmente por los nexos del público con el sector de la Plaza Almagro y otros núcleos de remolienda y recreación capitalina. El lado que da hacia San Diego era un concurrido centro de diversiones sombrías en la época y de algunos rufianes igualmente célebres, de hecho.
Muchos de los emprendedores llegados ahora a Los
Callejones, en tanto, eran de una familia Quevedo, vecinos residentes en
cités del sector de calle Raulí y otro llamado Pudeto, en avenida 10 de Julio
con calle Madrid. Algunas tías del clan fundaron también lupanares y
clubes que existieron en la cercana calle Emiliano Figueroa. Llegaron a ser muy queridas en su momento, por cierto, además de ser reconocidas como impulsoras de bastantes características recreativas que fueron propias del lugar.
En sus buenos tiempos, las noches de Los Callejones se extendían con fiestas de amanecida, no sólo en los lenocinios, sino también en los varios bares que se instalaron alrededor de las aquellas cuadras. Las casas de recreo y fiesta permanecían con las puertas abiertas, habiendo noches en las que sonaban guitarras y vihuelas desde casi todas ellas. La música también salía por las ventas de los moteles y residenciales del barrio. Los cableados de ampolletas amarillentas cruzaban colgando las calles del distrito rojo desde una fachada a otra, y las chiquillas paseaban por el empedrado o se asomaban por las ventanas y puertas intentando verse elegantes, con las mejores prendas, cosméticos y perfumes que tuviesen a mano, buscando seducir a señores y rotos por igual. “Venga a casarse un rato, mijito”, era la frase de invitación más recurrida, y los cobros más baratos eran de alrededor de cinco pesos (“cobres”) hacia mediados de los cincuenta, según la memoria de quienes fueron clientes.
La pequeña Plaza Freire, que ha sobrevivido casi por milagro hasta nuestros días justo enfrente de la ex calle con ese nombre y después llamada Raulí, a veces era un hervidero de ebrios enfiestados acompañados por las mismas “niñas felices”, cantando entre el júbilo y la pendencia hasta arruinarle la noche completa a los pocos vecinos que resistían irse de estas calles, esperanzados ilusamente en que volviera la paz de antaño. Y por las calzadas adoquinadas del entorno, para evitar la mano dura de las policías, deambulaban unos sujetos apodados “campanilleros”, quienes daban los gritos de alerta cuando fuera necesario, desatando las estampidas.
Los fines de semana eran el apogeo de la celebración, bailable y bullicio, dejando sus huellas desperdigadas por este escenario urbano a la hora del alba. Terrible calvario debió ser para el grupo más conservador y religioso del vecindario el tener que cruzar Los Callejones de camino a la misa dominical de la mañana, pateando las botellas, serpentinas y todos los restos de las fiestas de madrugada, aunque quizá hayan sido menos ensordecedoras que muchas de nuestros días.
De acuerdo a testigos de aquel lugar y época que nos han prestado sus recuerdos, como los antiguos bohemios Benjamín Gutiérrez, Carlos Morales y veteranos músicos folcloristas, una de las más conocidas casitas era la ubicada en el palacete de la esquina de Lira con Ricantén, burdel llamado La Caja Fuerte. Y en Ricantén con Raulí había un popular hotel al que asistían algunas celebridades, además, regentando por un tipo apodado el Manguera, quien después se estableció en otra suntuosa casona cercana y de dos pisos en Argomedo, entre Portugal y Fray Camino Henríquez, aún existente y convertida en oficinas.
Una de las casitas mejor ubicadas era de la famosa Nena del Banjo, que se recuerda estuvo también por Raulí con Ricantén, a solo una cuadra de Portugal. Entre las amigas y vecinas se hallaba también la tía Rosita, cuyo lenocinio y "filarmónica" era de gran atracción para algunos cuequeros, según sabemos. De hecho, los testimonios sitúan a varias de las más célebres regentas, prostitutas y copetineras de lupanares santiaguinos iniciándose en tales actividades por acá. Entre ellas, destaca la mítica y respetada cabrona la Lechuguina, cuya popular casita de remolienda, la más famosa y conocida en esos años, se situaba en el cercano sector de calle Serrano, entre Diez de Julio y Copiapó, aunque ex vecinos de la emprendedora y de su controvertida pareja, el Zapatita Farfán, aseguran que su burdel central estuvo en Copiapó entre Lira y Carmen, cerca del cruce con calle Tocornal.
