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LOS PRIMEROS JUEGOS-ESPECTÁCULOS DE LOS CRIOLLOS

Juego de los bolos entre los criollos, en imagen basada en ilustración publicada por Claudio Gay. Fuente imagen: sitio Fotografía Patrimonial (Museo Histórico Nacional).

Como era esperable, la vertiente indígena también aportó algunas prácticas de pasatiempos que asimilaron y desarrollaron los criollos, varios de ellos al estilo deportivo o de juegos-espectáculos. Hay una gran cantidad de casos en donde el mestizaje de los entretenimientos populares tuvo una raíz nativa, pero que a veces encontró afinidad con las introducciones aportadas por los hispanos y, en otras ocasiones, dejó a la vista paralelismos o semejanzas insólitas. La crónica de Ovalle refiere y retrata en sus láminas algunos de esos muchos juegos.

Entre aquellos pasatiempos deportivos de origen indígena, destacaba uno de gran ejercitación y que, en ciertas oportunidades, fue confundido con otros más modernos: el de la pelota o pillmatún, con una bola arrojadiza cuyo contacto los competidores debían evitar, esquivándola rápida y ágilmente en cada tiro, ya sea contorsionando el cuerpo, agachándose o inclinándose al verla venir. Algo muy parecido a otras prácticas tan antiguas como la propia civilización humana y vigente después en juegos como el quemado y las naciones, se advierte. Los jugadores vestían tapando escasamente sus ingles y se ordenaban dentro de un círculo o cancha, hasta donde se les arrojaba con las manos la pelota de paño o de corcho, o bien saltaba esta entre unos y otros de manera que la bola corriera de lado a lado. Los que fueran tocados por ella iban perdiendo créditos y debían salir del juego.

Echando cuentas históricas, el propio gobernador Hurtado de Mendoza habría introducido en Chile, después, el juego de pelota en la forma peninsular. Llegó a ser tan popular en el bajo y alto pueblo hispano que incluso existió el mito de que el príncipe Baltasar Carlos de Austria murió, en 1646, colapsado por el esfuerzo de jugar un partido de pelota. En la versión traída y acomodada a América, la pelota se jugaba con una cuerda tensada de un costado a otro en el lugar y con los jugadores de frente. Tenía analogías con la pelota vasca y cierta semejanza también con futuros deportes como el tenis y el vóleibol. Los participantes debían lanzarla con las manos sin que pasara bajo la cuerda y anotando puntos.

Según Eugenio Pereira Salas, con el tiempo aquel juego de pelotas se volvió de mucho agrado y afición entre los vecinos de Santiago. Hasta acarreó algunas acusaciones contra Hurtado de Mendoza en un juicio de residencia, al enrostrársele -entre varias otras cosas- que había adquirido más de 3.000 pelotas para que se vendieran “por los mercaderes con quienes tenía trato”, mandando deshacer una cárcel en donde se guardaban municiones para facilitar el almacenamiento y la venta de estos artículos. Pero el fiscal no acogió las acusaciones y, de esta manera, el juego continuaría sumando popularidad en el tiempo, contando con una cancha en calle San Isidro, que también fue llamada por esto calle de la Pelota.

Los practicantes de pelota a la usanza indígena, en tanto, desarrollaron otras versiones y mixturas para el juego, adquiriendo también características nuevas y variaciones interesantes, incluyendo algunas con uso de pies muy parecidas a las que tendría más tarde el fútbol. Oreste Plath da detalles de esto en “Aproximación histórica-folklórica de los juegos en Chile”:

Los mapuches jugaban un juego de pelota que llamaban “Trümün” en el que tomaban parte cuatro jugadores. Para iniciarlo se formaban dos partidos. El dirigente daba la señal de comenzar y los aborígenes luchaban por llevar la pelota con los pies hasta el lugar que cada partido defendía. El que lograba entrar la pelota allí, por cuatro veces consecutivas, se consideraba vencedor.

Este juego lo describió Manuel Manquilef, profesor secundario de origen mapuche, en la “Revista de Folklore Chileno”.

