Egidio Altamirano hacia el año 2009. Fuente imagen: sitio La Cueca Centrina.
El anuncio ya está hecho: Las Tejas, ese histórico boliche que inició sus días en los barrios de San Pablo antes de emigrar a calle Nataniel Cox y luego a San Diego, dejará pronto este espacio que fuera el antiguo y romántico Teatro Roma, otrora novedoso y concurrido centro revisteril de los años cincuenta y vecino al también venerable Teatro Cariola.
Con aquel traslado hasta un nuevo local de Bulnes, quedarán solo las almas en pena del recuerdo de Las Tejas en calle San Diego, con los tantos personajes que pasaron por el conocido bar y restaurante. Entre ellos un querido músico de las últimas grandes noches del Santiago ya extinto: el Huaso Egidio... Y es que ese gran salón vino a ser su principal refugio pues, por curiosa casualidad, se negó siempre a dejar atrás ese pasado como centro artístico, encargándose de recordar cuando fue el auditorio del teatro y pudiendo reconocerse incluso los accesos a camerinos bajo el actual escenario y también la platea alta, por ejemplo.
Don Egidio Altamirano Lobos era especialmente reconocible y querido en el ambiente recreativo de la céntrica calle, no solo en la quinta del ex teatro. Siempre marchaba de terno, peinando hacia atrás estilo "lengüeteo de vaca" su pelo que lograba resistir las canas. Iba cargando su pesado acordeón de más de diez kilos, eternamente. Costaría desprenderse de ese recuerdo e imagen entre todos quienes lo conocieron y tuvieron la suerte de compartir mesas con él.
Era tan habitual ver al Huaso por quienes frecuentan la cantina, el vecino Café Roma u otros negocios de los alrededores que, cuando el músico no aparecía algún viernes, comenzaban de inmediato las preocupaciones intentando explicar su ausencia en posibles estados de salud, especialmente hacia el final de su vida. Era comprensible que un hombre mayor y tan apreciado generara esas atenciones, por supuesto. Empero, todo se resolvía dentro de la misma noche y de la mantera más natural: simplemente, Egidio llegaba más tarde que de costumbre, para repartir otra vez su música entre mesas cojas y sillas con patas de fierro, a veces hasta altas horas de la noche.
El personaje algunas veces se presentaba también en el célebre club Los Canallas de la misma calle, el célebre local del “santo y seña” nacido como asaduría de pollos a inicios de los ochenta, a poca distancia de Las Tejas, antes de que emigrara a calle Tarapacá en donde también terminaría su vida como parte del vecindario de marras. Todas aquellas cuadras próximas al inicio de calle San Diego, entonces, eran las mismas del conocido acordeonista: la jurisdicción de sus reinos a pie, cruzando de una vera a otra y peregrinando siempre de camino a alguno de los locales en donde extendía sus majestades de devoción musical.
Don Egidio paseó por cerca de 30 años aquellas comarcas urbanas, ganándose la vida con la reunión de monedas de los clientes y tocando canciones a pedido del público en el rol de "wurlitzer humano", como era identificado por algunos. Era tarea difícil intentar dejarlo “pillo” con alguna canción solicitada cuando esta pertenecía a los cancioneros folclóricos o populares. Y si alguien pedía algo de un estilo en particular, como cueca brava, chora, campesina, porteña, tonada, valsecito, bolero o simplemente canto popular, siempre encontraba alguna pieza en su repertorio mental para cantarla con su fiel acordeón piano Meistehaft de reluciente color rojizo perlado, al lado de la mesa.
A veces, el músico se jactaba también de poder tocar música rock, jazz, mambo, ranchera, foxtrot y otras aprendidas de la época de los clubes bailables de Santiago, con grandes orquestas y carteleras artísticas. En efecto, su extenso currículo en las noches de esa ciudad ya perdida incluyeron temporadas en míticos centros recreativos de la época, como El Pollo Dorado situado en los bajos del Edificio La Quintrala, de Agustinas con Estado, local en donde alcanzó a trabajar antes de que cerrara sus puertas en los ochenta.
Don Egidio en su juventud, cuando se hacía un nombre en los circuitos bohemios.
Publicidad del Zeppelin para sus eventos de Año Nuevo de 1956.
Publicidad para El Pollo Dorado en la revista "En Viaje" de febrero de 1970.
Publicidad para la Hostería Antoñana en la prensa, hacia inicios de la década del setenta.