Varios lupanares del cuadrante, además, tenían fama de ofrecer “mejor pelo” que los demás, especialmente el ubicado en la esquina nororiente de esta calle con Dr. Brunner, al poniente: correspondía a un inmueble con frontón, ya inexistente. En tanto, en Ricantén 318 estaba un bar y restaurante con cierto prestigio: la Quinta Santa Julia, en cuyos comedores se realizaron importantes banquetes y reuniones de camaradería, como el de los fusileros del National Sporting Club, anunciado en la prensa a principios de abril de 1936. Otros sitios eran más propios de bribones y delincuentes, incluso los de la más baja calaña que no faltaban por allá, como un cafiche y embaucador de oficio muy conocido en Los Callejones, apodado el Carreta Vieja, quien es mencionado por Armando Méndez Carrasco en “Chicago Chico”
Entre los boliches más cotizados que del barrio y de su influjo sobre las cuadras adyacentes, un poco más al poniente destacó la Casa de las Siete Puertas, burdel que se caracterizaba por tener esa cantidad de accesos, en las que se paraban las chiquillas a seducir a los paseantes. Se ubicaba en calle Diez de Julio llegando a San Francisco de Asís, vecina a una placita ya desaparecida. Después, el inmueble fue convertido en locales comerciales y remodelado, haciendo desaparecer las puertas que les daban el nombre, las ventanas que acompañaban a cada una y el par de patios interiores que llegó a tener.
Vecino a la Casa de las Siete Puertas existía también una oscura taberna llamada Nunca se Supo, en donde el periodista y escritor Raúl Morales Álvarez debió ir a reportear un homicidio, en alguna ocasión. Recordaba que al acercarse al apuñalado agonizando en una camilla, le preguntó quién lo había atacado y este, haciendo un último chiste en su vida, respondió en tono burlón: “¡Nunca se supo!”.
El edificio de la esquina de Lira con Ricaurte. Ha sido intensamente intervenido y remodelado.
La placa con el premio de 1912, en el mismo edificio de la esquina. Como dato curioso, la pieza parece ser de los talleres de la Gran Fundición Artística del Sr. Juan Forlivesi, fundada en 1905 en calle Dávila 914.
Acercamiento a la fachada y el balcón cerrado o de cajón. Quedan algunos rastros del estilo modernista que influyó en el diseño original del inmueble.
Fachada con pináculos, esquina de Ricaurte con Urriola. Al fondo, Diez de Julio.
Otras casonas antiguas de Urriola, muy maltratadas por el arte neorrupestre en muchos casos.
Acceso al Liceo Confederación Suiza, por el costado de calle Urriola.
Calle Urriola vista hacia el norte desde Diez de Julio.
Fachada con frontón en la esquina de Ricaurte con Dr. Brunner.
La misma calle Dr. Brunner vista en dirección hacia Argomedo.
Esquina más al poniente, de avenida Diez de Julio con Serrano, en el barrio donde solían pulular las "chiquillas" de la llamada Casa de las Siete Puertas. Imagen gentileza de Alan Bruna.
El cronista comentó algo también sobre una prostituta casi legendaria en Los Callejones: la Loca Marión, mujer feral e indomable, con una cicatriz en el rostro; “una mujer alta, una hembra maciza y bravía como las de otra edad, una buena compañera para los tiempos de doña Catalina, la de Erauzo, la Monja que fue Alférez”, con unas piernas “que le habrían dado envidia a Marlene Dietrich o a la Mistinguette, en los días ya lejanos, en los días irremediablemente viejos, en que se enamoró y conquistó con ellos el cariño fugaz de Chevalier”. Una vida de peligros y asperezas no amilanó a Marión en su instinto salvaje y apasionado, que no aceptaba a cualquier cliente y no se intimidaba con amenazas:
Eran sus amigos los poetas que tranqueaban en busca de la madrugada y de su pretexto para beber un trago más a unas cuantas palabras amables; los ladrones emboscados en todas las aceras, ciertos policías y algunos pijes con el orgullo de la primera llave para salir de noche. La “Loca Marión” les entregaba su afecto, a veces su dinero, y muy de raro en raro su verdadero amor. ¿Por qué? Cierto amanecer ella me lo dijo: “Por eso me dicen La Loca, pus tonto: porque me voy con quien quiero...”.
