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ARTES ESCÉNICAS EN TIEMPOS DE REYES: UNA SOCIEDAD EN FORMACIÓN EVITANDO EL TEDIO

La ciudad de Santiago en ilustración de la crónica colonial peruana "Nueva Corónica y Buen Gobierno" de Felipe Guamán Poma de Ayala, a inicios del siglo XVI. Se observa una visión idealizada de la ciudad, amurallada y dotada de grandes edificios, mientras tiene lugar la realización de un acto público de tipo militar y religioso en su plaza central.

Las primeras décadas del Santiago colonial no tributan demasiado interés al tema de la entretención social con rasgos escénicos. Dominadas por la terrible monotonía de una vida de campamento y por las demandas de la lucha por la supervivencia, la distracción y el ocio se reducían a pequeñas ocasiones domésticas o a las permitidas en la convivencia, cuando podía soltarse por algún rato la empuñadura de la espada o se acudía al mercadillo tiánguez que apareció ordenando sus canastos, mesones y almudes en la Plaza Mayor o de Armas.

Ese lánguido período está determinado por la propia organización social de sólo unas cinco mil almas entre españoles y criollos (sus hijos), a las que se sumaban los mestizos (hijos de indígenas y españoles, mujer y hombre respectivamente) y los propios indígenas. Desde tal orden, sometido al sistema casi feudal de las reparticiones y encomiendas, se establece en Chile “la vida colonial, severa y sencilla, con mucho de cuartel y no poco de claustro”, al decir de Eduardo Solar Correa en “Las tres colonias”, comparándola con un modo medieval de existencia. Y al referirse a los tiempos de García Hurtado de Mendoza, el mismísimo introductor de la etiqueta cortesana en el país, agrega el autor:

Con tan pobres elementos y tan escasa población no puede hablarse todavía de sociabilidad en Chile. La expedición de don García levantó, sin duda, el nivel de las costumbres, hasta entonces puramente soldadescas. En ella venían varias damas españolas -las primeras mujeres distinguidas que llegaron a nuestro país- y su presencia contribuyó a mejorar las condiciones de vida. Los colonos comenzaron a pensar en procurarse algún modesto confort. Pero las relaciones sociales siguen siendo insignificantes. Los hombres sólo piensan y viven para la guerra. Cuando alguna tregua les permite regresar a sus hogares, procuran entretener el ocio de la ciudad reuniéndose entre ellos y organizando ya una partida de pelota o un juego de naipes o dados, ya una riña de gallos. Las mujeres, entre tanto, viven retiradas, consagradas a los menesteres domésticos y sin mezclarse en las diversiones de los varones.

En tal panorama, sin embargo, fue la música la que se presentó como una de las primeras artes recreativas y de atención de audiencias, aunque toda su etapa de inicio estuvo relacionada en gran medida con la actividad religiosa, al igual que sucedería después con el teatro. Francisco A. Encina propuso una descripción de esta influencia en su “Historia de Chile”, citando datos de Tomás Thayer Ojeda, Luis Francisco Prieto y Eugenio Pereira Salas:

Los españoles transportaron a América los cantos populares de su tierra natal, junto con la música militar y religiosa. Amenizaban las horas muertas que transcurrían en el fuerte y los cortos descansos del campamento, cantando los romances y los villancicos de Castilla y de la Andalucía, con acompañamiento de las escasas guitarras y flautas que trajeron consigo. Pero hasta finalizar el siglo XVI, la música chilena fue esencialmente militar y religiosa. Los mismos tambores y trompetas que resonaban en el fragor de los combates, acompañados de pífanos y chirimías, imprimían solemnidad a las escasas fiestas públicas: el paseo del estandarte, el aniversario del apóstol Santiago, la jura del nuevo rey, el nacimiento del infante, o las festividades de la Virgen del Socorro y el misterio de la Inmaculada Concepción de María.

La música religiosa tomó desarrollo desde que Santiago renació del incendio de 1541, y las ciudades del sur levantaron sus modestos templos de quincha embarrada y techos de paja. Francisco Cabrera, cura y vicario de Valdivia, “era diestro del canto llano y de muy buen ejemplo”. En 1580, Gabriel Villagra, cura doctrinero de las chácaras de Santiago, “tocaba el órgano y cantaba bien el canto llano”. Gregorio Blas era “un buen cantor y gentil escribano; sin él, el coro de esta santa iglesia vale muy poco”. Desde el principio los mestizos aventajaron a sus progenitores españoles en las disposiciones para la música. “Los tres mestizos que han residido en este obispado -decía el señor Medellín en 1590- todos tres eran habilidosísimos para el coro y ambos a dos han sido sochantres”. El público que asistía a la iglesia, convocado por los clarines y las trompetas, participaba de los cantos litúrgicos.

