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UN TEATRO PROVISORIO EN MEDIO DE UN BASURAL

Acuarela del río Mapocho hacia 1830, firmada por Sally. Se observan las torres de la Iglesia de Santo Domingo y el Puente de Cal y Canto, entre los cuales se ubicaba el basural. Fuente imagen: "Santiago de Chile. Catorce mil años", Museo de Arte Precolombino.

Existen opiniones no siempre a tono sobre cuál debe ser considerado el primer teatro chileno. Parte de las discrepancias se debe, entre otras cosas, a que los intentos por establecer una casa de comedias en tiempos coloniales habían sido de corta duración y no se perpetuarían en sus respectivos aguantes hasta años republicanos, situación que ha aumentado las nebulosas sobre la historia de la presencia de tales escenarios en Chile.

Cuando tocó celebrar la coronación de Carlos IV, meses después de ejecutada debido a los comprensibles retrasos de las comunicaciones de la época, las fiestas organizadas por los cabildantes incluyeron tres días de desfiles de cabezas (llamados así por usar grandes cabezotas graciosas, puestas sobre los hombros de los miembros de la comparsa) con disfraces de fantasías y tres noches de comedias teatrales, quedando encargado de cumplir este programa el entonces gobernador Ambrosio O’Higgins, en agosto de 1789.

Para tales objetivos, se construyó un teatro provisorio y al aire libre en el que iban a presentarse las obras. Era algo ya visto en las celebraciones públicas de entonces, pero eligiéndose por lugar, en esta oportunidad, al llamado Basural de Santo Domingo al final de la calle del Puente y en la vega sur del río Mapocho. Allí la compañía del empresario de espectáculos José Rubio pudo mostrar sus obras, abriéndole puertas para nuevos proyectos aunque no sin dificultades.

Aquel hecho histórico iba a marcar mucho del destino que tendría el extraño lugar ribereño, con posteriores presentaciones realizadas en el mismo espacio, cada vez que se tuvo una nueva excusa para montarlas.

Debe observarse que, durante la segunda mitad de aquel siglo, se volvieron especialmente interesantes para el público las tonadillas españolas que comenzaron a llegar con mayor insistencia a partir de 1750, las que eran intercaladas como entreactos en las obras. Estuvieron muy de moda entre 1760 y 1790, al punto de que hicieron pasar a las más sencillas comedias a un segundo plano dentro de la oferta teatral de la época, desplazándolas en interés.

Un tiempo después, el 20 de noviembre de 1795, se aprobó por el cabildo una solicitud llevada por el escribano Ignacio Torres para presentar tres o cuatro comedias en las fiestas de Navidad y hasta el carnaval, recomendando promover y resguardar estas formas de arte. Los cabildantes no sólo creyeron que no habría problema en autorizar al peticionario para tales efectos, sino que manifestaron su simpatía por esta actividad, aunque colocando algunas restricciones como la venta de bebidas y refrescos, frutas o dulces en su interior, además de exigir la reserva de asientos para las autoridades. Entre los firmantes estaban Manuel de Salas y Francisco Diez de Arteaga.

Durante el año siguiente, el regidor José Antonio Sánchez de Loria organizó en su casa y bajo sus costos unas floridas fiestas para despedir a don Ambrosio, quien partía a Lima para asumir como virrey. En ellas se presentó la comedia “El más justo rey de Grecia”, de Eugenio Gerardo Lobo, además de leerse una loa que es reproducida por Eugenio Pereira Salas en su libro sobre el teatro chileno, elogiando en sus contenidos la importancia que el gobernador saliente había tenido para Santiago, Penco, Osorno y Los Andes. El manuscrito con el exordio original de esta obra fue rescatado por don José Toribio Medina.

Cuando a principios de año siguiente llegó a tomar su asiento el nuevo gobernador real, don Joaquín del Pino Sánchez de Roja, también se exhibieron dos comedias en su honor, pues parece que ya eran parte integral de las principales celebraciones oficiales de la colonia chilena.