El señor del acordeón siempre se manifestaba sumamente agradecido de los aportes que le diera el público retribuyendo sus cantos a pedido. Fue otra de sus principales características. Empero, también era muy temperamental -aunque sin llegar al insulto- si se sentía ofendido por un cliente, especialmente cuando alguien rechazaba en no buenos términos o con apatía su ofrecimiento de llevar música a la mesa. Al parecer, estas formas de rechazo sin cortesía le resultaban frustrantes.
Pocos sabían la historia del hombre detrás del acordeón, sin embargo. Ilustre nativo de Valparaíso, con períodos de residencia el Quilpué y Viña del Mar, fue hijo de un marino que tocaba banjo y mandolina quien, tras otro de sus varios viajes, le regaló uno de los acordeones que había traído de Alemania. Esto inspiró al entonces muchacho y se metió en la música de forma autodidacta, sin maestros, solo escuchando discos antiguos y la radio. Así lo confesaba en una entrevista del periódico “The Clinic” (“El wurlitzer con patas”, 2012).
Hacia los 30 años de edad, el porteño decidió dedicarse por completo a su música y no paró más, comenzando y periplo de vida que duraría hasta su deceso. Un día de esos tocó en una ramada, además, a petición de un guitarrista amigo de su hermana: quedó tan encantando con el ambiente de la noche y la fiesta, a partir de ese momento, que se entregó por completo al mismo. No mucho después, tocaba con un pequeño grupo musical para los mineros atacameños, en un viaje que lo llevó a la Provincia de Chañaral en donde recibió buena paga, suficientemente motivadora para seguir en el rubro. Pasó así a los escenarios de quintas, cabarets y clubes nocturnos de Diego de Almagro, poblado llamado a la sazón como Pueblo Hundido.
Ya instalado en Santiago, hasta donde llegó con su pareja de entonces, el acordeonista encontró empleo en una fuente de soda y estableció residencia en la entonces floreciente Población La Pincoya, en Huechuraba. Fue parte de la generación de postulantes de 1969, quienes lograron obtener un sitio allí gracias al Servicio de Vivienda y Urbanización durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva. Eran los mismos tiempos en que ya trabajaba regularmente en El Pollo Dorado, además.
Ya hacia principios de los setenta, Egidio entró al conservatorio con la intención de perfeccionarse, por dos o tres años. Sin embargo, la experiencia no fue del todo beneficiosa para sus intereses y terminó desertando, convencido de que aprendía más por su propio esfuerzo que con tanta teoría y lectura, al mismo tiempo que continuaba trabajando. Así fue volviéndose uno de los cantantes populares conocidos de las noches santiaguinas, poco a poco, aunque resultó para él un período difícil en el que, según aseguraba, también debió probar suerte como barman, boxeador y hasta luchador libre del famoso espectáculo del Cachacascán creado por el empresario Enrique Venturino, el mismo dueño de la Compañía Cóndor, del Teatro Caupolicán y del Circo de las Águilas Humanas.
Sus constantes incursiones bohemias lo llevaron a recorrer infinidad de otros clubes, quintas de recreo y casas de entretención en gran parte del país, en tanto. Gustaba enumerarlas a todas cuando alguien preguntaba, a veces clasificándolas por barrios o períodos. No obstante, era claro que ya había olvidado los nombres de varias de ellas o comenzaba a confundir sus ubicaciones, algo que se notaba cuando se le pedían más detalles en la madurez de la vida.
Egidio pasó así por temporadas en Valparaíso, Caldera, Quilicura, Santiago Centro, etc. En su larguísima hoja de vida estuvieron también los escenarios de la Taberna Capri, La Posada de Tarapacá, la Hostería Providencia, El Bodegón, La Quinta Gardel, el Santiago Zúñiga y algunos boliches del desaparecido “barrio chino” de calle Bandera llegando a Mapocho, como la Hostería Antoñana y el legendario cabaret Zeppelin.
Egidio Altamirano en Las Tejas. Fuente imagen: sitio del periódico "The Clinic", año 2012.
El mural de la cueca al interior del local de Las Tejas, en calle San Diego.
El pasillo de ingreso a Las Tejas, por donde don Egidio pasaba cargando siempre su acordeón.
Antigua sala del Teatro Roma, ya convertida en el bar
Las Tejas. Se observa el balcón o palco alto que fue del anterior teatro. Fuente imagen: sitio Vive San Diego.