Los indígenas del territorio también supieron conservar manifestaciones musicales e instrumentales propias, como el tambor ceremonial kultrún de madera o calabaza seca, las flautas, la pifilka, el lolkin y la trutruka que, según algunas opiniones, podría ser posterior, apareciendo descrita por Amédée-François Frézier a inicios del siglo XVIII. Mantuvieron también los elementos dancísticos y poéticos asociados a estas expresiones. Sus cruzamientos con el criollismo son tema que aún genera debate, investigaciones y estudios.

La música militar hispana de tambores y trompetas, en tanto, fue decayendo mientras avanzaba la Guerra de Arauco. Góngora y Marmolejo dice en sus crónicas que, a pesar de ser Chile el país más guerrero de América, su delegación “sólo exhibió atabales y ministriles” en un torneo realizado en 1607 en un corregimiento peruano, en Parinacochas. La música religiosa, por el contrario, continuaba desarrollándose y avanzando con exponentes del canto como el chantre Diego López de Azoca o el maestro Jerónimo Pérez de Arce, además de la popularización de los órganos importados desde Europa y luego construidos en el país gracias a expertos como Baltasar de los Reyes. Por la misma época, don Pedro Aránguiz Colodio daba clases de este instrumento por 40 patacones, entre 1608 y 1609.

Dada la temprana aparición de los poetas, es posible que la trova y la declamación estuvieran presentes desde los inicios de la colonia española en Chile. Los primeros de ellos con publicaciones conocidas, al igual que sucedía con muchos cronistas, debieron ser militares ibéricos relacionados de un modo u otro con la guerra en Arauco, como don Alonso de Ercilla y Zúñiga. Aunque su obra “La Araucana” fue fundacional en la cultura e identidad chilenas, sumamente influyente para la posteridad, no reflejaba el carácter ni la identidad de la floreciente sociedad criolla, que ni siquiera contaba con luz de alfabetización suficiente para conocer las mismas producciones precursoras de la literatura en el país.

El caso de Pedro de Oña está también en esa lógica: natural de Angol y, por lo tanto, primer poeta nacido en Chile, su situación cultural, sus estudios y hasta su identidad familiar lo hacían un auténtico español, lejano al mundo mestizo. No obstante, revela que el gusto por los versos se acrecentaba entre militares y civiles del siglo XVII, con estrofas e improvisaciones, destacando por sus sátiras el maestre de campo Jerónimo de Quiroga. Lamentablemente, esos versos rara vez sobrevivían a la fiesta en que eran presentados para risa o emoción de los presentes.

Destacaríamos también la información aportada por "Desengaño y reparo de la guerra del Reino de Chile" de Alonso González de Nájera, en 1614, en donde el cronista señala también la existencia de algunos instrumentos usados por los negros entre los criollos de entonces, contrastando su buena actitud de vida con la de los indígenas:

Los negros son al contrario alegres, risueños, placenteros, chocarreros y decidores, amigos de agradar y dar placer. Aplícase a nuestras costumbres, como si el haber venido a ser esclavos, hubiera sido para serlo de sólo españoles. Y en todo son mansos, pacíficos y tratables. Son dóciles e ingeniosos amigos de aprender habilidades. Inclinados a cantar, y entre ellos se hallan muy buenos tonos bajos, y a tocar instrumentos alegres, como sonajas, tamboriles y flautas, y aficionadísimos a guitarras, pues aún en sus tierras las hace, aunque de estaña forma y manera de tocarlas, fuera del uso de todo instrumento.

De las muchas fuentes interesantes y útiles para escudriñar el meandro histórico de la recreación popular chilena, una de las esenciales señalando los inicios de las artes escénicas proviene del multidisciplinario Miguel Luis Amunátegui: su obra de 1888 titulada “Las primeras representaciones dramáticas en Chile”, en donde termina ampliando el abordaje del tema con elementos referidos también a historia literaria, eclesiástica, cultural y artística. Como arranque (y con todas las observaciones que puedan formulársele desde nuestra conveniente ubicación actual, que no son pocas) es una estupenda síntesis y reunión informativa procedente de las crónicas, los archivos históricos y la prensa. Concierta, además, datos que equivalen al amanecer de lo que serán después las candilejas y los espacios de la bohemia de espectáculos en el país.

