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NAIPES Y OTROS JUEGOS DE MESA, SALÓN O APUESTAS EN LA COLONIA

Soldados españoles jugando dados. Fuente imagen: "Mirador: Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza, edición de Editorial Talcahuano.

Una sociedad a la que faltaban siglos para tener parlantes o pantallas, en donde gran parte de la población ni siquiera sabía cómo leer la Biblia de la que escuchaban pasajes cada semana, requería de sus propias distracciones creativas en el ambiente más íntimo, de reunión familiar o de la camaradería. El hallazgo de restos de antiguos naipes coloniales como los encontrados entre las ruinas del antiguo pueblo de San Lorenzo de Tarapacá, artesanales y pintados a mano, sugiere que muchos de estos entretenimientos de salón llegaron al territorio americano al mismo tiempo que los conquistadores hispanos.

Las instancias en que se realizaban los pasatiempos de mesa correspondían a las tertulias, encuentros con amigos o las visitas a los primeros cafés que tuvo el país. Algunas de tales entretenciones, como el ajedrez y las damas, se relacionaron principalmente con los estratos altos de la sociedad o sus salones de encuentro social. Otros, tipo dominó y dados o cacho, se arraigaron más en el bajo pueblo y los apostadores, especialmente en chinganas y garitos.

Pertenecían todos aquellos, sin embargo, a formas de recreación más relajadas y menos asociadas a la fiesta liberada. Rara vez salían de los comedores, salones, jardines o patios, en el caso de los más nobles, mientras que para los plebeyos no había problema en jugar partidas de lo que fuera en la posada, la cantina, una banca en la feria del mercadillo o el lugar que les pareciera cómodo, mientras no ofendiera a autoridades ni a clérigos.

Los juegos de azar y de envite siempre fueron un vicio de fuerte arraigo de la sociedad chilena y un dolor de cabeza constante para las administraciones coloniales. Ciertas jugadas y apuestas en los naipes y otros juegos habrían sido llamadas también pollas, nombre que se mantuvo en la América hispana pero se perdió en la Península, curiosamente, pues allá pasó a ser alusivo al miembro sexual masculino como significado popular.

A decir verdad, todo se podía convertir en motivo de apuestas por entonces y era aprovechado como tal. Abundaron los intentos por detener los juegos de dados, tabas y naipes, artículos traídos en las alforjas de los propios conquistadores y que, mezclados con las dosis correctas de alcohol y ambición, resultaban en un explosivo efecto. No fue difícil que los indígenas los asimilaran con rapidez, además, pues tenían sus propios juegos prehispánicos valiéndose de pequeñas piedras y huesos, como el llamado kechucayu o kechukahue (quechucahue) ancestro de los que usan dado y tablero, retratado en láminas que acompañan las crónicas jesuitas de Alonso de Ovalle y de Juan Ignacio Molina.

Desde temprano hubo voces muy disconformes con la presencia del juego, en todas esas formas. El teniente general Hernando de Santillán, enviado desde Lima a Chile para verificar el cumplimiento de las leyes pocos años después de la muerte de Valdivia, ya manifestaba entonces este rechazo a las cartas y las apuestas. A pesar de haber sido un defensor de los indígenas frente a los abusos (al menos, en los estándares de la época), Santillán propuso un reglamento que castigaba severamente a los yanaconas que fueran sorprendidos jugando naipes, dados o prácticas parecidas, pues los veía como agentes corruptores de la vida de estas comunidades y, en su simpleza de pensamiento, también como un obstáculo para someter al elemento nativo a través del trabajo y mejorar con esto sus pobres existencias. Sus ordenanzas contemplaban como castigo que “los pongan atados a la picota al sol con los naipes o dados en el pescuezo”; si reincidían, se estableció que también fueran trasquilados; y si caían por tercera vez, recibirían cien azotes.

La ludopatía cundió hasta grados insólitos, en algunos casos. Ovalle enfatiza que fue transversal a todas las clases sociales, y varios casos lo demostraron. Incluso el gobernador Alonso de Ribera, adicto al juego y los banquetes ostentosos, fue acusado por el fiscal Merlo de la Fuente, a inicios del siglo XVII, por autorizar y realizar juegos que estaban prohibidos por la corona, como los dados, el treinta por fuerza y otros parecidos. Informa Eugenio Pereira Salas que, irónicamente, el propio acusador fue inculpado unos años después por la posesión de tablas de juegos entre sus criados, demostrando cuánto había penetrado el vicio en la sociedad chilena.

