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EL MISTERIO DEL “HÉRCULES CHILENO”

Caupolicán, el "Hércules Chileno". Ilustración de Luis F. Rojas para la serie "Episodios Nacionales", con la proeza de fuerza del caudillo indígena.

Aunque no se relaciona estrictamente con el desarrollo de las artes escénicas de Santiago, sino con las de Concepción, hay un episodio interesante del período colonial que, por ningún motivo, puede ser pasado con liviandad de pluma en este recuento cronístico.

Los años finales del siglo XVII serían aquellos en que comienza a aparecer el verdadero teatro de registro chileno, ya desprendido de los elementos originarios que lo subordinaban mansamente a ceremonias y festejos eclesiásticos. El hito de “ruptura” con aquella época previa lo marca la presentación de comedias que se realizaron por solicitudes del cabildo, hacia el año 1692, a propósito de la llegada del gobernador Tomás Marín González de Poveda a la capital y, un año después, para su casamiento en Concepción, ciudad en donde muchos de sus camaradas de armas lo esperaban con grandes muestras de gratitud y de amistad, dada la buena impresión que había dejado en anteriores misiones por esos lares antes de tomar investidura del nuevo alto cargo.

En ese mismo preámbulo ya aparecen algunas discrepancias y aclaraciones necesarias de los historiadores, sin embargo: para Amunátegui, por ejemplo, aquellas primeras obras de representación dramática “profana” se remontan necesariamente a la ciudad de Concepción y no a Santiago. Se hicieron con motivo del señalado regreso y el matrimonio entre el mismo gobernador y doña Juana Urdanegui, su prometida desde hacía largo tiempo. Parte de los regalos para la pareja fueron las presentaciones de obras teatrales.

Pero quizá lo más interesante de aquel festival de celebraciones para el gobernador, de acuerdo a fuentes como la “Historia de Chile” de Pedro de Córdova y Figueroa, fue que, entre las obras de entonces, se presentó en la ciudad penquista el que sería considerado por muchos como el primer drama nacido en el país, titulado “Hércules chileno”. La pieza teatral había sido escrita por dos habitantes locales; tuvo aceptación y aplauso del público, aunque ha sido olvidada por la historia de la dramaturgia nacional, o más bien atesorado su nombre sólo como dato curioso para algunos investigadores del tema.

Que el propio Córdova y Figueroa describa este crucial hecho y su contexto más preciso, desde sus trascendentes crónicas:

Hizo plausible el ingreso del nuevo gobernador el haber servido en el ejército, como dejamos dicho, y el pleno conocimiento del reino. Trajo doscientos hombres de recluta y una familia muy lustrosa, que la más se estableció en Chile. Su equipaje y tren fue magnífico y cual ninguno le ha igualado. No se mostró desconocido, aunque de fortuna mejorado, pues como dice Casiodoro, que las nuevas dignidades hacen mudar y engrían las antiguas amistades: singular acción pocas veces practicada en la humana elación. Dispúsosele en la Concepción un tan magnífico recibimiento, que su ejecución excedió al deseo. Tan lúcido fue como costoso, y se le transfirió para la celebridad del desposorio con doña Juana Urdanegui, hija del marqués de Villafuerte, familia de las más distinguidas de la ciudad de los Reyes, el festejo destinado para aquel día. Constaba el obsequio de catorce comedias, y la del Hércules chileno, obra de dos regnícolas, toros y cañas, cuyas demostraciones, antes ni después de vistas, bien dan a entender la aceptación y aplauso que causó su ingreso. Húbolo también entre los indios, y asistieron todos a cumplimentarle y se volvieron muy satisfechos de su liberalidad y agrado, y quedó aplazado un congreso para la plaza de Yumbel, donde concurrieron los indios de la mayor distinción, y finalizado el acto tan serio, se confió el empleo de maestre de campo general a don Alonso de Córdova, mi padre, a cuyo comando había servido de capitán de caballos en las plazas de Repocura y Purén, frontera pertinaz de esta belicosa nación.

Por referencias vagas y muy generales, o más bien por deducciones a partir del título y lugar geográfico en que fue ofrecida la obra de marras, también se asume que evocaba al personaje indígena y célebre toqui Caupolicán, de acuerdo a la forma en que fuera retratada su hazaña en “La Araucana” por Ercilla. La idea es compartida por varios otros autores, entre los que están Mariano Latorre, Miguel Ángel Vega, Mónica Escudero, Luis Pradenas y otros.