De acuerdo al autor y a muchos otros estudiosos posteriores de la escena chilena, las primeras representaciones dramáticas que se hicieron en el país fueron ejecutadas al alero de las órdenes religiosas y sus conventos, algo no difícil de suponer poniéndose en el contexto de la época. Esto se confirma especialmente a partir del siglo XVII, por ejemplo en los informes de fray Gaspar de Villarroel, tras ser enviado como obispo a Santiago en 1637. En sus crónicas contenidas en “Gobierno eclesiástico-pacífico”, el sacerdote testimonia la realización de comedias en el cementerio del Convento de La Merced, celebradas en aniversarios religiosos.

A la larga, además, Villarroel iba a ser un protector de las artes teatrales, a diferencia de otros sacerdotes que no perdieron segundo en atacarlas o acosarlas.

Para autores como Pereira Salas, en su estudio sobre la historia del teatro en Chile, la raíz de las artes escénicas en el país se relaciona más directa con la Compañía de Jesús y sus fiestas ignacianas, prácticamente desde su llegada a Santiago en 1593. Por las llamadas Cartas Anuas de la orden, se sabe también que los jesuitas salían a las calles a cantar la doctrina en la lengua indígena y que explicaban la fe en formatos de diálogos:

De este tipo teatral sencillo, embrión de la escena, pasaron en seguida los jesuitas a representar en locales cerrados la moralidad de los Coloquios, en actos cuya eficacia reforzaban con el empleo simultáneo de los medios olfativos de los sahumerios de inciensos y poemas de dolor, las ilusiones visuales de la perspectiva y la solemnidad auditiva de los discursos, de apropiada oratoria.

Por su lado, Alfonso M. Escudero señala en sus propios estudios sobre el teatro en Chile que, si bien en el país no había representaciones con la magnitud de los espectáculos coloniales ofrecidos en Lima o Ciudad de México, sí existieron algunas tentativas interesantes durante el segundo gobierno de Alonso de Ribera y Zambrano, en 1616, como la celebración en Santiago de unas honras para la Inmaculada Concepción, entre otras manifestaciones por el mismo estilo, ordenadas a las colonias por la corona. Se trató de la representación teatral (propiamente dicha) más antigua de la que se tiene registro en Chile y se sabe que fue celebrada con un diálogo sobre el misterio de la eucaristía, más autos sacramentales que serían muy populares por entonces, junto a otras expresiones.

Permitiéndonos un paréntesis, cabe comentar que Ribera, más que un digno observante de la fe y de sus exposiciones de orientación artística, era un personaje dado en extremo a la diversión de tipo cortesana y palaciega, incluso en las pobres condiciones de la colonia chilena. Desde que habían podido reducirse los peligros de alzamientos y avances mapuches en el sur, la sociedad bajo su mando cayó en una suerte de relajo moral y muchas formas invisibilizadas de diversión popular se derramaron afuera, con algo de complicidad o permisividad del propio gobernador.

Más aún, la misma autoridad participaba, en cierta forma, de aquel afloramiento hedónico y hasta escandaloso: además de sus conflictos con el influyente jesuita Luis de Valdivia y de sus bulladas aventuras amorosas con María Lisperguer y Flores (tía de la Quintrala, relación en la que estuvo a punto de ser asesinado como venganza, por meterse después con Inés de Córdoba), cada vez que Ribera se sentaba a comer había ante él una fastuosa cena digna de gran celebración, algo que se fue introduciendo con fuerza entre los hispanos a pesar de las limitaciones materiales imperantes. Y allí se brindaba con una tediosa y escasamente elegante sesión, que es descrita también por Encina:

La mesa del gobernador era un banquete permanente, en el cual se bebía y se brindaba a la flamenca. Introdujo -dice una carta anexa al legajo intitulado “Informes y documentos de la Junta de Guerra al Rey”- “los brindis de Flandes, con muy gran descompostura y fealdad, poniendo las botijas de vino y las mesas, sobre los manteles, y brindando con mil ceremonias por cuantos hombres y mujeres se vienen a la memoria, y a la postre a los ángeles, porque así se usa en Flandes”. Después de los manjares y el vino venía el juego, en el cual los militares y civiles solían, a veces, perder sumas gruesas. Se jugaban lo mismo los juegos lícitos, como la primera y otros, que los prohibidos por el rey: “los dados, treinta por la fuerza y otros”.