Tanto fue el problema que un artesano cuchillero de Santiago, Alonso de Juárez, en 1613 perdió suficiente dinero como para terminar castigándose de manera tan singular como deprimente: firmando un compromiso de “no jugar ningún tipo de juego de naipes por mí ni por otra persona ni que juegue otro por mí ni otro cualquier juego de barajas, tablas, bolos ni otro alguno”, bajo multa de 500 pesos de a ocho reales en caso de incumplir durante los siguientes cuatro años.

A todo esto, si el comercio se había realizado largo tiempo usado también formas de trueque o pagando con material de los lavaderos de oro chilenos, la introducción más abundante de las monedas vino a ser un aliciente notable para las transacciones, pero también para las peligrosas apuestas. Ya en 1584, además, se habían hecho estudios para iniciar la acuñación propia en el país y, en 1600, el agustino fray Juan de Bascones quedó encargado de proponer a la corona por solicitud del Cabildo de Santiago, que se acuñaran en Chile 300 mil escudos, pero que el rey les asignara menor valor que al de los españoles, compatibilizando con el deseo de evitar las exportaciones de productos necesarios y el retorno de monedas a Perú. Esto, porque con frecuencia las necesidades de pagos de deudas y adquisiciones de mercaderías en Lima llevaban a reexportar las monedas circulantes hasta aquellos mercados.

Ciertas acuñaciones hechas en Perú comenzaron a circular en Chile al iniciar el siglo XVII. Por carta al rey remitida por el mencionado oidor De la Fuente, el 4 de abril de 1623, se sabe que las primeras acuñaciones en Santiago tuvieron lugar hacia 1601, a inicios del gobierno de Ribera. Sin embargo, otra carta redactada por Alonso García Ramón al rey, el 11 de septiembre de 1607, informa también que los comerciantes de Perú tenían producidas monedas para comprar mercadería en Chile y que, sólo en los ocho primeros meses de ese año, habían introducido 100 mil ducados con tal objetivo. Mas, la circulación eran tan baja que, en 1610, el oidor Gabriel de Celada dejaba constancia de que resultaba prácticamente inexistente.

Juegos indígenas, en grabados del florentino Antonio Tempesta, para el cronista Alonso de Ovalle en su “Histórica Relación del Reyno de Chile”, publicado en Roma en 1646. Se ven las prácticas del juego de las piedritas-argolla y el quechucahue.

Grabados de cartas antiguas, en naipes españoles de la época de los Austria. Fuente imagen: "Mirador: Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza, edición de Editorial Talcahuano.

Juego de los bolos entre los criollos, en imagen basada en ilustración publicada por Claudio Gay. Fuente imagen: sitio Fotografía Patrimonial (Museo Histórico Nacional).

El demonio del azar y las apuestas en un grabado del "Magasin Pittoresque" de Paris, publicado en 1845. Fuente imagen: periódico "El País", España.

La situación cambia en los años siguientes. Con la circulación de monedas acuñadas dentro del territorio, además, comenzó a quedar atrás la necesidad de las antiguas monedas de oro españolas, reemplazadas en la relación de valores y precios por las unidades conocidas como el real (equivalente a 34 maravedíes de plata), el patacón (o peso de plata, equivalente a ocho reales y base de la moneda adoptada después por las repúblicas hispanoamericanas) y el ducado (moneda imaginaria usada para las cuentas y finanzas, equivalente a un patacón y un tercio).

Moneda a moneda, desaparecían fortunas completas en las mesas de juego, y poco lograban las prohibiciones: mientras las apuestas de dinero aumentaban, así también sucedía con los litigios debidos a arrepentimientos, tras malas rachas de suerte. En 1698, por ejemplo, el sargento Ignacio de León presentó un curioso reclamo ante el corregidor, por haber perdido con los dados una suma de 900 pesos ante su rival Diego Peña y Lillo, desesperado por recuperar algo de lo que había dilapidado. Este caso debió ser sólo uno más entre muchos otros parecidos.

El principal naipe conocido a la sazón en Chile era, por supuesto, la baraja española: oros, copas, bastos y espadas. Ya se vendían mazos en 1556 y la provisión entre Santiago y La Serena fue monopolizada por un estanco de 1594, recayendo los primeros derechos en don Juan de Arce, por seis años. Después, se licitaban subarriendos del mismo monopolio en Santiago y Valparaíso, aunque durante la Guerra de Arauco bajó considerablemente la venta, por tratarse de un pasatiempo más bien de hombres y estos estaban distraídos en las cuestiones militares. El problema se hizo mayúsculo entre 1626 y 1637, informa Pereira Salas, debiendo ser rebajado el monto a los subastadores, el capitán Andrés de Henríquez y el alférez Pedro de Emparán, por parte de la Real Hacienda.