Y agrega que los mapuches utilizaban para los juegos de pelota, en general, paja prensada, cierta madera esponjosa como el corcho, madejas de algas o las vejigas de animales infladas con aire.

Las variaciones criollas y mestizas, con elementos de ambas vertientes, se practicaron hasta entrada la Independencia. Además, los vizcaínos trajeron la pelota vasca a mediados del siglo XVIII, logrando tal arraigo y relevancia que Manuel de Salas quiso fomentarla, fundando en su diversión inocente y la ejercitación, con la apertura de una cancha ubicada en el Basural de Santo Domingo, en donde está ahora el Mercado Central. El muro de fondo que allí sirvió a los juegos fue de buena factura, a diferencia de otras obras más toscas y rústicas de entonces. Durante la Reconquista, en la misma cancha destacó por su habilidad deportiva un negro ágil y esbelto apodado Falucho, venido desde Lima como asistente del brigadier Osorio.

Sin embargo, en tiempos posteriores a la Independencia, los juegos de pelota en general perdieron el apoyo de las autoridades, ya que los miraban ahora con cierto recelo. Acabaron siendo erradicados de la cancha del basural y este espacio fue usado como otro reñidero de gallos, en un triste cambio de rol. Los últimos jugadores de la antigua pelota fueron los alumnos del Instituto Nacional cuando aún ocupaban el edificio de los jesuitas, en donde tenían su propia cancha.

Otros juegos se hallaban en el límite de lo que reconoceríamos como un deporte espectáculo, dado que se hacían en espacios más bien reservados y lejos de grandes grupos de espectadores participando de los encuentros o acompañando a los jugadores. Naipes, dados, lotería, rayuela, juegos de azar, palitroques y billar también pertenecerían a esos otros órdenes de recreación. Las apuestas, sin embargo, no discriminaban ni hacían separaciones entre estos ambientes.

Nuevamente desde el mundo indígena, los criollos aficionados y apostadores adoptaron el juego de la chueca o palín, esa suerte de hockey primitivo remontado a tiempos anteriores a la llegada de los españoles y que también era practicado por jugadores muy ligeramente vestidos, aunque no todos los autores están de acuerdo en tal originalidad. Parecido también a la génesis del juego de lacrosse que fue practicado entre tribus pieles rojas, fundamentalmente la chueca se ejecutaba con un grupo de participantes armados de palos o bastones arqueados en una cancha, 15 o 20 sujetos por banda en los casos más ordenados. Con esa herramienta corrían tras una bola buscando golpearla y echarla fuera del extremo en el campo de juego.

Por la cantidad de público que sus partidas lograban atraer, la chueca equivalía casi al fútbol de nuestros días. Muchos soldados españoles la incorporaron a sus costumbres y la difundieron desde el territorio de Arauco tras aprenderla por el intercambio que se daba en las avanzadas, fuertes y cárceles del sur. Su similitud con otros deportes de España que eran conocidos por los castellanos, pudo haber facilitado también la fusión del mismo en la sociedad criolla. Ovalle lo comenta y enfatiza que no se trataba del mismo juego hispano, por semejantes que se vieran.

Juegos indígenas, en grabados del florentino Antonio Tempesta, para el cronista Alonso de Ovalle en su “Histórica Relación del Reyno de Chile”, publicado en Roma en 1646.

Indígenas jugando chueca o palín. Grabado del florentino Antonio Tempesta para la “Histórica Relación del Reyno de Chile” de Alonso de Ovalle, publicado en Roma en 1646. El palín fue adoptado y muy practicado también entre criollos y mestizos de la colonia santiaguina.

"Proyecto para baños públicos, juego de pelota y un paseo en el lugar llamado El Basural, Santiago de Chile, 1803", en el Archivo Nacional Histórico (MAP número 415). Publicado por Memoria Chilena.

"Vendedores en las calles", del "Atlas de la historia física y política de Chile" de Claudio Gay, publicado en París en 1854. De izquierda a derecha: aguatero, yerbatero, panadero y sandillero (vendedor de sandías).

El juego de la chueca ya más cerca de nuestros tiempos, entre mapuches araucanos. Esta hermosa imagen estaba en un local comercial de Temuco.

