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EL TEATRO ARTEAGA: UN PRIMER "COLISEO" REPUBLICANO

Detalle del plano de Santiago de John Miers, 1826. La ubicación del Teatro Arteaga en la Plaza de la Compañía se señala con la letra H. La G es el vecino Palacio del Real Tribunal (ambos en donde ahora están los Tribunales de Justicia). La F es la Real Aduana (hoy Museo de Arte Precolombino), la E la sede de Estado Mayor y la Plaza de Armas es la A. Las letras D, B y C son los edificios del gobierno; O es la Intendencia. El número 1 es la Catedral y el 2 la Iglesia de la Compañía de Jesús, destruida por el incendio de 1863 (donde está ahora el Congreso Nacional de Santiago).

La entonces recientemente fundada gaceta “El Argos de Chile” del 3 de septiembre de 1818 (de la primera generación periodística de la Patria Nueva, junto al “Semanario Republicano”, el “Amigo de la Ilustración”, la “Gaceta Ministerial”, “El Sol”, “El Duende” y “El Chileno”), solicitaba ya entonces que Santiago, además de haber heredado del coloniaje las corridas de toros, las carreras a caballos y las peleas de gallos, incorporara también un teatro “decente” dispuesto para la ciudadanía con exhibición de obras de altura, como la tragedia “Roma libre”. Lo que esta sugerencia iba a desencadenar fue la experiencia pionera en teatros de inspiración republicana en Chile, precisamente.

Resulta claro que el afán refundacional que se había desatado con la derrota de los monarquistas iba de la mano de un deseo real de celebración y recreación civil, privilegio que la República en forja había ganado para sí con su propia liberación. A su vez, las expresiones artísticas de las tablas podían tener una función cultural y doctrinaria que se sentían necesarias en aquel momento, dado el contexto político e histórico. Por todos lados, entonces, la creación de una nueva casa de comedias se visualizaba como un paso inevitable, considerando que la actividad teatral permanecía reducida solo a pequeños y a veces incómodos espacios.

Como el redactor de la petición en “El Argos de Chile” entendía bien las dificultades de armar una compañía en la cota de calidad requerida, también proponía traer una desde Europa y que se formara, paralelamente, una “Sociedad del buen gusto del teatro” para establecer provisoriamente el primer elenco a la espera de uno profesional, aunque esto no se concretó. El nombre y concepto de la sociedad propuesta era copiado de una agrupación similar que existió en la capital argentina, de la que había sido parte fray Camilo Henríquez durante su residencia en las márgenes del Plata y a pesar de su poco éxito en el área dramática.

Para Miguel Luis Amunátegui en sus trabajos sobre la historia del teatro chileno, debió hallarse en el mismísimo general Bernardo O’Higgins el origen de tales intereses en las artes teatrales expresadas en el citado medio, además de la influencia que, desde 1817, estaba dando como pauta a imitar el teatro de la ciudad de Buenos Aires. También mediaba, por supuesto, el mencionado interés por dar una carga social y política a las presentaciones dramáticas de aquel momento, algo que fray Henríquez venía sugiriendo desde 1812 cuanto menos, con sus particulares impresiones al respecto.

Fue así como, enfrente de la famosa plazuela de la calle Las Ramadas y en el vecindario de la magnífica casa-posada aún existente allí, el edecán de O’Higgins, teniente coronel Domingo Arteaga Rojas, hizo colocar un barracón en donde se realizaron las primeras obras importantes de comedia en los tiempos libres de Santiago de Chile. Era la misma plaza ubicada de frente al Puente de Palo y en donde el empresario de espectáculos Oláez y Gacitúa, pocos años antes, había construido también un teatro a cielo abierto, tipo corral de comedias.

De acuerdo a lo sostenido también por Amunátegui y desde la tradición o’higginiana en general, fue don Bernardo en persona quien sugirió la idea de fundar el teatro a su edecán, aunque se sabe que Arteaga era un hombre que venía ya con interés y afición personal por las artes teatrales. No obstante, antes de acceder a la propuesta, don Domingo había mostrado solo un relativo entusiasmo, como se observa en una declaración que hizo públicamente años después (marzo de 1823).