Uno de los juegos más antiguos que se practicaron con barajas fue el de las dobladillas, de tiempos de Valdivia: involucraba memoria y conteo de naipes, pues las primeras cartas echadas a la mesa por los talladores eran los puntos con más posibilidades de perder en lo sucesivo de cada partida. Después, fue popular el juego de la primera, parecido a un póker primitivo de cuatro cartas por mano, muy generalizado en los gustos chilenos desde los años de Ribera. El llamado treinta por la fuerza llegó en la misma época: en él, con dos o tres cartas iniciales, los jugadores iban pidiendo y descartando hasta sumar 30 puntos. Por su lado, el juego conocido como cientos guardaba ciertas semejanzas al piquet francés y también figuró entre los más populares.

Otros juegos de naipes fueron la malilla en la Colonia tardía, dando valores específicos a las cartas para lograr 36 tantos, con pérdida por debajo y ganancia por encima; el triunfo, de larga data en España; el rentoy, con tres cartas por jugador; el complicado mediador, con dos naipes por mano; el revesino, una combinación de baraja “al revés”; el banco o faraón, propio de tertulias y jugado también por mujeres; la báciga, emparentada remotamente con el baccarat; la tradicional brisca; la pandorga, también preferida en tertulias, además del julepe, el gallo, el siete alegre, el carga la burra, el poto sucio, el monte y la pichanga, entre otros.

Curiosamente, Concepción era algo así como la ciudad del juego en el Chile para el año 1653, ya que la mayor parte de las compras de barajas y otros juegos se realizaban en ella. Le seguían en la lista la ciudad de Santiago y la Provincia de Cuyo, cuando esta aún pertenecía a Chile.

Pero algo estaba por cambiar, otra vez, con la tolerancia a los pasatiempos de este tipo: fray Bernardo Carrasco presentó, en el Sínodo Diocesano de 1668 una prohibición de que los sacerdotes tuvieran mesas de juego en sus respectivas residencias. Era, acaso, la primera de varias medidas intentando apartar tales diversiones de las casas del clero, en otra demostración de hasta dónde habían penetrado las prácticas.

Pereira Salas agrega que el escribano Jerónimo de Ugás, en 1674, elevó al rey una denuncia por una capilla abandonada convertida en casa de juego de naipes. De acuerdo a Encina (quien señala ocurrido esto en 1664), el oidor Juan de la Peña y Salazar descubrió que importantes santiaguinos mantenían esas apuestas en una casa de recogidas en desuso. Documentos reproducidos por Medina informan que los sorprendidos tahúres fueron los maestres de campo Francisco de Saravia, Jerónimo Flores, Andrés Lorca y Gaspar de la Barrera y Chacón, el general Tomás Calderón, el capitán Gaspar Hidalgo y don Francisco de Figueroa, entre otros.

Aquellos salones “clandestinos” de juegos, como diríamos en nuestros días, eran casos frecuentes. Varios otros personajes connotados debieron enfrentar juicios y reproches, al revelarse sus aficiones y adicciones por ellos. Los clubes de juego de naipes serían llamados con el tiempo casas de trueques, además, quizá como reminiscencia de cuando seguían haciéndose apuestas con este método.

Empero, la fabricación de cartas era un buen negocio de la Real Hacienda, con toda una pequeña industria produciéndolas en forma artesanal, mejorada después con una imprenta de matrices de bronce. Este último proceso quedó a cargo del tallador y orfebre Joseph de los Reyes, pero las demoras llevaron a quitarle el contrato y a elaborar uno nuevo en el que se incluía a los señores Cristóbal de Castro y Marcos Rodríguez, en el encargo de terminar los trabajos. La situación llevó a un pleito en el que De los Reyes logró un pago por su trabajo de estampas. Sin embargo, en 1698, la Real Hacienda cerró su taller de fabricación de naipes, quizá por causa de alguna orden o protesta superior.

A pesar de no conocerse las razones de aquella abrupta detención de los talleres, la actividad de los naipes siguió muy activa en el siguiente siglo: en 1761, por ejemplo, una real cédula entregó la administración del monopolio a la Junta de Hacienda; y en 1777, seguían presentándose propuestas para tomar el estanco. Las condiciones se mantuvieron hasta 1818, cuando don Bernardo O’Higgins liberó la fabricación de barajas. Después, caerían entre los productos de nuevos estancos.