Aunque la chueca se practicó con popularidad hasta mediados del siglo XIX en la ciudad, más o menos, por largo tiempo fue considerada algo de mal gusto o corruptor, por sus apuestas y por la desnudez parcial observada incluso en algunas mujeres. Y aunque el pasatiempo no contemplara necesarias agresiones, por su energía y velocidad eran frecuentes las heridas, esguinces, caídas y hasta fracturas.

Una prohibición saltó sobre la chueca el 6 de noviembre de 1647, cuando el capitán general Martín de Mujica proclamó un bando restrictivo por solicitud de la Real Audiencia… Y es que, tan interesante como el juego mismo, era lo que sucedía después de esas partidas, según la descripción que hace Diego de Rosales en su “Historia general del Reino de Chile, Flandes Indiano”:

Sólo diré por ahora cómo después de este juego se sientan a beber su chicha y tienen una gran borrachera, y de que de estos juegos de chueca suelen salir concertados los alzamientos, porque para ellos se convocan de toda la tierra y de noche se hablan y conciertan para rebelarse. Y así los gobernadores suelen prohibir este juego y estas juntas por los daños que de ellas se han experimentado. Para estar más ligeros para correr juegan a este juego desnudos, con sólo una pampanilla o un paño que cubre la indecencia. Y aunque no tan desnudas, suelen jugar las mujeres a este juego, a que concurren todos por verlas jugar y correr.

Unos años después, el obispo Bernardo Carrasco y Saavedra emitió otra prohibición, en 1686, ya que indígenas y criollos resistieron las medidas restrictivas y continuaban practicándolo en el Llano de Portales, en Las Lomas u otros terrenos de competencias equinas de Santiago. Pero nada se conseguía ya con esta clase de medidas, realmente: la desobediencia desafiante a toda restricción a la diversión popular era casi unánime en la sociedad chilena, incluso entre las autoridades. Sirva de ejemplo el que, en esos años, el oidor Juan de la Peña y Salazar confirmó haber encontrado un numeroso grupo de reputados caballeros jugando y apostando de manera clandestina en una casa de recogidas (albergues para mujeres “de mala vida”) ya desocupada de Santiago, corroborando así la información que Ovalle había dado unos años antes, respecto de que los juegos, en todas sus formas, eran un vicio tan fuerte en el bajo pueblo como en las clases altas. Muchas restricciones, entonces, no pasaban de ser letra muerta.

Como era esperable, el deporte del palín no cesaría. En 1733, hubo un encuentro de chueca en el terreno de la Ollería de Santiago, actual sector de calle Portugal, pero terminó en una reyerta en donde incluso hubo niños agarrándose a cuchilladas y con el organizador, don Agustín Álvarez, procesado por la justicia… Aunque, básicamente, estas riñas eran casi lo mismo que ha sucedido varias veces en nuestra época, al final de ciertas pichangas de barrio en donde las pasiones y los resquemores pudieron más que el fair play, la chueca volvería a la nómina de prácticas prohibidas en 1782, también sin lograr ser erradicada.

En otro plano, entre los espectáculos sangrientos que involucraban animales, los principales eran las riñas de gallos y las corridas de toros, ambas controvertidas desde sus orígenes, pero que experimentarán un alza de popularidad no exactamente en la fundación de la sociedad criolla, sino en un período posterior, durante el siglo XVIII. Curiosamente, sin embargo, mientras las peleas de gallos fueron toleradas por los patriotas ya en los tiempos de la Independencia, la tauromaquia acabó prohibida y perseguida con severidad.

Originalmente, había tres ocasiones al año con las esperadas lidias taurinas: la fiesta de San Juan a inicios de la Colonia (no se habría extendido mucho en el tiempo, si bien alcanza a ser observada por Ovalle); la fiesta de Santiago Apóstol, patrono de la capital y con grandes festejos propios; y la fiesta de la Asunción de la Virgen, poco después de la santiaguesa. Otras excusas se encontraban en celebraciones específicas organizadas por las autoridades. Y si bien la lidia tenía elementos originales más festivos y rituales, estos evolucionaron hasta un concepto de espectáculo de masas, al ir apareciendo los ruedos que actuaron de manera un poco más independiente de las fiestas o efemérides.