Aquel teatrito de aspiración netamente patriota logró ser instalado y puesto en marcha hacia fines de 1818. Su lugar correspondía a un sitio en donde el constructor civil y municipal Antonio Vidal levantó un inmueble hacia 1840, en la misma plazuela que hoy llamamos Plaza del Corregidor Zañartu, en calle Esmeralda. La casa con el número 24, que lo había relevado, desapareció en el siglo XX.

Como puede advertirse, había surgido desde una sincera y altruista iniciativa de la Patria Nueva. Sus presentaciones provocaron no solo la llegada de muchos asistentes al todavía novedoso espectáculo y no únicamente desde las clases más acomodadas. También permitieron una nueva actividad comercial en la calle Las Ramadas y su entorno, instalándose asientos y mesas frente a algunas residencias para el consumo de los asistentes de las funciones. Era una flamante vida al servicio de la entretención popular, después de su período más chinganero. Y con la creación de este nuevo teatro nacería también la primera comparsa de actores del Chile independiente, algunos de ellos elegidos entre prisioneros españoles que tenían talento suficiente y que aceptaron actuar bajo dirección del coronel Bernardo La Torre, otro de los capturados en Maipú y muy versado en estos quehaceres escénicos.

Conocido ostentosamente como Teatro Coliseo Arteaga, se componía de un modesto corral con un tablado de fondo recubierto de telas de sacos que el público llamó mordazmente el Espejo de la vida. De acuerdo a las escasas descripciones que se han hecho de este sencillo sitio y de cómo era la hechura de los mismos en aquella generación, habría sido el típico patio en donde se colocaban las sillas y se distribuían las lunetas, tal como el que había tenido antes el mencionado Oláez y Gacitúa. Al fondo, en el sector del zaguán del acceso, debía hallarse la “cazuela” en donde se reunía el público de pie, y se supone que contaba con balcones en los que había espacios laterales o “cuartos para familias” para mirar desde allí el escenario. Siguiendo una usanza heredada de anteriores corrales coloniales, las autoridades también gozaban de un palco o fila especial de asientos.

Sady Zañartu, en “Santiago calles viejas”, intenta esbozar algo del ambiente imperante en el nuevo recinto teatral:

Los vecinos copetudos llegaban al teatro precedidos de sus criados negros que cargaban en hombros las silletas y cojines, para colocarlos en “los cuartos”, o sea, en los espacios desde donde seguirían el curso de la comedia.

El pueblo quedaba atrás, en la cazuela, y se disponía a recoger, con supersticiosa gravedad, en cada palabra del actor la sentencia que haría luz en su entendimiento al señalar el castigo que habría de caer sobre el criado mentiroso, el amigo fingido y el despensero ladrón. Tampoco faltaba entre los protagonistas un gobernador que se descuidaba del buen gobierno de su república, ni un padre sin carácter para refrenar la libertad de sus hijos. A pesar de ser estas representaciones ejemplares, un libro que enseñaba a bien vivir, apenas la función terminaba la gente se iba a las ramadas a empezar la noche de los danzantes, en la que caballeros y campesinos sacaban chispas al zapateo de punta y taco.

Había mucha precariedad en sus instalaciones, sin embargo, como se advierte en las quejas de la gaceta “El Sol” del primer día de 1819, observando que “dado lo concurrido que ha estado el teatro, es un dolor que no se piense con seriedad en edificar un buen coliseo permanente”.

Por aquellas y otras razones, respondiendo a los reclamos, en mayo de ese año el teatro fue trasladado hasta la calle Catedral hacia la esquina con Bandera, vía que recién comenzaba a ser llamada así por la gran bandera chilena que colocaba en la fachada de su tienda don Pedro Chacón y Morales, comerciante español abuelo del héroe Arturo Prat, según la más conocida de las versiones que se tienen sobre el origen del topónimo.