Otros “deportes” célebres del azar en la Colonia fueron los bolillos, como se llamaba a las ruedas de la fortuna o tómbola de disco, favoritas en ramadas del campo y de las ferias. También las rifas, cuya práctica se remontaba a abril de 1553 con unos equinos como primer premio de este tipo conocido en Santiago... Rifas viciadas por frecuentes fraudes, es preciso advertir, siendo común que los concursantes no mesurados en sus ambiciones terminaran despojándose de prendas para seguir comprando números, atontados por la avaricia y quedando en patética cuasi desnudez. El gana-pierde, en cambio, era el único juego de mesas o tablero que tomó formas propias en el país, según Pereira Salas, y que fray Luis de Granada definía como “perdiendo ganan y ganando pierden”.

 

Ramadas y juegos populares en la lámina “Escenas en una feria” de Peter Schmidtmeyer, coloreada por George Johann Scharf e impresa por Rowney & Forster (“Travels into Chile, over the Andes, in the years 1820 and 1821”, Londres, 1824). Nótese el baile tipo zamacueca o chilena que ejecutan los danzantes, ya entonces, y los juegos que realizan en la escena: uno de destreza y otro de ruleta.

Lámina mostrando las diversiones chilenas durante la fiesta de Corpus Christi, en la obra "Travels in Chile and La Plata including accounts respecting the geography, geology, statistics, government, finances, agriculture, manners and customs and the mining operations in Chile", de John Miers, publicado en Londres en 1826. Además de los músicos y danzarines, se observan jugadores de rayuela y de cartas.

Lámina con juegos, canto y baile criollo en la obra "'Chili, Paraguay, Uruguay, Buenos Ayres ' par César Famin / 'Patagonie, Terre-du-Feu et Archipel des Malouines' par M. Frédéric Lacroix / 'Iles diverses des trois océans et régions circompolairs par M. Le Commandeur Bory de Saint-Vincent' et par M. Frédéric Lacroix", publicado en París en 1839-1840. Nótese que los hombres practican el mismo juego indígena de piedritas y argolla retratado en la obra de Ovalle.

A diferencia de los casos hasta aquí nombrados, las loterías eran consideradas un juego público positivo, socialmente aceptables en su mejor momento. Se introducen en Chile cuando Martín Gregorio del Villar, a nombre de Juan Joseph Concha, realiza una solicitud formal para abrir un casino de este tipo en Santiago. El cabildo aceptó un mes después, el octubre de 1778, pero con algunas discrepancias que perduraron hasta el año siguiente entre las partes. Los sorteos de números se hicieron en el sector de la Plaza de Armas y con la estricta vigilancia de la autoridad garantizando la limpieza del procedimiento, el 7 de marzo de 1779.

Junto con la actividad de las canchas de bolas y los reñideros de gallos, la lotería también fue una buena entrada de recursos para la hacienda, permitiendo obras como la construcción de la cárcel. Sin embargo, como criados y empleados domésticos robaban valores en las casas para poder ir a concursar y ganar algún premio, la lotería comenzó a caer también en la mirada del reproche. A pesar de esto, las ganancias fueron más fuertes que los intentos de prohibirla.

Entre los juegos de destreza que también había disponibles en los establecimientos recreativos de la época, estuvo sin duda el truco, la versión antigua del billar, aunque con muchas limitaciones técnicas por causa de la falta de artículos apropiados al mismo, como una buena mesa de paño y tacos profesionales. Si bien se cree que don Francisco Leiva lo hizo popular hacia fines del siglo XVIII, se sabe que don Juan Antonio Gómez Granizo, corregidor de Copiapó, tuvo una mesa de truco antes de morir en 1724; y que el Sínodo Diocesano de 1748 también prohibió este juego a los sacerdotes sacando al aire, así, la popularidad y dispersión transversal que iba logrando en los gustos.

Sobre lo anterior, la creencia más divulgada señala que el primer billar de Santiago habría estado en el también primer café de la Alameda de las Delicias: el local del señor Reinaldo Le Breton, natural de Saint-Malo y sobreviviente del naufragado navío "Oriflama", llegado a Chile en 1746. Tanto su café como residencia estaban al pie del cerro Santa Lucía, por lo que la calle adjunta fue llamada calle del Bretón, hoy calle Santa Lucía.

Entre los salones coloniales santiaguinos de truco, destacaron algunos como el de Bartolo Valencia, en la bajada del Puente de Cal y Canto, y el cercano de José de Castro, que después continuó conduciendo don Carlos Vildósola en 1792, por acuerdo de aquél con la viuda, doña Dolores Bravo. Estos son más datos aportados por Pereira Salas.