Claramente, entonces, el nombre y concepto del “Hércules chileno” se coliga casi por una lógica asociación con aquella proeza de fuerza con la que el titán nativo Caupolicán demostró su poder y su rectitud de líder ante los jefes indígenas, cargando encima de sus clavículas un pesado tronco durante dos días y dos noches, según el poema épico:

Ya la rosada Aurora comenzaba
las nubes a bordar de mil labores,
y a la usada labranza despertaba
la miserable gente y labradores:
y a los marchitos campos restauraba
la frescura perdida y sus colores,
aclarando aquel valle la luz nueva,
cuando Caupolicán viene a la prueba.

Con un desdén y muestra confiada,
asiendo el tronco duro y nudoso,
como si fuera vara delicada,
se lo pone en el hombro poderoso:
 la gente enmudecía maravillada
de ver el fuerte cuerpo tan nervoso.
El color a Lincoya se le muda
poniendo en su victoria mucha duda.

El bárbaro sagaz despacio andaba,
y a toda prisa entraba el claro día;
El sol las largas sombras acortaba,
mas él nunca decrece en su porfía:
al ocaso la luz se retiraba,
ni por eso flaqueza en él había;
las estrellas se muestran claramente,
y no muestra cansancio aquel valiente.

Si no fuera por su irreparable extravío, entonces, el “Hércules chileno” debería que estar considerado en la misma cadena histórica y estante de las exaltaciones hispánicas del elemento indígena de Chile, secuencia que parte con el canto épico de “La Araucana” de Ercilla, continúa con obras como la también perdida "Araucana" de Fernando Álvarez de Toledo, Purén Indómito de Diego Arias de Saavedra y Arauco domado” de Pedro de Oña, además de la versión dramática homónima de esta, de Lope de Vega, y la “Crónica del Reino de Chile” de Mariño de Lobera. También debiese considerarse en este selecto grupo a “El nuevo Caupolicán” y “Arauco libre”, de José Manuel Sánchez Rojas, producciones posteriores y criollas pero cercanas al espíritu de la obra dramatúrgica de 1693.

Pradenas hace otra interesante observación en nota a pie de página de su trabajo “Teatro en Chile: huellas y trayectorias, siglos XVI-XX”, con bastante relevancia al tema aquí tratado:

Considerando que la recuperación ideológica de la resistencia indígena contra el conquistador español sólo parece emerger en las primeras décadas del siglo XIX, durante los inicios de la lucha de independentista, la exaltación de Caupolicán, elevado a la categoría de mito universal, pareciera responder a un intento de justificar la pervivencia de una frontera de guerra al interior de América. La desaparición del texto El Hércules Chileno imposibilita la confirmación de toda hipótesis, pero ella deja abierta la interrogante respecto de la cronología en la emergencia de una conciencia americana.

Sin embargo, a pesar de la indicación del caso por parte de Córdova y Figueroa y otros autores, han existido discrepancias sobre la calidad de primera obra dramática nacional adjudicada al “Hércules chileno”.

Estatua de Caupolicán en el cruce de la calle con su nombre y Manuel Montt, en la ciudad de Temuco.


Otro monumento para Caupolicán, esta vez en la Plaza de Río Bueno. Obra inaugurada en 1966 por la municipalidad y el club de suboficiales en retiro del Ejército y Carabineros de Chile.

 En la obra “Crónica de La Serena”, por ejemplo, Manuel Concha menciona la existencia de un antiguo sainete o entremés escrito por un vecino llamado Pedro Nolasco Miranda, que había sido representado allá en la Plazoleta de San Francisco y que “ha dejado un vivo recuerdo por la ridícula circunstancia de haber aparecido el gracejo con un burro aparejado, y haber aparentado hacerle la barba con una gran navaja de madera”. Aunque por su ubicación cronológica parece no poder competir con la antigüedad del “Hércules chileno”, suponiendo que fuera obra de un autor chileno, Escudero la mencionó entre las que el Cabildo de La Serena había ofrecido en 1748, para el homenaje del ascenso de Fernando VI.

Sin embargo, Amunátegui, junto con identificar que aquella obra aludida por Concha correspondía a “Santiago, afeita el burro” o “Barbero, afeita el burro”, asegura que esta se presentaba también en teatros de la capital hacia 1828, incluyendo una en el Teatro Arteaga de calle Compañía el día 14 de diciembre, sospechando así que el autor serenense pudo errar el disparo al dejar deslizada su identidad como una posible producción local y chilena.