Luego del traslado, sin embargo, el carácter festivo y la atracción que ejercía la plaza de Las Ramadas sobre los comensales no se extinguieron, sobreviviendo en ejemplos como el de la imponente casona adyacente que hoy conocemos -impropiamente- como la Posada del Corregidor. Muchos comerciantes habían habilitado alrededor más cafés y salones propios, de hecho, para continuar con la diversión del público. Algunos perduraron bastante y otros se agotaron pronto, pero dejaron en la futura calle Esmeralda una fama que se extendió hasta buena parte de la siguiente centuria.

En la casa teatral de Catedral, Arteaga ocupó ahora el salón del edificio que había pertenecido al Instituto Nacional, vecino a la iglesia y convento de la Compañía de Jesús y que, años después, fue usado por la Escuela de la Unión de Artesanos. El lugar desapareció cuando fue abierto el espacio para nuevos edificios y los jardines del Congreso Nacional. Allí se presentaron “Roma libre” el 30 de mayo de 1819, “Hidalguía de una inglesa” al día siguiente y “El Diablo predicador” el 1 de junio. Más tarde, vino la tragedia “Aristodemo”, de Miguel Cabrera Nevares. Parece haber sido también en esta ubicación del teatro, en donde se ofreció la obra “El triunfo de la naturaleza” el 20 de agosto de 1819, en el cumpleaños y onomástico de O’Higgins. Recibió elogios a pesar de que su autor, Bernardo de Vera y Pintado, nunca la publicó, lo que hace dudar de su calidad real.

Cabe señalar que, en el mismo contexto de los esfuerzos por subir el nivel del espectáculo público por sobre el aprecio popular a la chingana y la fiesta plebeya, el 30 de agosto siguiente se presentó en la Plaza de Armas un conjunto musical de aficionados nacionales y extranjeros, liderados por el comerciante y músico danés Carlos Drewetcke, tocando la 1ª Sinfonía de Beethoven. Al decir de Garrido, este evento “marca la quiebra del insularismo musical criollo”. Poco después, llegará la joven artista española Isidora Zégers, admiradora de Rossini, para integrarse al grupo que fue precursor de la Sociedad Filarmónica, fundada unos años después. Chile se abría más y más a las artes doctas, entonces.

Posteriormente, el mismo Vera y Pintado presentó en el teatro de Arteaga otra obra titulada “Introducción a la tragedia de Guillermo Tell”, el 12 de febrero de 1820, relacionada con el aniversario de la victoria de Chacabuco y la Jura de la Independencia, dos efemérides de la misma fecha. Estaba ambientada en Chacabuco y los personajes eran dos araucanos, un anciano chileno y sus dos hijas, siguiendo el discurso formal de entonces que se esforzaba por relacionar el proceso independentista con el elemento indígena y a estos muy enfatizados en la identidad chilena. A diferencia de la anterior del mismo autor, esta obra sí fue publicada.

Reconstrucción del coliseo teatral de Oláez y Gacitúa en la calle Las Ramadas, de 1801-1802, hecha por Alberto Texidó en 2011 basándose en las descripciones de Eugenio Pereira Salas. Fue el antecesor del Teatro Arteaga en el mismo barrio de la Plaza de Las Ramadas, en la actual calle Esmeralda.

La calle y plaza de Las Ramadas en la maqueta de la ciudad de Santiago a inicios del período republicano, en el Museo Histórico Nacional. La plaza corresponde a la explanada entre los edificios coloniales que está enfrente de la bajada del Puente de Palo, que sustituyó al antiguo Puente de Ladrillo.

Los antiguos edificios de la Posada del Corregidor y del inmueble propiedad de las monjas del Buen Pastor que estaba enfrente y parte de la Plaza de las Ramadas, hacia 1926. Fuente imagen: Fotografía Patrimonial, Museo Histórico Nacional (Donación de la Familia Larraín Peña).