Autores como Amunátegui informan que hubo otras solicitudes al Cabildo de Santiago para establecer teatros en esos años, destacando entre ellas la petición del comerciante español José de Cos Iriberri (o Irriberi, según aparece en algunas fuentes) presentada el 30 de marzo de 1799, suplicando autorización por diez años y logrando que se aprobara su proyecto aunque con restricciones muy parecidas a las que se habían formulado en el caso de Torres. Empero, a pesar de las condiciones, en este nuevo trámite sí se autorizó la instalación de un negocio al estilo de un café como parte del recinto, para el público teatral.

El empresario también había pedido al cabildo el visado para construir en el infernal Basural de Santo Domingo un teatro nuevo y mejor que los provisorios que habían existido antes en el lugar, “lo más cercano al río que permita la obra de los Tajamares”, según decía el escrito. Sorteando las precariedades de la época, entonces, es posible que Cos Iriberri haya podido realizar algunas presentaciones casi en el borde mismo del Mapocho y hacia la desembocadura de la actual calle 21 de Mayo, con su espacio escénico ubicado entre los terrenos del vertedero, aunque todo sugiere que sus funciones no pudieron realizarse regularmente o que fueron muy intrascendentes.

A mayor abundamiento, aquel basural había sido una horrible postal de la ciudad y, por largo tiempo, fue la primera vista que presentaba Santiago a quienes llegaban por el Puente de Cal y Canto. Había surgido hacia la primera mitad del siglo XVII, cuando se hizo costumbre que los santiaguinos fueran a tirar los desperdicios en sectores no urbanizados, destacando en tan indecoroso uso informal aquel llano que se extendía en la ribera del río Mapocho, en el actual barrio del Mercado Central. Hasta entonces, este terreno había sido ocupado por corrales en donde la autoridad reunía a los animales sueltos por las calles de la colonia, para que fueran reclamados por sus dueños, en algunos casos yendo a parar hasta las grandes cacerolas de los comedores de caridad.

Todo aquel llano baldío a espaldas del Convento de Santo Domingo fue convirtiéndose en el tremendo botadero, el que siguió creciendo en tan indecente función por casi dos siglos más. Era una gran manzana eriaza formada desde la calle Rosas o San Pablo hasta el borde del río y tocando la calle Las Ramadas, habitada sólo por miserables ranchos y toldos.

Zapiola, en sus “Recuerdos de treinta años”, proporciona una descripción bastante detallada del basural, también escenario frecuente de la delincuencia y de las peleas violentas. Sus deslindes con desperdicios llagaron, en algún momento, “a la cuadra que está entre la calle de las Monjitas y la de Santo Domingo, y a una de esa plaza”. Se componía de “basuras y por otras cosas peores” que realmente obstruían el paso hacia el río por las vías desde este costado de la Plaza de Armas:

Un día que pasábamos por allí advertimos, medio enterrados, dos trozos de madera labrada. Tomamos sus extremos, y, al levantarlos, nos encontramos con una escalera de cuatro o cinco metros de largo, cubierta apenas con basuras. Esta escalera, según los comentarios de los transeúntes, debía pertenecer a ladrones que, para servirse de ella, no necesitaban llevarla a su casa, siendo aquel lugar seguro y más próximo para sus expediciones nocturnas.

Seguidamente, anota Zapiola al continuar con su terrorífica descripción de los últimos años del basural y su decadente entorno: “Decir que en esta calle, aunque en menor escala que en otras, abundaban los perros, gatos y otros animales muertos, que nadie se encargaba de recoger, nos parece inoficioso”. Su presencia allí con los alrededores atestados de alimañas llegó a ser tan fuerte y determinante que, en algún período de la Colonia, a la actual 21 de Mayo se le llamó peyorativamente como la calle que va al Basural o calle del Basural. En un sector muy cercano, el filántropo español Manuel Jerónimo de Salas y Puerta habilitó, con gran generosidad, el cementerio para pobres, desposeídos y ajusticiados, casi enfrente de los muros del templo domínico, gesto que significó el nuevo y mejor nombre de calle de la Caridad, como recuerdan trabajos sobre topónimos callejeros de Santiago hechos por Thayer Ojeda y Zañartu. También fue llamada la calle de la Pescadería, por los puestos de este producto llegado desde la costa, y calle de la Nevería por un local de venta de nieve, hielo y helados que existió allí.

Detalle del sector en donde estuvo el basural (en rojo), en el "Plano de la Villa de Santiago, Capital del Reino de Chile", del francés Amedée Frezier, de 1716. La letra A señala la ubicación de la Plaza de Armas.