Era, nada más, que la simple verdad. Yo la vi una noche irse del brazo con un hermoso atorrante, un vagabundo destrozado por todos los caminos, una suerte de bello rey desarrapado, oloroso a vino y a mugre en toda su persona perfectamente divorciada del agua y del jabón, despreciando los billetes de un marinero inglés que asaltaba a Santiago, al abordaje, con el ímpetu sexual de los navegantes que pisan tierra firme después de una larga jornada pasada en el mar, para aprender desde el amor y las botellas, que el mundo es redondo y se mueve.
Hubo varias otras mariposas nocturnas que ostentaron el mismo fatídico nombre de Marión, sin embargo, incluida una mítica bailarina de cabaret, alta y rubia musa que trabajaba por el sector 10 de Julio llegando a Vicuña Mackenna, pero que terminara sus días en la vagancia, alcoholismo, drogadicción y condenada a una silla de ruedas, pernoctando alrededor de un hospital del barrio Matucana.
Cierta cantina posterior, en el mismo sector de la Nunca Se Supo y de la Casa de las Siete Puertas, fue llamada El Milonga: era uno de los primeros negocios del futuro empresario nocturno y de espectáculos José Padrino Aravena. En ella se atendía de forma continua durante las 24 horas, sirviendo de parada o estación para muchos visitantes de estos barrios de huifa desenfrenada. Había otros expendios de comida y bebida en calle Lira, además, varios permaneciendo abiertos hasta las horas de mayor ajetreo.
En
Diez de Julio con Santa Rosa, en tanto, se pasaban fatigas de trasnoche en el
Café Celia: salón de té y pastelería a la que asistían también algunas de las
regentas del barrio, como la Lechuguina. El escritor y residente Roberto
Guerrero se vinculó a un café muy cerca de allí: El Chino, en Diez de Julio con Carmen,
mencionado por su colega y vecino Mario Ferrero, cuyo primer libro “El café Iris
y el Chino” salió en 1948 desde la imprenta El Relámpago, también ubicada en la cercana
calle Lira. Aquel "Chino" era en realidad un restaurantecon dos locales en el señalado cruce y cocina especializada en comida oriental, pollos al spiedo y fiambres.
La clientela de Los Callejones y los barrios vecinos debieron estar entre lo más sabroso, sin embargo: las leyendas incluyen a prestigiosos hombres de negocios, autoridades que ocuparían importantes sillones de gobierno y hasta una selección completa de fútbol brasileño en 1961, con Pelé entre ellos y justo cuando iba a ser reconocido como el mejor futbolista del mundo. Mandatarios en ejercicio habrían llegado allá, según chismea Cáceres González recordando visitas del presidente Gabriel González Videla en los cuarenta, en el mencionado burdel más copetudo de Ricaurte con Dr. Brunner.
También iban al barrio los músicos populares, quienes pagaban favores amenizando en cada boliche, si acaso había piano, guitarra o arpa a mano. Eximios folcloristas urbanos como Osvaldo El Buey Cerda, Fernando González Marabolí y Nano Núñez, el líder de Los Chileneros, fueron parte de los comensales con habitualidad en el barrio y amigos de todas las chiquillas, se recuerda. De ahí que el grupo cuequero de Núñez mencionara con tanta pasión a Los Callejones al final del tema “Los barrios bravos”, de su trascendental disco de 1968 “La cueca brava”:
Y Vivaceta, sí
muy respetada
Plaza Almagro y San Diego
Blanco Encalada.
Lindas canchas de amores
Los Callejones.
El mismo maestro Núñez, entrevistado una vez para el portal Cueca Chilena, recordaba parte del ambiente artístico y bohemio imperante en esas calles y casas, asegurando que “en Los Callejones había flor de tangueros, y cuequeros también. Nombradas casas, nombrados cuequeros, porque el tango son dos o tres músicos”.
Incalculables fiestas universitarias, despedidas de solteros y encuentros de camaradería terminaron en Los Callejones. La patota juvenil llegaba en el trolebús de Portugal o Diez de Julio, en tanto. Pero también arribaban rufianes como el Cabro Eulalio, rey del hampa en la Plaza Almagro y asiduo cliente con licencias especiales en Ricantén, protegido por la complicidad de todos cuando había redadas policiales. Varias veces corrió la sangre en estos rincones, por la misma razón, pues la muerte y el asalto siempre estuvieron proyectando su miasma en esas aceras.