Permaneció un tiempo más la popularidad y el atractivo del teatro, aunque aquel sitio provisorio de calle Catedral era estrecho y también resultaba falto de comodidad. Así llegó el momento en que debió mudarse otra vez, a no mucha distancia de allí. Su nueva vida empezaría casi en la esquina de calle Compañía con Bandera, al borde de la plazuela situada enfrente del templo jesuita, la Plaza de la Compañía, comenzando así la etapa de mayor importancia y trascendencia histórica para este teatro. Estaba ahora en una casa propia que Arteaga había hecho construir al costado poniente del Tribunal del Consulado, sede del Congreso Nacional, en donde se hallan hoy los Tribunales de Justicia.

Si bien el Teatro Arteaga había comenzado como casi todos los espacios escénicos primitivos coloniales, siendo corral y, en parte también, improvisándose en un espacio urbano, este nuevo período de vida que tendrá como sala cerrada con su misma identidad y propietario, es lo que permite considerarlo de manera irrefutable como el auténtico primer teatro moderno del Chile independiente, y por largo tiempo también el más importante, por no decir que el único. A diferencia del salón de Catedral, además, además, este nuevo lugar estaba especialmente concebido como sala teatral, más que adaptado a tales servicios.

Arteaga llevó su casa de comedias hasta el flamante cuartel en el que sería después el número 98 de la calle Compañía, reabriendo el 20 de agosto de 1820 otra vez en el cumpleaños del general O’Higgins y el día de su santo, San Bernardo de Claraval. La obra artística de aquella histórica velada fue la tragedia “Catón de Útica”, de Joseph Addison. Además, debutó ese día el actor sevillano Francisco Cáceres, quien había sido capturado por Lord Thomas Cochrane durante las intrépidas acciones en Valdivia, en febrero anterior, aceptando después formar parte de la compañía de Arteaga y empezando así una próspera carrera en las tablas. De hecho, llegó a ser el primer actor del mismo elenco, erigiéndose como favorito del público por un par de años.

El teatro se encontraba en un lugar de inmenso valor simbólico para el proceso de aquellos años, pues en las salas del vecino Palacio del Tribunal del Consulado se había constituido la Primera Junta de Gobierno de 1810, que acabó siendo un paso inicial del que iba a ser el complicado y difícil camino de la Independencia de Chile. Los criollos sabían del valor republicano del teatro de Arteaga y del barrio en que se encontraba, según parece, pues, además de querer fustigar en él a los residuos realistas que quedaran en la sociedad de entonces, hicieron bordar o pintar en dorado en el telón un verso de Vera y Pintado, autor de la letra del primer himno nacional: “He aquí el espejo de virtud y vicio, miraos en él y pronunciad el juicio”, según Amunátegui; “He aquí el espejo de virtud, mírense en él y pronuncien el juicio”, según don Vicente Pérez Rosales.

La casa artística era considerablemente mejor que los dos recintos anteriores en los que había operado el teatro, sin duda. Disponía de asientos de platea, dos órdenes de palcos y una galería, calculándose su aforo en unas 1.500 personas. Aunque su nombre habría sido Teatro Principal, según algunas fuentes, quedó indivisiblemente asociado al apellido de su dueño y fundador. Allí permaneció consolidado y apreciado, dando funciones de tragedias y comedias.

El teatro no estuvo exento de polémicas, sin embargo. María Graham lo conoció en persona y pudo testimoniar la realización de alguna obra cargada de fuerte obscenidad y anticlericalismo. Cuando se presentó la comedia española “El negro más prodigioso”, fue juzgada chabacana al punto de pedirse censura de la misma por parte del Senado y el Cabildo, en 1820. Y el 8 de marzo del año siguiente, el Senado solicitó su clausura durante la Semana Santa. O’Higgins no cursó la petición, pero el empresario decidió evitar los escándalos y comenzar a ofrecer autos sacramentales durante el mismo período de cada año.

Arteaga veía con regocijo cómo acudían a su teatro lo más granado y lo más popular de un Santiago aún con reducidas buenas ofertas recreativas, salvo por las cantinas funerarias que quedaban desde épocas anteriores o las chinganas más asociadas al bajo pueblo. Directores supremos como O’Higgins y después Ramón Freire asistían a sus funciones regularmente, acompañados por otros destacados hombres públicos, militares o sus respectivos ministros. Tenían reservado todavía un palco de gala, junto a otras autoridades. Dada la asistencia de estas personalidades en las presentaciones y buscando procurar también la buena conducta del público, se dispuso de la presencia en la sala de tres soldados con fusil y bayoneta, ubicados alrededor del sector de la platea: uno a la izquierda de la orquesta, uno a la derecha de la misma y el último en la entrada principal del recinto.