Santiago visto desde el Cerro Santa Lucía. Acuarela de 1831, de Charles Wood Taylor. El sector del basural está atrás y por encima del cañón derecho y el guardia sentado.

Ilustración de un corral de comedias. Fuente imagen: lclcarmen, blog de lengua y literatura.

Don Juan Egaña, en lámina litográfica del periódico "Correo literario y político de Londres", de J. J. de Mora. Obra de Carlos Wood, 1826. Fuente imagen: Memoria Chilena.

Antes del intento de dignificar el basural con el poder de las comedias, el terreno quiso ser transformado y recuperado con otras opciones urbanísticas y fue nivelado, algo que permitió trazar proyectos posteriores como el de establecer ermitas, el mismo teatro abierto, canchas de pelota vasca y nuevos rodeos taurinos como los que antes hubo allí. El más curioso de estos planes fue el de construir en este sitio la Casa Real de Moneda, el actual palacio presidencial de Chile, encargando las obras al ilustre arquitecto italiano Joaquín Toesca y al ingeniero español José Antonio Birt. Los trabajos de preparativos para el proyecto alcanzaron a ejecutarse en el basural y se gastaron por lo menos 9.544 pesos y 2 centavos, principalmente en el señalado desmonte de cerros y lomas del terreno. Además, se construyó en él un galpón o barraca para guardar las herramientas del personal encargado de estas tareas.

La primera piedra de la supuesta obra arquitectónica que iba a tener sitio en el vertedero había sido colocada solemnemente por el presidente Jáuregui el 28 de enero de 1777, pero la lentitud y los contratiempos postergaron por años su ejecución. El débil suelo también comenzó a parecer inapropiado para cimentar semejante edificio. Para peor, cuando el proyecto fue sometido a evaluación del comandante de ingenieros don Antonio de Estrimiana, quien sería consultado también por entonces con relación al asunto de los tajamares, este emitió un categórico informe el 2 de marzo de 1780, que sería el principio del fin para los planes. De acuerdo a las citas que hace Vicuña Mackenna de las conclusiones del ingeniero, expresó su rotundo convencimiento de que “nada encuentra en él que corresponda a uno de los cinco órdenes de esta facultad y sí muchos de los órdenes impropios que más ridiculizan que hermosean”.

Abandonadas todas las ilusas ideas de colocar la Casa de Moneda en aquel indecente sitio, vino el intento de establecer el teatro provisorio para las fiestas de 1789, pero que después trató de perpetuarse sin mucho éxito. El recinto también habría sido encargado al propio Toesca, originalmente.

Según Cánepa Guzmán en “El teatro en Chile”, aquel efímero espacio alcanzó a tener algunas manifestaciones de reunión social relacionadas con el círculo intelectual que rodeaba a la distinguida esposa del gobernador Muñoz de Guzmán, gran fomentadora de estas artes en los últimos años del coloniaje:

Su esposa, doña María Luisa Esterripa, poseía un gran don de gentes y afición a las letras y a la música, y congregó en torno a ella a las damas santiaguinas y a los hombres de mejor calidad. Era emparentada con nobles familias madrileñas y había sido dama de honor de la Reina de España -esposa de Carlos IV-, de cuya corte sólo absorbió lo mejor. En su salón -en Santiago-, destacaron Bernardo Vera y Pintado, con su instrumento musical; Juan Egaña, con sus recitaciones y Manuel de Salas, con su charla inagotable.

En una de esas tertulias leyó don Juan Egaña la traducción de Cenobia, obra del autor italiano que escribía bajo el seudónimo de Metastasio, que fue representada a fines de 1803 en el teatro de Cos Irriberi, dos noches consecutivas. La primera noche llovió y como el teatro era descubierto todo resultó un fiasco. A la segunda noche asistió don Luis Muñoz y señora, y según Egaña, la escucharon con agrado. La representación se inició con una loa de Egaña, intitulada Al amor vence el Deber, dedicada a ensalzar las bondades de la presidenta. Las noches siguientes continuó lloviendo, motivo suficiente para que las representaciones de la obra fueran suspendidas.