En tanto, todo un comercio esquinero de empanadas, pequenes, tortillas, pan candeal, pan amasado, sanguchitos, huevos duros y otros bocadillos para bajones de hambre, terminaba de armar el cuadro perfecto de la bohemia santiaguina pobre de esos años. Varios de estos vendedores ambulantes llegaron a ser bien conocidos allí, de hecho, apareciendo con canastos, lámparas de carburo, bandejas o cajones con productos que llevaban en sus cabezas y perfectas cotonas o delantales blancos. Hubo locatarios establecidos en norma, como mecánicos y kiosqueros, también aprovechando el ambiente del lugar para vender bajo la mesa supuestos productos afrodisíacos y hasta sustancias ilícitas. Una famosa y respetada comerciante callejera fue la llamada tía Gloria: ofrecía bocadillos y sándwiches, residiendo muy cerca con su esposo Luis Castro, en Argomedo llegando a Fray Camilo Henríquez. Era dueño de una desarmaduría de esta misma calle y la trabajó con su hijo Juan, apodado el Colchoneta. Don Luis falleció recién en 2020 a los 91 años, residiendo ya en la población San Gregorio, según la información de la que disponemos.
La decadencia de Los Callejones comenzó al aproximarse el fin de la década del cincuenta y avanzó con inusitada rapidez durante la siguiente. Los veteranos que lo frecuentaron coincidían en que sus esplendores habrían estado desapareciendo casi por completo hacia los días del Mundial de Fútbol de Chile en 1962, importante e inconfundible referencia cronológica para ellos.
En aquel período, además, pioneros de la remolienda, folcloristas, intelectuales y artistas se fueron alejando de allí, pero no los maleantes y los hampones, por desgracia. La elegancia de las tardes de tango o el son de las victrolas se fue apagando en cada casa, permaneciendo en el lugar solo aquellos aspectos negativos que antes se toleraban a favor de priorizar lo emocionante y singular del barrio. De hecho, ya en la década anterior, muchos de sus centros de recreación habían comenzado a emigrar a las calles del contorno dejando el núcleo principal, estableciéndose así en Serrano, Copiapó, Tocornal y otros destinos del mismo vecindario o más lejos, inclusive.
Si
acaso alguien había querido romantizar en Los Callejones relativizando el
drama subyacente de la prostitución y la marginalidad, ninguna excusa para ello
quedaba ya al final de sus días, con nuevos cafiches y chulos violentos
rondando sus calles y delincuentes parados casi en cada esquina, acechando su
presa para el asalto con la recaudación del día. Ni hablar del tráfico de drogas
allí. Prácticamente toda la generación histórica de emprendedoras de la noche, regentas y "niñas", ya había abandonado el lugar.
Coincidentemente, en 1958 se había trasladado hasta Argomedo 352 esquina con Raulí el entonces llamado Liceo N° 10 de Hombres, separándose de la Escuela Matta. Se ubicó hacia donde está ahora el Liceo Comercial, justo a un lado del barrio rojo y enfrente de la conflictiva Plaza Freire, comenzando los primeros problemas de convivencia entre dos mundos opuestos, tan diferentes como podían ser la educación y la remolienda desenfrenada. El amenazante ambiente y las incomodidades del recinto llevaron a pensar en un traslado, por la seguridad de los alumnos.
Paralelamente, había campañas para cerrar y destruir los famosos burdeles de ese y otros barrios, por lo que se fueron retirando a la fuerza de las actividades a varias prostitutas ya entradas en la vejez y sin posibilidad de reinventarse, apagando los últimos combustibles de su vida como velas de una ofrenda fúnebre.
Fuente de soda El Pollo Volador y fachadas de Dr. Brunner.
Antigua y maltratada casona en Dr. Brunner cerca de Argomedo.
Los Adobes de Argomedo, vista posterior. A pesar de su aspecto antiguo, es de los años setenta.
Vista de Los Adobes de Argomedo, esquina de Argomedo con Lira.
El patrimonial pavimento de canto rodado en calle Ricaurte, vista desde Lira hacia el oriente.
Acercamiento a las piedras del pavimento, Monumento Nacional desde 2008.