La galantería al estilo de Lima, pero sin su refinamiento exquisito, tomó cuerpo. Alonso de Ribera no pervirtió a la sociedad chilena, como le imputan los eclesiásticos. Las liviandades que le suponen haber despertado, existían desde antes de su llegada, soterradas, clandestinas, como notas sueltas de una sociedad en general pobre, sencilla y austera. Lo que hizo fue sacarla a la superficie, darle patente de inmunidad y ponerla de moda.

Posterior a aquel período de liberaciones y pasiones, en las fiestas del 28 de agosto al 11 de septiembre de 1633 hechas en honor al venerable Francisco Solano y con las que el gobernador Francisco Laso de la Vega agradeció un favor del futuro santo por una curación, hubo bailes de máscaras, corridas de toros, declamaciones poéticas y representaciones artísticas en un teatro provisional “de vara y media de altura”, presentándose allí comedias por capitanes, sargentos mayores, licenciados y nobles, y otras dos obras a cargo de plateros.

Los primeros solares y edificios públicos hispanos de la ciudad de Santiago. Fuente: "Mirador. Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza, edición de Editorial Talcahuano, 1970-1971.

El famoso plano de Santiago publicado en la “Histórica Relación del Reyno de Chile” de Alonso de Ovalle, en 1646. Se observa en el río Mapocho y la ubicación de los tajamares que corrían entre lo que es la actual Plaza Bello (a espaldas del cerro Santa Lucía) y el complejo de San Pablo al poniente.

Los histriónicos y exagerados brindis al estilo Flandes en los banquetes de Ribera, retratados por P. Subercaseaux en 1910 para la revista "Selecta". Las formas que adoptaba la escasa diversión disponible en esos años era a veces extravagante y curiosa.

En términos generales, los números y variedades artísticas ofrecidos en aquella ocasión sintetizaron todo lo que podía verse en los espectáculos públicos de la época. Son descritos con esmero en la crónica del sacerdote Diego de Córdova y Salinas, tomando el testimonio de quienes estuvieron presente y tomando nota en el lugar, como gran promotor de la santidad del personaje venerado.

Cuenta el mismo cronista que, después de haberse presentado los desfiles de figuras de fantasía, con máscaras, gigantes y un monstruo apocalíptico de siete cabezas, la comparsa del Colegio del Ángel Custodio mostró varias otras representaciones, partiendo por los elementos de la naturaleza:

Los elementos se siguieron después por su orden. El fuego sacó el vestido de su natividad y, sin permitirse al arte, naturalmente despedía su actividad centellas, sacudía llamas. El agua vestía blanco vertiéndose por la boca de un búcaro de cristal. La tierra hizo ropaje verde de las flores y yerbas, de cuya variedad iba sembrada, y cornucopia debajo del brazo llena de fruta.

Agregaba su testimonio que, en la procesión, siguieron las estaciones o temporadas del año con la primavera y “cuatro niños a los lados, coronados de flores y esparciéndolas”, mientras que el estío o verano “vistió amarillo y se coronó de espigas”; el otoño “sacó vestidura naranjada, cuya guirnalda adornaban varias frutas”, también con “cuatro niños ingeniosamente dispuestos”; y el invierno salió con chiquillos “que vistieron pellones, representando muy al vivo su papel”.

Luego, vinieron los planetas y los dioses de los cielos, mar, e infierno: “Dio principio la Luna, vestida de blanco, y del mismo color el caballo en que iba”, seguida del “dios de las ciencias, Mercurio, llevaba a su lado la diosa Minerva su hermana, ambos vestidos de rico terciopelo carmesí y tela blanca con muchas joyas y perlería, coronados de laureles”. Venía más atrás “el Sol, presidente en el cuarto cielo, iba vestido de carmesí, todo cercado de rayos de oro”; después, “Marte, con su mujer Belona, aquel armado de punta en blanco y esta ricamente enjoyada”, precedidos por soldados. “Plutón, dios del infierno, vestido de negro y colorado, con bomba encendida en la mano, ocupaba el sexto lugar”, en tanto iba “Neptuno el séptimo, con vestido azul, tridente en la mano, caballero en un delfín”. Su pareja, Anfitrite, venía acompañándolo “con galano ropaje sobre una ballena”, escoltados por 24 “ninfas con mantos de preciosas telas, guarnecidas de joyas y pedrería, con tocados de espumas, hechos en galana forma, con velillos de plata sembrados de varias joyas”, terminando el grupo con una sirena o nereida, mitad mujer y mitad pez, en un caballo blanco. A Júpiter “adornábale armador y calza carmesí de rica obra: rodeábanle el cuerpo vistosas rosas; coronábanle rayos de oro, que pendían también de un arpón”, mientras que Juno “iba a su lado ricamente vestida, con una cuna en la mano”. “El perezoso Saturno llevó la retaguardia, vestido de negro, corona en la cabeza y cetro en la mano, comiendo sus hijos” mientras su mujer, Ops, trataba de impedir el parricidio.