Durante tan extensa carrera cargando el acordeón también colaboró con maestros como Fernando González Marabolí y Los Hermanos Campos, en alguna vieja época; y con Daniel Muñoz y Félix Llancafil, ya en una generación más nueva. En los setenta había compartido escenarios de grandes fiestas y espectáculos con Ramón Aguilera, Los Tumbaítos, Los Chileneros, Chito Faró y el Indio Pije con el comediante Ernesto Ruíz, el mismo que encarnara al personaje El Tufo. Formaba parte de algunas agrupaciones que hacían presentaciones en vivo, además, como Chile Lindo. Una de sus últimas incursiones en giras musicales y grabaciones, de hecho, fue como músico de la banda folclórica 3x7 Veintiuna.
A Las Tejas, particularmente, llegó cuando recién había dejado de tocar a pedido en el mismo local un guitarrista, quedando así un vacío artístico para amenizar las reuniones de la sala. Egidio se ofreció para entrar en su reemplazo y comenzó con ello la historia de más de un cuarto de siglo que escribiría en este local y en el barrio de calle San Diego en general. Sus horarios en la cantina de ecléctico público eran de 14 a 16 horas y de 18.30 a 21 horas, todos los días de la semana salvo el viernes cuando se repletaba, debiendo quedarse hasta la medianoche o más tarde en los mejores días.
El personaje también era frecuente invitado a tocar en la cartelera de copetudos centros de eventos, como sucedió en Casapiedra de Vitacura. Hizo lo propio en rodeos huasos en Vallenar, Los Andes, Putaendo, Calera, Lampa, Las Condes, La Cisterna, Lonquén, Chillán, Temuco, Victoria, Valdivia, Osorno, entre muchísimas otras medialunas que podía recordar en sus entrevistas. Se codeaba con el pobre y con el rico de la misma manera, entonces, recibiendo similares aplausos.
Aunque don Egidio aseguraba que los estilos más solicitados a su acordeón en Las Tejas solían ser los boleros para que sonaran entre perniles con papas, cervezas, terremotos, costillares, chichas y parrilladas (comidas y bebidas que él solía evitar, por salud), la canción que más se le oía tocar y cantar por San Diego quizá era la famosa y clásica "Adiós, Santiago querido", de Segundo Guatón Zamora. Parecía tener un vínculo íntimo con este tema y una admiración especial por el autor, porque si se le pedía una cueca al azar era frecuente que la escogiera sin pensarlo mucho.
También tenía guardadas en su banco de memoria algunas cuecas de su autoría, aunque rara vez las mostraba. Generalmente, correspondían a piezas con letras jocosas y pícaras, como una dedicada al sistema de transportes del Transantiago y otra a los “gorreados” (víctimas de infidelidades). De paso, algunas de ellas revelaban un espíritu mujeriego que lo acompañó en sus mejores tiempos pero que, como era de esperar, se fue agotando con el avance de la madurez física y mental.
Querido y respetado por todos los que sabían que la noche de cada fin de semana en aquellas manzanas de San Diego se completaba con el paso lento del setentón don Egidio, alternado con sus paradas musicales en los comedores, fue un balde de agua fría para los parroquianos y locatarios enterarse de su partida, a pesar que se sabía algo sobre sus últimos padecimientos. Su viejo corazón bohemio y callejero se había detenido, esfumándose como el mismo historial luminoso y alegre que enseñoreó alguna vez a la hoy desolada calle de librerías, carteles luminosos y marquesinas desaparecidas.
De esa manera, en abril de 2013 y poco después de haber recibido un estímulo por su aporte a la cultura de parte de la Municipalidad de Huechuraba, la comunidad bohemia y nictófila de Santiago perdió a uno de sus más históricos y célebres iconos. Había partido para siempre el cantante popular y folclórico que, ahora, dejaba en silencio a los principales bares y clientes de estos barrios.
Los funerales del singular y aventurero señor del acordeón se realizaron el martes 23 de abril siguiente, en el Cementerio Parque del Recuerdo. Desde aquel día, nadie pudo reemplazar esa música triste ni esa misma voz solemne, por gastada que estuviese ya, en el gran salón al interior que pronto dejará atrás Las Tejas... Tampoco encontró sustituto en la historia de la recreación popular en la capital chilena. ♣
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