Pero para los categóricos e inflexibles criterios de Amunátegui, la más antigua composición dramática chilena que merecía ser considerada tal era la de don Juan Egaña, titulada extensa y pretenciosamente: “Al amor vence el Deber - Melodrama para cantar o representar - Traducción libre y modificaba de la Cenobia del célebre Metastasio - El obsequio de la ilustre Marfisa”. Esta obra pudo ser presentada en la cancha del basural de Santo Domingo, por donde se instalaría también un ruedo de toros; y después en el teatro de la bulliciosa y alegre calle de Las Ramadas, ya a inicios del siglo XIX, en donde está ahora la calle Esmeralda de Santiago. Parece que su texto impreso estuvo de moda en los salones aristocráticos de entonces, siendo repasado en reuniones de lectura y en elegantes tertulias. Defendiendo su punto, además, agregaba Amunátegui:

He dicho que el poeta favorito de don Juan Egaña era Metastasio.

Efectivamente, tradujo de aquel autor, no sólo La Cenobia, sino también la canción titulada Nise o La Perfecta Indiferencia.

Egaña estaba tan ufano de esta composición, que, lejos de excusar la comparación con una traducción de la misma pieza hecha por el afamado poeta Meléndez Valdés, publicó las dos, una al frente de la otra, para que pudieran ser cotejadas.

Y preciso es confesar que Egaña en varias estrofas no queda inferior a Meléndez Valdés.

La Cenobia no fue la única pieza que don Juan Egaña escribió para el teatro.

Empero, por corresponder aquel trabajo sólo a la traducción adaptada de una obra clásica, muchos autores desconocen o refutan la terminante y convencida aseveración de Amunátegui. Uno de estos detractores y adversarios más conocidos es, sin duda, Mario Cánepa Guzmán, quien en su “Historia del teatro chileno” continúa sosteniendo la calidad del “Hércules chileno” como primera obra de su género producida en el país, por mucho que se desconozca la identidad de sus escritores y su exacto contenido:

…para celebrar el cumpleaños de Carlos IV, Egaña ofreció otra loa original en el teatro de la Plazuela de las Ramadas, en 1804, en la que los personajes eran Pitágoras y otros genios alegóricos, que fue ofrecida a Muñoz de Guzmán.

Juan Egaña, mencionado como primer autor de la época colonial, no puede ser considerado como un hito notable de la dramaturgia netamente chilena, ya que había nacido en Lima el 31 de octubre de 1768 y la obra Zenobia, era una traducción. Sus loas fueron impresas, no así El Hércules Chileno, cuyo título ha sido mencionado en viejos escritos y sus autores dejados en el anonimato.

Otros títulos que se conservan de obras de don Juan Egaña son: Porfía contra el Desdén y El Amor no halla imposibles, ambas comedias y tres sainetes; Piliforonte o el Valor Ostensible; El Marido y su Sombra y Amor y Gravedad.

Una observación que puede hacerse al juicio de Cánepa Guzmán, sin embargo, es aquella relativa al lugar de nacimiento de Egaña: además de que, desde cierto punto de vista, el concepto de la nacionalidad estaba aún en formación por entonces, se priorizaba también la pertenencia más allá de la cuna geográfica y por extraterritorialidad, algo relacionado con el principio de ius sanguis. Partiendo de este hecho y si bien Egaña nació en Perú, resulta determinante al caso el haber sido de padre chileno y el que permaneció allá por solicitud de aquel para cumplir sus estudios, antes de emigrar con el mismo a Santiago para ingresar a la Real Universidad de San Felipe. Básicamente, entonces, era y se sentía chileno.

Independientemente de aquel punto en particular, sin embargo, la traducción de Egaña no puede tener mérito suficiente como para desconocer un hecho histórico que parece irrefutable: la condición anterior del “Hércules chileno” como obra dramática producida en el país, por mucho que haya quedado guardada para siempre entre arcanos misterios.

A pesar de todo lo expuesto, han persistido otras dudas razonables sobre si el “Hércules chileno” fue, efectivamente, la primera obra de su tipo escrita en Chile. Encina, por ejemplo, consideró esto insostenible y argumentaba, como refutación, que hubo antes una gran cantidad de sainetes que también se perdieron en el tiempo, pero que deben ser contabilizados en la cadena histórica, por haber podido tener autores chilenos algunos o muchos de ellos.