En medio de tal incomodidad y siendo rector don Carlos Pérez Ríos, los alumnos del Liceo N° 10, que a la sazón comenzaba a ser mixto, se levantaron paralizando y ocupando de manera indefinida la pequeña y poco acogedora sede de Argomedo, en una de las primeras tomas secundarias de las que haya registro, además de ser una de las más largas en la historia de los movimientos políticos en la educación chilena. Exigían la construcción de un establecimiento más moderno y la expropiación de residencias vecinas aún usadas como lupanares, pues eran agredidos constantemente por proxenetas y prostitutas, especialmente las alumnas, como venganza por el cambio que experimentaba el barrio desde la llegada del liceo.
Finalmente, la resistente huelga logró forzar la voluntad del Ministerio de Tierras y Colonización durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva. La cartera de Estado inició el juicio de expropiación de los burdeles de la cuadra de calle General Urriola y las autoridades se comprometieron a construir las nuevas dependencias para el liceo. El sitio escogido estaba al otro lado de la misma manzana del liceo, en Urriola 680, comenzando la enorme y agresiva demolición en 1966 con maquinaria pesada y grandes camionadas de escombros que hicieron desaparecer casi toda el ala oriental del barrio de Los Callejones, cortando la ex calle Ricantén ante las protestas y llantos de las regentas que quedaban en el sector.
Hubo muchas leyendas y fábulas sobre lo que las cuadrillas de trabajadores
encontraron en los sótanos de aquellas casitas de huifa echadas abajo:
restos humanos, de neonatos, documentos secretos comprometiendo a altas
autoridades, fotografías escandalosas de hombres públicos y galerías secretas
por las que, supuestamente, escapaba la clientela VIP en las redadas, entre
otras curiosidades. Nada confirmable a estas alturas, por supuesto.
Concluidas la construcción del nuevo establecimiento, la temporada de 1968 del Liceo N° 10 comenzó en las nuevas y cómodas dependencias de Urriola con Diez de Julio, siendo rector el profesor Jaime Nahum Levin. Con esto, quedaba aplastado el recuerdo de casi 40 años de remolienda desatada y de uno de los episodios más curiosos de la historia de la diversión en Santiago. El recinto corresponde al actual Liceo A-13 que, desde 1983, lleva el nombre de Confederación Suiza. Tal matiz educativo en el vecindario se reforzó con la llegada del Liceo Comercial González Videla, el Colegio Baquedano y el Liceo República de México por el sector Raulí.
No había vuelta atrás para Los Callejones, por consiguiente… Pero, a pesar de los esfuerzos por erradicarlos, agónicos resabios de lo que había sido el barrio rojo permanecieron pataleando hasta tiempos relativamente recientes, siendo todavía posible encontrar por allá algunos personajes problemáticos que aparecen, de cuando en cuando, como si intentaran traer de vuelta aquel pasado superado.
La seguridad de los alumnos también se logró más cerca de nuestra época, ya que la ojeriza del gremio de los lupanares y -en gran medida también- de quienes habían sido sus clientes, permaneció por largo tiempo más apuntando sus rencores contra el Liceo Confederación Suiza, símbolo de su colapso.
Al menos tres célebres barrios de lupanares cercanos parecen haber cruzado influencias con la radiación calórica de Los Callejones y por el desplazamiento de sus madamitas, regentas y chiquillas, al decaer: el clásico ubicado entre las calles Eleuterio Ramírez y Eyzaguirre llegando a San Diego, de los más antiguos aunque ya en retirada tras los cambios de Plaza Almagro y alrededores; el de calle Emiliano Figueroa, entre Diez de Julio Huamachuco y Copiapó, iniciado al parecer por una tal tía Olivia y otra regenta que monopolizaron la cuadra, entre ambas, tras dejar Los Callejones; y en gran parte también el celebérrimo de San Camilo, o más exactamente calle Fray Camilo Henríquez, que acogió quizá a la mayoría de las huérfanas de Los Callejones dada su inmediata cercanía geográfica y la incipiente fama que comenzaba a hacerse ya como heredero del ambiente de aquel, aunque fuera de una época posterior.
El ex barrio de Los Callejones, en tanto, comenzó a ser absorbido también por el comercio dominante en Diez de Julio, con locales de venta de repuestos para automóviles, talleres mecánicos o electrónicos. Por esto, varios otros inmuebles del antiguo grupo terminaron destruidos y reemplazados por galpones comerciales, locales de ventas y talleres. Es el rasgo que aún mantiene, aunque no se acabó del todo la fiesta: en 1978 llegó a Argomedo con Lira el popular y tradicional restaurante Los Adobes de Argomedo, capitaneado por don Juan Vergara Díaz, importante centro culinario y de espectáculos de Santiago.