Otro de los juegos más populares traídos al país fue el de los bolos o bochas, con varias modalidades. Resultaba infinitamente menos violento y, en teoría, más familiar que los ya revisados, habiendo tenido mucha importancia en España. Se cree que habría sido introducido en Chile por españoles o italianos, grandes practicantes del mismo hasta tiempos recientes, aunque el principal sospechoso era un señor de origen gallego llamado Antonio Raimundo. De acuerdo a lo que dice José Toribio Medina en “Cosas de la Colonia”, él estaba casado con la hija de una familia más o menos acomodada de Talca y logró que las autoridades establecieran canchas de bolos en todo el país para su uso en los días festivos.

Los bolos practicados en Chile eran parecidos al juego de canicas pero con sus sólidos bolones redondos y lisos de tamaño medio y grande, casi llenando la mano. Constaba de cuatro jugadas bases: el arrime (arrojar las bolas hasta donde estaban las llamadas bolines, lo más cerca que se pudiera), el desembuche (lanzar por lo alto un gran bolo que golpeara a la bola del arrime), el cupitel (empujar la bola y arrimar hacia el bolín) y el rodillo (separar todas las bolas que había logrado reunir un contrincante alrededor del bolín).

En marzo de 1770, el gobernador Francisco de Morales estableció restricciones a la práctica de las apuestas en las canchas de bolos, aunque no solían hacerse sobre este pasatiempo sino el de los dados, practicado entre el público de estos encuentros. Las medidas se reforzaron en 1777 con el gobierno de Agustín de Jáuregui, llegando a poner fin a las canchas de bolos, aunque la prohibición acabó en letra muerta, especialmente cuando las municipalidades vieron reducidas sus entradas de tributos desde aquel ítem, una vez que se refugió en la clandestinidad. Por esta razón, en febrero del año siguiente el Cabildo de Santiago aceptó que don Isidro Suñe se hiciera cargo de ocho canchas, más tarde cedidas al asentista Francisco Díaz. De esta manera, las canchas de bolos proliferaron en la Plaza de las Ramadas de la actual calle Esmeralda, en La Cañada de la futura Alameda cerca del Colegio de San Agustín y varios otros lugares de la ciudad.

Con el tiempo, los bolos tradicionales cedieron a una modalidad del juego que involucró el cambio de los bolines por argollas de hierro a través de las que debían pasarse las pelotas lanzadas con un instrumento llamado sendejo, a modo de mazo. Y aunque continuó siendo practicado entre miembros de colonias europeas, el prestigio del juego de los bolos había decaído bastante, cayendo en la lista de nuevas prohibiciones dictadas por el gobernador Marcó del Pont en 1816. La viajera María Graham lo verá en Valparaíso, unos años después.

Hubo otros juegos que se veían exclusivamente en las manifestaciones de celebración o de festejo popular, sin ser de exacto carácter espectacular, pero con público siempre presente por lo mucho de competencia que había en ellos. Fue el caso del famoso palo ensebado o cucaña, como también se llamaba entonces, que consistía en trepar un poste de madera, frecuentemente engrasado o enjabonado, hasta alcanzar un ave, premio u objeto colgado en la cima. De origen italiano, se debe haber conocido en Chile durante la Colonia.

Pero, con el tiempo, el palo ensebado se convertiría sólo en un desafío pintoresco de Fiestas Patrias o de ferias costumbristas, al igual que ha sucedido con varios otros juegos tradicionales que ya resultan demasiado sencillos, excéntricos o lentos a las generaciones digitales y sus prestezas, como el de perseguir al chancho, las carreras de tres pies, la tirada de cuerda, los gallitos (vencidas) de puño o de meñiques, el clásico juego de la rana o tiro al sapo, las carreras de ensacados, las de tres pies y los tiros al blanco con todas sus formas y variaciones como botar tarros, lanzamientos de argollas y gatos porfiados.

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