Por otro lado, siempre pesarán sobre la conclusión tomada de Córdova y Figueroa algunos testimonios previos, como el que aportó el arzobispo Gaspar Villarroel en su crónica de 1656, al referirse a las comedias que habían sido representadas en dependencias de la Orden de La Merced de Santiago y que, muy posiblemente también, hayan tenido alguna autoría chilena entre ellas:

Hiciéronse unas comedias en esta ciudad en el cementerio de La Merced. Convidaron a los señores de la Real Audiencia, y a mí. Excuseme yo; y como era la fiesta de señor don Bernardino de Figueroa, oidor de la Real Audiencia, que con tanto aparato real solemniza cada año la Navidad de Nuestra Señora, me pidió con encarecimiento que asistiese a las comedias. Resistime cuanto pude, y al fin me dejé vencer; y no faltó algún oidor que tropezase en mi sitial. Reprimieron todo lo posible el hablar de ello: pidiéronme que esos días, porque eran tres los de las comedias, me sentase en una de sus filas. Aceptelo, con condición que por lo menos el primer día, aunque yo no había de estar en él, no había de retirarse mi sitial (…)

Vi la comedia, y representadas ya las dos primeras jornadas, entraron los señores de la Real Audiencia. Mandaron que la comedia se comenzase: entendió todo el pueblo que, que había venido sólo a hacer lance en el prelado; y parece que mandaron a atropellar músicas, bailes y entremeses, porque anochecía ya, y en esta ciudad de Santiago es muy perjudicial el sereno. Estúvelo yo mucho, y desquiteme del hecho con instarles mucho que había de repetirle un entremés muy frío. No les fue posible resistir mi importunación y vieron a su despecho el entremés. Y somos tan vengativos los prelados, que habiéndome molido la vez primera, viera yo del porte otra media docena de entremeses, por dar ese mal rato a los oidores. Ojalá en todos los obispos fuera de este tamaño los desquites.

Hay más posibles razones aún para dudar del puesto pionero en el que se recuerda al “Hércules chileno”, y una de ellas la proporcionó don José Toribio Medina en la instroducción de su “Historia de la literatura colonial”, cuando se refiere a otra curiosa obra que podría ser del mismo período o acaso anterior a la exhibida en Concepción, aunque sin título conocido. Correspondiendo esta creación al manuscrito de un “sainete, entremés o comedia (como quiera llamársele)”, según la define el acucioso y exhaustivo autor, describe de la siguiente manera el contenido jocoso de esta obra, cargada con algo de sátira y crítica social:

Un maestro de escuela llamado Tremendo, a fin de hacerse más llevaderas las tareas de su oficio, concertó con un compadre que le alquilase a su hijo Silverio para que le ayudase a regir a sus alumnos. Entre las instrucciones que le dictara, fue una la de que diese de azotes a todo el que se presentase sin llevar la rosca de ordenanza. Silverio, que era un gran glotón, a medida que los muchachos llegaban les pedía la rosca y como algunas veces no la encontrase de buen tamaño, se excedía de las órdenes del maestro y menudeaba los golpes. Entre los castigados figuró el hijo de cierto doctor Gervasio, el cual, tan pronto como supo el hecho, se presentó en la escuela a reclamar del trato que recibiera el chicuelo. No sabes le dijo a Silverio, que a ningún hijo de noble:

¿Se lo puede en ningún tiempo
en la escuela castigarlo,
aunque no quiera traer,
aunque ande a sopapos con el maestro
y con todos los demás muchachos?                 

El auxiliar de Tremendo que no aceptaba tales principios, como viese que el doctor don Gervasio tampoco llevaba la rosca, entendió que también debía regir con él la azotaina, y en efecto, se la dio de maravilla. A los gritos del pobre doctor, acudió el alcalde del pueblo y le pasó otro tanto, y hasta al mismo don Tremendo que se había presentado a saber quien formaba aquella algazara. Por fin, reúnense todos los aporreados, y consiguen hacer salir de la escuela a aquel ayudante tan estricto en cumplir su consigna.

La primera parte de la pieza no carece de cierta chispa; pero, como se ve, está fundada en una circunstancia demasiado pueril e inverosímil.

De esa manera, la historia del teatro chileno se estrella contra la paradoja de que, mientras del “Hércules chileno” no se conoce una sola palabra segura de su texto, fuera del título, de la obra recuperada por Medina se conoció el texto pero no el título ni su preciso origen…

Como sea, entonces, la lámpara que debería alumbrar el umbral histórico de los inicios de la dramaturgia escrita en Chile, parece estar siempre incompleta, condenada a alguna clase de desperfecto sin solución.

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