Continuó la enorme representación con el paso de los continentes: África iba con quitasol y un incensario en las manos; América, aparecerá vestida al modo incásico; Asia, cargando sedas y ceras, con un rico vestido; y Europa muy engalanada, con un estoque en la mano. Todas ellas eran acompañadas por un personaje masculino alusivo también a la respectiva parte del mundo. Y concluye el sacerdote sobre aquella primera jornada de fiesta en las calles:

Siguióse otra de varias, muchas y graciosas invenciones, que bastantemente movieron la pasión de la risa; no se refieren, porque fueron más para vistas que para narradas. Ocupaban ambas muchas cuadras, y así hubieron menester el gobierno de tres sargentos mayores que, repartidos en sus puestos, la gobernaron a satisfacción del señor Presidente y Real Audiencia.

Una mención especial requieren, sin embargo, las preciosas crónicas de la “Relación histórica del Reino de Chile” de Alonso de Ovalle, de 1646. Con cuanto detalle pudo traspasar al papel, habla de las solemnidades que se hacían también en la Iglesia de la Compañía de Jesús, a una cuadra de la Plaza de Armas, describiendo los ritos de las cofradías y las coloridas representaciones montadas en las procesiones, incluidas las de negros e indígenas:

A todas estas procesiones acuden los indios de la comarca, que están en las chacras (que son como aldeas, a una y dos leguas de la ciudad) y trae cada parcialidad su pendón, para el cual eligen algunos días antes el alférez, y éste tiene obligación de hacer fiesta el día de la procesión a los demás de su ayllú: es tan grande el número de esta gente, y tal el ruido que hacen con sus flautas, y con la vocería de su canto, que es menester echarlos todos por delante, para que se pueda lograr la música de los eclesiásticos, y cantores, y podernos entender, para el gobierno de la procesión.

Avanzando en su relato, Ovalle comenta algo más a propósito de las ornamentaciones, esquemas de bailes e instrumentos usados por los devotos en aquellas grandes celebraciones:

Son estas procesiones muy lucidas, y hay mucho que ver en ellas. Hacen la suya los indios la mañana de Pascua de Resurrección, dos horas antes de amanecer, a que acuden todos los cofrades y cofradas con sus hachas de cera blanca, todos bien vestidos y aliñados. Comprenden la procesión de muchos pendones y andas que llevan muy bien aderezadas, de muchas flores artificiales de seda, plata y oro, y en ella al Niño Jesús con su cabellera y vestido a la usanza de indio. A la Virgen Santísima vestida de Gloria, y ricamente adornada, y otras imágenes de devoción; todo esto con mucha música y danzas, y varios instrumentos de cajas, pífanos y clarines, y por los monasterios por donde pasa la procesión, la reciben las monjas y religiosos con repiques de campanas, órganos y buena música.

(...) La procesión que hacen los morenos el día de la Epifanía y Pascua de los Santos Reyes Magos, no es en nada inferior a la de los indios, en la cual, fuera de los pendones, suelen sacar en trece pares de andas todo el nacimiento de nuestro Redentor...

Para mayor solemnidad de esta fiesta, eligen los morenos cada año por votos un Rey de su misma nación, cuya corona dura sólo este día. Y así, para lograrla mejor, no es decible la majestad que se representa con un cortejo de otros muchos que se juntan de varias partes para esta fiesta, a la cual vienen algunos vestidos a la española muy galanos y lucidos, otros a la usanza de su tierra, con arco y flecha formando varias cuadrillas en forma de pelea, haciendo sus acometimientos, entradas y salidas, como si lo tomaran de veras. Llegan a hacer reverencia a su Rey, y atrapados corriendo a gran prisa, híncanle la rodilla y luego levantan una vocería que pone espanto.