Ya en el límite que diferencia a los deportes de salón con los de espectáculo y con público, está la tradicional rayuela chilena. Posiblemente, nace influida por un juego indígena llamado tekum, que consistía en trazar una raya en el piso hasta la que se arrojaban piedras, y también podría relacionarse con clásicos de lanzar piezas con destreza como en el juego de la rana, consistente en acertar fichas, monedas o tejos en las casillas de una mesa o tablero, consiguiendo mayor puntaje en la ranura de la boca de una rana o sapo, por lo general metálico, al centro del mismo. Ciertas versiones más sencillas exigen, sin embargo, solo apuntar las piezas a las fauces de unas ranitas situadas enfrente. En la Patagonia Chilena se juega mucho además el juego de las tabas, muy parecido a la rayuela y arrojando en lugar de tejos vértebras de bovinos, caprinos u ovinos.

El deporte de la rayuela chilena consta de una larga pista demarcada en el piso, en cuyo final hay una canchita de “caja” con barro o arcilla y una cuerda tensada al centro, horizontalmente. Hasta ella se arrojan los tejos llamados también pesas o peñas (los simples, en forma de rodaja, o los cilíndricos, que son más voluminosos), desde el otro extremo de la pista. Se intenta pegarle al quemado, justo a la línea de la cuerda, o lo más cerca posible a punto bordeado. El ambiente es de enorme energía y euforia en algunos casos, por las apuestas o los orgullos comprometidos en cada partida, comparables sólo a la animación del público en las peleas de gallos y aumentada por las infaltables chichas y mistelas.

Como fueron inevitables los desencuentros entre jugadores, equipos, clubes y apostadores, sin embargo, hubo otros casos judiciales y controversias que llevaron a quitarle a la rayuela su calidad de juego lícito en 1778, aunque sin poder desterrarla. Y si bien se la asocia en nuestro tiempo a tradiciones rurales, se sabe que era jugada intensamente en las ciudades; hasta parece haber sido la recreación preferida de soldados, pues había canchas y partidas periódicas en el Regimiento de Dragones de calle San Pablo con Teatinos.

Cabe observar que, en otros países, se ha llamado de manera generalizada como rayuela a lo que los chilenos denominan luche, nombre que quedó reservado al juego infantil de saltar por un trazado de casillas en el suelo, preferido por las niñas, y que sería la “verdadera” rayuela en el habla hispana.

Ciertos juegos de azar y de salón también se habían ido incorporando al espacio de las tertulias coloniales, como naipes y dados. Habían ido quedando atrás los temores supersticiosos fomentados desde grabados medievales, por ejemplo, en donde se veía al mismísimo Diablo cortando huesos de los cadáveres de ejecutados o torturados, para tallar en ellos los dados que después se repartían entre los mortales que caerían así en los vicios y ambiciones del juego; o aquellas creencias europeas relacionando las cartas con influencias demoníacas, además de servir al ejercicio de artes oscuras de adivinación.

Empero, desde allí seguirán apareciendo las casas de juego y los garitos, fuera ya de este ambiente más íntegro y doméstico. Estas formas de diversión continuaban siendo tan populares y tentadoras que incluso algunos clérigos lo practicaban todavía a puerta cerrada, a pesar de todas las vistas advertencias de sus superiores. La situación había motivado nuevas amenazas entre ellos mismos, en el Sínodo Diocesano de 1757, bajo pena de excomunión.

Una famosa casa para apuestas como las comentadas fue la fonda de Francisco Lampaya, ubicada en la calle atravesada de la Compañía, hoy Bandera, muy concurrida en 1798. El lugar siempre tuvo mala fama y varias veces corrió sangre en el mismo, siendo clausurado por estas mismas razones. Empero, reabrió poco después en la calle Monjitas, en la esquina de la casa de los Portales, “sitio donde funcionó años más tarde ese figón rojo que tanto dio que hacer a los serenos y ayucos”, anota Pereira Salas.

El mismo desprestigio pesaba sobre la fonda de Santiago Chena, a la que continuaba concurriendo el tozudo público a pesar de ser conocido como un palacio de las trampas: dados cargados, bolos compuestos y cartas marcadas, dando de qué hablar todavía en pleno siglo XIX y dejando estelas de descontentos o embaucados tras cada jornada.

En la plaza de San Francisco, en tanto, gobernaba un canchero llamado Picunino, con un negocio en donde casi todo era ilegalidad; y en el almacén de Toribio Ahumada, acabó preso el propio dueño junto a dos de sus clientes jugadores en 1781, durante una redada de las autoridades. De los peores clubes de juego fue, también, un famoso antro del sector de la Plaza Santa Ana, con mucho de lupanar y con escandalosas fiestas de niñas felices.

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