A todo esto, el mal llamado barrio San Camilo (este nombre anómalo lo comenzó a recibir la calle Camino Henríquez desde el cruce con Diez de Julio y, en algún momento, se generalizó), terminaría siendo el principal refugio de muchas de esas casitas de huifa corridas de Los Callejones desde fines de los cincuenta o poco después. Como casi era parte del mismo barrio rojo ya opacado, especialmente en la cuadra del cruce con Santa Isabel, comenzó a desarrollarse allí otra etapa de la historia de la prostitución en Santiago, aunque con ciertas diferencias importantes si se la compara con la anterior.
A mayor abundamiento, en “Camilo” destacarían ahora entre las regencias algunos personajes extravagantes como el llamado maricón Condesa, también procedente de los clubes de Ricantén y más tarde establecido en Vivaceta casi con Rivera, según parece; la Pelá Jorge que, según el mito, acabó arruinado, asesinado a balazos por un hampón o fulminado por el corazón que no resistió sus vicios; la tía Toña, mítica cabrona de estos mismos pantanos; el Chico Lucho, del que decía la leyenda que mantenía a sus niñas secuestradas y drogadas en terribles situaciones de abuso; la tía Rosa, que trabajaba con su hija Carmen y destacaba por sus modos cordiales y elegantes; y la misma Nena del Banjo, que también habría emigrado o abierto sucursales en estos lares, según ciertos testimonios que no hemos podido verificar.
Otra de las celebridades que parecen haber estado relacionadas con Los Callejones y que lograron establecerse a tiempo en San Camilo fue la famosa Guillermina, dueña de un popular prostíbulo en entre calles Argomedo y Santa Isabel (precisamente la cuadra final de Los Callejones, en su máxima expansión) y después de otro más elegante en avenida España llegando a Blanco Encalada. Conocida por muchos intelectuales y hombres públicos de la época, se dice que habría acabado sus días asesinada por un cliente al que no quiso abrir la puerta ya tarde en la noche, cuando el barrio ya estaba entrando en su propia decadencia. Y aunque varios otros burdeles de San Camilo y sus dueños lograron sobrevivir a los más duros años dictatoriales, para los ochenta ya estaba cambiado su semblante, devenido ahora en la oferta de prostitución homosexual y mucha droga. Poco y nada quedaba de lo que había heredado de Los Callejones.
El
último de los burdeles clásicos que quedó operando en el desaparecido barrio de Los
Callejones y sus contornos se ubicó hasta cerca del año 2010 en Cuevas,
entre 10 de Julio y Copiapó, enfrente de un motel llamado La Carreta
entre los noctámbulos, casita que pertenecía a un tal Guatón Omar. Algunos lupanares que aún agonizan en esos barrios, como los de sectores de calle
Eyzaguirre y las proximidades de San Diego, están tan retirados y asociados a
otros barrios o con otra identidad que ya no pueden ser estimados como parte
del histórico cuadrante de Los Callejones; ni siquiera de su legado. Las chiquillas que hoy se ven por esas mismas calles en las noches están totalmente desconectadas del hilo histórico que llevaba de vuelta hacia la saga de remolienda que hubo antaño allí.
Algo se conserva y protege del pasado de calle Ricaurte, sin embargo: por
Decreto N° 401 del 18 de enero de 2008, la calzada de canto rodado de la vía fue
declarada Monumento Histórico Nacional, por tratarse de “la única dentro de la
comuna de Santiago que mantiene, a la vista, el pavimento de canto rodado,
presentando efectivamente una valiosa singularidad”, agregando que se ha
conservado “sin alteraciones en su superficie, permitiendo apreciar el excelente
trabajo de artesanos anónimos que hicieron posible que esta calzada se encuentre
prácticamente intacta”, constituyéndose así en un caso de necesaria puesta en
valor del patrimonio urbano.
La declaración de marras se hizo atendiendo un llamado formulado por la “Revista de Urbanismo” N° 14 de junio de 2006 y no parece tener precedentes parecidos en la historia de las declaratorias del Consejo. Sin embargo, la calle con este pavimento primitivo de guijarros quedó dividida en dos partes o paños, por no poderse salvar la parte del cruce de Ricaurte con la carpeta dura de calle Lira que la cortó allí, precisamente.
...Para fortuna de muchos, esas piedras no hablan. ♣
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