Uno de los eventos que más resuenan sobre la sala de Arteaga, sin embargo, habría sido no una obra dramática propiamente tal, sino la posible presentación debut del primer Himno Nacional de Chile, escrito por Vera y Pintado y compuesto por el maestro Manuel Robles. Se había estrenado con la inauguración de la casa definitiva del teatro en la noche del 20 de agosto, según autores como Carlos Cubretovich en su “Historia de la Canción Nacional de Chile”, aunque los historiadores aseguran que ya había sido presentado formalmente en el año anterior, en las Fiestas Patrias de septiembre de 1819, cuando era aún la Marcha Nacional y antes de que fuese completado con música propia.

Aquel acontecimiento sentó un precedente solemne como regla, que persistió como rito durante toda la vida del teatro y en algunos actos públicos posteriores: el canto del himno patrio al inicio de cada función. Por este motivo, la nueva versión del himno con la música del español Ramón Carnicer, lograda por una gestión de la representación chilena en Londres, también fue estrenada después en el Teatro Arteaga, el 23 de diciembre de 1828.

En aquel escenario debutaron en Chile varias obras consagradas de la dramaturgia mundial: hacia 1822, se ofrece en sus tablas “Otelo”, primera de Shakespeare dada en el país ya independizado, según algunas fuentes; dos años después, fue el turno de “Hamlet”, de acuerdo a un artículo de “El Mercurio” referido al tema (“Shakespeare muestra Chile al mundo”, 2000). La primera mencionada, fue representada por prisioneros españoles en honor a Lord Cochrane.

El edificio del teatro siguió en funciones continuas hasta el período del año 1826, cuando fue reconstruido en el mismo sitio pero con más ambicioso diseño y mejores materiales, por decisión de Arteaga. Fue asistido financieramente por el público tras un llamado efectuado el 10 de agosto del año siguiente, pidiendo 10.000 pesos a cambio de cédulas de a 50 pesos con ganancia al 6% anual. Se amortizaron cada año 20 de ellas, por sorteo. Los beneficiados pagaban solo la cuarta parte general y un tercio menos en palcos y lunetas. A pesar de su esfuerzo, sin embargo, la cruzada logró 80 accionistas de los 200 que requería. Para peor, 14 de ellos se arrepintieron y abandonaron la causa.

Aquel tramo de tiempo no había sido fácil, además, pues las autoridades habían prohibido algunas expresiones teatrales como los sainetes, considerándolas de mal gusto y corruptoras. En consecuencia, Arteaga se había visto de pronto con la cartelera reducida y luego interrumpida, debiendo hacer cambios urgentes.

Los accionistas más leales del teatro incluyeron a la Municipalidad de Santiago con seis cédulas, que después condonó para facilitar la reconstrucción; y a ilustres personajes como Diego Portales, José Tomás Ramos, Blas Reyes y Francisco Llombar, todos ellos abandonando los derechos a beneficios prometidos en la participación solo por el deseo de patrocinar el proyecto de construcción del nuevo inmueble. Incluso hubo editoriales sugiriendo la intervención del gobierno a favor del mismo, dada su importancia en la sociedad capitalina.

Parte de la motivación de Arteaga para mejorar el lugar, además, fue la deficiente calidad del competidor que se construía en la Plaza de Armas: el Teatro Nacional, recinto que seguía el esquema antiguo de los corrales. Se propuso superarlo ampliamente con los mejoramientos, es presumible.

Imagen de la Iglesia de la Compañía desde su costado, vista desde calle Compañía hacia el oriente. El muro blanco corresponde al antiguo convento, en donde se construiría después el actual edificio del ex Congreso. La plaza de la Compañía estaba justo enfrente, y allí se encontraba el Teatro Arteaga.