Por entonces, el Cabildo de Santiago autorizaba también un calendario asociado a fiestas y celebraciones, con un programa de comedias para cada festejo. El 24 de enero de 1659, por ejemplo, se otorgó a Antonio Irarrázaval y Andía, Caballero de la Orden de Alcántara, el poder para dirigir lo relativo al tablado y la distribución de los asientos, acompañándose en las labores por el capitán Antonio Martínez, don Mateo de Toro y el licenciado Pedro Hurtado.

Como otro paréntesis, debe observarse que el siglo XVII conservaba mucho de los orígenes de la colonia chilena, en cuanto a costumbres y a pesar de las nuevas posibilidades de recreación. Las mujeres solían ser las grandes afectadas por las rutinas, pasando la mayor parte del tiempo encerradas en casa, salvo las que se animaban a correr con colores propios en lo que serían después las fiestas tipo chinganeras. Muchas de ellas también eran viudas, como consecuencia de la Guerra de Arauco. La mayoría de los festejos, además, seguían siendo los del calendario religioso, con procesiones y actos a cuyo margen se agregaban carreras de caballos, juegos y otras actividades. Los preparativos para cada temporada de celebraciones comenzaban mucho antes de iniciado el período: las damas confeccionaban sus trajes elegantes para la ocasión y los varones hacían lo propio, acompañados por sus criados en el caso de los caballeros más pudientes.

Toda oportunidad de romper con las monotonías coloniales, entonces, era tomada con gran regocijo y alegría, tanto en Santiago como en otras ciudades. También eran las ocasiones para conocer algunas muestras artísticas relacionadas con la música y el teatro, siempre subordinadas al quehacer eclesiástico y a un programa ceremonial de las autoridades. Eran lo más parecido a presentaciones con carácter de espectáculo disponibles por entonces. Obras más representadas en dicho teatro litúrgico fueron “Las tres Marías”, “El descendimiento de la cruz”, “El Juicio”, “La Epifanía”, “El sacrificio de Isaac” y “La danza de la muerte”, de acuerdo a autores como Nicolás Peña.

Sobre esos últimos años de dominio total de la fe incluso sobre las manifestaciones de las artes dramáticas, agregará en su tiempo Amunátegui:

También se representaban autos sacramentales en los que tomaban parte los estudiantes más calificados. Entre otros, fueron famosos los que representaron en Santiago los alumnos de los jesuitas el año de 1663, con motivo de la declaración hecha por el papa Alejandro VII en favor del misterio de la Concepción Inmaculada de María. Vestidos de máscara, y representando a los soberanos de los diferentes reinos del globo, fueron llegando por su orden, al papa, que se veía sentado en un gran carro triunfal y le pedían que favoreciese el culto de este misterio, el más glorioso entre todos los que honran a la madre de Dios. Los indios y los españoles de todas las artes procuraban también con grande emulación aventajarse unos a otros en estas invenciones, de tal modo que las fiestas, por lo regular, duraban muchos días.

Con relación a las actividades desplegadas por entonces, volvamos a las palabras de Pereira Salas, para más pormenores igualmente ilustrativos:

El 10 de diciembre de 1663 se levantó al igual un tablado de comedias, construido bajo la supervigilancia del capitán Juan Bautista Manso y su grupo de vigilantes distinguidos Francisco Bravo de Saravia, Juan Alfonso y Melchor de Carvajal. Los trabajos tuvieron un presupuesto de $200.

A fines de año, para las solemnes festividades del 8 de diciembre de la Inmaculada Concepción, tan fastuosamente celebradas por los jesuitas, el presidente de Chile don Ángel Pereda, con cierta intención galiciana, quiso rivalizar en los festejos. Su amigo Francisco Sandoval, recién llegado a España, le procuró un novedoso auto sacramental, El Pastor Lobo, impreso en Zaragoza tres años antes.

Para la fiesta pública puso trabajo de ornato en la residencia de la autoridad suprema, y en los jardines de la casa levantó a la manera de un escenario dos cabañas contiguas: la una dominada por la cruz, y la otra por la profusión frívola de flores perecederas. El rol de los personajes comprendía seis caracteres masculinos y dos femeninos, a saber: El Pastor Lobo, es decir, el Diablo y sus acólitos el Apetito y el Descuido, La Cordera, feminidad pura y sus fieles ayudantes, la Voluntad y el Cuidado. Así como el Buen Pastor, o sea, Jesucristo.

