Consecuencia directa de las fiestas chinganeras de tiempos coloniales, especialmente las de cada domingo y su prolongación en el lunes, fue la cantidad de borrachos salidos de pulperías, fondas y quintas, los que aparecían cada mañana, tarde y noche en Santiago tirados como troncos en las calles. Esto llegó a ser otro grave problema social durante la época colonial tardía, de hecho. Sin embargo, la relación etílica del bajo pueblo tenía antecedentes en los orígenes del país, o quizá antes.
Si bien se afirma que don Francisco de Aguirre introdujo las primeras viñas plantadas en Chile hacia 1551, la bebida alcohólica ya estaba presente en el territorio en los dos extremos del espectro social: con las deficientes chichas de maíz preparadas y consumidas por los indígenas, y con los onerosos licores importados por los españoles más pudientes. Faltaba aún para que apareciera comercialmente la chicha de uva, reina conquistadora de la remolienda popular de tiempos posteriores.
Algunas de las primeras grandes restricciones al consumo de alcohol y a las borracheras asoman ese mismo año, principalmente las que perseguían el vicio y la producción de fermentos entre los nativos, como sucedió con los habitantes del lado norte del valle de Santiago. Para estas comunidades indígenas el problema también era incómodo y reprensible, surgiendo entre ellas un dicho: “ngollin che ngollife ngelu”, que traducido desde el mapudungún significaba algo así como “hombre borracho, borracho es”, refiriéndose a que la ebriedad era la principal característica suya, su determinante, tal vez más que la de su condición humana.
Apuntando sus críticas hacia la corruptora normalización de la ebriedad en las sociedades indígenas de aquellos años, don Diego Barros Arana también comentaría con fuerte y casi ofensivo tono de reproche:
Desde temprano, los muchachos acompañaban a sus padres en sus fiestas y borracheras, asistiendo con ellos a las escenas más vergonzosas y repugnantes. Cuando el niño mostraba inclinaciones de bebedor, cuando se desarrollaban en él precozmente los groseros instintos sexuales, cuando aporreaba a su madre, o se encaraba en riña con su padre, este en vez de corregirlo, experimentaba una verdadera satisfacción, persuadido, según el orden de las ideas de los salvajes, de que tenía un hijo aventajado.
Sin embargo, la realidad es que el abuso de la bebida ya era problema también de mestizos y criollos. Por esta, razón ante los escasos resultados logrados por las restricciones a la ingesta abusiva el Cabildo de Santiago dispuso de una nueva modalidad para combatir el alcoholismo, además de la pendencia, los desórdenes y otros males asociados a la ebriedad: la creación de un cargo especial para atender este problema, conformado a partir de medidas tomadas en 1568. Este nuevo regidor estaría encargado especialmente de todo lo relativo a control y castigo a los innumerables ebrios que atestaban a la pequeña colonia mapochina, aunque sus primeras medidas iban dirigidas, nuevamente, hacia los indígenas.
Por cerca de dos siglos permaneció activo el cargo del represivo regidor encargado de los ebrios, hasta que, a partir del siglo XVIII y al parecer tocando parte del XIX, sus funciones fueron reemplazadas por un singular servicio del que no parece haber antecedentes de existencia con algo similar en otro lugar del mundo: el carretón de los borrachos, destinado a recoger y llevar ante las autoridades a todos sujetos en coma etílico que dormían la mona en calles y veras santiaguinas.
Un posterior gran enemigo del alcohol y los ebrios, como fue don Benjamín Vicuña Mackenna, contextualiza históricamente la aparición de tal carretón, mientras se refiere también a las corridas de toros y las fiestas religiosas de entonces:
No tenían iguales privilegios los infelices naturales, pues al fin los unos eran los amos y poseían hasta el monopolio del placer. En los asientos del cabildo se encuentra un acuerdo del 24 de julio de 1568, disponiendo que saliese un regidor a castigar las borracheras de los indios, quebrándose sus vasijas y azotándoles. El regidor fue sustituido después por un carretón que se llamaba de los borrachos, creación única entre todas las ciudades del mundo, y que ha estado probando hasta hace poco la abyección moral de nuestro pueblo y la indolencia con que sus clases ilustradas la miraban perpetuarse. El alejamiento sistemático del bajo pueblo de todas las fiestas españolas fue, sin embargo una cosa peculiar a Chile, y apenas ha venido a ser una conquista del pueblo mismo en los regocijos nacionales de la independencia. En España, al contrario, el pueblo es amo en todos sus pasatiempos, y en el anfiteatro de toros el pueblo es rey.
Detallando, el carretón para recoger a los ebrios terminales consistía en un rústico carro de madera tirado por tracción animal, conducido y manipulado por empleados municipales. Puede que hayan sucedido cosas parecidas en tiempos anteriores de la Colonia, debiendo levantarse a los “caídos” de las fiestas en bodegas y chinganas, llevándolos dormidos en carretelas como todavía sucede a veces en los campos chilenos. Se sabe que en Perú, por ejemplo, existió por entonces una carreta policial de dos ruedas en la que el cachaco o funcionario de vigilancia echaba arriba a los borrachines, para que no perturbasen la normalidad de la vida en las calles, atando con cuerdas a los más revoltosos o porfiados si era necesario.
Aguafuerte "Carretadas al cementerio", del español Francisco de Goya. Vicuña Mackenna aseguraba que el aspecto y función del carretón de los borrachos era similar al de las carretas de muertos.
El falte ebrio en un puesto de licor, en el "Chile Ilustrado" de R. S. Tornero, 1872., basado en un dibujo de Prior.