Real Casa de Aduanas, a la izquierda, y Palacio del Real Tribunal del Consulado, atrás a la derecha, hacia 1910. Se observa parte de su plaza que había sido la Plazoleta de la Compañía de Jesús y hoy es la de los Tribunales de Justicia. El Teatro Arteaga había estado justo al lado del Palacio del Tribunal, en su costado poniente. Fuente imagen: Biblioteca del Congreso Nacional.

Cuadro de Charton de Ville de la Plaza de Armas de Santiago hacia 1850. Esquina de Ahumada con Compañía, y la torre de la Iglesia de la Compañía al fondo.

Concluidas las obras encargadas a Vicente Caballero, se fijó el precio en dos reales por persona y lo mismo para lunetas, mientras que para los palcos era de dos pesos con cuatro reales por función, y valores especiales por temporada. Los precios solo subían en caso de traerse compañías de baile y, más tarde, las de ópera.

Con relación a las entradas, en una ocasión, llegaron al teatro Diego José Benavente y Manuel José Gandarillas. A este último le faltaba un ojo, razón por la que Portales lo apodaba el Tuerto. Cuando Benavente pagó tres reales en vez de los cuatro que correspondían a dos accesos, el empleado de la boletería hizo ver el error, pero el emplazado respondió con oportunismo: “No me he equivocado; he pagado lo justo, puesto que mi compañero no puede ver más que la mitad del espectáculo”.

Venciendo las revisadas dificultades, Arteaga había podido terminar la construcción hacia octubre de 1827, reabriendo a principios del mes siguiente según estima Amunátegui. Pero no terminaron allí sus problemas: maliciosamente, sus adversarios y competidores echaron a correr la especie de que el edificio era inseguro y poco sólido, cosa que fue desmentida por encargo del dueño a los ingenieros Santiago Ballarna y Andrés Gorbea, quienes realizaron inspecciones in situ y produjeron un informe correspondiente. Otras deficiencias comentadas entonces eran su mala ventilación y la defectuosa acústica para los que estaban al fondo. José Joaquín Mora reclamaría, además, que “dos salones que sirven de café y al mismo tiempo de paseo entre los entreteatros, parecen más bien propios de una chingana”.

Recién llegado a Chile por solicitud del gobierno, Mora había podido asistir al teatro en febrero 1828, cuando se festejaba la realización de la asamblea del Congreso y del proyecto constitucional con las obras “La enterrada en vida”, “Revolución de Túpac-Amaru” (compuesta por Morante) y “El duque de Visco”. En esta última, Mora elaboró una alocución patriótica para que fuese leída ante el público, cuya elocuencia fue celebrada por el respetable.

Unos meses más tarde, en octubre, cuando el artista Francisco Villalba se encargó de pintar y armar la decoración del teatro en el tipo salón regio, la compañía comenzó sus presentaciones con otra de las floridas alocuciones hechas por Mora, ya que el escenario era también lugar de frecuentes declamaciones con saborcillo a arengas. El intelectual español no sabía que, en solo un par de años, los grandes aplausos recibidos en esas jornadas se iban a volver durísimos reproches a su excesivo entrometimiento en las cuestiones políticas, acabando exiliado en Perú.

Durante el año siguiente el cotizado actor Francisco Cáceres, tras célebres veladas en la sala de Arteaga, abandonó el teatro a pesar de haber recuperado terreno ante su gran rival y tocayo don Francisco Rivas. El español se marchó a Valparaíso y abrió una cigarrería pero, no conforme con estos cambios, vendió todos sus trajes de tiempos actorales y viajó a Buenos Aires, en 1830. Allá volvería a actuar y recibir aplausos, enalteciendo su orgullo y llenando de nuevo su hucha. Regresó a Chile tres años después, acompañado por los actores Trinidad Guevara y Francisco Moreno, para realizar otras concurridas presentaciones que incluían cantos en italiano. Se les unió después Teresa Samaniego junto a sus hijos, José y Emilia Hernández, y durante el año siguiente la actriz Carmen Aguilar.