El mismo espacio del teatro de 1790 en el basural, fue el que sirvió a las señaladas presentaciones de obras en honor al ascenso de Carlos IV, de acuerdo a lo que observa Medina en su “Historia de la literatura colonial de Chile”, agregando que la habilitación y el arreglo del lugar costaron cinco mil pesos. A aquel intento se sumó una disposición del Cabildo de Santiago en sus actas de enero de 1793, para construir “una casa pública de comedias, a semejanza de la que se había formado en las últimas fiestas reales del señor Carlos IV”.

Autores como Vicuña Mackenna y, más tarde, Solar Correa, echan a competir la antigüedad de los teatros de aquellos años, disputando el título de haber sido el primero que tuvo el país, pero sin descuidar la mención al que hubo en el Basural de Santo Domingo. Sin embargo, es evidente que el descrito caso debió haber tenido varias etapas y que el intento de Cos Iriberri se acopla sólo a inicios del siglo XIX en aquella secuencia.

Así las cosas, acabaría siendo otro empresario teatral posterior al español, don Joaquín Oláez y Gacitúa, quien podría cumplir con el mismo sueño de Cos Iriberri, hacia 1802 y 1803, aunque en un lugar cercano, relacionado con el chinganero barrio de Las Ramadas.

De ese modo, a pesar del fallido intento de colocar un teatro relativamente estable en la ribera del Mapocho, precisamente en el perverso basural, Shakespeare nunca abandonó aquellos vecindarios y sería entre los mismos, en la vega del río y sus adyacentes, en donde iba a aparecer uno de los primeros teatros nacionales, muy influido por el movimiento romántico y neoclasicista que había desplazado ya a las más antiguas artes escénicas de base religiosa o ceremonial, aunque todavía en una fase primitiva de esta clase de recintos.

Por otro lado, Amunátegui enfatiza que todos aquellos experimentos o intentos de establecer teatros coloniales del siglo XVIII no resultaron más allá que en espacios correspondientes a corrales o patios al aire libre y, por eso, limitados a ofrecer principalmente funciones en la temporada seca o acompañando todavía algunas celebraciones religiosas, efemérides y actos gubernamentales, como se ha visto hasta este punto. No se trataba de teatros de sala o cámara, propiamente dichos, por lo que respondían más bien a las primitivas posibilidades de proveer al público de una arena para las presentaciones artísticas de aquellos años. Por esta misma razón, sólo podían ofrecer intervenciones mínimas en infraestructura y escenografía, en muchos casos prácticamente con lo básico o, es de suponer, aún con menos que eso.

El teatro del basural, en consecuencia, siendo poco más que sólo una plaza abierta usada para propósitos de escenificación dramática y de espectáculos relacionados a estas mismas artes, sumado a su precariedad y escasa actividad, dificulta poder considerarlo como un auténtico teatro moderno; uno de ley, como se comprendería en nuestro tiempo incluso flexibilizando los criterios para juzgar aquel período de desarrollo de la actividad teatral.

En tanto, con gran parte del botadero de la orilla del río Mapocho ya despejado -después del fallido proyecto de levantar allí la Casa de Moneda-, comenzó a utilizarse otra vez su explanada como plaza para las corridas de toros. Esto fue a partir del año 1801, según algunos memorialistas. A tales encuentros, que en otros tiempos se realizaban en forma más aficionada en la Plaza de Armas y después en el mismo basural (al menos durante algunas de las principales fiestas), no les quedaba mucho más de existencia, a la luz de las convulsiones históricas que se venían aproximando por los calendarios.

También llegó al llano del basural una gran cantidad de miserables chozas, ranchos, ferias informales de comercio y pequeñas chinganas de diversión popular, que se perpetuaron por algunos años hasta los días de la Patria Nueva. Fueron desplazados y reemplazados por el Mercado o Plaza de Abastos de la ciudad, instalado en el terreno por el director supremo Bernardo O’Higgins tras el cierre del antiguo y tradicional mercadillo de la Plaza de Armas. Concluía así su vida de toriles, juegos de pelotas y obras teatrales, entonces.

El nuevo y espacioso recinto comercial, de planta y aspecto solariegos, fue ancestro del actual mercado que allí existe, en el mismo lugar. Estuvo en este sitio por largo tiempo, manteniendo parte del rasgo folclórico que caracterizaba al mismo llano ribereño, hasta que un gran incendio acabó destruyéndolo. ♣

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