Recién a esas alturas de la centuria comienzan a aparecer verdaderas obras teatrales, con piezas escritas por autores de España o Perú. Según Encina, entre las más populares estuvieron “Algunas hazañas de don García Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete” (escrita con apoyo de siete poetas), “El mayor contrario amigo”, “El Diablo predicador”, “Arauco Domado” y “Los españoles en Chile”, aunque se trata de un período de tiempo más o menos largo, en el que unas obras iban sucediendo y dejando atrás a otras.

Las presentaciones solían realizarse entre las dos y las cinco horas del día, según fuese la estación, y concluían al atardecer. Comenzaban casi invariablemente con un tono cantado por músicos armados de arpas y guitarras, seguida de una loa alusiva al encuentro o fiesta respectiva. Se dividía la obra en jornadas o partes, la primera con un entremés al final de la misma, y un baile detrás de la segunda. La última cerraba el encuentro con una fiesta o farsa. Había momentos con coros musicales y romances dentro de cada obra, además.

A pesar de la aparente buena convivencia entre la fe y las tablas proto-teatrales, cuando todavía era la cruz el fastigio de todas esas primitivas manifestaciones, medidas restrictivas de 1688 impidieron que las monjas profesas actuaran en tales obras usando trajes profanos, bajo amenaza de excomunión. Sin embargo, Amunátegui observa que las seglares siguieron participando en algunos sainetes y mojigangas, que eran llamadas entonces aguinaldos.

El obispo Diego de Humanzoro también había prohibido, pocos años antes, ciertas extravagancias y puestas en escena con motivo de las efemérides religiosas, habiendo por entonces algunas tan curiosas como una procesión de los padres domínicos en la que sacaban en andas al Niño Jesús en las tardes del Miércoles Santo, mientras la multitud actuaba interpretando a los judíos de Jerusalén en el camino al calvario del relato en los evangelios, lanzándole piedras al paso. Ya entonces, esta representación pareció chocante a los refinamientos de algunos clérigos y por eso acabó siendo proscrita.

Siguiendo la información que aporta Benjamín Vicuña Mackenna en su conocida “Historia crítica y social de la ciudad de Santiago”, el descrito período será el mismo en que comienzan a llegar, además, las primeras obras con auténtico capital artístico de teatro, hacia los días de la recepción en Santiago del gobernador Tomás Marín González de Poveda, en 1692, y luego con la presentación de no menos de 14 comedias con motivo de su regreso a Concepción, ciudad en donde desposó a doña Juana de Urdánegui:

De esta manera se continuó representando autos sacramentales, pasos y sainetones durante la mayor parte del siglo XVIII, echando mano en la entrada de los presidentes o en la jura de los reyes de unos cuantos muchachos de buena presencia que representaban en un escenario improvisado, alternativamente los papeles de hombres y mujeres. La mayor novedad que en tales casos se consentía, de cuando en cuando, en alguna tonadilla de dudosa pulcritud o algunos pasos de bailes nacionales o puramente indígenas.

Con ocasión de la gran fiesta penquista, particularmente, se representó también una obra dramática titulada “Hércules chileno”. No se sabe sobre seguro algo más de ella, ni siquiera la identidad de sus autores, pero para muchos habría sido la primera de su género producida en el país, coincidente también con el despertar de las funciones del teatro chileno de comedias, como eran llamadas en forma amplia entre los hispanos de ese par de siglos, alejándose ya del alcance de golpe que tenía el báculo eclesiástico. Solían ser escritas en verso y representadas al aire libre, en canchas o en corrales.

En un plano más relacionado con las curiosidades, cabe indicar la posibilidad de que algunos usos en el lenguaje se hayan mantenido desde aquella época colonial en lo referido a artes escénicas, cuando la precisión de los conceptos era diferente. Un ejemplo de esto podría ser la costumbre de identificar también como comedias a todas las obras teatrales independientemente de su definición tipo, costumbre que persistió con los siglos y que después hasta pasó a las teleseries o novelas televisivas, conservándose con tozudez en nuestro tiempo.

Lo anterior también parece haberse presentado en otro hábito: llamar graciosos a los actores bufos o de los denominados volatines, personajes a los que, en nuestros días, identificaríamos como los payasos de circo. Las antiguas comedias tenían personajes serios y otros cómicos o graciosos, precisamente.

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