En tanto, persistieron hasta el final algunas deficiencias del teatro de Arteaga que, si bien eran menores a las debilidades experimentadas en las casas anteriores en las que había estado alojado, no pasaron inadvertidas a la prensa y a los siempre inclementes críticos. Muchas de ellas derivaban de la falta de presupuesto que pesó perpetuamente sobre la actividad, algo empeorado por el bajo valor en que se mantenían las entradas a sus funciones.

Para junio de 1830, inicia operaciones en la capital la primera compañía lírica venida a estas tierras, presentándose hasta febrero del año siguiente con “El engaño feliz”, “La Cenerentola” y “El barbero de Sevilla”, entre otras obras de Rossini. En ese orden, habrían sido las primeras óperas que se escuchaban en Chile. Hubo funciones en el teatro de calle Compañía y también en la casa de la familia Cifuentes de Valparaíso. Permanecieron en Santiago realizando funciones hasta febrero de 1831, marcando otro de los más importantes hechos de la historia escénica nacional.

Ese mismo año, comenzaban a actuar cantando en las chinganas y quintas de la capital las legendarias hermanas Pinilla, lideradas por Carmen y con el nombre artístico de Las Petorquinas, toda una revelación artística de enorme popularidad tanto para el público chileno como el extranjero llegado al país. Las reputadas muchachas también realizarían actuaciones en el teatro de Compañía y fueron un importante soplo de vitalidad para la oferta de diversión de entonces, transversales al gusto de todas las clases.

Nótese que era una época en que se estimaba que la atracción de las chinganas competía con el teatro, además, intrigante tensión de intereses en la que don Andrés Bello se erigió como un gran defensor y promotor de este último arte, que era atacado por los críticos aprovechando la ola antiliberal de aquellos días. Aferrado a tales conceptos, entonces, el 7 de enero de 1832, el intelectual venezolano editorializaba en “El Araucano” tomando partido por las artes escénicas y poniéndolas encima de las propuestas más bajas que “tocan los límites de la grosería y del desenfreno”. Posteriormente, el 18 de enero del año siguiente, Bello comentaba en el mismo medio:

Vemos con placer que, a pesar de las fanáticas declaraciones de los que querrían que se gobernase una capital, como un convento de monjas, se arraiga entre nosotros la afición a los espectáculos dramáticos. Pero esta es todavía una planta tierna que necesita fomento y cultivo. Tenemos dos o tres actores populares. Con uno solo que falte, será preciso cerrar el teatro y consumar la ruina de su benemérito empresario. Es preciso poner este interesante establecimiento sobre un pie menos precario. En una ciudad de la importancia de Santiago, una diversión pública honesta es una necesidad moral indispensable.

No se yerra al intuir que había algo de artificialidad en el planteamiento de Bello, sobre la supuesta competencia del teatro con otras opciones más plebeyas de recreación popular y en el sentido de ofrecerlas como dimensiones incompatibles. Era bastante probable, además, que la jornada recreativa de un hombre corriente del Santiago de entonces pudiese comenzar en el teatro y terminar perfectamente en la chingana o la taberna, más tarde, sin problemas espirituales ni conflictos morales internos. Parece ser, más bien, que cierto sector de la sociedad pretendía desplazar una actividad con el fomento de otra… Idea que, por supuesto, no prosperó.

Sin embargo, era claro también que el primer teatro chileno independiente ya estaba perdiendo terreno en esos mismos años, los de la mismísima República consolidada: pesaba sobre sus posibilidades de perpetuarse el retraso en el desarrollo de la actividad escénica y las aún insalvables limitaciones del propio establecimiento, como alertaba el mismo Bello.

Los vaivenes del trabajo teatral y la creciente competencia representada por la aparición de otras salas menores o de diferentes centros de reunión social, fueron opacando al ya deficiente Teatro Arteaga en el tiempo que le quedaba, hasta precipitar su definitivo cierre hacia 1836, cuando acabaron consumidos todos los combustibles de sus energías vitales.

El primer teatro del Chile independiente y único importante en esos momentos, de ese doliente y penoso modo, llegaba a su irremediable final. ♣

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