Carretón policial llevándose un borracho porfiado ya en épocas posteriores, en el humor gráfico de la revista "Sucesos" del año 1905.
Sin embargo, el nuevo servicio preparado para la capital chilena no tenía comparación: debía recorrer la pequeña ciudad de entonces buscando a los curados, esos que quedaban tumbados y desparramados como residuos de las grandes fiestas y celebraciones de la tarde y la noche. Tras ser echados a la carga cuales bolsas de desperdicios, se los trasladaba apilados como muertos de guerra hasta las cárceles o cuarteles. Una vez que despertaban de su profundo sueño en nubes de etanol, recibían castigos que iban desde azotes públicos hasta la odiada cadena del puente, forzados a trabajar en la construcción del Puente de Cal y Canto. Es de suponer que este servicio, más allá de sus alcances punitivos, se hizo especialmente necesario en las noches frías de la capital, evitando muertes seguras por hipotermia.
El primer carretón de los borrachos del que se tuvo noticia en Santiago y administrado formalmente por el cabildo tras las señaladas medidas, aparece por el año 1772, a inicios de la gobernación de Agustín de Jáuregui. Comprendiendo el estado en que se encontraba la sociedad chilena de entonces y el triste espectáculo dado por los alcohólicos en la ciudad, tomó rápidamente la decisión de implementar esta curiosidad en una disposición que tuvo efectos visibles mucho más eficaces que los intentos anteriores de sacar de la vía pública a los fudres humanos, aunque no sabemos en cuánto haya influido sobre el problema de fondo, como sucede con todos los vicios de una sociedad cuando visten disfraces festivos.
De acuerdo a lo que señala Vicuña Mackenna, Jáuregui habría ordenado la construcción del carro enfrentando un panorama sombrío para la ciudadanía de Santiago y con estas características precisas para aquel aparato:
En cuanto a la embriaguez, vicio infame, que degrada día a día la cultura del pueblo en que vivimos y que es llevado a un desenfreno tal, que creemos no haya ciudad alguna del universo más manchada por sus excesos, un arbitrio inventando por un ingenio de la policía colonial dará idea de la manera cómo se practicaba. Mandose construir un vehículo de tablas montado sobre ruedas y tirado por bueyes o caballos que se paseaban por todas las calles desde la hora de la queda e iba recogiendo de las veredas los cuerpos inanimados de los beodos para conducirlos al depósito, en que hasta hoy día mismo se llevan por centenares. ¿Quién no conoció en su niñez el carretón de los borrachos? Tenía un sonido áspero, desapacible y cimbrador como el del carretón de los muertos, y a la verdad que eran muertos que allí iban, porque la vida del bruto no es la vida del hombre. Sin embargo, y como si hubiera de castigarse con excesiva dureza a los delincuentes de aquel vicio, habría sido preciso dejar la ciudad desierta y dar ocupación diaria al látigo de cien verdugos, los bandos de policía le imponían únicamente una prisión con cadena y trabajo urbano durante dos semanas.
Como las pulperías eran los lugares favoritos de aquellos bebedores sin vuelta durante las últimas décadas coloniales, las autoridades ordenaron también que sus dueños encendieran en todas ellas luces de faroles, colocadas en la puerta principal de cada establecimiento. La luz delataba la naturaleza del lugar y debía permanecer allí hasta la hora de la queda. Esto lo sabía bien el corregidor Luis Manuel de Zañartu, además, incluyendo a los almacenes pulperos en sus periódicos circuitos de cacería de holgazanes y beodos para forzarlos a trabajar en el puente. También se exigía a los propietarios y encargados reportar cualquier delito que se cometiera en estos centros de reunión, fueran crímenes, asaltos o trifulcas.
Cabe observar que, a la sazón, pulperos, bodegueros y taberneros era considerados por gran parte de la sociedad como verdaderos y despreciables rufianes. Se los percibía como comerciantes que vivían del fomento, mantenimiento y promoción de los más bajos vicios sociales: el alcohol, la incivilidad y la haraganería, casi equivalentes a la condena social que pesa hoy sobre los narcotraficantes. Esto explica, en gran parte, las constantes medidas que se tomaban contra sus alegres negocios.
El carretón de los borrachos sobrevive a la Independencia, pero se le pierde la pista ya después de la consolidación republicana, si nos fiamos del ya visto testimonio de Vicuña Mackenna quien, nacido en 1831, insinuó haber alcanzado a conocerlo en su infancia. Difícil es saber ahora si esos servicios se hicieron innecesarios en la ciudad por algún paso de madurez en la propia sociedad chilena, o bien por efectos restrictivos como los del Estado en forma portaliano. ♣
Me encantan tus artículos, tenía tu libro, Crónicas de un Santiago Oculto, un día lo dejé encima de la mesa y mi perrita se lo comió u.u bueno, quería decir que leí por ahí que de este tiempo sale el sinónimo de pega=trabajo. Como era común que las edificaciones se llevaran a cabo con materiales parecidos al engrudo (algunos dicen huevos, ¿tu qué crees?) y eran de mucha exigencia física, quedó como "hacer la pega".
ResponderEliminarMe encantan tus artículos, tenía tu libro, Crónicas de un Santiago Oculto, un día lo dejé encima de la mesa y mi perrita se lo comió u.u bueno, quería decir que leí por ahí que de este tiempo sale el sinónimo de pega=trabajo. Como era común que las edificaciones se llevaran a cabo con materiales parecidos al engrudo (algunos dicen huevos, ¿tu qué crees?) y eran de mucha exigencia física, quedó como "hacer la pega".
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